Las mujeres fueron el muro de contención electoral de la extrema derecha hasta que llegó Donald Trump y luego Giorgia Meloni y Marine Lepen. Por sabido, no deja de sorprender que la llegada de Trump a la Casa Blanca viniera aupada por el apoyo de un número mayor de mujeres que de hombres tanto en 2016 como en 2020. Igualmente, desconcierta que tanto la victoria de Meloni como el manifiesto crecimiento electoral de Le Pen, en 2022, haya arrasado con las brechas de género entre sus electorados.
Pero hay algunos datos interesantes. El primero es que a Trump le votaron algunas mujeres y no otras. Le votaron las mujeres blancas, mientras que las mujeres de otras razas distintas, sobre todo negras y latinas, votaron mayoritariamente por las candidaturas demócratas de Clinton, primero, y Biden, después. El segundo es que si el voto de las mujeres fue clave para el triunfo de Meloni, también lo fue su desmovilización. En Italia, tantas mujeres decidieron quedarse en casa que la participación de las mujeres alcanzó mínimos históricos en unas elecciones presidenciales. El tercer dato novedoso es que si como dice alguna encuesta, casi la mitad de los franceses cree que Marie Le Pen representa un liderazgo feminista, entonces se podría pensar que ha inaugurado la era de un supuesto feminismo de ultraderecha.
La interseccionalidad que atraviesa el voto de las mujeres y conforma sus identidades más allá de su sexo, su desafección política hacia los procedimientos de legitimación de las instituciones comunes y una nueva retórica que confunde la interpretación de lo que es o no el feminismo parecen ser, entonces, algunos de los elementos que permiten empezar a explorar las razones del avance electoral de la extrema derecha entre el electorado femenino.
Con todo, sabemos que la potencia de su regreso a la escena política como actor emergente en la última década forma parte de un movimiento global cuyo elemento común, excepto en los tres casos mencionados, es que su sostén de apoyo proviene de los hombres y no de las mujeres. Lo que sí comparte esta extrema derecha sin excepciones es que las cuestiones de género son centrales en todos sus proyectos políticos. Sin embargo, sus posiciones respecto a los derechos de las mujeres y de las personas LGTBI difieren y adoptan narrativas distintas en cada contexto nacional, en función de sus tradiciones culturales y políticas. Basta con rastrear las diferencias sustanciales entre las extremas derechas del este y del sur de Europa, y también de América Latina y EE.UU, con las del norte europeo.
En cualquier caso, es precisamente en esta diferente consideración de las cuestiones de género, en donde se inscriben algunas de las innovaciones históricas que presentan las nuevas extremas derechas.
Una de las novedades está siendo la de colocar a una élite femenina al mando. Pero lo que a estas alturas de la historia parece claro es que el liderazgo de las mujeres no es una razón suficiente para que el voto de las mujeres se deslice hacia la extrema derecha. En Italia, el 68% de las mujeres que votaron a Meloni no lo hicieron por eso, sino, según nos dijeron, por su modelo de liderazgo. Tampoco el débil respaldo de las mujeres a otras líderes de extrema derecha, como a Pia Kjaersgaard en Dinamarca, a Alice Weidel en Alemania o a Rocío Monasterio en España, parecen indicarnos lo contrario. Y eso que todas ellas se reconocen y se proyectan identitariamente como mujeres diversas: mujeres divorciadas como Le Pen, lesbianas como la dirigente alemana, supermadres como Meloni o reivindicativas oportunistas de figuras feministas como la de la abogada Concepción Arenal, en el caso singular de Monasterio.
Las que parecen tener más éxito entre las mujeres, como Meloni y Le Pen hasta la fecha, son aquellas que articulan un discurso más complejo que incorpora elementos identitarios del feminismo de la diferencia y clasistas del feminismo liberal, como la defensa de la diferencia sexual, el reconocimiento del valor de la familia, el cuidado y la maternidad como elementos definitorios del ser mujer, el apoyo a la participación de las mujeres en el mercado laboral o la aceptación parcial de los derechos LGTBI. También colabora en la mejora de su atractivo para las mujeres que se pongan de perfil para evitar oponerse frontalmente al aborto, como en el caso de Marine Le Pen.
Detrás de esta “modernización ideológica” que apuesta por liderazgos femeninos y giros discursivos de defensa matizada de los derechos de las mujeres hay una estrategia que busca “desdemonizarse” capturando banderas progresistas con el fin de salir de la marginación política y extender su base sumando a las mujeres, tal y como ha señalado Amelia Lobo.
Pero, como también ha apuntado Steven Forti, no sólo se trata de pinkwashing. La defensa de los derechos de las mujeres sirve instrumentalmente para construir la ficción de una cultura occidental fundada en una presunta democracia sexual amenazada por culturas sexistas foráneas que pretenden acabar con ella. El problema de las mujeres no sería el régimen patriarcal y la institucionalización de su subordinación, sino los hombres inmigrantes, especialmente si son musulmanes. Se trataría de una nueva reinterpretación adaptada a la época, de la vieja mirada imperialista occidental fundada en la modernidad. Esa que construyó la identidad occidental proyectando en los otros no occidentales lo monstruoso, lo retrasado, lo bestial.
Esta ficción se alimenta hasta el empacho, además, de distintas paranoias que nacen de la obsesión por las bajas tasas de natalidad en occidente y la supuesta mayor capacidad reproductora de la población migrante. Esta tesis, conocida como el “gran reemplazo”, no deja de ser una mediocre teoría conspirativa sin ningún respaldo estadístico, pero funciona como un mito movilizador que parece resultar rentable a nivel electoral.
Al igual que los derechos de las mujeres, los derechos de las personas LGTBI y la denuncia de la violencia sexual y la homofobia, siempre de los musulmanes, también son usados para reforzar su cruzada antiinmigración. Su éxito no ha sido nada desdeñable dentro del mundo gay, pero no en el lesbiano y transexual. Así, se pueden presentar como racistas y progay, articulando alianzas con una parte del movimiento LGTBI al tiempo que niegan el matrimonio entre personas del mismo sexo y su posibilidad de adoptar.
En definitiva, esta extrema derecha efectivamente, no sólo adopta un discurso que la hace más aceptable en contextos de hegemonía feminista y de rechazo mayoritario a la LGTBIfobia, sino que, además, le permite evocar una comunidad de pertenencia nacional asediada por un otro extranjero, agresor sexual e invasor demográfico.
Con todo, el análisis de esta retórica “feminista” y de las políticas que impulsan cuando tienen representación institucional, muestra que las propuestas no difieren de aquellas extremas derechas que criminalizan al feminismo y se oponen sin complejos y abiertamente a los derechos de las mujeres y personas LGTBI.
Tal y como evidencian los estudios de caso analizados en el informe “La extrema derecha y el antifeminismo en Europa” (2021) de la Fundación de Estudios Espacio Público, el futuro que proyectan todas ellas tiene en común el retorno al viejo modelo de hombre proveedor y mujer reproductora y cuidadora, introduciendo mecanismos de disciplinamiento de las mujeres y personas LGTBI usados profusamente en el pasado: limitar o eliminar los derechos sexuales y reproductivos, fortalecer la familia nuclear heteronormativa y patologizar otras formas familiares, refijar el rígido binarismo de género –sólo hay hombres y mujeres biológicamente determinados– persiguiendo la educación sexual y asimilándola con la pedofilia, negar la violencia machista, etc.
El futuro que imaginan estas extremas derechas, sin embargo, no es sólo un retorno a un supuesto pasado dorado, sino un proyecto constituyente en construcción, en discusión y sin contornos claros, pero que avanza hacia formas sociales antiigualitarias a través de estados con un fuerte carácter autoritario. Sólo hace falta mirar hacia las democracias iliberales del este de Europa o a la Argentina de Milei.
Desde esa perspectiva, comparto las tesis que argumentan que la relevancia que va adquiriendo la extrema derecha no puede ser interpretada sólo como una reacción al avance de los derechos de las mujeres. Sino que, más bien, podría explicarse por su capacidad para usar moduladamente sus posiciones antifeministas, según el contexto, para debilitar la democracia representativa e instaurar un nuevo régimen político que responda autoritariamente y en clave elitista a los grandes desafíos civilizatorios a los que nos enfrentamos, como la crisis ecológica, la crisis de reproducción social, el reemplazo humano por robots, etc.
He desvelado algunas de las condiciones ambientales, estrategias e intenciones que persigue la extrema derecha para pescar en el gineceo de las mujeres. Ahora necesitamos entender con cierta urgencia la corriente subterránea que podría estar articulando el apoyo de las mujeres, aún minoritario, a una revuelta reaccionaria organizada a nivel mundial para poder frenar su crecimiento. María Eugenia Rodríguez Palop ya indagaba extensamente y con lucidez en muchas de las claves que podrían estar detrás de los malestares de las mujeres y para los que el feminismo liberal no tendría respuestas. Aquí me propongo introducir algunos elementos que, sin ser del todo nuevos, profundizan en algunos aspectos no tan explorados de ese malestar contemporáneo que corroe la vida de las mujeres y que puede estar siendo capturado por algunas extremas derechas.
La crítica de la extrema derecha a las políticas de igualdad liberales intuye lo que muchas mujeres perciben: que su promesa de bienestar sólo ha llegado a algunas pocas afortunadas, mientras que ha abandonado a la inmensa mayoría. Lo cierto es que muchas mujeres sienten que sus vidas lejos de mejorar se enfrentan hoy más que nunca a la incertidumbre y a la amenaza de ver fracasadas sus expectativas vitales, especialmente las mujeres jóvenes, las mujeres que viven en entornos rurales y madres cabeza de familias monomarentales. A la extrema derecha no se le escapa, y Le Pen y Meloni marcan la pauta. Las dos dirigentes así pueden oponerse a unas políticas de igualdad que representan el statu quo de ese “neoliberalismo progresista” que beneficia a una nueva élite femenina, de la que ellas hipócritamente forman parte, al tiempo que se posicionan a favor de la igualdad salarial y apoyan medidas dirigidas a las jóvenes madres y a las familias monoparentales, en particular.
Hay algo más. Pese a la falta de redistribución del poder económico y social entre mujeres y hombres, es verdad que las políticas de igualdad han corroído las tradicionales jerarquías de género y han provocado cambios sustanciales en la articulación de los lazos sociales y de las relaciones íntimas.
El capitalismo, siempre a la conquista de nuevos mercados que satisfagan necesidades vitales, ha logrado introducir una racionalidad mercantil en ámbitos de la vida impensables como la amistad, el sexo o el amor. La mayor libertad de elección de las mujeres en la forma de vincularse , que no debe confundirse con la mayor capacidad de decisión para hacerlo, podría haber quedado atrapada en la gramática relacional de una individualidad narcisista que arrincona la empatía y que, guiada por la racionalidad económica del interés propio, aspira apenas a acumular experiencias en un nuevo mercado sexual amplio y diverso. Una nueva subjetividad ensimismada y con rasgos psicopáticos no sólo estaría impidiendo la articulación de vínculos estables, sino que, además, estaría tensionando hacia la ruptura los ya establecidos.
El sexo casual y el reconocimiento de las mujeres a partir de un capital erótico, que merma en las sociedades patriarcales a medida que avanza su edad, y que pueden leerse como fuentes de agencia y ejercicio efectivo de la libertad, en realidad son agujeros negros para la inmensa mayoría de las mujeres. Entre otras cosas porque minan su autoestima al someter sus cuerpos a una producción obsesiva y también competitiva, al servicio exclusivamente de la mirada y del deseo masculino. Y eso es así porque, aunque el amor romántico de pareja ha dejado de ser para las mujeres el fenómeno iluminador que las coloca en el centro de su propia experiencia y les revela su misión en el mundo, la autoestima de la mayoría de las mujeres se sigue apuntalando en una vincularidad relacional que forma parte de su identidad emocional-cultural, sobre todo por su papel central en el cuidado de otras personas. Las mujeres no somos todavía la extraordinaria Bella Baxter imaginada por Yorgos Lanthimos en Pequeñas criaturas.
La cuestión que aquí nos interesa ver es que esto, en parte, podría estar explicando la existencia de algunos movimientos de mujeres que rechazan su objetivación sexual y un sexo casual desapegado y desresponsabilizado del otro, y que giran su mirada hacia los valores familiares perdidos y los roles tradicionales de género. Como señala la socióloga Eva Illouz, quizá su rechazo a esta libertad sexual capturada por el mercado, que ha cambiado la relación entre los sexos y también ha reforzado el dominio de los hombres sobre las mujeres, podría explicar algunos malestares de las mujeres que, aunque menos visibles y analizados, podrían desempeñar un papel importante en su apoyo potencial a las nuevas extremas derechas.
La incertidumbre material, emocional y vincular que convierte el futuro en una competición solitaria por la supervivencia, por una parte, y el deterioro de la autoestima de las mujeres, por otra, pueden darnos sorpresas y provocar que lo que hace una década eran fenómenos aparentemente marginales, ya no lo sean tanto. Al feminismo de la cuarta ola le ha salido un competidor astuto y reaccionario que pugna por reorientar los malestares de unas mujeres a las que la promesa de la liberación de una identidad ligada exclusivamente al hecho biológico y al amor romántico, no sólo no les ofrece seguridad material, sino que parece exigirles renunciar a una vincularidad que, ellas saben, es la condición de posibilidad irrenunciable para ir al encuentro de su destino volando en libertad.
Nota:
Este artículo es una actualización del que fue publicado en 26 junio 2021 en el debate de la Fundación Espacio Público sobre antifeminismo y extrema derecha.