La guerra comercial lanzada por Donald Trump contra China ha multiplicado los debates acerca de un posible conflicto abierto con Estados Unidos. Después de años de sinergia y dependencia mutua (productiva, comercial y financiera) de sus modelos de crecimiento, las referencias a la denominada “Trampa de Tucídides” se multiplican en los medios de comunicación. Sin embargo, buena parte de esos análisis se encuentran sesgados por la tendencia a asignar mecánicamente a China las inercias del expansionismo occidental. Históricamente, la política exterior china se ha orientado más a asegurar su posición geopolítica, habitualmente hegemónica, que a desarrollar un dominio de carácter imperialista. El proyecto político del Partido Comunista Chino se encuentra en la intersección entre el socialismo, el desarrollismo y el nacionalismo. No en vano, gran parte del apoyo popular que sigue, en buena medida, manteniendo se basa en su capacidad de haber dado respuesta al sentimiento de humillación nacional que se generó en el siglo que va desde el final de la primera Guerra del Opio en 1842, al de la invasión japonesa de China en 1945. De modo que los recientes movimientos externos e internos (incluida la campaña de claros tintes nacionalistas acerca de “El sueño chino”, lanzada por Xi Jinping) deben interpretarse como una nueva fase en el intento de reforzamiento de la soberanía del país asiático. Algo para lo que el logro de una creciente independencia económica se considera fundamental.

En este sentido, se puede interpretar que la política exterior china se encuentra, fundamentalmente, al servicio del proceso de desarrollo del país. Durante las tres primeras décadas del proceso de reforma y apertura externa, China tomó una posición acomodaticia en sus relaciones internacionales, aceptante de los principios de la globalización neoliberal, proceso del cual se convirtió en la plataforma productiva central. Los líderes chinos consideraban que la consecución de un orden internacional “cooperativo y armonioso” era imprescindible para acompañar a la modernización económica del país. Por esta razón, durante los años del liderazgo de Hu Jintao y Wen Jiabao la estrategia de “ascenso pacífico” definió su política exterior.

Sin renunciar a ese planteamiento, durante los últimos años China ha comenzado a transitar hacia una estrategia más proactiva, que busca ejercer una creciente influencia y toma de partido en el orden internacional. Como parte de ella, ha desarrollado una nueva diplomacia, de marcado carácter económico-financiero (aunque acompañada de asociaciones en materia de seguridad). Para ello ha conformado nuevas instituciones multilaterales, como el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS o el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura; firmado múltiples acuerdos de intercambio de divisas con el objetivo de facilitar el comercio bilateral; y comprado, en plena crisis del euro, relevantes cantidades de títulos de deuda pública de países europeos. Esta diplomacia tiene a la no injerencia en los asuntos internos de otros países como principio rector y, por lo general, trata de evitar la beligerancia militar. Sin embargo, al mismo tiempo apuesta por el mantenimiento de las instituciones y principios del orden neoliberal, en especial del liberalismo comercial (profundizado internamente con las zonas de libre comercio de Shanghai y Hainan), lo cual no deja de resultar paradójico en pleno giro proteccionista de EE.UU.

Desde este nuevo rol internacional, China ha lanzado varias iniciativas clave para asegurar la continuidad de su proceso de desarrollo. La nueva etapa del mismo tiene como objetivo principal subir escalones en las cadenas globales de valor hasta convertir a la economía china en una potencia tecnológica. Aunque, por naturaleza, esta es una transformación de largo plazo, China está avanzando en ella a pasos agigantados, algo que es lo que ha encendido todas las alarmas en EE.UU. Sin embargo, la estrategia exterior china, lejos de orientarse como amenaza a la actual potencia hegemónica, lo que busca, más bien, es seguir avanzando en su autonomía económica y financiera. En el país asiático esta autonomía es concebida desde una posición de liderazgo, pero en interdependencia con otros países. Es por esta razón que los proyectos para fortalecerla traspasan las fronteras chinas: tanto la Iniciativa de la Franja y la Ruta (la nueva “Ruta de la Seda”), como la paulatina internacionalización del renminbi (moneda del país) están concebidas como la plataforma desde la que emprender un crecimiento común.

Por supuesto, hay que evitar ser ingenuo respecto a las intenciones chinas. Esas iniciativas no suponen ningún tipo de macro-proyectos de “cooperación al desarrollo”, en el sentido habitualmente dado al término en Occidente. Por el contrario, ambas comparten una gran capacidad de extender la influencia de China, tanto en el entorno cercano (Sudeste Asiático, Asia del Sur y Central) y más lejano (África Oriental y Europa, especialmente del Este), como en el resto del mundo. Y ambas corren paralelas a movimientos estratégicos de carácter más agresivo (como las reclamaciones de soberanía, acompañadas de movimientos militares, en el Mar del Sur de China) con las que el país asiático trata de asegurar unas rutas comerciales que son esenciales para su integración en la economía mundial. No obstante, son iniciativas que buscan defender los intereses chinos desde la hegemonía económica (asegurándose el suministro de materias primas y bienes intermedios; apuntalando los mercados de exportación; y desarrollando los privilegios que conlleva la emisión de una divisa potencialmente clave a nivel internacional); más que desde el dominio territorial (vía invasión militar).

De nuevo, no se trata de relativizar lo que el ascenso chino supone para el orden mundial, sino de entenderlo según su propia lógica. No en vano, China aplica los principios de la interdependencia también a nivel interno, donde está combinando su plan “Made in China 2025”, con el que pretende reorientar su sector industrial hacia las actividades innovadoras; con una nueva legislación más protectora de la inversión extranjera y de la propiedad intelectual. Además, esa legislación se está viendo acompañada de la apertura a las empresas transnacionales de sectores estratégicos, hasta ahora protegidos, como el financiero, o el de las telecomunicaciones. De esta manera se está dando respuesta a una de las más importantes reivindicaciones detrás de la guerra de Trump: el intento de frenar la transferencia “forzada” de tecnología desde las empresas estadounidenses hacia las chinas. En realidad, en esta nueva fase, es probable que China tenga menos necesidad de continuar replicando tecnologías foráneas, que de asegurarse el aprovisionamiento de algunos inputs (en especial, los semiconductores) que son clave para su industria de smartphones o para las redes 5G, entre otras ramas en las que China está tomando posiciones rápidamente. En todo caso, el país parece seguir apostando por impulsar el desarrollo económico interno en un contexto de creciente integración externa.

En conjunto, distintos analistas han especulado sobre la posibilidad de que estemos asistiendo a la emergencia de un proceso de globalización a la china. En mi opinión, este proceso se caracterizaría por un orden más bipolar, que multipolar, aunque alejado de la política de bloques propia de la segunda mitad del siglo XX, dado, entre otras cuestiones, el actual solapamiento de las alianzas de seguridad desarrolladas por China con países tradicionalmente bajo el dominio estadounidense. En él coexistirían la decadente institucionalidad post-Bretton Woods, con los nuevos organismos internacionales vinculados a la creciente influencia china. Los principios ideológicos que han ordenado la globalización neoliberal (libre comercio, apertura a la inversión externa, desregulación financiera, etc.) serían adaptados según un pragmatismo similar al del proceso chino de reforma. Quizás el elemento más determinante en la configuración de este nuevo orden lo constituya la potencial re-articulación de las cadenas globales de producción. Si las mismas continúan la actual tendencia a la interdependencia global (por supuesto, desequilibrada en el poder de toma de decisiones y en la distribución de la renta en su interior), la probabilidad de conflicto geopolítico disminuiría, dado el mantenimiento de un alto grado de dependencia mutua. Si, sin embargo, se empezasen a formar nuevas cadenas vinculadas a las iniciativas chinas de integración, esa probabilidad podría aumentar.

Incluso en el mejor de esos casos, este sería un proceso lleno de contradicciones, que se encontraría lejos de poder asegurar una transición hacia un orden internacional más equitativo y sostenible. Durante años se puso de moda hablar del Consenso de Pekín, como una alternativa al Consenso de Washington. Los mejores resultados de la pragmática transición china al capitalismo, que combinó procesos acotados de mercantilización, con el mantenimiento de muchas de las más importantes herramientas de intervención del Estado en la economía (tipo de cambio; controles de capital; instituciones financieras, incluido el banco central del país; empresas estratégicas, etc), sirvieron de contrapeso a los dañinos sesgos ideológicos que acompañaron a la puesta en marcha de planes de ajuste estructural a lo largo y ancho del mundo. No obstante, lo cierto es que ni China parece haber querido nunca convertirse en una referencia para el resto de económicas semi-periféricas; ni, dadas sus extremas particularidades, su modelo de desarrollo es realmente replicable por otros países; ni, teniendo en cuenta los fenómenos externos e internos a los que se encuentra asociado, puede suponer una esperanza de fondo para quienes aspiran a lograr una mayor justicia en la sociedad global.

De hecho, las contradicciones generadas por la creciente influencia china podrían abarcar prácticamente todas las dimensiones: la de los derechos civiles (con la creciente represión a movimientos sociales y étnicos; y la expansión de programas de control y vigilancia de la población); la laboral (con la externalización hacia el Sudeste Asiático de las fábricas de bajos costes, asociados a escasos derechos laborales; además del mantenimiento de la prohibición interna de formar sindicatos autónomos); la ecológica (con la profundización del extractivismo en los países proveedores de materias primas, especialmente en África y Latinoamérica; al mismo tiempo que con una insuficiente reducción de las emisiones contaminantes en la economía china); la de la política internacional (con la ayuda al sostenimiento de regímenes autoritarios que suponen, indirectamente, varias de las iniciativas puestas en marcha; sin dejar de lado cómo la diplomacia financiera está generando una nueva dependencia de muchos países respecto a China); e, incluso, la militar (con potenciales movimientos agresivos en los conflictos que resultan clave para el país asiático; a pesar de su, en principio, renuncia a la beligerancia abierta).

En síntesis, tratemos de evitar los análisis mecanicistas acerca de la expansión china; contextualicémosla dentro de su estrategia de desarrollo económico como herramienta central para defender la soberanía del país; y, evitando caer en maniqueísmos, seamos prudentes con las posibilidades que ofrecen las iniciativas de integración, productiva, comercial y financiera, lanzadas por China. Éstas apuntarían a una reconducción del proceso de globalización, que, sin embargo, se encontraría lejos de poder evitar muchas de las contradicciones, desigualdades e insostenibilidades a las que el orden neoliberal nos ha expuesto durante las últimas décadas.

China vive un momento clave de su largo proceso de modernización. En la agenda sobresalen asuntos de muy diversa naturaleza y todos con el denominador común de su profundo calado. Ciertamente, el cambio en el modelo de desarrollo económico es uno de ellos pero también las transformaciones derivadas de un vigoroso proceso de urbanización (que alcanzará al 70 por ciento de la población en la próxima década), los cambios demográficos, la reducción de las desigualdades y la lucha contra la pobreza (de 700 millones al inicio de la reforma a 0 el año próximo, según los objetivos del XIII Plan Quinquenal) o, en otro orden, la consolidación de una nueva legitimidad en torno al imperio de una norma que preceptúa la hegemonía indiscutida del PCCh. Xi Jinping quiere cerrar el ciclo de decadencia arrastrado desde el siglo XIX, aupando a China en todos los ámbitos, confirmando el regreso histórico de la China de siempre.

Toda esa transformación interna se produce en un contexto caracterizado en lo global por la identificación de una oportunidad estratégica que Beijing desea aprovechar al máximo para colmar sus aspiraciones. Si la China de Hu Jintao pedía paso, la de Xi Jinping ha decidido dar el salto a la cima completando las cuatro modernizaciones reivindicadas por Zhou Enlai en 1964 (industria, agricultura, defensa, ciencia y tecnología). Esa ambición, por otra parte, difícilmente evitable en condiciones normales a la vista de las dimensiones de un Estado-continente, genera tensiones y resistencias en otros actores en la medida en que obedece a un proyecto autónomo que con sus activos y contradicciones se resiste a una homologación dependiente de Occidente y determina incertidumbres respecto a su hipotético comportamiento futuro en el orden global.

La vía en curso y elegida complementa la transformación interna con un programa global sin precedentes. Es el fin definitivo de aquella modestia preconizada de Deng Xiaoping en una China que se antoja ya lejana, cuando entonces se situaba en la posición 38ª del ranking global. La China actual, segunda potencia económica desde 2011, capaz de convertir el éxito económico en la esencia de su proyecto, abraza ahora el impulso tecnológico como la clave para liderar el mundo en las próximas décadas. Por otra parte, con la Iniciativa de la Franja y la Ruta tiene a su alcance un poderoso argumento desarrollista para incrementar su presencia e influencia en todo el mundo.

La China híbrida

Cumplidos 98 años y a las puertas de su primer centenario, el PCCh, con más de 90 millones de miembros, ha logrado plasmar un eclecticismo ideológico que tanto se fundamenta en el canon clásico, hoy centrado en la para algunos sorprendente reivindicación del marxismo, como en la singularidad civilizatoria china. Asimismo, persiste en su propósito de consolidar un modelo en permanente evolución pero que se sustenta en la gestión de cuidados equilibrios entre el mercado y la planificación o entre lo público y lo privado, sin renunciar a la orientación de origen, es decir, un proyecto nacional que pretende de signo no liberal.

Siguiendo una vía propia y diferenciada, tantas veces difícil de catalogar y entender desde nuestros parámetros, China aspira a conformar un liderazgo de nuevo tipo trasladando sus incrementadas capacidades económicas y comerciales a la gobernanza global habilitando para ello un conjunto de nuevos acrónimos (desde la Organización de Cooperación de Shanghái a los BRICS o el BAII, etc.) que reflejan sus alianzas prioritarias. Ante ello, mientras Europa duda y Japón se lo piensa, EEUU le señala ya como el principal rival estratégico para preservar su hegemonía.

China también se la juega con Xi Jinping

Iniciado en 2012, el liderazgo de Xi ha supuesto la apertura de una nueva fase política en la China contemporánea. A partir del XIX Congreso, en 2017, el xiísmo ha adoptado carta de naturaleza en el frontispicio ideológico del PCCh, junto al maoísmo y el denguismo.

Eliminado el límite de dos mandatos consecutivos (de cinco años cada uno) y concentrado el máximo poder en sus manos, Xi, considerado como “núcleo” de casi todo, ha acentuado en los últimos años su control sobre la práctica totalidad de los estamentos y procedimientos del aparato partidario-estatal.

Enarbolando la necesidad de un liderazgo fuerte para el actual y decisivo momento histórico, Xi ha prestado enorme atención al fortalecimiento del PCCh, instituido como viga estructural del sistema en todos los ámbitos en permanente estado de alerta. El centralismo y la superación del principio de dirección colegiada han extendido su poder situándole muy por encima de otros dirigentes. Trazando diferentes círculos de lealtades, sus aliados predominan en los principales estamentos, desde el Consejo de Estado a la Comisión Militar Central. Y en el poder provincial, hasta un 85 por ciento de los cuadros dirigentes formarían parte de su red de poder. El culto a la personalidad y la exigencia de lealtad le procuran una imagen omnipotente que, sin embargo, como demuestra la historia de la propia República Popular, pudiera ser engañosa y efímera.  

Un mal paso

Las fragilidades del proceso chino son conocidas. El mayor temor es la vorágine de la inestabilidad política y esta puede tener orígenes diversos: la división en la cúpula del poder, un freno acusado del crecimiento, el fracaso de las reformas clave, el estallido de conflictos sociales, un reventón territorial de cierta magnitud…

La reivindicación nacionalista del sueño chino ofrece un consenso amplio en el PCCh pero subsisten también las diferentes visiones respecto al rumbo de la economía y el modelo final resultante o al ritmo a imprimir en cuestiones clave como la reunificación con Taiwán, la política exterior y las relaciones con EEUU o, en el plano interno, la liquidación de algunas normas esenciales de la vida partidaria instituidas por Deng Xiaoping en los años 80 precisamente para evitar repetir graves errores del pasado.

China y Xi parecen haberlo apostado todo a un último esfuerzo. Pueden haber medido bien sus fuerzas. O no. Las críticas pueden silenciarse apelando a una obligada devoción pero esta puede agrietarse si las cosas se tuercen. Un mal paso, aquí o allá, puede desencadenar una pesadilla en el sueño chino.