Formas antiguas y nuevas de la desobediencia civil

Cinthia Fleury

Definir la democracia es una reflexión filosófica en sí misma por cuanto su definición varía según sean interpelados su forma de soberanía, sus regímenes electorales o más ampliamente sus contenidos culturales o sociales, sus exigencias teóricas o sus esperanzas altruistas. “Toda elocuencia humana en todas las asambleas de todos los pueblos y en todos los tiempos puede resumirse en esto: la disputa del derecho contra la ley”, escribe Hugo[1], planteando una definición de democracia, a saber la disputa entre lo legal y lo legítimo, lo que no dejar de tener eco en la formulación de Claude Léfort, la “legitimidad de un debate sobre lo legítimo y lo ilegítimo”[2], estos interrogantes, por otra parte, constituyen la reflexión nodal de la desobediencia civil: “la desobediencia civil puede ser definida como un acto público, no violento, decidido de manera consciente, pero político, contrario a la ley y llevado a cabo, normalmente, para producir un cambio en la ley o bien en la política del gobierno. Actuando así, el acto interpela el sentido de la justicia de la mayoría de la comunidad y se declara que, según una opinión reflexionada con madurez, los principios de cooperación social entre dos seres legales no son respetados en la actualidad”[3]. ¿Quiere esto decir, además, que la desobediencia civil constituye el cuestionamiento arquitectónico de la democracia? Sí, en la medida en que obedecer las leyes que el pueblo mismo se ha dado equivale a desobedecer aquellas que juzga incompatibles con su soberanía. Por que la apuesta de la desobediencia civil no es desobedecer por desobedecer sino hacerlo con el único objetivo de mejorar el gobierno (“pero para hablar de ello desde una perspectiva práctica y ciudadana, al contrario de aquellos que se dicen anarquistas, yo no pido, de entrada, “nada de gobierno”, sino, desde el comienzo, un mejor gobierno. Que cada uno haga conocer el tipo de gobierno que ganará su respeto y esto será el primer paso para obtenerlo”[4]) dicho de otra manera, se trata siempre de someter a la reflexión de la conciencia ciudadana la condición bien fundamentada de lo legal. Únicamente el Estado sufre en reconocer esta parte de iniciativa y conciencia ciudadana. Ya en 1835 Tocqueville identificaba este disfuncionamiento de la “centralización” estatal de esta manera: “Ocurre a veces, que la centralización intenta, en su desesperación, llamar a los ciudadanos en su socorro; pero les dice: “Obraréis como yo quiera en tanto que yo quiera y precisamente en el sentido que yo quiera, vosotros os haréis cargo de los detalles sin aspirar a dirigir el conjunto, trabajaréis en las tinieblas y juzgaréis más tarde mi obra por sus resultados”. Y concluye Tocqueville: “No es bajo semejantes condiciones que se obtiene el concurso de la voluntad humana. ¿Por qué? Porque el Hombre está hecho de tal modo que prefiere permanecer inmóvil que marchar sin independencia hacia un objetivo que ignora”[5].

En otras palabras, la desobediencia civil no es un acto de insubordinación desorganizado, sin finalidad precisa, sino antes al contrario la reivindicación de una conciencia esclarecida, de una ciudadanía crítica[6] preparada para razonar con el legislador.

Efectivamente, si el contrato social es tácito[7], entonces todos los ciudadanos, participando a través de la vía de esta disputa entre lo legítimo y lo legal, vivifica lo tácito del contrato y les ofrece la posibilidad de co-construir el mencionado contrato previamente aceptado desde el nacimiento. La desobediencia civil recuerda, de este modo, otra verdad estructural de la democracia, a saber, su carácter inacabado y la necesidad permanente de su profundización[8]. Amartya Sen[9], por su parte, evoca la noción de “incompletud de la justicia” para testimoniar la necesidad de interrogarse sin cesar sobre el hiato entre los principios y las prácticas democráticas, entre el derecho formal y el derecho real. Desde el momento en que considera la aventura del hiato cerrada, el Estado de Derecho se marchita y desde ese momento se contradice haciendo permanentes las desigualdades. Si la democracia está inacabada, es porque percibe constantemente la ausencia que la funda y permanece del lado de su carácter incompleto. La democracia no es, según Sen, un proceso mecánico de agregación de opiniones individuales, sino un proceso de deliberación al cual cada uno está llamado a aportar su contribución activa. En este sentido, el autor no defiende una concepción puntual de la democracia donde una decisión tomada por mayoría sería suficiente para dilucidar los problemas de una vez por todas. Al contrario, su visión va de la mano con una construcción permanente de la sociedad, de sus expectativas y valores. Es necesario entrar en la era de la capacidad constructiva de la democracia real. El valor y la calidad de las normas sociales dependen menos de la calidad de su contenido que de ser el resultado de un ejercicio claramente deliberativo de opinión. La democracia debe ser intrínseca, instrumental y constructiva[10].

El estado no debe, por ello, buscar imponer su versión específica de lo que debe ser hecho en materia de acción pública, si no reconocer y pedir el sentido de la justicia de los actores locales. La justicia, en democracia, se construye a varias manos. Es la obra tanto del colectivo como de lo progresivo. La justicia se construye con el número y el tiempo, no se postula a priori.

Así, lejos de ser un factor de parálisis en la acción pública, el reconocimiento de la pluralidad de diferentes concepciones posibles de la justicia aparece como la condición misma de la aceptabilidad de la decisión pública[11]. Para Jürgen Habermas, la desobediencia civil puede ser una manera de participar en la elaboración de la razón pública en la medida en que “la desobediencia civil incluye actos ilegales, generalmente protagonizados por sus actores colectivos, definidos tanto por su carácter público y simbólico como por el hecho de estar basados en principios, actos que implican, en primer lugar, medios de protesta no violentos y que apelan a la capacidad de razonar y al sentido de la  justicia del pueblo”[12].

La razón pública es una fabricación directamente relacionada con la deliberación pública, lo que muestra que se trata tanto de consenso como de disenso. En tanto que forma privilegiada del conflicto político la figura de la desobediencia civil “garantiza (…) la continuidad con esta convicción de la Teoría Crítica según la cual la realización hegeliana de la razón debe ser comprendida como “un proceso de aprendizaje conflictual en el cual un conocimiento universalizable emerge en el curso de la resolución de problemas aportando mejoras, en este caso contra la resistencia de los grupos dominantes”. Tanto en Jürgen Habermas como en Axel Honneth, la herencia hegeliana se inscribe aquí en el conflicto al corazón mismo de la teoría moral y política: “Frente a patologías sociales resultado de una incapacidad de las sociedades para expresar adecuadamente el potencial racional ya inherente en sus instituciones y sus prácticas, le despliegue de la razón resulta una praxis común que engendra soluciones indisolublemente ligadas a conflictos que hacen posible un aprendizaje”[13]. En este sentido, la desobediencia civil se define como un gesto de apropiación democrático, e incluso de empowerment (empoderamiento) del ciudadano.

Obedecer en democracia supone “consentir” la ley, y este consentimiento es indisociable para el ciudadano de un compromiso político, que reenvía al ejercicio del voto o de manera más permanente, al de la participación democrática por la via de los diferentes dispositivos de consulta y codecisión. Desobedecer civilmente significa entonces, que las condiciones de obtención del consentimiento informado del ciudadano no han sido respetados del modo y manera en que el Estado de Derecho lo requiere.

Durante mucho tiempo se ha creído que consentir en democracia podía asimilarse a un silencio. En efecto, desde Montesquieu, se ha planteado la naturaleza asimétrica de la soberanía del pueblo: desde el comienzo, la soberanía del pueblo se escinde entre “dirigir”, es decir la soberanía indirecta de la representación y “controlar”, es decir la soberanía popular, en el sentido en el que ella vigila y sanciona mediante el ejercicio del voto, o impide mediante el uso de la manifestación, la huelga u otra forma de protesta social. Pierre Rosanvallon define esta última como la soberanía negativa del pueblo[14]. En este contexto, el no-consentir es un ruido (manifestación, impedimentos múltiples) mientras que consentir sigue siendo un silencio. Pero, en un ámbito más contemporáneo, de reivindicación de la autonomización del ciudadano, de ejercicio más continuado (menos intermitente) de la soberanía y de la democracia, consentir necesita ser considerado como un hecho más formalmente explícito.

De este modo, la desobediencia civil puede preceder un consentimiento futuro y encarnar una soberanía más positiva del pueblo, que no esté fundada solo en la sanción o el rechazo, sino en una co-construcción factible. Una soberanía del pueblo, exclusivamente “negativa”, puede ser considerada como una soberanía del eunuco (Hugo), o demasiado anacrónica en un tiempo de reivindicación colectiva (asociaciones y redes) e individual (ciudadano ordinario). La desobediencia civil puede, así, definirse como una herramienta ciudadana de regulación democrática, como es cada vez más común en internet.

A esta idea de positivar la soberanía por esencia negativa del pueblo -dicho de otro modo, vivir su poder de decisión y no solamente su poder de control-, es necesario añadir que la ciudadanía y la sociedad civil se han convertido en vectores y lugares muy cualificados de innovación social y de expertise democrática. Thierry Pech y Marc-Olivier Padis evocan su capacidad de educar al Estado[15]. En efecto, muestran hasta qué punto la sociedad civil es a menudo el garante de la no-discriminación por parte de las instituciones, funcionando como una especie de vigilante. Ciertamente, la sociedad civil tiene un rol clásico de perturbación -modificando el habitual juego de los procedimientos institucionales- pero que rompe el aislamiento de las elites políticas introduciendo en el espacio público los “sujetos huérfanos”, esto es aquellos contra quienes todo conspira para ser colocados al margen. Para la mejora del Estado de Derecho esta capacidad de inclusividad de sujetos es fundamental. Pero el Estado no siempre tiene la posibilidad de efectuar estas diferentes vigilancias estratégicas respecto a sujetos que son importantes para los ciudadanos, pero a menudo son minoritarios. Por eso, la sociedad civil, porque sabe cómo traducir sus experiencias, está en condiciones de ofrecer a la democracia un universalismo concreto, que sin avanzar en el vacío, sea, efectivamente susceptible de nutrir las acciones de desobediencia civil.

En efecto, la desobediencia civil recuerda que la definición de democracia oscila siempre entre su aceptación teórica (modelo) y una más existencial (experiencia). “La idea de un universalismo cerrado del modelo debe ceder el paso a un universalismo abierto de la confrontación de experiencias”[16]. Esta reflexión de Rosanvallon, que se dirige inicialmente a la relación entre Occidente y el resto del mundo, puede también inscribirse en el interior mismo de cada sociedad democrática, en la medida en que cada una de ellas reposa sobre controversias entre la mayoría y las diferentes minorías y marginalidades que la constituyen. No construir un “universalismo democrático de cierre” es, sin dudarlo, vigilar para no occidentalizar el concepto de democracia imponiéndole un modelo en detrimento de otro, pero puede también referirse al consenso y al conformismo impuesto al interior de toda sociedad democrática, especialmente la occidental. En efecto, es importante que la democracia no se convierta en un “objeto de fe” si no que se convierta, más bien, en “un objeto de división y controversias”. En esto estriba su pacto con la libertad de conciencia y de expresión, su lucha contra las formas de censura y de autocensura, y de manera más fundamental, su pacto con la falibilidad en el sentido en el que la democracia no sabría ser dogmática. Apoyándose en John Dewey, Albert Ogien llega incluso a diferenciar entre política y democracia, haciendo de esta última un método de conocimiento. “Lo que se requiere para dirigir y conducir una investigación social exitosa, es un método que se desarrolle sobre la base de relaciones recíprocas entre hechos observables y sus resultados. Esto es, esencialmente, el método que proponemos seguir”, escribía Dewey[17]. Y Ogien concluye: “A este método, Dewey lo denomina: Democracia. Para él, esta palabra no reenvía, pues, a un régimen político definido por una serie de derechos individuales (voto, opinión, huelga etc.) ni por un sistema específico de instituciones (libertad de asociación, separación de poderes, control del legislativo sobre el ejecutivo, justicia independiente, libertad de información). Democracia sirve como expresión para calificar la naturaleza de cualquier procedimiento experimental: espíritu de descubrimiento, libre disposición de las informaciones, discusiones abiertas sobre hipótesis, compartir intuiciones y resultados, etc. La democracia, según la enuncia Dewey, es un proyecto colectivo de producción de conocimientos mediante la acción, a la cual todo individuo interesado por un problema público puede contribuir, con igual competencia, con el fin de aportar una solución satisfactoria desde el punto de vista de las consecuencias previsibles”[18].

Siendo así, se entiende como la desobediencia civil se asimila en Dewey al hecho “de tomar parte de manera responsable, en función de las capacidades de cada cual, a la formación y a la dirección de las actividades del grupo al que se pertenece, y a participar en función de sus necesidades y de los valores que el grupo defiende. Para los grupos esto exige la liberación de las potencialidades de los miembros de un grupo en armonía con los intereses y los bienes comunes”[19].


Nota: Artículo publicado con autorización de la autora y de la Revista Pouvoirs, a ambas Espacio Público les agradece enormemente su generosidad. A sugerencia de la revista la citación correcta del artículo sería la siguiente: Cynthia Fleury, « Formes anciennes et nouvelles de la désobéissance civile », Pouvoirs n°155, Désobéir en démocratie. El artículo ha sido traducido por Pedro Chaves. El traductor ha conservado las notas con las referencias originales dada la naturaleza del artículo. Por último, dada la extensión del artículo y las pretensiones de la inserción en este número de Espacio Público, no se ha traducido la segunda parte del mismo que se puede consultar en la revista y a cuya lectura el traductor anima encarecidamente.

Cinthia Fleury, filósofa y psicoanalista, Profesora en la Universidad Americana de París, miembro del Comité Consultivo Nacional de Ética (CCNE).

[1] Victor Hugo, Le Droit et la Loi, et autres textes citoyens (1841-1851), Paris, 10/18, 2002, p. 15.

[2] Claude Lefort, Essais sur la politique, Paris, Seuil, 1986

[3] John Rawls, Théorie de la Justice (1971), Paris, Seuil, 1987, p 57

[4] Henry David Thoreau, La Désobéissance civile, 1849 (traducción de la autora).

[5] De la démocratie en Amerique, t.1, 1835, chap. “Des effets politiques de la décentralisation administrative aux États-Unis”.

[6] Pippa Norris, Critical Citizens: Global support for Democratic Government, Oxford, Oxford University Press, 1999.

[7] Jean-Jacques Rousseau, Du contrat social, 1762

[8] Pierre Rosanvallon, La Démocratie inachevée. Histoire de la souveraineté du peuple de France, Paris, Galimard, 2000.

[9] Amartya K. Sen et Martha C. Nussbaum (dir.), The Quality of Life, Oxford, Clarendon Press, 1993; et Amartya K. Sen, The Idea of Justice, Londres, Penguin, 2010.

[10] Cf. Jean-Michel Bonvin, “La démocratie dans l’approche d’Amartya Sen”, L’Économie politique, vol.27, nº 3, 2005, p. 24-37.

[11] Cynthia Fleury, Les Pathologies de la démocratie, Paris, Fayard, 2005

[12] Jürgen Habermas, De l’éthique de la discussion (1991), Paris, Cerf, 1992.

[13] Estelle Ferrarese, “le conflit politique selon Habermas”, Multitudes, vol. 41, nº 2, 2010, p. 196-202, la cita de la primera parte: Axel Honneth, La Société du mépris, Paris, Gallimard, 2006, p.117.

[14] Pierre Rosanvallon, La Contre-démocratie. La politique à l’âge de la défiance, Paris, Seuil, 2006.

[15] Thierry Pech y Marc-Olivier Padis, Les Multinationales du coeur. La politique des ONG, Paris, Seuil, coll. “La République des idées”, 2004.

[16] Pierre Rosanvallo, Le Parlement des invisibles, Paris, Seuil, 2014. Cf. Ver también su proyecto “Raconter la vie”.

[17] John Dewey, “Le public et ses problèmes” (1927), Hermès, vol, 31, nº 3, 2001, p. 77-91.

[18] Albert Ogien, “La démocratie comme reivindication et comme forme de vie”, Raisons politiques, vol. 57, nº 1, 2015, p. 31-47.

[19] John Dewey, “Le public et ses problèmes”, art. Ya citado.