ALIANZA “MÁS ALLÁ DEL CRECIMIENTO”

¿Se pueden poner límites al ocio viajero?

No hay ningún organismo que prevea límites cuantitativos al turismo entendido como la voluntad de desplazarse de los humanos entre ciudades, regiones, países y continentes por motivos asociados al ocio y al placer. No al menos, para la próxima década.

No obstante, se trata de una actividad con altísima sensibilidad a las crisis globales, sean de naturaleza política (terrorismo y guerras especialmente), desastres naturales (terremotos, tsunamis, erupciones) o ecosociales (pandemias, crisis migratorias). Y, particularmente sensible a cualquiera de las otras consecuencias directas asociadas al cambio climático: olas de calor, subidas del nivel del mar, inundaciones y sequías, desertificación del sur…

Eso significa, que, teniendo en cuenta sus efectos sobre la actividad económica y el empleo, probablemente sea el sector que mejor simboliza y concentra los conflictos sociales y ecológicos asociados al decrecimiento, entendido como superación de límites biofísicos. Pero, al tiempo, nos reta a definir qué significa eso exactamente y cómo se corrige, cómo se cuantifican sus externalidades negativas, cómo se gestiona la sostenibilidad en el mundo de los conflictos reales. De alguna forma, pasar de las musas al teatro.

Su capacidad de generar actividad y empleo es saludada por estudios de múltiples organismos multilaterales además de por todos los gobiernos nacionales con el apoyo de los principales actores sociales, singularmente las asociaciones empresariales.

Aunque se asocie a servicios de bajo valor y trabajo precario, caracterizado por la temporalidad, basado en contratos a tiempo parcial fraudulentos, con salarios que pierden poder adquisitivo, se presenta como el recurso fácil para monetizar los activos territoriales heredados, provengan de la naturaleza o de la historia de los más diversos países. Un negocio con beneficios crecientes y efectos claramente negativos a medio plazo, como los ya señalados, que se multiplican cuando se sobrepasa un límite de masificación.

La sostenibilidad: recurso retórico o meta efectiva

En ese contexto, el uso del término sostenibilidad se convierte, en un lugar común para los principales actores turísticos, una aspiración que identifican con una evolución adecuada de la actividad en dos direcciones: por un lado, la de aumentar su valor añadido que suele identificarse con la necesidad de aumentar el gasto promedio por turista, es decir, de evolucionar hacia un turismo que definen como de más calidad, captando visitantes de mayores rentas y capacidad de gasto; por otro, con una distribución espacial y temporal más equilibrada, en el que la desestacionalización, la desconcentración de destinos y la diversificación de su tipología, son los caminos deseables.

Se trata, sin duda, de una mirada parcial e insuficiente. Aunque los desajustes sociales del turismo están condicionadas por su concentración temporal y territorial y por su tipología (sol y playa como referencia de masas), eso no agota sus externalidades negativas. Para completar sus efectos a medio y largo plazo es necesario incluir en su ecuación económica tanto las consecuencias de dimensión global asociadas al transporte de viajeros como las de dimensión local y su entorno inmediato (agua, energía, residuos, paisaje, ruidos), incluyendo sus efectos sobre vivienda y servicios sociales, diferenciales de precios y efectos perniciosos o excluyentes sobre otras actividades económicas.

Aún asumiendo esos riesgos, lo normal es que las empresas del sector no vislumbren establecer ningún límite a su crecimiento, aunque sí racionalizarlo asumiendo, a regañadientes, regulaciones y tasas que mitiguen los efectos de sus desbordes cuantitativos en ruidos, vivienda, consumo de agua… y, en el extremo, cuotas que contingenten y limiten el acceso a determinadas zonas o monumentos. Significa que, como mucho, asumirían establecer índices de capacidad de carga o de saturación para prevenir los desbordes cuantitativos en determinados espacios.

Sin embargo, la percepción de agotamiento y de riesgo evidente de colapsos parciales en unos pocos años se extiende. Y la necesidad de recalibrar el valor añadido neto del turismo es imprescindible para definir su sostenibilidad a largo plazo y el carácter de las políticas públicas.

Para ello es imprescindible añadir a su aportación directa al PIB (que incorpora las retribuciones a los factores productivos, capital, trabajo y equipamiento) también el conjunto de sus externalidades, tanto las negativas como las positivas, es decir tanto los perjuicios (efecto exclusión) sobre algunas actividades económicas como los beneficiosos y de arrastre sobre otras, y en general, sus efectos sobre el conjunto de los bienes públicos vinculados al territorio y al clima.

Solo así, podríamos definir las políticas públicas adecuadas, como, por ejemplo, el tamaño y destino de las tasas turísticas y la incorporación de límites cuantitativos a su crecimiento/decrecimiento.

Para profundizar en el análisis conviene conectar el turismo tanto con el sector inmobiliario, por sus efectos directos sobre los alojamientos y la vivienda, como con sector de transporte, en tanto que canal de entrada de turistas y factor de movilidad interna.

Vivienda y turismo, su expresión en zonas urbanas saturadas

El crecimiento de volumen de visitantes tiene un límite objetivo en la capacidad de alojarlos. Si hasta ahora turismo e inmobiliario eran dos sectores que cabalgaban en paralelo es hora de disociarlos y acabar con los efectos especulativos que potenciaba su convergencia.

La regulación y el acotamiento a las viviendas turísticas es, hoy, la tarea principal en la medida en que su expansión como negocio resta oferta de viviendas y aumenta su precio a los residentes y a los propios trabajadores temporales del sector. La suspensión de licencias para construir nuevos hoteles es otra medida que acabará poniendo límites cuantitativos al alojamiento de turistas. La disociación entre la actividad turística y la inmobiliaria es hoy la tarea principal.

Multitud de ciudades del mundo (Ámsterdam, Londres, Berlín, Nueva York…) han puesto o están poniendo en marcha soluciones a los problemas de encarecimiento de las viviendas para residentes derivados del turismo y, en particular, del alquiler de habitaciones mediante plataformas.

Hasta ahora la demanda se muestra rígida e insensible a la actuación vía tasas, sin efectos sobre el volumen, aunque sí, para captar recursos que permiten paliar sus efectos negativos sobre bienes públicos vitales. Amsterdam, un icono europeo que ha sufrido el desborde desde hace tiempo aplica la tasa más alta de Europa, del 12,5%, intenta limitar el tráfico de cruceros con una tasa de 14 euros por pasajero, ha vetado la apertura de nuevos hoteles en el centro y acotado y gravado el uso de pisos turísticos para paliar la acuciante crisis de vivienda. Pero sigue desbordada.

No hay un modelo que pueda presentar hasta ahora resultados tangibles en cuanto al límite de visitantes. En España, el centro de las principales ciudades (Barcelona, Málaga, Palma, Madrid) sufren especialmente la presión sobre el mercado de la vivienda

La conclusión es que las administraciones deben adoptar medidas para la limitación de los pisos turísticos y de nuevos alojamientos hoteleros, en ciertos entornos urbanos. El camino de la contingentación que estudia Venecia se abre paso como último recurso en un horizonte cercano.

Transporte y turismo, sectores vinculados

Junto al alojamiento, el transporte es el otro factor decisivo que perfilará los modelos turísticos del futuro.

Desde el punto de vista de la lucha contra el cambio climático el turismo tiene un grave problema por su elevada dependencia de la aviación. En 2022 el 82,8% de los viajeros extranjeros vinieron por vía aérea. Este modo de transporte no tiene opciones tecnológicas (electrificación, hidrógeno…) de descarbonización para cumplir con los compromisos de reducción de emisiones.

La única medida que podría ir en esa dirección, la utilización del Combustible Sostenible de Aviación (SAT), tiene un objetivo europeo del 6% de los vuelos en 2030.

Se trata de un problema global, pero es especialmente acuciante en destinos insulares dependientes al 100% del transporte aéreo. Lejos de intentar paliarlo, aunque sea parcialmente, por ejemplo, mejorando las conexiones ferroviarias y los trenes nocturnos de la península con Europa, la administración se plantea ampliar la capacidad de 11 aeropuertos españoles.

En este contexto, y teniendo en cuenta además la prevalencia del uso del automóvil para los desplazamientos turísticos nacionales, alguien tendrá que explicar cómo, con el incremento del número de turistas y este modelo de movilidad, se pueden cumplir en el sector del transporte los objetivos europeos de reducción de emisiones de un 55% para 2030.

Además de la mejora de los servicios ferroviarios se podrían adoptar muchas otras medidas para avanzar en la sostenibilidad de la movilidad turística, como la electrificación de flotas (de coches de alquiler o de hoteles), planes de movilidad para destinos turísticos basados en transporte público, restricción de aparcamientos combinado con autobuses lanzaderas a determinadas zonas (playas, espacios naturales).

Turismo y modelo productivo. Entre el monocultivo y el alivio al despoblamiento interior

España captará este año cerca de 90 millones de visitantes extranjeros, pero ya resuena la meta de los 100 millones y de alcanzar a Francia como líder en la captación del turismo global como objetivo sectorial. Con una gran diferencia: mientras en España, el peso en nuestra economía es del 13,6% sobre el PIB, en Francia es del 8,2%.

La cuestión central es que, en buena parte de nuestro país, el turismo no es el complemento de una economía que se ha diversificado, sino su núcleo central, algo que ha fagocitado al resto de actividades productivas y colocado al límite las externalidades negativas. En Baleares y Canarias la contribución a su PIB supera al 35%, lo que le acerca al nivel efectivo de un monocultivo, y en otras zonas del arco mediterráneo alcanza unos índices que señalan también una economía con una altísima dependencia del sector. Ese es el problema.

El monocultivo ha sido siempre sinónimo de una economía viciada y frágil. Pero si históricamente era el resultado de una especialización no deseada asociada a formas coloniales, en España ha acabado siendo la apuesta de una concepción rentista y cómoda del desarrollo, asumida por élites locales y nacionales con negocios que sacaban partido inmediato del inmobiliario, de las finanzas y el comercio. Unas ideas incentivadas desde una lógica de poder que sacrificaban la actividad productiva en beneficio de lo especulativo, que ha alimentado un perfil empresarial que está en el origen de todas las crisis recientes sufridas en España.

Desde una perspectiva estrictamente económica, lo que disloca nuestro modelo productivo es ese exceso rentista hacia el monocultivo turístico, no el turismo en sí. Y de ahí se deriva un primer dilema sobre su desarrollo futuro.

El peso del turismo en muchas CCAA del interior, en las que se localiza la España vaciada, está en el nivel del existente en Francia. Ocurre en Castilla-León (8,7%), Castilla – La Mancha (8,6%), Extremadura (8,5%), Aragón (8,9%), Cantabria (10,9%). ¿Deben reducir esa contribución o hay margen para incrementarla?

Es difícil discutir que la España interior dispone de una propuesta de valor que tiene amplio recorrido y necesita ser promocionada para resolver los problemas de vaciamiento demográfico y abandono productivo. Como opción de desarrollo hay una gran distancia entre el turismo de borrachera de Magaluf o Salou al que representa los Paradores Nacionales. Pero no se puede olvidar que la capacidad de seducción del modelo turístico conectado con la promoción inmobiliaria sigue ejerciendo gran atractivo sobre las administraciones, subrayado hoy en algunas regiones del norte como Cantabria, Asturias y Galicia.

Por todo ello, resulta necesaria una reflexión que conduzca a una reorientación profunda del modelo, basada en una reducción de la oferta en las zonas saturadas y al que es urgente aplicarle el concepto de límites.

Diversificación productiva y economías de aglomeración

Impulsar una diversificación productiva generadora de empleo en otros sectores es algo más fácil de decir que de realizar.

El círculo vicioso en el que se encuentran algunas regiones saturadas es difícil de soslayar. Las dificultades para encontrar vivienda para trabajadores de servicios imprescindibles para el propio turismo en Baleares revelan el tamaño de la contradicción actual. No es solo que haya tenido y tenga efectos perniciosos y/o excluyentes sobre otras actividades alternativas (agricultura, pesca, industria) es que lo tiene también sobre el propio turismo.

Salir de ese círculo vicioso es tarea urgente y está asociada a los límites objetivos al alojamiento de visitantes en los momentos punta que el mercado resuelve retirando oferta a los residentes y agudizando las externalidades negativas. En el horizonte inmediato aparece la limitación de la capacidad de carga como pared infranqueable.

Salir de la dependencia turística es el objetivo y ello requiere saber identificar las líneas de actuación y saber reconocer los posibles efectos tractores sobre otros sectores.

El turismo puede ser un aliado esencial de la producción agroalimentaria local y un facilitador del reequilibrio de la estructura productiva: de un lado, porque reactiva los mercados de cercanía, ya que la demanda que aportan los millones de personas desplazadas permite acortar la cadena de distribución y multiplicar hasta por 4 el valor retenido en los territorios productores. De otro, porque esa demanda agregada es más sofisticada que la local y ofrece una oportunidad única para revalorizar las materias primas locales -agrícolas, ganaderas, pesqueras – con variedades de mayor precio, así como facilitar nuevas industrias de transformación. El impulso al atún rojo de almadraba, la recuperación de la raza retinta y el queso payoyo en Cádiz son muestras de esa transformación inducida.

Diversificar requiere también identificar las conexiones posibles entre el turismo y otras actividades de servicios de alto valor para construir un ecosistema más equilibrado. Se trata de construir una oferta territorial más elaborada a través del amalgamamiento de iniciativas multisectoriales y multidisciplinares diversas, publicas y privadas, una nueva conceptualización de los motores de desarrollo que conecte el turismo con sectores del ocio y la cultura pero también a la formación y la investigación más avanzada. La plataforma de arte y alimentación en la Toscana italiana o la plataforma de innovación culinaria Gladmat (Noruega) son ejemplos en ese sentido.

Asumir el liderazgo en la reconversión del turismo de masas puede dar a Baleares y otras zonas tensionadas una oportunidad como pioneros en la investigación y el fomento de iniciativas piloto en los muchos ámbitos de actividad derivados de la transición ecológica y energética, mejora del medio ambiente y calidad de vida.

Hay ejemplos ya funcionando. Muchos asocian en España al Grupo Mondragón con el desarrollo industrial pero pocos lo asocian al Basque Culinary Center, una iniciativa impulsada desde la Universidad del Grupo Mondragón, que integra actores muy diversos: de un lado grandes chefs que le dan una dimensión internacional; de otro, AZTI, un centro tecnológico de innovación marítima y alimentaria y también empresas sectoriales que le conectan con la más diversa realidad productiva agroalimentaria (entre ellas la cooperativa andaluza COVAP). En ese contexto, el turismo puede llegar a ser una puerta a la diversificación productiva.

Tasas turísticas y fiscalidad verde. Cómo financiar la transición

En estos momentos, el volumen y el destino de las tasas turísticas se convierten en el factor principal para financiar la transición hacia un turismo sostenible. Las manifestaciones masivas de afectados, surgidas en meses pasados en zonas tensionadas, inducen a un consenso político transversal y la superación de las resistencias de los lobbies. Hasta la derecha más recalcitrante acabará asumiendo los riesgos del modelo actual.

En ese contexto conviene introducir una referencia cuantitativa sobre su capacidad recaudatoria. Si nos visitan 90 millones de extranjeros y la estancia media anual es de 7,5 días, una tasa diaria y universal de 10 €/día aportarían 6.750 mill al año, un importe muy significativo, alrededor del 0,5% del PIB.

Las dificultades comienzan cuando se concreta su aplicación. Por un lado, para que fuera efectiva debería gravarse en todos los alojamientos y eso exige el control absoluto de los irregulares, que no son solo pisos turísticos. Descargar la tasa solo sobre las plazas hoteleras sería injusto y desincentivador y daría razones al potente lobby turístico. Por otro, un recargo de ese tipo sería también injusto, porque no discriminaría adecuadamente los motivos del viaje (estudios, trabajo temporal, playa, negocios…) ni los destinos (zonas tensionadas o regiones despobladas) ni los tiempos (febrero o agosto tienen perfiles muy distintos).

El camino lógico pasa por combinar tasas a determinadas canales de acceso al país (avión, cruceros) y tasas regionales o locales por noche de alojamiento, crecientes en determinadas zonas y periodos.  El objetivo debería ser aproximarse lo máximo posible a ese 0,5% del PIB para garantizar su suficiencia.

Dos datos referidos a Baleares pueden dar idea de las magnitudes del problema. La tasa actual que grava la estancia hotelera, asumida por gobiernos del PP, genera ingresos anuales que oscila entre 90 y 150 mill de €, que representa, en su punto máximo, un 0,15% de su PIB. Pero solo los sobrecostes de atención sanitaria a turistas extranjeros, de difícil y costosa recuperación vía acuerdos entre entes sanitarios de los países de origen, ascienden a un importe similar.

De ahí se deduce que las tasas turísticas son medidas imprescindibles, pero no pueden ser la única fuente para sufragar una transición justa. Deben formar parte de un planteamiento general sobre fiscalidad verde para reconducir los impactos sociales en zonas urbanas y conseguir ingresos que compensen parcialmente las externalidades negativas como para reorientar el modelo de movilidad.

Eliminar las subvenciones fiscales encubiertas a los modos más contaminantes (tributación del queroseno y de los billetes de avión) y reducir simultáneamente la fiscalidad del transporte ferroviario y del transporte público son otras medidas. Incrementar la tributación del IVA para los pisos turísticos, penalizar la fiscalidad de las viviendas inhabitadas situadas en zonas tensionadas son otras medidas que deben formar parte de las soluciones.

Son medidas imprescindibles que deben ir calando poco a poco en nuestras sociedades. Y que análisis como el aquí realizado deben contribuir a implantar. Que así sea.

Notas:

Este artículo forma parte de la recién creada plataforma Alianza «más allá del crecimiento».

 ALIANZA “MÁS ALLÁ DEL CRECIMIENTO”

Vivir bien sin sobrepasar los límites ecológicos requiere transiciones fundamentales en los sistemas de producción y consumo (…) y necesitará cambios profundos en las instituciones, las prácticas, los estilos de vida y el pensamiento predominante (Agencia Europea de Medioambiente. SOER 2015).

Afrontamos un cambio de ciclo histórico. Una crisis de los paradigmas civilizatorios dominantes que afectando a múltiples temáticas -desde los Derechos Humanos a la democracia, la desigualdad, la economía o la convivencia en paz- está estructuralmente condicionada por la creciente desestabilización de los ecosistemas que mantienen la vida actual amenazando la existencia de los seres que habitamos la Tierra.

Medio siglo después de que se produjeran importantes advertencias sobre la insostenibilidad de las lógicas socioeconómicas vigentes[ii], la prevalencia de las tesis que desprecian la relación termodinámica de la economía con el universo físico, junto al interés de los principales poderes institucionales y económicos por priorizar la acumulación de capital y el consumo indiscriminado están desbordando los límites biofísicos del planeta. Así lo confirman las investigaciones del Instituto Postdam de la Universidad de Estocolmo; en la figura 1, se muestra la rapidez del desbordamiento de dichos límites y si en 2019, tres de ellos (de 7) ya habían sobrepasado los valores críticos, en 2023 ya son seis (de 9) los que lo hacen.

Figura 1. LA EVOLUCIÓN DE LOS LÍMITES BIOFÍSICOS ENTRE 2009 Y 2023.
Universidad de Estocolmo.

Las fragilidades del sistema de ciudades mundializado

Realmente, sorprende que la intensidad del debate sobre el alcance de las transformaciones generales o en el campo de la energía/clima, la economía o la desigualdad, no se acompañe de discusiones similares con relación a su proyección territorial. Esa correlación existe y se refleja en la fuerte expansión de las conurbaciones y las grandes metrópolis que, impulsadas por la revolución industrial y las lógicas de acumulación de capital, constituyen los nodos territoriales clave de la civilización actual.

Abordar esa discusión, requiere tomar en consideración algunas de las fragilidades estructurales de un sistema urbano que se ha ido configurando en torno a las grandes metrópolis con planteamientos cada día más alejados del mundo natural:

Desterritorialización y resiliencia limitada. Se trata de un sistema piramidal, artificial y desterritorializado, estructurado a partir de un centenar de ciudades globales[iii], que ha ido perdiendo los lazos cooperativos con sus hinterlands, estableciendo relaciones de dependencia y dominación sobre territorios lejanos, aumentando su vinculación con logísticas de larga distancia muy vulnerables a costa de reducir sus stocks de resistencia frente a las crisis y apostando por sistemas de gestión cibernéticos cada vez más complejos y frágiles.

Metabolismos urbanos insostenibles.  Las ciudades concentran el 50% de la población mundial(70% en Europa) y, con procesos metabólicos abiertos y huellas ecológicas que desbordan ampliamente sus biocapacidades, generan el 70%-80% del PIB, del consumo energético, de los materiales/residuos y de las emisiones de carbono y otros contaminantes. Todo ello convierte a los sistemas urbanos en los focos clave del aumento de la entropía en la biosfera, poniendo en cuestión la viabilidad de sus lógicas y fundamentos en un mundo desbordado.

La dimensión del desafío climático. Las ciudades, con sus extensas estructuras desnaturalizadas y con el efecto isla de calor, son tremendamente vulnerables a los eventos causados por el cambio climático, en forma de precipitaciones, temporales y temperaturas extremas, singularmente cuando se sitúan en el litoral. Más allá de las pérdidas materiales causadas por estos eventos, debemos considerar el impacto en la salud de sus habitantes y la necesidad de adaptar los espacios y equipamientos públicos como refugios climáticos, buscando soluciones colectivas. Por otra parte, resulta imprescindible que las metrópolis con mayor huella de carbono se descarbonicen rápidamente para evitar escenarios climáticos insostenibles.

Se trata de un esfuerzo descomunal que en la UE[iv] (objetivo 0 emisiones antes de 2050) implica rehabilitaciones energéticas de entidad en más del 75% de las viviendas existentes y la activa implicación de millones de actores en complejos procesos que no tienen precedente en la historia moderna de nuestras ciudades. Hoy, a falta de una visión institucional amplia sobre la extraordinaria dimensión social del cambio energético, faltan iniciativas de información e incorporación de la ciudadanía al proceso, por lo que es previsible que se produzcan conflictos sociales de entidad en torno a este tema.

Lógicas socioeconómicas que promueven la desigualdad y el conflicto. Más allá de configurarse como escenarios clave de la crisis democrática, las grandes ciudades se han convertido en espacios privilegiados para la acumulación de capital y la cultura del consumo. De hecho, la especulación inmobiliaria junto a la privatización de bienes y servicios relacionados con la reproducción social (vivienda, sanidad, educación, espacio público, etc.) se está traduciendo en el aumento de la desigualdad, segregación y precarización de sectores significativos de la población[v]. En un marco de creciente malestar y conflicto, la incidencia laboral, social y cultural inducida por la expansión de la inteligencia artificial en manos de las grandes tecnológicas, tendrá una indudable influencia sobre la proyección de la crisis civilizatoria en el medio urbano.

En un marco de policrisis global y de crecientes contradicciones territoriales, cabe imaginar que, a falta de transformaciones profundas que hoy no se perciben, las crisis generales y locales se multipliquen, poniendo en cuestión los relatos que imaginan el futuro de las ciudades como espacios satisfactorios de vida, bienestar y convivencia.

Nuevos paradigmas y redes territoriales ecosostenibles

Enfrentar los procesos de desestabilización en los que estamos inmersos, requeriría alumbrar y desplegar nuevos paradigmas civilizatorios centrados en preservar la vida (en su sentido más amplio) y posibilitar existencias dignas a todas las personas y comunidades.

Ese gran objetivo, requeriría interpretar las transiciones ecosociales como procesos capaces de compatibilizar en pocas décadas la recuperación de los límites biofísicos (áreas en rojo en la Figura 1) con la preservación de vidas humanas saludables y dignas. Tal planteamiento ha sido esquematizado por K. Raworth(2012) en la Figura 2, donde se delimita un “espacio seguro y justo para la humanidad” comprendido entre un “suelo social” (proyectado por 11 indicadores clave de la Agenda 2030) y un “techo” ambiental (limitado por los 9 límites de la biosfera identificados por el Instituto Postdam).

Figura 2. UN ESPACIO SEGURO Y JUSTO PARA LA HUMANIDAD. K. Raworth.

En BIORREGIONES; de la globalización imposible a las redes territoriales ecosostenibles(2023), coordinado por el Foro Transiciones, se apuntan posibles vías para avanzar en esa integración sostenible entre vida natural, existencia humana y territorio. Lógicamente, dada la envergadura del tema, se trata de una reflexión inicial que adapta las aportaciones de precursores como P. Geddes, E. Howard, L. Mundford o A. Magnaghi, a las extraordinarias condiciones planteadas por la policrisis y el cambio de ciclo histórico.

En ese marco, el concepto biorregional se entiende como una construcción social a partir de espacios geográficos y humanos reconocibles, con la suficiente complejidad para abordar la territorialización de la economía, la cultura y la política y para compatibilizar de forma sostenible las relaciones ciudad-campo-naturaleza, ofreciendo un soporte de vida digno y justo a sus habitantes. El metabolismo biorregional debe optimizar sus recursos endógenos e impulsar procesos de adaptación y circularidad para afrontar de forma resiliente y sostenible las emergencias energéticas, climáticas y alimentarias propias de las transiciones ecosociales.

No se trata de un modelo cerrado, en cada ámbito concreto se pueden generar redes y relaciones territoriales específicos, a partir de los recursos, tecnologías, conocimientos y comunidades existentes, asumiendo que algunos territorios se encuentran en una situación deficitaria de cara a satisfacer las necesidades de su población en proximidad, y de revertir la degradación de sus recursos y la insostenibilidad de sus metabolismos.

La configuración biorregional se vislumbra como procesos abiertos, flexibles y contradictorios con carácter de anticipación o de adaptación defensiva frente a los procesos de desestabilización general. Planteamos tres consideraciones al respecto: 1) la propuesta, alejada de planteamientos autárquicos, se concibe como una red de cooperación interregional compatible con la existencia de instituciones de otros rangos; 2) la plasmación de tales redes podría iniciarse en España como procesos de transición a partir de las actuales Comunidades Autónomas; y 3) inicialmente, más allá de propiciar el debate social en torno al relato bioregional, sería prioritario reformular las políticas regionales clave, establecer alianzas transregionales para optimizar la complementariedad de sus potencialidades[vi]e  impulsar redes cooperativas intrarregionales con contenido ecosocial (por ejemplo, comunidades energéticas, recuperación de redes hídricas privatizadas, cooperación en la cadena alimentaria, etc.).

En la citada publicación sobre las biorregiones, además de algunas referencias europeas a cargo de A. Matarán y D. Fanfani, se describen un par de aproximaciones al tema en España. La primera con el título Madrid ciudad región (N. Morán), trata sobre las posibilidades abiertas por la reterritorialización regional a partir de una estrategia biofísica y agrícola que, partiendo del valor potencial de trazas preexistentes, podría llegar a multiplicar por 7 (hasta el 35%) la capacidad de autoabastecimiento alimentario de la Región. La segunda, Aproximación a Álava Central como biorregión (F. Prats y J. Orive), utiliza el “donut” de Raworth para realizar el diagnóstico sobre el grave desbordamiento biofísico de la zona, así como posibles agendas de cambio que permitirían recuperar escenarios de sostenibilidad ecosocial en dicho territorio.

En todo caso, conviene insistir en que la posible configuración de los nuevos paradigmas generales y territoriales solo se producirá como una construcción social alumbrada por las prácticas sociopolíticas vinculadas a los procesos de transición. Y, observando las movilizaciones sociales que están surgiendo en nuestro país “desde abajo”, resulta interesante destacar las que se están produciendo en Canarias y Baleares (y en otras partes del litoral) denunciando las consecuencias finales de modelos de desarrollo depredadores que acaban arruinando la vida de sus poblaciones. De hecho, las denuncias sociales articulan una diversidad de temas que van desde el desbordamiento de los límites turísticos y biofísicos, la vulnerabilidad de la dependencia exterior o el desigual reparto de la riqueza, hasta los bajos salarios, las precarias condiciones de trabajo y de vida o la imposibilidad de acceder a una vivienda a precios asequibles. En el fondo, bien podría interpretarse que lo que subyace en las protestas sociales de estos archipiélagos es la reclamación de nuevas alternativas sistémicas capaces de interpretar las claves de una nueva época.

Notas:

[i] Término utilizado por E. Morin en los años 70 para referirse a un futuro determinado por la concatenación de crisis multitemáticas interrelacionadas que configura una nueva etapa histórica.

[ii] Más allá de otros precursores, cabe referirse a las aportaciones de J. Lovelock y la Hipótesis de Gaia de 1969 (publicado en 1979), de N. Georgesku Rohen en La ley de la Entropía y el proceso económico en 1971, de Los límites del crecimiento del MIT y el Club de Roma en 1972 y la celebración de la Cumbre de Estocolmo en 1972. Todas ellas, contribuyeron a renovar, con escaso éxito, la interpretación de la economía, su relación con la biosfera y su dependencia de las leyes de la Naturaleza, advirtiendo cómo las lógicas vigentes tendían a provocar una crisis ecosocial de alcance global.

[iii] El concepto de “ciudades globales”, popularizado por la socióloga Saskia Sassen en 1984, se refiere al centenar de metrópolis que actúan como catalizadoras socioeconómicas y desde las que se dirige la economía global.

[iv] Directiva (UE) 2024/1275 del Parlamento Europeo y del Consejo de 24 de abril de 2024 relativa a la eficiencia energética de los edificios.

[v] R. Florida, investigador en las universidades de Toronto y Nueva York, tras analizar la reciente evolución social de las principales ciudades en EEUU y la UE, publicó en 2018 The new urban crisisdonde expresa cómo en las ciudades con más éxito en el marco de un capitalismo internacional extraordinariamente competitivo se están produciendo los mayores aumentos de las desigualdades, la precariedad y las amenazas a la paz social, con la consiguiente expansión del “malestar urbano” y el descrédito de las instituciones.

[vi] Los trabajos del Observatorio Bio/Ebro en torno a la posible creación de la Biorregión Cantábrico-Mediterránea (2021) apuntan las ventajas que se podrían obtener en campos como la huella ecológica, la energía, la descarbonización y los materiales, a través de la cooperación entre las 8 CCAA constituyentes.

Notas:

Este artículo forma parte de la recién creada plataforma Alianza «más allá del crecimiento».

o El cambio demográfico y la respuesta política

Son bien conocidas las grandes transformaciones económicas, políticas o sociales que conducen hasta el mundo contemporáneo. Pero al cambio demográfico, el de mayor envergadura y trascendencia, acontecido en apenas el último siglo, el de mayores consecuencias para todos los aspectos de la vida de las personas y sus relaciones con los demás, todavía no se le reconoce su papel crucial. No se le presta atención apenas en los manuales de historia, de economía, de las ideas políticas o de la sociología, como si no se supiese bien dónde situarlo, qué interrelación tiene con tales materias, en qué manera las condiciona, influye o determina.

A falta de explicaciones y directrices científicas o académicas, las reacciones ante el cambio demográfico son básicamente de orden político, religioso o mediático. No debería constituir un problema si no fuese porque usan marcos interpretativos e ideologías obsoletas, anclados en ideas sobre las poblaciones muy anteriores a su gran transformación. El resultado es la proliferación de alarmas apocalípticas ante tendencias poblacionales cuyas causas no se comprenden y cuyas consecuencias se vienen anticipando erróneamente desde hace más de un siglo, malbaratando esfuerzos y recursos para intentar frenarlas o revertirlas, cosa que nunca se ha conseguido. Esta obsesión demográfica se implantó en un amplio abanico de ideologías y tendencias políticas en las primeras décadas del siglo XX, especialmente durante la intensificación del nacionalismo europeo, imperialista, racista, militarista y moralista (desde el fascismo alemán hasta el comunismo stalinista), pero se vio frenada por la destrucción causada por dos guerras mundiales y un imprevisto baby boom al empezar la segunda mitad del siglo. La potencia vencedora y hegemónica desde entonces, Estados Unidos, pasó a interesarse más por el «exceso de crecimiento» del Tercer Mundo que por su propio cambio demográfico.

Sin embargo, desde los años ochenta el alarmismo ha vuelto a ganar fuerza, esta vez de la mano del renacido espectro político ultraconservador, casi siempre con fuerte influencia religiosa, que está devolviendo a la demografía el rol de gran amenaza y justificación para oponerse a muy diversos cambios sociales, políticos y legales que parecían logros consolidados de los estados democráticos.

El gran cambio: en qué consiste

La población mundial creció siempre muy lentamente, incluso con retrocesos (la «peste negra» redujo en un tercio la población europea), hasta finales del siglo XIX. El siglo terminó con unos 1.200 millones de personas, pero durante el siguiente una ruptura histórica elevó la población humana hasta más de 6.000 millones. Y el determinante no fue una mayor fecundidad, que siempre había estado en torno a cinco o seis hijos por mujer y difícilmente hubiese podido incrementarse más con los recursos disponibles. Por el contrario, a la vez que la población crecía, la fecundidad se desplomaba hasta los niveles nunca vistos, que en muchos países del mundo ya no alcanza los dos hijos. El auténtico desencadenante fue el descenso de la mortalidad.

Jamás ninguna población humana de cierta envergadura había conseguido una esperanza de vida superior a los treinta y cinco años (muchos países no alcanzaban los treinta a finales del siglo XIX), pero acabado el siglo XX el indicador superaba los ochenta años en lugares como España, y en el conjunto de la humanidad se acercó a los setenta. Lógicamente, como ya era previsible al comenzar esta ruptura histórica, también la pirámide de edades ha experimentado otro cambio dramático, reduciendo la proporción de menores (que siempre había estado en torno al tercio de la población y cuyo peso ha disminuido a menos de la mitad) y aumentando la proporción de mayores como nunca se había visto, desde un ancestral 4-5%, hasta más del 20% actual.

En definitiva, la demografía humana ha experimentado un vuelco enorme, arrastrando con ella infinidad de otras características tradicionales de los seres humanos, desde su conyugalidad hasta su sexualidad, desde la composición de los hogares hasta el tamaño y extensión de las redes familiares. Resulta crucial comprender la envergadura y los mecanismos de un cambio tan brusco y planetario, y lo que apunto aquí no es más que un esbozo que permitirá después señalar la gran paradoja de los alarmismos y catastrofismos demográficos.

Si ha de resumirse lo conseguido por la humanidad en poco más de un siglo puede decirse que ha sido revolucionar su manera de reproducirse. El cambio puede expresarse en términos de eficiencia reproductiva, si se entiende como tal la relación medible entre el volumen de población que se alcanza y la cantidad de nacimientos requeridos. Recuérdese que el análisis demográfico tiene como núcleo temático y teórico precisamente eso, la descripción del volumen poblacional, sus características y evolución, y el análisis de los diferentes factores que lo condicionan en forma de entradas y salidas de sus componentes (nacimientos, defunciones, entradas y salidas migratorias). Tales factores explican la reproducción demográfica, dado que ninguno de los integrantes de cualquier población es eterno. Demasiado a menudo se identifica la reproducción exclusivamente con la fecundidad, olvidando que es la mortalidad el auténtico condicionante primigenio de la reproducción, y que de poco sirve que en una población las personas tengan muchos hijos si ninguno sobrevive hasta tener edades reproductivas.

Venimos de un larguísimo pasado sin demasiados progresos en esa eficiencia, que era muy escasa porque la poca duración de las vidas hacía necesaria una gran cantidad de nacimientos simplemente para evitar la extinción y mantener volúmenes poblacionales parcos e inestables. La clave para mejorar esa eficiencia no ha sido aumentar la fecundidad, sino dotar a los hijos de más años de vida. Este concepto, el año-vida-persona (discúlpese este nuevo tecnicismo de demógrafo), es la auténtica unidad del análisis demográfico, y su manejo es el que permite cosas como construir tablas de mortalidad o proyecciones de población.

El trabajo para conseguir que los hijos vivieran era titánico, habida cuenta de las frecuentes crisis de mortalidad que han plagado nuestra historia (hambres, epidemias y guerras) pero, sobre todo, de la elevadísima mortalidad infantil. Por motivos que tienen que ver con las malas condiciones en torno al parto (letal también para muchas madres), pero también con la mala calidad del agua y los alimentos, la escasa protección frente al frío o al calor, la incomprensión de las causas de las enfermedades infecciosas y la deficiente y poco extendida atención médico-sanitaria, lo normal en el ser humano ha sido siempre perder uno de cada cinco hijos antes de que cumpla el primer año de vida (el siglo XX empezó en España todavía con una mortalidad infantil en torno al 200‰). A ello debe sumarse que en los siguientes años de vida la elevada mortalidad, aunque menor a la inicial, seguía acumulándose, de manera que la probabilidad de cumplir los quince años siempre fue inferior al 50%.

Añádase que, con una perdida de la mitad de los efectivos iniciales de cualquier generación antes de esa edad, los escasos sobrevivientes que alcanzaban edades fecundas todavía tenían que cumplir los difíciles requisitos sociales y económicos para formar pareja y para mantener y cuidar una familia (la soltería definitiva era muy alta en nuestro pasado, especialmente para las mujeres). Se entiende así que, quienes superaban todos los obstáculos, tuviesen que aplicarse a tener hijos con gran intensidad, escasos medios y probabilidades de éxito harto precarias. Y ello solo para mantener una población parca e inestable.

El lento espaciamiento de las grandes crisis de mortalidad y la progresiva mejora de la mortalidad infantil desencadenaron un proceso acumulativo que empezó a mejorar la eficiencia reproductiva. Eran solo el primer paso. Que un recién nacido sobreviva en las primeras horas o semanas para morir a los diez años aumenta en una persona el volumen de la población durante esos años adicionales, pero la mejora reproductiva global es escasa y lenta.

Sin embargo existe un umbral de supervivencia que lo cambia todo y produce la revolución que estamos viviendo. A medida que la mayor parte de los nacidos iba aumentando en años vividos se alcanzó dicho punto crítico, que no es otro que las edades a las que, a su vez, podían tener sus propios hijos. Esta supervivencia mayoritaria hasta las edades fecundas desencadenó un aumento radical, explosivo, de la eficiencia, similar al aumento de productividad generado por otras revoluciones productivas como la industrial o la informática. De repente, cada nuevo nacido aportaba a la población total un número indeterminado de años-vida muy superior a su propia duración, desencadenando un crecimiento demográfico sin precedentes.

La revolución reproductiva no es, conviene insistir, resultado de una fecundidad mayor. De hecho, la reducción de la fecundidad ha sido uno de los comportamientos que la han propiciado. Los años de vida con que cada generación va dotando a su descendencia no se consiguen simplemente con el parto (reproducir no es parir) ni se van aumentando sin que haya costes. El ser humano nace completamente desvalido, y aumentar su vida posterior al nacimiento requiere aumentar los recursos que se le dedican, recursos que incluyen el tiempo dedicado a su cuidado, la mejor alimentación, la renuncia a la explotación laboral precoz, la atención en la enfermedad y los medicamentos y conocimientos adecuados, su higiene personal y la de su entorno, las condiciones de la vivienda y un largo etcétera que engloba, en resumen, todos los factores que rodena los primeros años de vida. Disminuir el tamaño de la descendencia ha sido uno de los factores que ha posibilitado incrementar todos esos recursos para los hijos que se tienen. Hemos cambiado los muchos nacimientos que viven pocos años por menos nacimientos que viven mucho más. Una de las consecuencias es que, por primera vez en la historia humana, todos los que nacen tienen por delante vidas completas, incluyendo la vejez. En otro lugar lo he calificado como «la democratización de la supervivencia».

Un último añadido sobre la esencia de este cambio: también afecta a la pirámide de población. Vidas completas conseguidas con menos nacimientos no solo hacen crecer la población hasta tamaños si precedentes, también aumentan la cúspide de la pirámide y reducen su base. Este cambio es otro de los grandes argumentos del alarmismo poblacional, el llamado envejecimiento demográfico.

Qué respuestas se le han dado

Desde que se empezó a percibir el cambio las respuestas políticas han sido paranoicas, porque en el nacionalismo de Estado y en las religiones mayoritarias la elevada fecundidad se había consolidado como una necesidad ineludible para un mayor engrandecimiento y competitividad. Desde finales del siglo XIX, especialmente en el continente europeo donde se encontraban las mayores potencias económicas y coloniales, la generalización de los sistemas estadísticos nacionales y la implantación de las modernas técnicas de análisis demográfico permitieron detectar cómo la fecundidad tradicional empezaba a disminuir. Y sonaron las alarmas, se usó el cambio demográfico para predecir “La Decadencia de Occidente” y se habló de degeneración social y nacional.

Prueba de que el alarmismo era impermeable, como hoy, a la explicación científica de lo que estaba cambiando es que, ya hacia los años veinte, demógrafos de diferentes lugares detectaron una pauta histórica repetida en los países de fecundidad descendente: en todos ellos primero había disminuido la mortalidad, de manera que existía un lapso de años hasta que la natalidad «respondía» a la baja, apuntando a una futura recuperación del equilibrio, que ahora sería de ambos indicadores en niveles bajos. Mientras tanto esos países, incluso con natalidad ya en descenso, veían crecer rápidamente su población, cosa que ocurría con toda la Europa a caballo de los siglos XIX y XX. Esta regularidad encontrada por los científicos acabó llamándose «transición demográfica», pero no tuvo ningún efecto calmante para las histerias confesionales y nacionalistas, cuya mirada no quería ir más allá del descenso de la fecundidad y de sus terribles consecuencias.

Lo cierto es que ante un cambio de la envergadura detectada, que con el tiempo se fue extendiendo a todo el planeta, solo cabían dos tipos de respuestas estatales, las llamadas «políticas demográficas», aquellas que tienen por objetivo detener y revertir la evolución previsible de la fecundidad, y las «políticas sociales», cuyo objetivo es la aceptación del cambio y la adaptación a él. Las que se adoptaron fueron abrumadoramente las demográficas. Eran décadas en que los gobernantes de los países más avanzados creían todavía que la población podía ser modelada, aumentada, mejorada. La población era un recurso más del Estado para hacerlo más fuerte en los conflictos internacionales y en la resistencia contra los movimientos sociales internos que estaban creciendo en la oposición, especialmente los obreros, amenazando con tomar el poder.

Así pues, las primeras décadas del siglo XX son de generalizado esfuerzo natalista, como un complemento del imperialismo y de la competencia con las demás grandes potencias internacionales. Este natalismo era sinónimo de patriotismo; se apoyaba a menudo en las ideas tradicionales sobre el papel de la mujer y de la familia, y contaba con aval religioso muchas veces. Pero no solo los regímenes autoritarios conservadores y confesionales se volvieron natalistas, porque en realidad el natalismo acabó incrustado en la propia concepción del Estado nación. Democracias liberales como la francesa, o dictaduras del pueblo como la soviética durante el estalinismo se volvieron intensamente natalistas.

Las medallas a la madre heroica y a las familias numerosas se volvieron una pauta generalizada, igual que se combatía la anticoncepción y el aborto, y se generalizaba una «protección a la familia» que permeaba toda la legislación con la que se construyeron los sistemas de salud y protección social en todo el mundo tras la crisis de 1929. No era al ciudadano al que se protegía, ni eran sus necesidades y aspiraciones el objetivo político de los estados. El bien mayor a proteger era la patria tal como la concebían las élites gobernantes. Las poblaciones eran la herramienta, no el beneficiario de las políticas de población.

Cabe preguntarse si esta avalancha abrumadora de medidas políticas encaminadas a detener y revertir el descenso de la fecundidad logró sus objetivos. Y la respuesta es que no. Pese a la gran diversidad de modelos natalistas, desde los más autoritarios y represores (la Rumanía de Ceaucescu es un ejemplo extremo) hasta los más liberales o socialdemócratas, como el francés o el nórdico, todos fracasaron estrepitosamente y la fecundidad siguió descendiendo.

Si la atención política dejó de reflejar el pánico demográfico de las primeras décadas fue porque las relaciones internacionales se vieron completamente modificadas tras las dos guerras mundiales, y las potencias europeas perdieron su lugar hegemónico frente al único ganador de la contienda, EEUU. Tras 1945 resultaba ya una quimera en Europa mantener los imperios coloniales y el natalismo anterior (con la única excepción de Francia, que intentó mantener un papel internacional de tercera gran potencia, con programa nuclear propio, participación en la carrera espacial, mantenimiento de las colonias y el mayor gasto del mundo en fomento de la natalidad, Indochina o Argelia), revelaron su inutilidad, de la misma manera que la natalidad siguió descendiendo.

Así que durante unos años, los posteriores al fin de la guerra, la atención se centró en la reconstrucción económica nacional y en los intereses de quienes seguían jugando con peso relevante en el tablero internacional, la URSS y EEUU, pronto enfrentados en la llamada Guerra Fría. Coincidieron estos años con una fuerte competencia por el rápido desarrollo económico (fueron los años del desarrollismo) y este se vio acompañado en muchos países –especialmente los anglosajones– por una imprevista recuperación de la natalidad, iniciada con el fin de la guerra y la vuelta de las tropas a sus países, pero continuada por las buenas perspectivas laborales para los jóvenes. Y si la relajación del alarmismo demográfico no hubiese tenido causa suficiente con el baby boom y con las fuertes migraciones laborales allí donde se requerían para la reconstrucción nacional, a todo ello se sumó que EEUU asumió una política demográfica muy diferente a las tradicionales de las potencias europeas.

La potencia hegemónica había conservado intacto y aumentado su aparato productivo durante la guerra, y su capital se había elevado hasta sustituir a Londres como centro financiero mundial. Tras la guerra, favoreció el desmantelamiento de los antiguos poderes coloniales para abrir nuevos países a sus inversiones y poder exportar su modelo económico a todo el mundo. Y en todo ello se estaba encontrando con dos problemas inesperados y ligados: la expansión del comunismo y el crecimiento demográfico acelerado de los países más pobres, especialmente los asiáticos. Los propios analistas del Pentágono habían llegado a la conclusión de que las revoluciones comunistas en China, Corea o Vietnam se producían en cadena (la “teoría del dominó”) y estaban relacionadas con un aumento poblacional tan rápido que no permitía la acumulación de capital necesaria para realizar las grandes inversiones requeridas para industrializarse. Así que, en vez de esperar a que el descenso de la mortalidad fuese seguido, pasado cierto tiempo, por el de la natalidad, EEUU llegó a la conclusión de que había que provocar, mediante políticas adecuadas, el descenso de la fecundidad en el Tercer Mundo. 

Súbitamente el neomaltusianismo, hasta entonces un movimiento de reformistas sociales mayoritariamente femenino, minoritario, ilegal y clandestino, perseguido por enfrentarse a los intereses natalistas de los Estados, se reveló una herramienta útil. Empezó a recibir respaldo financiero y político, a la vez que se promovían cumbres mundiales de población para acordar un programa de acción internacional que frenase la bomba demográfica. Y esta ofensiva internacional tuvo resultados muy visibles ya en los años setenta, cuando enormes países asiáticos como China o India abrazaron programas de control de la natalidad, y los organismos internacionales asumieron la doctrina del control, como lo hizo el Banco Mundial al condicionar las ayudas económicas al desarrollo a que los países que las solicitaban pusieran en marcha programas nacionales de planificación familiar. El natalismo parecía derrotado y abandonado.

El gran retorno natalista

La derrota era solo un espejismo. En los años setenta, agotado el baby boom, el descenso de la fecundidad volvió a sus cauces anteriores, esta vez extendido a casi todo el mundo. Esta vez muchos países, como los del Sur o el Este de Europa, descendían muy por debajo de los dos hijos por mujer, y se empezó a hablar de niveles lowest-low. Era la oportunidad de los conservadores nacionalistas de todo cuño para resucitar las propuestas natalistas.

Simultáneamente, el gran avalador mundial del neomaltusianismo, EEUU, lo abandonaba súbitamente y volvía a posturas tradicionales sobre la familia y la natalidad, durante el segundo mandato de Ronald Reagan, alcanzado mediante el apoyo de los sectores antiabortistas del país. Este giro, escenificado con el discurso del delegado estadounidense en la Conferencia Internacional de Población de México en 1984, era posible también porque la amenaza comunista se disolvía con la desmembración final de la URSS. Cuando en 1992 se celebró la siguiente conferencia de población en El Cairo, el neomaltusianismo ya no contaba con el apoyo de las grandes inyecciones de dinero norteamericano, y replegaba toda su estrategia para centrarse en la salud reproductiva, y no en el control demográfico mundial. Tan abandonado quedó este propósito que no han vuelto a repetirse estas conferencias internacionales de población.

De la mano de los nuevos conservadurismos como el de Reagan o el de Thatcher, en los años ochenta se salió de la crisis económica y financiera que había desencadenado el alza de los precios del petróleo. La filosofía económica keynesiana, propia de la época desarrollista, se abandonó para sustituirla por las recetas neoliberales, privatizadoras y contrarias al exceso de intervención estatal y de gasto público en los asuntos internacionales, económicos y privados. Con este giro, al que se añadía el apoyo político y financiero de las derechas económicas y religiosas, el natalismo inició un rápido retorno en todo el mundo. Tanto es así que durante el siglo XXI se está convirtiendo en el nuevo estandarte de los partidos políticos de extrema derecha, junto a la recuperación del ultranacionalismo, al combate contra el feminismo (y las organizaciones de no heterosexuales), al apoyo a la familia tradicional y a la xenofobia.

En este retorno, el natalismo ha tenido la inestimable ayuda de quienes recuperan rancias alarmas sobre la destrucción de la familia tradicional, el desastre al que nos aboca el envejecimiento demográfico, el papel causal de la baja natalidad en el progresivo abandono rural y la pérdida de las esencias nacionales y religiosas que está causando la invasión inmigratoria. Se trata de falacias propagadas con eficacia y muchos medios, en las que la demografía vuelve a ser un arma ideológica a condición de ignorar a los propios demógrafos.

El gran cambio poblacional queda caricaturizado como un destructivo descenso de la fecundidad, aislado del comportamiento de la mortalidad, con el que nunca se relaciona. El envejecimiento demográfico es identificado como una amenaza que debe revertirse, con la única base de que los viejos son una plaga dañina, improductiva y parásita, sin atender a los cambios que la revolución demográfica ha provocado en las características de todas las edades. El abandono rural se atribuye a la baja natalidad, cuando lo cierto es que resulta de la progresiva urbanización mundial y del abandono de los jóvenes. Se llega incluso a recuperar antiguas paranoias ultraderechistas, como la de una conspiración para contaminar y sustituir la raza blanca y cristiana, el “Gran Reemplazo”. Pero probablemente el terreno de combate más disputado es la llamada “ideología de género”, a la que se atribuyen todos los males que conducen a la baja natalidad, cuando lo cierto es que el feminismo organizado prácticamente no existía ni tenía influencias políticas relevantes cuando el descenso de la fecundidad ya era una realidad.

La intoxicación moralista afirma que el individualismo, el egoísmo y la inmoralidad modernas, especialmente en las mujeres, son los que ha provocado la supuestamente desastrosa situación actual de la natalidad. Pero lo cierto es que ha sido el esfuerzo y la generosidad extremos de una generación tras otra para mejorar la vida de los hijos (esfuerzo especialmente intenso por parte de las mujeres, nuestras madres y abuelas), lo que nos ha traído la revolución reproductiva. De hecho, ese es el esfuerzo que realmente ha hecho posible la liberación femenina, permitiendo a las mujeres centrarse en una vida académica y laboral similar a la masculina, y tener una vida independiente no supeditada a la autoridad del varón, la familia o el Estado.

Las liberadoras fueron sus madres y padres, teniendo menos hijos que cuidaron y dotaron más y mejor que les habían tratado a ellos las generaciones anteriores. «Tú estudia para no ser como yo», decían muchas madres a sus hijas en los años sesenta y setenta, avalando el consejo con su propia autoexplotación doméstica, fregando escaleras o haciendo de criadas para pagar los estudios de sus hijas e hijos. Cada nueva generación ha visto así su vida mejorada y, a su vez, ha impulsado a su propia descendencia un poco más allá, y ese es el mecanismo básico que explica el cambio demográfico. Qué gran paradoja que ese logro tan único y extraordinario se vea ahora empañado y ensuciado en la opinión pública por los agoreros del desastre demográfico.

Notas:

Este texto forma parte de la colaboración entre ESPACIO PUBLICO y FUHEM ECOSOCIAL. Fue publicado en Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, núm. 160, invierno 2022/2023, pp. pp. 13-24.

Hemos señalado en otras ocasiones que el capitalismo no supera sus contradicciones, sino que las traslada en el espacio y en el tiempo. Hemos hablado también en otros números de esta revista del mundo que está emergiendo de la agudización de esas contradicciones[1]. Como han subrayado oportunamente diversos autores, esas transferencias espacio/ temporales suelen adoptar la forma del imperialismo ecológico al depender del saqueo de la periferia y de la traslación a esas zonas de las contradicciones del núcleo. La apropiación y saqueo de amplios territorios a través de mecanismos neocoloniales se completa con un proceder que no tiene en cuenta las opiniones ni las necesidades de las generaciones venideras, transfiriendo también al futuro las cargas ambientales[2]. Las manifestaciones de la crisis energético/ climática son la expresión más clara de esas traslaciones, y de sus límites, en la actualidad.

Desde los años ochenta al momento actual el surgimiento y auge del orden neoliberal, la caída del socialismo real y la emergencia de China como gran potencia económica mundial han modificado el mapa geopolítico y económico mundial. Un periodo marcado, a su vez, por la Gran Recesión, la pandemia y la proliferación de nuevas tensiones y guerras. Los cambios que se están experimentando se aceleran, así como el surgimiento de nuevas formas de imperialismo a través de diferentes vías de dominación y dependencia asociadas con la globalización de la producción y las finanzas. Se puede hablar de un imperialismo global como nueva fase que surge de la globalización económica y que cristaliza en mecanismos de acaparamiento para nada ajenos al tipo de acumulación por desposesión que prolonga, ya en el siglo XXI, viejas prácticas de despojo sobre las que se forjó la acumulación originaria[3]. Asociadas a ellas se encuentran las nuevas modalidades de colonialismo verde, y bajo su despliegue son las múltiples periferias que van surgiendo las que quedan más expuestas a las pandemias o a los daños derivados del extractivismo y del cambio climático causados por el modo de vida imperial del viejo núcleo capitalista.

Tensiones que surgen del corazón de la transición energética

Asistimos a una realidad cada vez más compleja en la que coexiste la nueva geopolítica asociada a la transición energética con la tradicionalmente convulsa de los combustibles fósiles. Son dinámicas que probablemente permanecerán juntas durante un tiempo sumando nuevas líneas de fractura tanto en el panorama internacional como en el ámbito interno.

Las dinámicas geopolíticas de la energía fósil desde el siglo XIX a la actualidad han sido analizadas por Helen Thompson[4]. Hasta el periodo de entreguerras, las viejas metrópolis europeas dependieron fuertemente del petróleo importado del hemisferio occidental, procedente principalmente de los EEUU. Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial empiezan a ser evidentes las limitaciones de aquel país para seguir desempeñando el papel de suministrador occidental, así como las dificultades para siquiera garantizar con los recursos fósiles propios la evolución de su potente demanda interna.

Los países occidentales pasaron a poner la atención en Oriente Medio, la región del mundo con mayores reservas. Este desplazamiento del interés hacia el Medio Oriente ha perpetuado desde entonces la inestabilidad geopolítica en la región[5]. Sin embargo, eso no impidió que aumentara también la dependencia energética de Europa occidental, particularmente de Alemania, del petróleo soviético desde los años 50 y 60 y del gas ruso más recientemente. Buena parte de las vulnerabilidades y problemas por la que atraviesa la seguridad energética y la autonomía estratégica de la UE en el presente arrancan de este hecho.

La forma en que los estadounidenses reaccionaron a estas circunstancias recorre la geopolítica desde los años setenta del siglo pasado hasta la primera década del nuevo siglo. A partir de entonces, el auge del gas de esquisto en los EEUU ha permitido que este país inyecte al mercado europeo grandes cantidades de gas licuado entrando en la competición con Rusia. Las consecuencias que para la seguridad energética europea han supuesto la invasión y guerra en Ucrania no han hecho sino confirmar esta tendencia. En ese contexto, también China, al ser consciente de que necesita garantizar los suministros fósiles para alimentar su enorme capacidad industrial, diseña sus propias estrategias centradas en Asia, África y América Latina generando nuevas tensiones geopolíticas.

A esta vieja geopolítica centrada en las energías fósiles se suman en la actualidad las tensiones derivadas de la transición energética, particularmente por la forma que está adoptando en los países que conforman el núcleo del capitalismo. La cuestión gira sobre la infraestructura necesaria para captar las fuentes renovables del viento y el sol y solventar el desafío del almacenamiento. Transitar hacia otra base energética y alcanzar la neutralidad climática en el año 2050 precisa una cantidad ingente de toneladas de minerales cada año. Las nuevas tecnologías necesitan nuevos materiales, y muchos de ellos son considerados críticos ante la posibilidad de que su suministro represente un cuello de botella en la implantación masiva de dichas tecnologías a un coste razonable[6]. Por ese motivo, el acceso a estos recursos críticos es contemplado por los países como una cuestión estratégica, de manera que la transición energética deviene de manera inmediata en una cuestión geopolítica de primer orden. Esto sitúa a las tierras raras y a los minerales críticos en el foco de atención[7]. La dispersión geográfica de esos materiales favorece de momento a China, que además ocupa una posición dominante en las cadenas de extracción, producción y comercialización de esos minerales.

Pero no hay que olvidar que, como buena parte de la estrategia de transición hacia las renovables depende aún de la inyección de grandes flujos de energías fósiles y descansa en tecnologías poco maduras o que aún no existen, las rivalidades geopolíticas que vemos surgir en torno a los nuevos materiales se mezclan todavía con la vieja geopolítica de la energía fósil. De ahí que las tiranteces y conflictividades pueden aparecer por uno u otro flanco. Con todo, como los objetivos de descarbonización de las estrategias de transición otorgan menor capacidad de maniobra al gas de esquisto (importante en la gestión de las tensiones más recientes), todo indica que de ahora en adelante la válvula de escape para aliviar las presiones que se van acumulando será sobre todo la expansión de la frontera extractiva mineral[8].

Zonas de sacrificio y nuevas conflictividades

La expansión de las fronteras extractivistas se puede observar con claridad en el caso del litio. Aunque todavía concentrada en poco enclaves y países,[9] el incremento vertiginoso de la demanda está provocando que se extiendan innumerables proyectos por otros países de América Latina, África, Europa, los EEUU y Canadá[10]. Tras la explotación de los grandes salares de fácil y rentable extracción, aunque enormemente exigente en el consumo de agua, se pasa a la explotación del litio de roca dura, con las consecuencias ecológicas propias de la minería a cielo abierto e impactos sobre las comunidades locales que, en no pocos casos, implican expulsiones y desplazamientos de población.

Sobre estos territorios se despliegan estrategias corporativas y acciones estatales que no toman en consideración las necesidades y los intereses locales, de manera que las regalías, los impuestos sobre los beneficios de la actividad minera y los controles laborales y ambientales son mínimos o quedan definidos al margen de las poblaciones afectadas. Las cuestiones referidas a la propiedad, las rentas, la tecnología y los impactos sociales y ambientales quedan subsumidas en una lógica y una arquitectura jurídica que contempla la tenencia de las explotaciones como activos financieros que se pueden comerciar en los mercados globales a través del control que ejercen sobre ellos grandes empresas del sector automotriz, bancos o fondos de inversión. Nada que tenga que ver con un desarrollo endógeno y autocentrado en las necesidades de la población de unos territorios que son sacrificados para posibilitar el tránsito a un modelo renovable en los centros del capitalismo global.

En el caso de la República Democrática del Congo, posiblemente uno de los países más turbulentos del mundo y donde se encuentran las principales reservas de cobalto y coltán, la intensificación de la actividad minera se ha desarrollado paralelamente a la militarización y los conflictos armados[11]. A esa inestabilidad política y social se añade el despojo, pues el grueso de los recursos es exportado en bruto, ancladas las actividades en el eslabón más bajo de una cadena de valor gobernada por “la regla del Notario”[12].

División internacional del trabajo, modo de vida y nuevas rivalidades imperiales

Ante esta división internacional del trabajo que condena al Sur Global a la exportación de materias primas baratas que otros rentabilizan gracias a su mayor capacidad tecnológica y poder en los mercados, algunos gobiernos plantean la necesidad de escalar en las cadenas de valor prohibiendo las exportaciones en bruto y diseñando planes para el refinamiento en los países de extracción[13]. Sin cambiar las reglas de juego se antoja que las medidas se utilizarán para afianzar alianzas público-privadas (estados con grandes corporaciones trasnacionales) que actualicen las viejas alianzas entre oligarquías locales y globales de las que el imperialismo siempre se ha servido. Pero eso únicamente perpetuará la “maldición de los recursos” que produce desigualdad y destrucción ecológica, agravando los conflictos armados, la corrupción y la desigualdad.

Pero no hay que olvidar que la otra cara de la moneda es el modo de vida imperial que da lugar a los privilegios y ventajas que se disfrutan en el Norte global[14]. Sin el cuestionamiento de los objetivos e intereses que guían los procesos de extracción, transformación y comercialización es difícil afrontar en serio la crisis ecosocial. De momento, las amenazas del calentamiento global y el paulatino agotamiento de los recursos fósiles, así como la definición de las estrategias de transición, casi exclusivamente centradas en las dimensiones energética y digital, parecen estar diseñadas más para el establecimiento de una «acumulación por desfosilización»[15] que para el propósito de racionalizar y reducir los intercambios metabólicos y preservar la integralidad de la biosfera.

Los organismos internacionales parecen más preocupados por la fragmentación de la economía mundial y la geopolítica de bloques que se pudieran derivar del hecho de que muy pocos proveedores —China, Rusia y Australia— controlen la mayor parte de la llamada “minería verde” sobre la que descansa la fabricación de paneles solares, turbinas eólicas y coches eléctricos que de cuestionar el modo de vida occidental[16]. Así las cosas, si se utilizan los mismos métodos que se han empleado históricamente con la geopolítica del petróleo, el futuro inmediato no augura nada bueno.

EEUU sigue siendo la principal potencia económica, tecnológica y militar del mundo, pero dispone de pocos yacimientos domésticos de minerales críticos y tierras raras y es un imperio en decadencia en un mundo multipolar. Europa parece haber renunciado a cualquier intento de actuar como un centro de poder autónomo y cierra filas —como se está comprobando con motivo de la Guerra de Ucrania y la destrucción de Gaza por el gobierno de Israel— con la OTAN como herramienta principal para hacer valer los intereses de Occidente. La agudización de las rivalidades interimperialistas y la proliferación de todo tipo de conflictos violentos aparecen como una posibilidad cada vez más cercana mientras los procesos de deterioro ecológico siguen su curso y nos van conduciendo a lugares ignotos de los que apenas sabemos si tendremos posibilidades de retorno.

Notas:

Este texto forma parte de la colaboración entre ESPACIO PUBLICO y FUHEM ECOSOCIAL. Fue publicado en Papeles de relaciones ecosociales y cambio global nº 163, pp. 5-11.

[1] Véase, por ejemplo, los dedicados a un «Mundo de emergencias» (nº 162), «Militarismo» (nº 157) o «Geopolítica en el Antropoceno» (nº 146).

[2] Kohei Saito, El capital en la era del Antropoceno, Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2022.

[3] David Harvey, El nuevo imperialismo, Akal, Madrid, 2004.

[4] Helen Thompson, Disorder: Hard Times in the 21ª Century, Oxford University Press, 2022.

[5] Con acontecimientos decisivos como el proceso descolonizador guiado fundamentalmente por los intereses de Gran Bretaña y Francia, la creación del Estado de Israel, la crisis de Suez del año 1956 que confirmó la pérdida de influencia de Gran Bretaña, la revolución en Irán de 1979 que instauró la actual república islámica tras el derrocamiento del último sha de Persia, el apoyo otorgado por los EEUU a Arabia Saudí o las guerras sucesivas en las que los intentos de Occidente de reconfigurar el poder en la zona han involucrado primero a Irak y luego a Siria.

[6] Las materias primas críticas (CRM) -materiales que requieren especial atención por su relevancia económica y el alto riesgo de la interrupción de su suministro- son identificadas por la Comisión Europea e incorporadas a un listado en permanente actualización. La lista de la UE del año 2020 contiene treinta materiales frente a los catorce que contenía en el año 2011 (o los veinte de 2014 y los veintisiete de 2017). La bauxita, el litio, el titanio y el estroncio han sido incorporadas por primera vez al último listado, mientras que el helio -que sigue siendo motivo de preocupación por la concentración del suministro- se ha eliminado por haber disminuido su importancia económica. Se puede consultar el listado completo en la «Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo, al Comité Económico y Social Europeo y al Comité de las Regiones: Resiliencia de las materias primas fundamentales: trazando el camino hacia un mayor grado de seguridad y sostenibilidad» [COM(2020) 474 final, Bruselas, 03/09/2020].

[7] Entre los más relevantes para el avance de la transición energética y digital se encuentran los siguientes: 1) El coltán, que en realidad es el acrónimo popular de las denominadas columbita (óxido de niobio) y tantalita (óxido de tántalo), y que resulta crucial para la microelectrónica; 2) El cobalto y el litio, fundamentales para la producción de baterías; y 3) las llamadas tierras raras (que no son tierras en el sentido popular, ni raras en el sentido de escasas, y que se las denomina así porque suelen aparecer dispersas en minerales relativamente poco comunes) con aplicaciones en múltiples industrias y resultan especialmente importantes para el rendimiento de muchos motores y generadores eléctricos. Son precisamente las tierras raras las que mayor riesgo de suministro presentan para Occidente debido a que la extracción y la comercialización se encuentran controladas por China.

[8] Una válvula que solo puede actuar de manera temporal, pues la demanda de al menos catorce materias primas críticas se estima que en las próximas décadas será superior a las reservas conocidas. Entre ellas se encuentran materiales tan comunes en la industria como el cobre o el níquel como los principales elementos de la transición energética (como el litio, el galio o el cadmio).

[9] Básicamente situados en Australia, Chile, China y Argentina.

[10] Bruno Fornillo, «Las fronteras latinoamericanas del litio. Espejismos, guerras y desfosilización», Nueva Sociedad nº 306, Buenos Aires, julio-agosto 2023, pp. 38-50.

[11] Nicolas Berman, Mathieu Couttenier, Dominic Rohner y Mathias Thoenig, «This Mine is Mine! How Minerals Fuel Conflicts in Africa», American Economic Review, vol. 107, nº 6, junio 2017, pp. 1564-1610; Nik Stoop, Marijke Verpoorten y Peter van der Windt, «Artisanal or industrial conflict minerals? Evidence from Eastern Congo», World Development, vol 122, año 2019, pp. 660–674.

[12] José Manuel Naredo y Antonio Valero se valen de la “regla del Notario” para explicar cómo el deterioro ecológico y social no se contabiliza en la noción convencional de desarrollo económico, de manera que no existe una relación entre los verdaderos costes y los precios de los recursos. La fuerte asimetría entre la evolución del coste físico y la valoración monetaria se puede ilustrar en términos energéticos de la siguiente forma: «En la construcción de una casa los mayores consumos energéticos tienen lugar en los materiales de obra que son los que menos cuestan por unidad de energía consumida. Al final de la obra el consumo energético que hace el notario para firmar la escritura es el que más dinero cuesta» (Antonio Valero). La regla del notario se desprende de las asimetrías entre, por un lado, los postulados de la termodinámica y la economía convencional y, por otro, las normas y condicionamientos institucionales en las prácticas económicas que tienden a retribuir más las tareas de dirección, gestión y comercialización frente a las directamente implicadas en la extracción y elaboración. Véase: José Manuel Naredo y Antonio Valero, «La evolución conjunta del coste físico y del valor monetario en el curso del proceso económico: la “regla del notario” y sus consecuencias», capítulo 23 del libro dirigido y editado por estos mismos autores: Desarrollo económico y deterioro ecológico, Fundación Argentaria- Visor Dis., Madrid, 1999.

[13] Lo señala Rodrigo Santodomingo en una crónica publicada en el Blog Planeta Futuro asociado al diario EL PAÍS: «Exportar metales y minerales sí, pero refinados: la batalla de África por rentabilizar las materias primas».

[14] Ulrich Brand, Crisis ecosocial, modo de vida imperial y transiciones, FUHEM/ Catarata (006 Economía Inclusiva), Madrid, 2023 (en prensa).

[15] Maristella Svampa y Pablo Bertinat (eds.): La transición energética en la Argentina. Una hoja de ruta para entender los proyectos en pugna y las falsas soluciones, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2022.

[16] Véase el capítulo tercero «Fragmentation and Commodity Markets: Vulnerabilities and Risks» del survey del FMI: World Economic Outlook: Navigating Global Divergences, Washington, DC., octubre de 2023, pp. 71-92.

¿Por qué hay que ir más allá del crecimiento y de la noción usual de sistema económico?

El pasado mes de mayo tuvimos la ocasión de presentar un Informe elaborado desde el Área de Ecología Política de ATTAC que, con el título “Más Allá del Crecimiento: Por un nuevo enfoque ecosocial del Futuro”, analiza las bases de partida para orientar ese futuro basado en la integración de la economía en la ecología (y no al contrario) que pasa inevitablemente por una reducción del metabolismo del proceso económico.

El Informe de ATTAC parte de una constatación cual es que los límites de la naturaleza implican a los de la sociedad y que estos límites arrastran los del crecimiento económico que de ella dependen. Este hecho hace ver que no estamos resolviendo adecuadamente el dilema o la dialéctica entre lo posible y lo necesario en materia ecosocial y más en una época como la actual de crisis de civilización, con dimensiones económicas, ecológicas y sociales

No obstante, el Informe huye de aportar un recetario único de propuestas para el cambio e intenta profundizar en la búsqueda de puntos de encuentro, de denominadores comunes para la construcción de consensos entre las diferentes perspectivas para este cambio, huyendo pues de estériles o incluso contraproducentes polémicas, que actualmente se están dando dentro de los movimientos que apuestan por una transformación ecosocial del modelo económico. Es obvio que este cambio posee un calado de tal envergadura que puede conllevar distintas hojas de ruta; el objetivo primordial es conseguir que esta confluencia sirva para superar las trampas de la ideología dominante que, con su red conceptual y su lenguaje, vienen desactivando los movimientos de protesta y esterilizando la crítica social. Para lograr este objetivo se hace imprescindible la construcción de un espacio común de integración (Plataforma, Alianza, etc…) de la sociedad civil, donde estén representados los distintos ámbitos e intereses en juego.

¿Qué cambio se precisa?

Para precisar la magnitud del cambio necesario se hace imprescindible establecer las claves del cómo y porqué hemos llegado a la crítica situación actual pues el origen de este pernicioso camino está en la errónea idea de que apartarnos de la naturaleza es “lo civilizado” lo cual ha derivado que en términos evolutivos el ser humano, como especie, esté viviendo a costa del deterioro de su entorno planetario. Así, desde una concepción de una naturaleza competitiva (el hombre es un lobo para el hombre) se ha ido construyendo el relato de la necesidad de permanente crecimiento que ha estado basado en un comportamiento depredador y un “productivismo” extractivista (revender con beneficio no es producir ni tiene por qué ser socialmente recomendable) .

La realidad es que los actuales problemas no pueden ser solucionados por ese mismo productivismo que los creó. Es preciso revisar muchos paradigmas culturales ligados al relato del permanente crecimiento de esa hipotética “producción“ como indicador de calidad de vida y a la idea usual de sistema económico que se construye sobre ella.

En efecto, a partir de finales el Siglo XVIII la extracción y uso de los combustibles fósiles potenció la automatización industrial y el abaratamiento de los transportes que posibilitaron un incremento sin precedentes de la fabricación y el comercio de mercancías. Este crecimiento aceleró el proceso de explotación de la naturaleza esquilmando sus recursos a un ritmo creciente y utilizándola como depositaria de los residuos generados por el proceso urbano-industrial, catalizando su degradación. En paralelo se incrementó también la explotación laboral y la desigualdad entre países y entre clases sociales en un contexto además de fuerte incremento poblacional y urbano que segregaba el territorio en núcleos atractores de población, capitales y recursos y áreas de apropiación y vertido.

Pero este modelo económico es de una enorme fragilidad (es decir inseguridad) pues choca con la realidad del carácter finito de los recursos naturales que utiliza y de los ecosistemas que deteriora, en una dinámica que exige a la biosfera unos ritmos de renovabilidad de materiales y energía que esta no puede dar.

Es por esto por lo que incluso deberíamos replantearnos la propia revisión del significado del Progreso como paradigma social y económico, para visibilizar y diagnosticar bien la Degradación o Regresión ecológica y social en curso como primer paso para evitarla pues empeñarse en seguir avanzando por un camino equivocado no es lo más recomendable.

¿Hemos dado las respuestas adecuadas?

A medida que ha ido avanzando el siglo se ha ido consolidando ciertamente el que “no hay economía sin ecología”, lo cual es cierto si bien nos llevaría a preguntarnos sobre el tipo de economía que realmente es compatible con la ecología. Esta duda se dirime clarificando quién integra a quién, pues solo entendiendo a la Economía como un subsistema de la Ecología podrá darse la armonización necesaria entre ambas para generar la menor entropía posible en términos termodinámicos y por tanto la menor degradación o desequilibrios en términos ecosistémicos. Para ello hay que tener bien presente que las reglas actuales del juego económico hacen que el metabolismo de la sociedad industrial sea claramente Entrópico no Circular.

Porque la realidad es que en los últimos 100 años de civilización industrial la entropía planetaria no ha parado de crecer, y ello a pesar de las alertas dadas (“Los Límites del Crecimiento” en 1972, Informe Meadows del Club de Roma… o el Plan “Cambiar o desaparecer” propuesto en ese mismo año por autores de The Ecologist). Ante esta entropía, el sistema va creando sus “anticuerpos” para contrarrestar posibles influencias para él inconvenientes y más ante las crisis concatenadas que van sacudiendo el proceso económico. Se crea así la idea/metáfora del Ecodesarrollo, del Crecimiento Verde, de la Responsabilidad Social Corporativa (hoy reconvertida en Diligencia Debida), los ODM, la Agenda 2030 y sus ODS, la Economía Circular, la Transición Ecológica, … todos en la lógica del Desarrollo Sostenible como paradigma; un paradigma al que nos agarramos como oportunidad aunque ya sabíamos que tenía mucho de oxímoron diseñado para reconducir las críticas al redil de la ideología económica dominante. En cualquier caso todas estas acciones podrían ser válidas si se integraran en una lógica más amplia que no permitiera confundir lo que se hace con lo posible y olvidar lo necesario.

Pero hay un hecho invalida todas estas iniciativas de supuesta integración y hace de ellas más retóricas “lampedusianas” que políticas efectivas, y es que todas aportan soluciones desde una escala de valores que es la que ha provocado las crisis. Hay dos ejemplos muy claros:

  • Una transición energética que se hace identificar como gran transición ecológica, cuando se trata de forzar un cambio tecnológico orientado sobre todo a ofrecer nuevos nichos de negocio a las grandes corporaciones, pero no a promover una verdadera reconversión del metabolismo de la civilización industrial, necesariamente asociada a cambio de valores, de paradigmas, de comportamientos y de patrones de vida.
  • La mercantilización y financierización del territorio y los recursos y de las soluciones (bonos verde, bonos “catástrofe”, Bancos de Biodiversidad… y los mercados de emisiones de CO2).

Ambos ejemplos han generado un cocktail perverso que ha llevado el extractivismo y el consumo de energía a niveles sin precedentes a escala planetaria con las consiguientes secuelas de deterioro ecológico y territorial. Pues al decretar programas la obsolescencia precipitada en aras de las nuevas tecnologías y la transición energética, el tonelaje de minerales extraídos ha crecido exponencialmente en los últimos veinte años sin que declinara la de combustibles fósiles, que continuó creciendo al ritmo que marca el pulso de la coyuntura económica (siendo la extracción de carbón la más ha crecido en abierta contradicción con la meta de “la descarbonización”).

La realidad es que las políticas de Desarrollo Sostenible y por tanto de integración entre economía y ecología no han dado el resultado que debe considerarse como adecuado. Sólo basta con ver los datos que ofrece el seguimiento del cumplimiento de Objetivos de la Agenda 2030 para darnos cuenta que los actuales indicadores ecosociales son los peores de la historia, haciendo declarar a responsables de NNUU que podemos estar “en el epitafio del mundo que podría haber sido”.

Un mundo, en el que además la distribución de la renta está determinada por políticas que favorecen a ciertos grupos y perjudican seriamente a otros. Si aceptamos las estructuras que se han institucionalizado como algo llamado “mercado libre” y luego tratamos de utilizar los impuestos y las políticas de transferencia de recursos para reconducir las desigualdades, entonces nosotros mismos nos habremos metido en el callejón sin salida en que estamos.

En lugar de esto, debemos centrarnos en modificar las reglas del juego económico que fuerzan el extractivismo y redistribuyen el ingreso a favor de los más pudientes si bien eso exige un cambio profundo de los principios que mueven el actual modelo económico de sociedad.

Estrategias para el cambio: hacia un nuevo modelo ecosocial

En un contexto en el que un cierto “postcapitalismo” postulado como crecimiento o capitalismo “verde” es dominante, están sobre la mesa distintas posiciones supuestamente alternativas de las que cabe sugerir una cierta reformulación.

Una visión reformista del modelo que considera que llegar a un Pacto Verde entre Naturaleza y Capital es una oportunidad para crear hegemonías para conseguir un cierto crecimiento permanente.

Aquí estaría el Green New Deal y el programa Next Generation. El problema a superar sería clarificar qué aporta este Pacto Verde a la fallida retórica del Desarrollo Sostenible, qué garantías adicionales supone teniendo en cuenta que podría conllevar riesgos de extractivismos que mantienen dinámicas colonialistas y que suponen impactos ecosociales insostenibles de tecnologías supuestamente sostenibles.

Una alternativa más rupturista con respecto al modelo actual que podríamos denominar Decrecentista, que no cree en el relato de permanente crecimiento económico (del PIB) y que plantea una reducción del metabolismo económico en distintos ámbitos: energía, transporte, turismo, etc…; si bien esta reducción debe darse en primera instancia planificadamente por ser justa y en los países más ricos en primera instancia.

Sin duda es imprescindible replantearse el relato del crecimiento económico como paradigma, si bien para ello el Decrecimiento como tal debería ser reformulado de tal forma para que no se entienda vinculado a la actual noción de sistema económico (con la metáfora de la producción a la cabeza) pudiéramos decir que pretendiendo hacerlo “más pequeño” pues eso se denomina recesión y genera un nulo atractivo político y social. En todo caso lo relevante es que esta reformulación parta de la base de que esta reducción de los flujos del metabolismo económico y social no puede hacerse sin cambiar las reglas del juego económico que los mueven y la noción de sistema que orienta las reflexiones y las políticas.

Pero si transcendemos la idea hoy usual de el sistema económico, para razonar con una economía de sistemas y si cuestionamos la actual idolatría del PIB para consensuar una taxonomía del lucro [1] (que destierre o penalice el lucro sin contrapartida y marque bien las fronteras de los delitos económicos), adoptaremos por fuerza enfoques multidimensionales en los que se desvanece el relato del crecimiento, ya que no habrá una variable única y universal (como era el PIB) que se postule que deba crecer o decrecer. En este nuevo contexto quedaría claro que la meta de los movimientos sociales críticos no puede ser el crecimiento por muy verde que se pinte (ni tampoco el decrecimiento), sino la reconversión de la civilización industrial hoy globalizada hacia horizontes ecológicos y sociales más saludables para la mayoría. Lo que requiere cambios mentales e institucionales que permitan crear un mundo donde quepan muchos mundos… y a este nuevo mundo reconvertido habría que darle nombre para que sea asumido con generalidad[2]. Pues, como advertía Lewis Munford, “Cuando no hay meta no hay dirección: no hay plan fundamental ni consenso y, por lo tanto, no hay acción efectiva práctica. Si actualmente la sociedad se encuentra paralizada, ello no se debe a la falta de medios, sino a la falta de fines[3].

Pero el reto es de enorme calado. Por ello es imprescindible establecer puntos de encuentro que lleven a consensos, por lo que debemos construir un espacio común a modo de Plataforma de debate, de análisis y de acción, conformada por Organizaciones Sociales que representen los distintos ámbitos: Economía, Ecología, Sindicatos, Científicos, etc… todos con un mismo objetivo: un nuevo modelo ecosocial de convivencia.

Y quizás, desde la “Crítica agotada. Claves para un cambio de civilización”[4] podemos verificar que otro mundo mejor sí es posible, pero que para acercarnos a él hemos de liberarnos de las idolatrías y los términos fetiches que nos tienen atados a la ideología y las instituciones dominantes, que incluso llevan a pontificar que “no hay alternativa” y que tenemos que entrar por el aro que nos marca ese sálvese quien pueda individual que sugiere la actual crisis de civilización. Este cambio no se hará de un “día para otro”,  en la historia esto no suele ocurrir. Pero sí hay camino para recorrer facilitando y exponiendo iniciativas de cambio para conseguir que esos granos de arena  vayan conformando la playa…

Notas:

[1] Naredo, J.M. (2019) Taxonomía del Lucro, Madrid, Siglo XXI.

[2] Algunos autores habían puesto nombre a esta meta de un mundo más habitable y saludable o precisado el camino para alcanzarla: Patrick Geddes lo llamó Eutopía (frente a la actual Cacotopía), Iván Illich habló de una Sociedad Convivencial… o Nicholas Georgescuu-Roegen propuso un “Programa bioeconómico mínimo” cuyo primer punto era: “1.-Habrá que prohibir totalmente no solo la guerra en si misma, sino la fabricación de todos los instrumentos de guerra…”, propósito que cobra hoy especial relevancia, reclamando la tradicional y lógica fusión entre ecologismo y pacifismo.

[3] Mumford, L. (1935) The culture of the cities [ed. en castellano: La cultura de las ciudades, Buenos Aires, EMCE, 3 vol. s/f, vol. II, p. 134; otra edición: Logroño, Pepitas de Calabaza, 2018].

[4] Naredo, J.M. (2022) La Crítica Agotada: claves para un cambio de civilización, Madrid, Siglo XXI.

Traducción: Nuria del Viso

Recogemos en este artículo las intervenciones de Eileen Crist y de Lyla Mehta en el foro online sobre población «The Population Debate Revisited», organizado por Great Transition Initiative (GTI) en agosto de 2022[1]. Las autoras representan dos posiciones paradigmáticas de los debates sobre población: Crist defiende la necesidad de reducción de la población mundial mientras que Mehta aboga por poner el foco en cuestiones de poder, de distribución y de cómo se genera socialmente el concepto de escasez.

Menos es más

EILEEN CRIST

Me gustaría empezar agradeciendo a Ian Lowe el haber preparado el escenario para un animado intercambio. Mi comentario está motivado por la consideración normativa de superar el rencor que rodea la cuestión de la población. Abogo por replantear ciertos aspectos de la población de forma que se demuestre de forma incontestable que poner fin al crecimiento demográfico y reducir gradualmente el número de seres humanos sirve para el bienestar de todos a largo plazo.

Desvincular la política de inmigración de la cuestión demográfica. Resulta ventajoso enfocar la población como una cuestión global, excluyendo el discurso de la inmigración de las cuestiones de población. Cuando se proponen medidas de restricción de la inmigración como medio para hacer frente a la superpoblación, el debate sobre la población se paraliza en medio de acusaciones de racismo, xenofobia y similares. Podemos unirnos para abogar por la búsqueda activa de ciertos derechos humanos que reviertan el crecimiento de la población (cuestión que abordaré más adelante), sin que la inmigración se convierta en un obstáculo. El espacio me impide exponer los argumentos contra la restricción de la inmigración como política demográfica, pero los he publicado en otro lugar[2].

Los derechos de los niños, el empoderamiento de las mujeres, la libertad reproductiva y la educación sexual integral son el camino. Evitar empantanar el debate sobre la población con la política de inmigración no es una mera táctica. La transición hacia una población mundial más reducida y sostenible es posible mediante el mismo conjunto de transformaciones en todas las sociedades: tolerancia cero a las «novias infantiles»; educación hasta (al menos) la enseñanza secundaria para las niñas; empoderamiento de las mujeres, es decir, acceso a la educación superior, a un empleo significativo y a carreras de liderazgo; servicios de planificación familiar y opciones anticonceptivas voluntarias; y eliminación de las barreras físicas, sociales y culturales que las impiden. A estos derechos humanos establecidos relacionados con la población, debemos añadir la educación sexual integral (ESI), que puede desempeñar un papel importante en el decrecimiento de la población. La ESI reduce la tasa de embarazos no deseados, además de otros notables beneficios para la calidad de vida[3].

Los derechos de las niñas y las mujeres son fundamentales para la transición a una población más reducida. Cuando las mujeres reciben educación y se empoderan por lo general eligen tener menos hijos o no tenerlos, independientemente de su origen. Cuando las mujeres son libres de elegir su destino reproductivo aflora lo que Martha Campbell ha llamado su «deseo latente» de tener menos hijos[4]. Hay una razón evolutiva para ello: el embarazo y la maternidad son un reto para el cuerpo de las mujeres. Tener muchos hijos, sobre todo a partir de la pubertad y de forma muy seguida, está relacionado con un aumento de la mortalidad materna.

Las presiones sexistas del pronatalismo coercitivo están presentes no solo en el mundo en desarrollo. Ya sea de forma sutil o expresa, las normas socioculturales a favor de la maternidad están muy extendidas en el Norte y el Sur del mundo. Las presiones pronatalistas sobre las mujeres merecen ser expuestas y confrontadas[5].

El consumo es el problema, la población lo aumenta. Un marco estándar que requiere un replanteamiento es la yuxtaposición de «consumo» y «población» como variables de impacto distintas. Este dilema engañoso lleva a la gente a elegir cuál es el problema. Es comprensible que muchos opten por castigar el consumo excesivo de los ricos mientras desestiman el tamaño y el crecimiento de la población. Este dilema es ofuscante. El consumo excesivo es el problema; el crecimiento de la población hace que el consumo aumente y acabe por rebasar los límites.

Para entenderlo mejor, imaginemos una situación hipotética. Si los seres humanos fueran «respiradores», es decir, capaces de satisfacer sus necesidades energéticas únicamente con la respiración, y se inclinaran por la simplicidad voluntaria, el número de seres humanos apenas importaría. La Tierra podría albergar a muchos miles de millones de minimalistas respiratorios. Volviendo a la realidad, todas las personas necesitan comer y a la mayoría le gusta hacerlo al menos dos veces al día. Más aún, todo el mundo debería comer más de una vez al día y tomar buenos alimentos. En una civilización global electrificada e interconectada, la gente consume, por supuesto, muchas más cosas que alimentos. En este artículo, me centro en la cuestión de la población sobre todo a través de la lente de la alimentación.

El sistema alimentario (producción, consumo, transformación y comercio) se ha convertido en la principal causa de deterioro ecológico a todos los niveles: extensión del uso de la tierra y de los océanos, colapso de la biodiversidad, pérdida y degradación del suelo, agotamiento del agua dulce, cambio climático y contaminación de la tierra, los ecosistemas de agua dulce, los mares costeros y la atmósfera[6].

¿Podemos dejar de enmarcar la Revolución verde como un «logro técnico»? Me gustaría que abandonáramos el obligado guiño deferente a la revolución verde. A pesar de las buenas intenciones originales, los beneficios a corto plazo y los impresionantes rendimientos, la revolución verde ha desatado una caja de Pandora de daños desastrosos. Sus monocultivos destruyen la biodiversidad. Los agroquímicos ponen en peligro la biodiversidad del suelo, la vida de las plantas y los insectos, las aves y otros animales, incluidas las personas[7]. Los fertilizantes sintéticos desmantelan la biodiversidad del suelo; exacerban el cambio climático, contaminan el aire, la tierra, el agua dulce, las aguas subterráneas y los estuarios; y pueden provocar eventos de mortalidad masiva de la fauna. Mientras que la cantidad de alimentos se ha disparado (por ahora), la calidad de los mismos (especialmente los que se imponen a las personas sin poder) ha caído en picado. Más de 2.000 millones de personas (tanto subalimentadas como sobrealimentadas) sufren carencias de micronutrientes[8].

La revolución verde ha respaldado el crecimiento explosivo de la población humana. La existencia de casi la mitad de la población está en deuda con las tecnologías de la revolución verde, sobre todo con los fertilizantes[9]. Es un trato fáustico. Los efectos de la revolución verde en la biosfera están aumentando en los niveles interrelacionados mencionados anteriormente. El glifosato está en la lluvia. La contaminación por nitrógeno es una catástrofe creciente que pasa desapercibida, ya que la mayoría de los ojos están puestos en el carbono[10]. Los monocultivos son más vulnerables a un clima que cambia rápidamente.

Aunque se necesita inmediatamente una mejor gestión de los insumos de la revolución verde, el restablecimiento de la salud de la biosfera y de la humanidad no tiene por qué plantearse como un ejercicio de control de daños de un sistema de producción de alimentos intrínsecamente perjudicial. La solución profunda consiste en abandonar esta forma de producir alimentos, junto con la reducción gradual del número de personas hasta llegar a un punto en el que todas las personas puedan recibir alimentos sanos: alimentos producidos de forma ecológica y ética, no contaminados por biocidas y ricos en nutrientes procedentes de suelos sanos y regenerados.

El cultivo de alimentos no es un problema de ingeniería que deban resolver los tecnócratas con planes de eficiencia y microgestión. Cultivar alimentos es el arte de los agricultores en diálogo con la abundante fertilidad de la Tierra.

Menos es más: una población de unos 2.000 millones es mejor para todos y a largo plazo. La Tierra conoce la fertilidad, y los agricultores saben cómo trabajar con ese don para alimentar a la gente. Deberíamos prescindir del tropo de «alimentar al mundo». No hay que alimentar a los seres humanos, sino nutrirlos con alimentos hechos con amor por los animales y la tierra, cultivados por la calidad más que por la cantidad, y elaborados por los agricultores en una relación ingeniosa con la naturaleza que los rodea.

Entonces, ¿a cuántas personas puede alimentar la Tierra? Esta pregunta requiere una aclaración muy importante. ¿En qué tipo de planeta? Los guardianes de la Tierra sostienen que la opción virtuosa y prudente es un planeta en el que se conserve la biodiversidad, la abundancia de poblaciones no humanas, la complejidad ecológica, la vivacidad del comportamiento (como las culturas animales y las migraciones) y el potencial evolutivo. Todo ello requiere la conservación a gran escala de la tierra y los mares, el fin de la deforestación tropical, la proliferación de proyectos de renaturalizaciónz y restauración ecológica, y la eliminación gradual de los agroquímicos y otros contaminantes. Una amplia protección de la naturaleza salvaje y de los «paisajes intermedios» agrodiversos (donde se producen los alimentos) son sinérgicas, siempre que los paisajes intermedios sean subsistema modesto del planeta en lugar de invadirlo.

Cuando David Pimentel hizo el cálculo de cuántas personas pueden ser mantenidas con equidad a base de alimentos orgánicos, diversos y mayoritariamente vegetales, y al tiempo proteger generosamente la naturaleza salvaje, el resultado rondaba los 2.000 millones[11]. Esta cifra no es absoluta ni una «solución rápida”[12], sino que ofrece una visión a medio y largo plazo que debe abordarse con prontitud y ambición dentro de un marco de derechos humanos, junto con muchas otras transiciones que exige nuestra situación.

¿Qué elegirá la humanidad? Además de necesitar alimentos sanos, la mayoría de los habitantes del mundo moderno también quieren –entre otras cosas– ordenadores personales, frigoríficos, control de la temperatura interior, tecnologías de entretenimiento, medios de transporte y un conjunto material de servicios sanitarios, educativos y de otro tipo. Podemos dejar de lado si se trata de lujos industriales, de comodidades buscadas o de manifestaciones del potencial de nuestra especie que vale la pena mantener en formas alteradas y reducidas. En lo que sí podemos estar de acuerdo es en que las comodidades modernas no deberían ser un privilegio ilimitado de los ricos, sino una prerrogativa de todos los que las deseen a niveles moderados y justos.

A este respecto, el estilo de vida moderno se está extendiendo, lo que subraya el argumento: debemos ser muchos menos, si la humanidad también desea habitar un planeta biológicamente vibrante. Si, por el contrario, la humanidad deriva hacia la conversión de la Tierra en una colonia de recursos, ese planeta empobrecido podría –durante un periodo indeterminado– «alimentar» a muchos miles de millones de humanos, mientras se embolsarán las riquezas los Amazon, grandes almacenes, corporaciones agroquímicas, grandes farmacéuticas y el complejo militar-industrial. Si pudiéramos votar, ¿no elegiría la humanidad un planeta vivo en lugar de uno colonizado? En esta encrucijada nos encontramos.

Contra el alarmismo demográfico

LYLA MEHTA

Más que un «elefante en la habitación», como sostiene Ian Lowe, el tema de la población y el neomaltusianismo están vivitos y coleando. Ejemplos recientes son la película de David Attenborough Una vida en nuestro planeta, que aborda cómo los seres humanos están invadiendo el mundo y de las amenazas de la población para el medio ambiente; los grupos de reflexión de Washington que establecen vínculos entre los llamados refugiados climáticos, la escasez y la superpoblación; e incluso el príncipe Guillermo del Reino Unido afirma que la población de África es una amenaza para la vida salvaje y la conservación.

Lamentablemente, seguimos en un mundo en el que el pensamiento neomaltusiano establece vínculos simplistas entre el aumento de la población, el cambio climático, los conflictos y la escasez de recursos. Son evidentes los vínculos con la «tragedia de los comunes» de Hardin cuando el ecologismo y el pensamiento sobre el desarrollo en general interpretan una serie de cuestiones que van desde la pobreza mundial y el desarrollo económico, el cambio medioambiental, la conservación e incluso la seguridad nacional y mundial a través de la lente de la superpoblación y la escasez. Esto ha tendido a dar lugar a narrativas tecnoautoritarias que se dirigen desproporcionadamente a los pobres y marginados del “mundo mayoritario”, que en consecuencia suelen enfrentarse a una serie de acciones draconianas, por ejemplo, el desplazamiento, la desposesión, el control de los cuerpos –especialmente, de las mujeres pobres no blancas– y la biopolítica.

Así, esta fijación con la superpoblación desvía la atención de cuestiones más cruciales como la forma en que se distribuye el poder en la sociedad, la desigualdad de género, la discriminación étnica y de casta, las condiciones comerciales injustas, la planificación estatal, las tecnologías centralizadoras, los acuerdos de tenencia, la degradación ecológica, etc. Además, tenemos que vincular los debates sobre la población con las cuestiones relativas a los modelos desiguales y sesgados de consumo, y de asignación y distribución de recursos.

Gran parte de mi trabajo anterior se ha centrado en la escasez y los límites. El concepto de escasez –es decir, la suposición de que las necesidades y los deseos son ilimitados y los medios para conseguirlos son escasos– es el principio básico de la economía moderna. Pero esta noción ha hecho que la escasez se convierta en un discurso totalizador tanto en el Norte como en el Sur global. El «miedo» a la escasez ha hecho que esta se convierta en una estrategia política para los grupos poderosos. Como argumentó el difunto Steve Rayner, la propagación del miedo a la disminución de los recursos del planeta ha servido en gran medida para mantener a los pobres en la pobreza y enriquecer a los que ya son ricos[13]. Por eso, en trabajos anteriores, junto con varios colaboradores, he argumentado que la escasez no es una condición natural; el problema radica en cómo vemos la escasez y en las formas en que se genera socialmente[14]. Por lo tanto, tenemos que centrarnos en las cuestiones fundamentales de la asignación de recursos, el acceso, el derecho y la justicia social, en lugar de recurrir a nociones simplistas universalizadoras de la escasez.

Como sabemos por los informes recientes y pasados del Grupo de Alto Nivel de Expertos en Seguridad Alimentaria y Nutrición y también del PNUD, hay suficiente comida y agua para todos[15]. Sin embargo, a nivel mundial, el problema del hambre crónica existe y se ha intensificado durante la pandemia. En los países ricos, los perversos regímenes de subvenciones han llevado a la generación de excedentes, y los pobres comen alimentos envasados baratos. El hambre y la obesidad son dos caras de la misma moneda. Actualmente hay una explosión de bancos de alimentos en el Reino Unido, y cerca del 8% de la población sufre inseguridad alimentaria[16]. La malnutrición y el hambre en el Reino Unido no se deben a la superpoblación, sino a la austeridad, los recortes, el aumento de la pobreza y la desigualdad.

A pesar de estas cuestiones, el miedo a la escasez y la superpoblación sigue siendo un medio para desviar la atención de las causas de la pobreza y la desigualdad que pueden implicar a los políticamente poderosos. Por ello, Marie Sneve Martinussen, diputada noruega del Partido Rojo, en un reciente acto sobre los Límites del Crecimiento +50 en Oslo instó de forma elocuente a no centrarnos en la tragedia de los comunes, sino en la «tragedia de los pocos», es decir, en el papel que desempeñan los poderosos, los ricos y las élites, en la perpetuación del crecimiento obsesionado por el PIB, el consumo y la destrucción del medio ambiente. Del mismo modo, el movimiento por el decrecimiento reclama que los límites al consumo/crecimiento se apliquen en gran medida a los países ricos y a las élites de todo el mundo, y no a los grupos y países pobres y vulnerables.

Los discursos sobre el número de personas y la necesidad de control de la natalidad suelen hacer recaer todas las esperanzas y expectativas en las mujeres. Invariablemente, los objetivos son las mujeres negras y morenas de Asia, África y América Latina, a las que se considera que tienen demasiados hijos. Rara vez se apunta a las mujeres blancas de los países ricos, a sus bebés, o incluso a las huellas de carbono o ecológicas de las familias blancas en el mundo minoritario.

El 24 de junio de 2022, el Tribunal Supremo de Estados Unidos anuló el derecho constitucional al aborto en el país, lo que supuso un día muy trágico para los derechos de la mujer y los derechos humanos. ¿Cómo podemos siquiera hablar de cuestiones de población cuando se niegan derechos tan básicos a las mujeres? Aunque no existen prohibiciones similares en muchos otros países, sigue habiendo muchos obstáculos socioculturales y económicos en torno a los derechos reproductivos de las mujeres, que siguen estando moldeados por prejuicios y leyes masculinas discriminatorias. En el contexto de Estados Unidos, cada vez se reconoce más que la falta de acceso al aborto afectará en gran medida a las inmigrantes, las comunidades indígenas, las mujeres de color, las personas discapacitadas, etc. Gran parte del discurso antiabortista estadounidense es racista y puede vincularse a la supremacía blanca. Por lo tanto, es importante ser conscientes de que las políticas de crecimiento demográfico y de control de la población tienden a no tener en cuenta el género ni la etnia y, por lo tanto, corren el riesgo de reproducir procesos coloniales y racializados de razonamiento y discriminación.

En resumen, en lugar de hablar del crecimiento de la población, centremos nuestra atención en avanzar hacia la consecución de la igualdad de género, la justicia climática, los procesos justos de asignación y distribución de recursos y los procesos de desarrollo que sean sostenibles y socialmente justos en el Norte y el Sur. Esto es lo que realmente importa y contribuiría en gran medida a mejorar el bienestar humano y planetario que permitirá a todos los seres –humanos y no humanos– florecer y prosperar.

Notas:

*Este texto forma parte de la colaboración entre ESPACIO PUBLICO y FUHEM ECOSOCIAL. Fue publicado en Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, núm. 160, invierno 2022/2023, pp. 25-33.

Eileen Crist es profesora asociada emérita del Departamento de Ciencia y Tecnología en la Sociedad de la Universidad Virginia Tech y editora asociada de la revista Environmental Issues. Entre sus obras figura Abundant Earth: Toward an ecological civilization (University of Chicago Press, 2019).

Lyla Mehta es profesora del Instituto de Estudios del Desarrollo de la Universidad de Sussex, profesora visitante de Noragric en la Universidad Noruega de Ciencias de la Vida, y autora, entre otras obras, de Water, Food Security, Nutrition and Social Justice (Rouledge, 2019).

[1] El debate íntegro de GTI. Agradecemos a GTI el permiso para la reproducción de estos textos.

[2] Eileen Crist, «Decoupling the Global Population Problem from Immigration Issues», The Ecological Citizen vol. 2, núm. 2, 2019, pp. 149–151.

[3] Mona Kaidbey y Robert Engelman, «Nuestros cuerpos, nuestro futuro: difundir una educación sexual integral», en Educación ecosocial. Cómo educar frente a la crisis ecológica. La situación del mundo, capítulo 12, FUHEM Ecosocial/ Icaria, 2017, pp. 189-201.

[4] Martha Campbell y Kathleen Bedford, «The Theoretical and Political Framing of the Population Factor in Development», Philosophical Transactions of the Royal Society B 364, núm. 1532, 2009, pp. 3101–3113.

[5] Nandita Bajaj, «Abortion Bans Are a Natural Outgrowth of Coercive Pronatalism», Ms. Magazine, junio de 2022.

[6] Walter Willet, Johan Rockström, Brent Loken et al., «Food in the Anthropocene: The EAT-Lancet Commission on Healthy Diets from Sustainable Food Systems», The Lancet, vol. 393, núm. 10170, 2019, pp. 447–492.

[7] Joel K. Bourne, «The Global Food Crisis: The End of Plenty», National Geographic Magazine, junio de 2009.

[8] Walter Willet, Johan Rockström, Brent Loken et al., 2019, op. cit.; Paul Ehrlich y John Harte, «Food Security Requires a New Revolution», International Journal of Environmental Studies vol. 72, núm. 6 (2015), pp. 908-920; Richard Manning, «Hidden Downsides of the Green Revolution: Biodiversity Loss and Diseases of Civilization»Mother Earth News, 22 de abril de 2014.

[9] Hannah Ritchie y Max Roser, «Fertilizers»OurWorldInData.org, 2020.

[10] Fred Pearce, «Can the World Find Solutions to the Nitrogen Pollution Crisis?»Yale Environment 360, 6 de febrero de 2018; Eileen Crist, «Got Nitrogen?», The Ecological Citizen (editorial), vol. 5, núm. 1, 2021, pp. 3–10.

[11] David Pimentel et al., «Will Limited Land, Water, and Energy Control Human Population Numbers in the Future?», Human Ecology vol. 38, núm. 5, 2010, pp. 599–611.

[12] Corey Bradshaw y Barry Brook, «Human Population Reduction Is Not a Quick Fix for Environmental Problems», PNAS, vol. 111, núm. 46, 2004, pp. 16610–16615.

[13] Steve Rayner, «Foreword», en Lyla Mehta (ed.), The Limits to Scarcity, Routledge, Londres, 2010, pp. x–xvi.

[14] Lyla Metha (ed.), 2010, op. cit.; Lyla Mehta, Amber Huff y Jeremy Allouche, «The New Politics and Geographies of Scarcity», Geoforum, núm. 101, mayo de 2019, pp. 222–230.

[15] Programa de Desarrollo de las Naciones Unidad (PNUD), Más allá de la escasez: poder, pobreza y la crisis mundial del agua, PNUD, Nueva York, 2006.

[16] Departamento británico de Medio Ambiente, Alimentación y Asuntos Rurales (Reino Unido), United Kingdom Food Security Report 2021: Theme 4: Food Security at Household Level, 22 de diciembre de 2021.

A lo largo de las últimas décadas hemos asistido a un intenso debate sobre el futuro de la familia a raíz de las rápidas y profundas transformaciones a las que se ha visto sometida. Existe un amplio consenso alrededor de la idea de que sus características básicas o “tradicionales” se han erosionado en los países ricos del Norte global desde la Segunda Guerra Mundial. Esto es especialmente evidente en los incrementos de las tasas de divorcio y las caídas sin precedentes de los matrimonios y, sobre todo, de las tasas de fecundidad. Sin embargo, este proceso ha estado acompañado por una creciente diversidad en los modelos de organización familiar, con un incremento del número de hogares unipersonales, de la cohabitación y otras formas alternativas de estructuración familiar.

El resultado de todo ello, para lo que aquí nos ocupa, es un desequilibrio demográfico marcado por la caída de las tasas de fecundidad, al estar muy por debajo de la tasa de reemplazo generacional[1], algo insólito cuando se analiza la realidad demográfica desde una perspectiva histórica. Las poblaciones de los países ricos envejecen a un ritmo nunca visto, y emergen voces de alarma que cuestionan la viabilidad de nuestros sistemas de protección social o que lo utilizan para justificar su desmembramiento, apuntando, por ejemplo, a la insostenibilidad de nuestro sistema de pensiones.

Entre los países ricos, estos fenómenos se han dado con especial intensidad entre los del sur de Europa, denominados “familiaristas”, caracterizados por tener Estados del bienestar poco desarrollados[2] y sistemas de cuidados fuertemente apoyados en las redes familiares[3]. Por ejemplo, en España la tasa de fecundidad ha sufrido una rápida y aguda caída, hasta situarse, en pocos años, a la cola de la UE (Figura 1).

Figura 1. Evolución de las tasas de fecundidad de los países de la UE-15, 1970-2020.

Fuente: elaboración propia a partir de datos de Eurostat.

Todos estos procesos han estimulado un largo e intenso debate para tratar de explicar sus causas y, con suerte, tratar de revertir o mitigar algunos de sus efectos, tal y como veremos a continuación.

Teorías sobre la “erosión” familiar y la crisis demográfica

Hasta recientemente, en las ciencias sociales han destacado dos tesis principales para explicar este proceso de “erosión” familiar. De forma muy sintética, el economista neoliberal y premio Nobel Gary Becker[4] señaló que el cambio en los roles de las mujeres, sobre todo por su incorporación masiva al mercado laboral en el marco de una organización familiar basada en la especialización conyugal, conllevaba una devaluación de la utilidad del emparejamiento en términos de eficiencia y bienestar, lo que, en última instancia, derivaría en una erosión de la familia en su sentido tradicional.

Sus análisis, en definitiva, apuntan a la materialización de las aspiraciones de igualdad de género en el plano laboral, con el consecuente declive de la división sexual del trabajo (“productivo” reservado a los hombres y “reproductivo” reservado a las mujeres), como causa del debilitamiento de la familia y de la caída de las tasas de fecundidad[5]. Por otro lado, la tesis de la segunda transición demográfica (SDT, por sus siglas en inglés) apunta a la difusión de valores “posmodernos” o “postmaterialistas” (utilizando los términos de Inglehart [6], [7]) como desincentivos para los emparejamientos y el compromiso con el otro.

Según esta teoría, basada en la pirámide de necesidades de Maslow, los valores posmodernos se convierten en el motor de la transformación familiar al “elevar” las aspiraciones de los individuos que, una vez cubiertas sus necesidades básicas, desarrollan proyectos vitales influidos por valores como el individualismo, la autorrealización, la emancipación y el empoderamiento[8], [9]. De esta forma, se vincula el progreso material con la difusión de valores conflictivos con los que han sustentado el modelo familiar tradicional (por ejemplo, con el compromiso conyugal o la crianza)[10].

Sin embargo, algunas aproximaciones inspiradas por el marxismo feminista apuntan que esta crisis familiar y demográfica, más que un destino inevitable, es el resultado de los desequilibrios derivados del modelo de organización social basado en la familia tradicional en un contexto de expansión –con notables limitaciones– de los valores igualitarios en clave de género. Según estas, la familia es considerada uno de los pilares de la organización capitalista al ser la institución que, mediante la reproducción física de los/as trabajadores/as y la provisión del trabajo doméstico y de cuidados, hace posible la producción de la plusvalía[11], [12]. Es decir, la división sexual del trabajo en el marco de las sociedades capitalistas (mucho mayor que en sistemas de organización social anteriores) sería una condición necesaria para la explotación o la “esclavitud asalariada”[13].

En este contexto, el acceso al mercado de trabajo remunerado, sin ser el destino final de la emancipación de las mujeres, es el primer paso para su autonomía en una economía ampliamente basada en el empleo asalariado[14]. De ahí que, en tanto que la división sexual del trabajo –una de las características fundamentales del modelo familiar tradicional– ha mantenido a las mujeres apartadas del trabajo asalariado, estas hayan tendido a posponer o renunciar a la familia.

La crisis demográfica es reversible

Afortunadamente, en los últimos años, estudios comparados a nivel europeo han mostrado que la división sexual del trabajo no es inseparable de la familia, y que, en aquellos contextos en los que se han impulsado nuevos “contratos de género más igualitarios”, se produce un “resurgir” familiar (more family, en palabras del sociólogo danés Esping-Andersen), con más matrimonios, emparejamientos más estables y mayores tasas de fecundidad[15]. Es decir, cuando se adoptan medidas que, desde un punto de vista estructural, favorecen la igualdad de género, se suaviza el trade-off entre maternidad y realización del proyecto vital y/o profesional, lo que, al mismo tiempo favorece la independencia económica de las mujeres, una mayor protección ante la pobreza infantil, el acceso a empleos de mayor calidad, entre otros. Llegados a este punto, es fundamental constatar que, según datos del European Fertility Surveys, el número de hijos/as deseados en buena parte de los países de la UE se ha mantenido bastante estable durante más de medio siglo, por encima de los dos hijos/as.

La tesis que estas investigaciones parecen confirmar es que el motor de la transformación en la dinámica familiar es la revolución de los roles femeninos. Si bien, como hemos observado, en un primer momento la inestabilidad conyugal se incrementa y las tasas de fecundidad se reducen, este no es un destino inexorable, sino más bien una señal de que la sociedad en su conjunto no está dando respuesta a las necesidades derivadas de los nuevos roles adoptados por las mujeres en sus aspiraciones de una mayor igualdad.

Lo que hemos podido observar empíricamente es que, cuando, como resultado de esta respuesta, avanzamos hacia un nuevo equilibrio familiar, es decir, cuando las condiciones materiales y normativas se ajustan al nuevo modelo basado en una mucho menor división sexual del trabajo y una mayor autonomía de la mujer, la familia puede resurgir (la disposición al emparejamiento y al matrimonio se incrementan, las relaciones son más estables y las tasas de fecundidad tienden a reflejar mejor los deseos de las personas).

Esencialmente, este nuevo equilibrio requiere poner en práctica cambios de gran importancia: la adaptación del mercado de trabajo, el desarrollo del Estado del bienestar con servicios de cuidados suficientes, asequibles y de calidad y una mayor corresponsabilidad masculina en el trabajo doméstico y de cuidados[16]. Desde esta perspectiva, el objetivo sería alcanzar un régimen de políticas de género de “personas sustentadoras/cuidadoras en igualdad”, en contraposición a los regímenes tradicionales de “hombre sustentador y esposa dependiente” (ver Figura 2)[17]. Pese a que ningún país “desarrollado” se ajusta perfectamente a ninguno de los dos regímenes, encontrándose todos en el heterogéneo repertorio de “regímenes mixtos”, el ejemplo que suele utilizarse como más próximo al ideal de igualdad de género, es el de los países nórdicos, encabezados por Suecia. En ese país, incluso antes de la Segunda Guerra Mundial, pero especialmente después con la consolidación de los gobiernos socialdemócratas y la influencia de la socióloga Alva Myrdal y el economista Gunnar Myrdal[18], [19], [20] fueron pioneros en el desarrollo de estas políticas y, pese a sus limitaciones, tienen las tasas de ocupación femenina más altas de la UE, así como unas tasas de fecundidad muy próximas a la de reemplazo generacional.

Figura 2. Regímenes de políticas de género

Fuente: elaboración propia a partir de Diane Sainsbury, 1999, op. cit.; y María Pazos, 2018, op. cit.

No obstante, cuando el mercado de trabajo asalariado y el Estado del bienestar no ofrecen las condiciones adecuadas para suavizar (o, idealmente, erradicar) el trade-off entre maternidad y realización del proyecto vital de las mujeres, se favorece la desintegración de la familia y la externalización masiva y precaria del trabajo reproductivo[21]. El caso de España (aunque también el de Italia) es especialmente ilustrativo a este respecto. En España, por ejemplo, entre 550.000[22] y 700.000[23] trabajadoras (el 88% son mujeres) del servicio del hogar –contratadas directamente por las familias– cubren las necesidades que las propias familias y los sistemas de protección social no están siendo capaces de atender adecuadamente[24].

Esto representa entre el 3,3% y el 4,2% del conjunto de la población activa española (frente al 0,9% del conjunto de la UE), y el 28% de todas estas trabajadoras en la UE. Y, aun así, según la Encuesta Nacional de Condiciones de Trabajo de 2015, «entre las personas ocupadas que vivían con una pareja con trabajo remunerado e hijos/as, las mujeres dedicaban 37,5 horas semanales al trabajo no remunerado y los hombres 20,8». Todo ello con enormes desigualdades por clase social. Por poner un ejemplo ilustrativo, el 20% de los hogares más ricos con personas dependientes recibe ayuda a domicilio 2,5 veces más que el 20% de hogares más pobres[25].

Por todo ello, y a la luz de las investigaciones que han demostrado que la crisis demográfica (o, más bien, de cuidados) es reversible, es imprescindible crear las condiciones sociales necesarias para que las personas puedan desarrollar su proyecto vital de forma libre, igualitaria y erradicando todo rastro de precariedad laboral y social en un sector esencial para la vida de los individuos.

La respuesta es siempre “más derechos”

Más allá de los efectos macro de la actual crisis demográfica, tales como el incremento en la tasa de dependencia o el decrecimiento demográfico (obviando el saldo migratorio), este proceso conlleva la frustración de muchísimas personas que, como hemos visto, querrían tener hijos/as, pero se ven obligadas a posponer sus deseos o a renunciar a ellos. Esta brecha entre el número de hijos/as deseado y la tasa de fecundidad ha sido denominada “brecha de bienestar[26],” y es, por cierto, un elemento que prácticamente no se tiene en cuenta en los debates sobre esta cuestión.

Con todas sus limitaciones y el retroceso en materia de derechos y bienestar debido a las sucesivas oleadas de políticas neoliberales durante las últimas décadas, los países nórdicos han demostrado que alcanzar sociedades mucho más igualitarias que las actuales no es una utopía irrealizable, sino una alternativa posible y necesaria[27]. De ahí que, la fórmula para países familiaristas como España consiste en la eliminación de las políticas públicas que están perpetuando la división sexual del trabajo y la desigualdad de género, y el despliegue de aquellas que establecen las condiciones normativas y materiales para que la igualdad sea posible.

Entre las medidas principales, destacan: la universalización de los servicios de atención y educación de la primera infancia (0-3 años) en términos de suficiencia, gratuidad y calidad, con un empleo enteramente público que revierta las privatizaciones; la universalización de los servicios de atención a la dependencia en los mismos términos; y el fomento de la corresponsabilidad en el trabajo doméstico y de cuidados mediante la eliminación de las actuales limitaciones en los permisos de paternidad y maternidad[28], la eliminación de los permisos que no están remunerados al 100% y con reserva del puesto de trabajo, la reducción de la jornada laboral a 35 horas semanales (en cinco días, y no en cuatro) y el impulso de campañas de sensibilización y promoción del ejercicio de derechos de conciliación por parte de los trabajadores hombres.

Estas y otras medidas conforman lo que ha sido denominado el “cuarto pilar del Estado del bienestar”, al complementar los otros tres pilares actuales (sanidad, educación y sistema de pensiones). Algunas investigaciones recientes han demostrado que su implementación en España es perfectamente viable en un horizonte de tiempo relativamente corto (5-10 años)[29], [30] y que puede tener efectos muy positivos en términos de autonomía e igualdad de género, protección ante la pobreza infantil y, sobre todo, en términos de calidad en los cuidados.

Adicionalmente, se estima que el desarrollo de estos servicios podría crear alrededor de 500.000 puestos de trabajo directos a tiempo completo y de calidad; además, difícilmente deslocalizables (arraigados al territorio) y de escaso impacto ambiental, lo que contribuiría a la transición hacia un modelo productivo más racional, ecológicamente menos destructivo y más centrado en las necesidades básicas de las personas[31]. Esta es la agenda que hay que defender, especialmente en momentos de ruptura como los actuales en los que la creciente inseguridad y precarización de las condiciones de trabajo y de vida alimentan el auge de movimientos reaccionarios y/o neofascistas que demandan la reversión de los avances del feminismo y el blindaje de los privilegios patriarcales[32].

Reconocer y articular la interdependencia

Por último, cabe destacar que, contrariamente a lo que todavía muchas personas creen, los cuidados no son una cuestión meramente individual. Esta idea deriva de la negativa a reconocer nuestras vulnerabilidades compartidas y nuestra interdependencia como seres humanos[33]. Como en todos los momentos clave de la historia de la humanidad, la cooperación es un valor fundamental. Dicho sea de forma sintética: sin cuidados, en un sentido amplio, nada funciona.

Todos hemos necesitado cuidados durante las primeras etapas de nuestra vida y con gran probabilidad los volveremos a necesitar, por ejemplo, durante la vejez o por encontrarnos en una situación de enfermedad o dependencia. El trabajo de cuidar es extremadamente intensivo en tiempo, y no todo el mundo lo tiene o lo quiere dedicar al cuidado. Tampoco todo el mundo puede contratar servicios de cuidado de la calidad o con la intensidad necesaria (de hecho, solo puede hacerlo una minoría). Esto genera lógicas extremadamente perversas, que deberían avergonzar a cualquier país que se considere a sí mismo “desarrollado”.

Durante demasiado tiempo y de forma negligente hemos banalizado algo tan básico como la falta de cuidados. Hemos priorizado el desarrollo de “ciudades inteligentes” (smart cities), en lugar del desarrollo de ciudades justas y verdaderamente sostenibles; hemos visto a los hombres más ricos de la historia de la humanidad viajar por placer al espacio con cohetes milmillonarios, mientras tenemos a millones de personas ancianas y/o dependientes desatendidas en sus casas o hacinadas en residencias precarizadas (la gran mayoría privadas) que han sido un foco de enfermedad y muerte durante la pandemia[34], [35] y hemos socializado las pérdidas de los bancos que construyeron el castillo de naipes financiero que desencadenó la Gran Recesión de 2008, mientras hemos dejado a las familias y al mercado la provisión de algo tan básico para la vida como son los cuidados, con los perniciosos efectos que ello supone tanto para las personas cuidadas como para las que cuidan. La rueda que destroza las vidas de las personas y de los ecosistemas para quienes tratan por todos los medios de perpetuar el crecimiento y la acumulación de capital y privilegios es la misma.

Si bien es cierto que la pandemia ha provocado un cierto giro en la percepción social de los cuidados, y sin desmerecer los avances impulsados por algunos gobiernos, este ha sido más retórico que real. Por ejemplo, en España se acaban de mejorar las condiciones de empleo de las cuidadoras al servicio del hogar familiar mediante la aprobación del Real Decreto-ley 16/2022[36], algo imprescindible y largamente reivindicado para combatir la precariedad laboral en el sector. Sin embargo, de no acompañar medidas como esta con el desarrollo de un sistema público de cuidados de calidad, existe el riesgo de consolidación de un modelo de prestación de servicios domésticos y de cuidados atomizado y mercantilizado que seguirá generando enormes desigualdades sociales y de salud.

Hoy seguimos sin reconocer el carácter imprescindible del trabajo reproductivo, lo que nos mantiene en una larga transición o limbo normativo en el que, por no dar una respuesta adecuada a las aspiraciones de emancipación e igualdad impulsadas por los movimientos feministas, hemos convertido a la familia en un espacio de opresión y dominio insoportable. La reproducción basada en el sacrificio vital de las mujeres es algo insostenible y los datos demográficos así lo demuestran. Así, la que ha sido denominada “crisis demográfica” es más bien una crisis de cuidados. Resistirse a comprender y aceptar esta realidad no es solamente algo inmoral, sino también, a la vista de los resultados, el resultado de políticas ineficientes e inequitativas. Es por ello por lo que es imprescindible ponerlos de una vez por todas en el centro y dedicar nuestra capacidad individual y comunitaria a crear las condiciones políticas, sociales, materiales, culturales e incluso emocionales y afectivas que permitan prosperar a todas las personas y emprender una transición rápida y profunda hacia un modelo productivo (y reproductivo) verdaderamente justo y sostenible.

Notas:

*Este texto forma parte de la colaboración entre ESPACIO PUBLICO y FUHEM ECOSOCIAL. Fue publicado en la revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, núm. 160, invierno 2022/2023, pp. pp. pp. 59-68.

[1] La tasa de reemplazo generacional es el número de hijos/as por mujer necesarios/as para mantener demográficamente una población sin tener en cuenta el saldo migratorio.

[2] Vicenç Navarro, El subdesarrollo social de España. Causas y consecuencias, Anagrama, Barcelona, 2006.

[3] María Pazos, Contra el patriarcado: economía feminista para una sociedad justa y sostenible, Katakrak, Pamplona, 2018.

[4] Gary Becker, A Treatise on the Family, Harvard University Press, Cambridge, 1981.

[5] Véase también: Charles F. Westoff, «Perspective on nuptiality and fertility», Population and Development Review, 12(supplement), 1986, pp. 155-170; Steven L. Nock, «A comparison of marriage and cohabiting relationships», Journal of Family Issues, 16(1), 1995, pp. 53-76; y Steven L. Nock, «The marriages of equally dependent spouses», Journal of Family Issues, 22(6), 2001, pp. 755-775.

[6] Ronald Inglehart, The silent Revolution, Princeton University Press, Princeton, 1977

[7] Ronald Inglehart, Culture Shift in Advanced Industrial Society, Princeton University Press, Princeton, 1990.

[8] Dirk J. Van de Kaa, «Postmodern fertility preferences. From changing value orientation to new behavior», Population and Development Review, 27(supplement), 2001, 290-331.

[9] Ron Lesthaeghe, «The unfolding story of the second demographic transition», Population and development Review, 36(2), 2010, 211-251.

[10] Puede encontrarse abundante literatura que constata la correlación existente entre el enriquecimiento de los países y la caída de las tasas de fecundidad. Por ejemplo, ver: Timothy Guinnane, The historical fertility. Transition, Yale University Economics Dept. Working Papers, 2010, 84; y Larry Jones y Michèlle Tertilt, «An economic history of fertility in the United States: 1826-1960», en Peter Rupert, Frontiers of Family Economics, Emerald Publishing, Bingley, 2008.

[11] Angela Davis, Women, Race and Class. Chapter 3: The Approaching Obsolescence of Housework: A Working-Class Perspective, The Women’s Press Ltd, Londres, 1981.

[12] Silvia Federicci, Caliban and the Witch. Women, The Body and Primitive Accumulation, Autonomedia, Nueva York, 2004. [N. de la e.] Hay traducción española: Calibán y la bruja. Mujeres cuerpo y acumulación originaria, Traficantes de Sueños, Madrid, 2010.

[13] Mariarosa Dalla Costa, «Capitalism and reproduction», artículo presentado en el seminario Women’s Unpaid Labour and the World System, organizado por la Japan Foundation, el 8 de abril de 1994, en Tokio, como parte del «European Women’s Study Tour for Environmental Issues».

[14] Mariarosa Dalla Costa y Selma James, The power of women and the subversion of the community, Falling Wall Press, Bristol, 1972.

[15] Gosta Esping-Andersen, Families in the 21st century, SNS Förlag, Stockholm, 2016.

[16] María Pazos, 2018, op. cit.

[17] Diane Sainsbury, Gender and Welfare State Regimes, Oxford University Press, Oxford/Nueva York, 1999.

[18] Alva Myrdal y Gunnar Myrdal, Kris i befolkningsfrågan, Albert Boniers Förlag, Estocolmo, 1934.

[19] Alva Myrdal, Nation and Family, Harper and Brothers, Nueva York, 1941.

[20] Alva Myrdal, Jämlikhet, Prisma, Estocolmo, 1969.

[21] Joan Benach (coord.), Precariedad laboral y salud mental: conocimientos y evidencias (Informe PRESME), Comisión de Personas Expertas sobre el Impacto de la Precariedad Laboral en la Salud Mental, Ministerio de Trabajo y Economía Social, Madrid, 2023 (en prensa).

[22] Oxfam Intermón, Esenciales y sin derechos. O cómo implementar el Convenio 189 de la OIT para las trabajadoras del hogar, Oxfam Intermón, Madrid, 2021.

[23] Philip Alsthon, Informe del Relator Especial sobre la extrema pobreza y los derechos humanos (A/HRC/444/40/Add.2), Naciones Unidas, 2020.

[24] El 56% de estas trabajadoras son migrantes, de las cuales una de cada cuatro está en situación irregular. Además, 40.000 son internas, el 92% de las cuales son migrantes, según datos de la Encuesta de Población Activa (EPA) de 2019.

[25] Oxfam Intermón, 2021, op. cit.

[26] Gosta Esping-Andersen, 2016, op. cit.

[27] María Pazos, 2018, op. cit.

[28] Concretamente, algunos elementos del RD 6/2019 impiden a los progenitores turnarse para cubrir a tiempo completo los primeros 8-10 meses de vida, como la obligación de que las primeras seis semanas se tomen simultáneamente y, sobre todo, la necesidad de acuerdo entre el/la trabajador/a y la empresa para tomarse todo el permiso a tiempo completo en las fechas elegidas.

[29] Cristina Castellanos, Ana Carolina Perondi, «Diagnóstico sobre el primer ciclo de educación infantil en España (0 a 3 años). Propuesta de implantación de un sistema de educación infantil de calidad y cobertura universal. Estudio de viabilidad económica de la reforma propuesta y de sus impactos socio-económicos», Papeles de trabajo del Instituto de Estudios Fiscales, 2018, 3, pp. 1-140.

[30] Rosa Martínez, Susana Roldán, Mercedes Sastre, «La atención a la dependencia en España. Evaluación del sistema actual y propuesta de implantación de un sistema basado en el derecho universal de atención suficiente por parte de los servicios públicos. Estudio de su viabilidad económica y de sus impactos económicos y sociales», Papeles de trabajo del Instituto de Estudios Fiscales, 2018, 5, pp. 1-175.

[31] Vicenç Navarro et al., El cuarto pilar del estado del bienestar. Una propuesta para cubrir necesidades esenciales de cuidado, crear empleo y avanzar hacia la igualdad de género, Grupo de Trabajo de Políticas Sociales y Sistema de Cuidados de la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica del Congreso de los Diputados, 2020.

[32] Más allá de los múltiples ejemplos cotidianos que pueden citarse, es especialmente relevante el trabajo del canadiense Jordan Peterson, un psicólogo canadiense y profesor de la Universidad de Toronto, autor de algunos best-sellers y famoso por sus polémicas opiniones tradicionalistas y misóginas que le han convertido en uno de los referentes intelectuales del conservadurismo anglosajón.

[33] The Care Collective, El manifest de les cures. La política de la interdependencia, Tigre de Paper, Manresa, 2022.

[34] Public Services International, La crisis del cuidado de larga duración: las consecuencias de la prestación, PSI, 2022.

[35] Joan Benach, «Las muertes en residencias y la mercantilización de los cuidados», El País, 27 de abril de 2020.

[36] Real Decreto-ley 16/2022, de 6 de septiembre, para la mejora de las condiciones de trabajo y de seguridad social de las personas trabajadoras al servicio del hogar.

Las tecnologías de inteligencia artificial (IA) han emergido con fuerza durante los últimos años llegando a convertirse en el foco de acaloradas discusiones no solo en el ámbito tecnológico, sino también político, académico, filosófico y la esfera pública en su conjunto. Las promesas de mejora y progreso que se atribuyen a la IA se entremezclan con las preocupaciones que generan los posibles riesgos que estas tecnologías pueden producir tanto a escala individual como en el conjunto de la ciudadanía y los sistemas democráticos.[1]

Aunque estos debates son útiles y sin duda necesarios, casi todos ellos asumen 1) que la adopción de la IA es inevitable y 2) que estas tecnologías son neutrales y sus efectos nocivos o beneficiosos dependen del uso que se haga de ellas. En este artículo abordamos brevemente tres grupos de problemas éticos –privacidad, autonomía humana y libertad; sesgos, discriminación e igualdad; y crisis ecosocial– que surgen en torno a la IA y que, de distinto modo, ponen de relieve como estas tecnologías, lejos de ser neutrales, son inherentemente políticas y, por tanto, su adopción responde a un compromiso con ciertos proyectos ideológicos[2]. Desde esta perspectiva la IA no es un conjunto de tecnologías neutrales, sino una industria que se vale de la extracción y explotación no solo de los recursos naturales, sino también de nuestros datos y nuestros cuerpos.

 Algunos problemas éticos de la IA

Privacidad, autonomía humana y libertad. Una de las componentes esenciales que necesita cualquier sistema de IA para poder funcionar son los datos. Los datos son la información, la experiencia si usamos una metáfora humana, de la que se nutren los algoritmos (los sistemas de reglas) que permiten que la IA funcione. Grosso modo, podríamos decir que los algoritmos aprenden de los datos a extraer las relaciones y los resultados más probables. Identifica patrones que se encuentran presentes en los datos y así puede hacer estimaciones precisas. Por este y otros motivos la recopilación de datos es una práctica que tiene lugar diariamente de forma masiva y que nos afecta a todos.

En este contexto, muchos planteamientos éticos vinculados a la recopilación explotación y uso de los datos se plantean en relación con los problemas que estas prácticas pueden suponer, primero, para la privacidad. Los datos que se recopilan a través de nuestros relojes inteligentes, el consumo de películas y plataformas en streaming, etc, pueden contener y eventualmente revelar información extremadamente privada sobre nuestras vida como nuestra orientación sexual[3], nuestras prácticas sexuales, nuestra vida sentimental, familiar, y muchas otras cuestiones que con casi toda seguridad no compartiríamos con una persona de poca confianza y, aún menos con un extraño[4].

Pero los problemas relacionados con los datos también pueden producir problemas en relación con la autonomía humana y la libertad individual. En relación con la autonomía humana el problema se encuentra relacionado con la pérdida de la capacidad para pensar y tomar decisiones por nosotros mismos en una sociedad donde el uso de algoritmos de IA es cada vez mayor. Pensemos que cuando Netflix o cualquier plataforma de streaming nos hace una recomendación sobre qué película o serie podríamos ver, casi automáticamente desaparece un abanico entero de posibles contenidos que podríamos haber elegido si hubiéramos sido nosotros los que hubiéramos hecho la selección. El problema aquí no es tanto que la recomendación en base a nuestras elecciones previas, sino nuestra predisposición a mantenernos dentro de las películas seleccionadas por el algoritmo.

En el caso de las plataformas de streaming esto puede ser algo anecdótico, pero ¿qué sucedería si este tipo de sistemas se usaran para recomendarnos que nuevos productos disponibles en el supermercado nos gustarán más en base a nuestras preferencias alimenticias? ¿Y si las recomendaciones fueran sobre qué carrera estudiar, qué universidad elegir, dónde veranear o con quién tenemos más posibilidades de construir una relación sentimental duradera? Nuestra tendencia no solo a considerar, sino en muchos casos a adoptar las recomendaciones de la tecnología puede resultar muy problemática si el número de ámbitos en los que estas actúan aumenta. Aunque seamos nosotros los que creemos tener la última palabra, lo cierto es que este tipo de recomendaciones acotan nuestro rango de actuación y en muchos casos eliminan siquiera la posibilidad de plantearnos otras preferencias, caminos y/o alternativas que rompan con ese sendero que los algoritmos marcan a partir de nuestros gustos previos.

Además de la pérdida de autonomía humana, la recopilación y uso masivo de datos también puede afectar a la libertad individual. En la tradición liberal que predomina en los países occidentales la libertad se entiende como la ausencia de interferencia para actuar de la forma que nosotros consideramos más adecuada siempre y cuando esta se mantenga dentro de los límites que permiten la convivencia dentro de una comunidad política[5][6]. Para ejemplificar como la IA afecta a esta idea de libertad normalmente se recurre al uso que hace China de estas tecnologías. El sistema de crédito social chino funciona a través de la recopilación de ingentes cantidades de datos sobre sus ciudadanos para sancionarlos o premiarlos en función de cómo de “cívica” haya sido su conducta. Así, por ejemplo, a los ciudadanos que hayan acumulado una serie de faltas, como ausencias a citas médicas o cruzar la calle con un semáforo en rojo, puede llegar a prohibirles realizar vuelos internacionales[7]. En este sentido, resulta evidente como ciertas formas de uso de nuestros datos puede entrar en conflicto con la libertad individual de las personas.

Aunque en Europa este tipo de sistemas estarán prohibidos según la regulación de IA[8], cabría preguntarse hasta qué punto, por ejemplo, el uso de sistemas de IA para determinar a qué personas se les otorga un crédito bancario y a quiénes se les deniega, controlar las fronteras, otorgar visados, etc., constituyen o no actos contrarios a la libertad. Si atendemos a otras formas de entender la libertad que se salgan del marco del liberalismo como, por ejemplo, la que se maneja dentro del marco del republicanismo donde la libertad no se entiende con relación al individuo, sino a la comunidad en su conjunto[9], entonces encontramos que es posible que los sistemas de IA preserven la libertad individual, es decir, no interfieran en nuestra vida, y, sin embargo, no nos permitan ser ciudadanos libres[10].

El concepto de libertad como no dominación que opera en el seno del republicanismo muestra cómo, a ojos del liberalismo, un esclavo podría ser considerado libre si tuviera un amo muy bueno que le permitiese hacer lo que quisiera. El hecho de que el esclavo elija sus actos no le hace menos esclavo, pues siempre se encuentra bajo el control de su amo. En este sentido, el republicanismo y sus versiones contemporáneas ofrecen unas nuevas lentes con las que problematizar la IA y ser más críticos con estas tecnologías. Estas reflexiones apuntan a que aún en aquellas circunstancias en las que la IA no llegase a interferir directamente en nuestra vida, el hecho de que estas tecnologías se materialicen en todos los ámbitos de nuestra vida convierte a las empresas que recopilan nuestros datos en dueños de nuestras vidas. En el capitalismo de la vigilancia en el que son otros los que disponen de nuestros datos y los que eligen cómo y cuándo usarlos, nosotros, la ciudadanía, dejamos de ser libres[11].

Sesgos, discriminación e igualdad. En relación con los datos no solo importa cuántos datos se recopilen. También hay problemas éticos que surgen en función del tipo de datos que se usen para nutrir los sistemas IA. Como mencionábamos en el apartado anterior la IA aprende de los datos con los que se le entrena, principalmente, buscando patrones de repetición que le permitan identificar las relaciones más probables en función de la frecuencia. El entrenamiento y uso de datos de mala calidad y poco representativos en el caso de la IA puede producir problemas de discriminación y, por tanto, resultados que generan situaciones incompatibles con la justicia entendida en términos de igualdad[12].

Los problemas de discriminación en la IA pueden tomar distinta forma y se pueden deber a cuestiones de raza, etnia, género, clase social, religión, lenguaje, etc[13]. Estos problemas se producen cuando los datos de los que se nutren los sistemas de IA no son representativos y, al contrario, tiende a sobrerrepresentar a unos colectivos frente a otros. En la medida que la IA, como sucede de manera generalizada en el ámbito científico-tecnológico, es marcadamente androcéntrica los datos suelen representar con mayor frecuencia a los hombres blancos antes que a cualquier otro grupo de personas. Así, desde que estas tecnologías han empezado a operar entre nosotros se han ido descubriendo este tipo de sesgos que generan discriminación.

Para ilustrar esta problemática podemos usar el ejemplo del sistema IA que hace unos años puso en marcha Amazon para optimizar su proceso de selección de personal y elegir a los mejores candidatos para un puesto[14]. Sin embargo, al poco tiempo de tener en funcionamiento este sistema, la compañía se dio cuenta de que a los currículums de mujeres se les asignaba, de manera sistemática, una puntuación más baja que a la de los hombres. Tras analizar qué estaba sucediendo descubrieron que en los datos con los que se había entrenado al algoritmo, que procedían de los procesos de selección de personal de la empresa durante los 10 años anteriores, había una desproporcionada presencia de hombres. Esto provocó que el algoritmo encontrase un patrón de repetición claro: si en el pasado más hombres se habían presentado para ocupar un puesto y habían sido seleccionados, entonces debe ser que ellos son más aptos para ese cargo. De este modo que cuando esta IA se puso en funcionamiento empezó a tomar la variable “hombre” como algo positivo, tal y como podría haber sido el tener más años de experiencia en un puesto similar o una formación especializada en el área de contratación.

Como hemos señalado antes, los sesgos también pueden producirse por cuestiones de raza. El proyecto Gender Shades analizó tres sistemas de reconocimiento facial y demostró como los rostros de personas negras eran identificados con menos precisión que los de personas blancas de manera sistemática. Uno de los sistemas, desarrollado por Microsoft, identificaba correctamente el 100% de las caras de hombres blancos, en el caso de los hombres negros el porcentaje de aciertos era del 94%. Las cifras de IBM eran incluso peores, frente al 99,7% de hombres blancos correctamente identificados el de hombres negros era del 88%. Si al color de la piel le sumamos la variable del género, entonces la diferencia es aún mayor. Frente al 100% de hombres blanco bien identificados por el sistema de Microsoft, este solo acertaba con el 79,2% de las mujeres negras. En el caso de IBM la diferencia era del 99,7% para los hombres blancos al 65,3% para las mujeres negras.

Estos y otros ejemplos muestran como la IA está sesgada en distintos sentidos, produce situaciones discriminatorias y evidencia de falta de neutralidad. Estos problemas no son fallos o errores puntuales que se den en la tecnología, sino que son el resultado de una forma de pensar, entender y hacer ciencia y tecnología desde presupuestos marcadamente androcéntricos y blancos. La IA, como el resto de las tecnologías, ha sido (y continúa siendo) imaginada, diseñada y usada no solo en el marco de un sistema patriarcal, sino también capitalista en el que la norma, el dato estándar, es el del hombre blanco occidental. Esta realidad que permea las estructuras de la IA, y todas las disciplinas científico-técnicas, son el verdadero motivo de las sistemáticas discriminaciones y situaciones de desigualdad producidas por la tecnología y evidencia que estas son indisociables de proyectos ideológicos, así como ciertos contextos políticos y sociales. Si buscamos construir sociedades justas en la que todos los ciudadanos y ciudadanas sean libres e iguales, entonces debería ser una prioridad no solo acabar con los sesgos, sino cuestionar el proyecto actual de IA. La tarea por delante no es sencilla, la igualdad en la IA no solo depende del uso de bases de datos que representen en igualdad de condiciones a los colectivos que se verán afectados por sus decisiones y/o recomendaciones, también implica revisar los propios fundamentos tecnológicos, científicos, políticos, económicos y sociales que han permitido que la IA surja con tanta fuerza y amenace con convertirse en un ser omnipresente en nuestra sociedad.

Crisis ecosocial. Desde finales del s. XX las tecnologías digitales han sido presentadas como radicalmente contrarias a las tecnologías industriales de la primera y la segunda revolución industrial y, por tanto, como limpias, respetuosas con el medioambiente, casi independientes de infraestructura y normalmente asociadas a trabajos de gran valor social que necesitan de alta cualificación. Así lo reflejan los distintos discursos sobre tecnologías como la IA que se encuentran plagados de metáforas ecológicas como “la nube”, “redes neuronales”, “montañas de datos”, “granjas de datos”, etc., que nos hacen relacionar estas tecnologías con el respeto a la naturaleza y un futuro verde[15]. Metáforas que tratan de ocultar una realidad muy distinta: que la IA, lejos de ser un ente casi etéreo similar a una nube, es tan material y contaminante como una mina.

De la mina proceden los materiales que se necesitan para fabricar las tecnologías de IA. Materiales como el cobre, el níquel, el litio, las tierras raras, etc., se han convertido en elementos esenciales cuya extracción genera un impacto ecológico tremendo y su apropiación, conflictos geopolíticos serios. Y es que, por un lado, buena parte de estos materiales críticos, también conocidos como CRM[16], se encuentran en suelo chino y ruso, así como en otros países como Brasil, India, Chile, Bolivia, etc. Solo una pequeña parte de ellos se encuentra en territorio europeo. Por otro lado, las prácticas de extracción asociadas a la minería producen erosión, pérdida de biodiversidad, devastación de la vegetación cercana, contaminación de las aguas, deforestación, etc. Además, la minería, el refinamiento de materiales, la manufactura fuera de Europa, etc., suele estar vinculada a unas condiciones laborales pésimas para los trabajadores implicados[17].

Una vez se dispone de los materiales adecuados y estos son manufacturados su transporte a Europa también produce un impacto ecológico importante. En 2017, el transporte a través de barcos mercantes, utilizados, entre otros fines, para transportar los productos y las tecnologías de IA, fue responsable del 3,1% de las emisiones globales de CO2, lo que supera, por ejemplo, las emisiones producidas por un país como Alemania[18]. Asimismo, los cables submarinos a través de los cuales se transmite gran parte de la información que necesita la IA para funcionar producen un impacto medioambiental muy alto y son una realidad normalmente opacada al hablar de IA.

La minería, el refinamiento, la manufacturación y el transporte ponen de relieve que lejos de ser realidades no contaminantes, la IA es un grupo de tecnologías que necesita de una amplísima infraestructura (mucho mayor que la de las tecnologías industriales) para funcionar. Una infraestructura que se extiende también dentro de las fronteras europeas. Los centros de datos donde se almacena la información –nuestros datos– que usa la IA también son realidades materiales que permanecen con frecuencia ocultas y que, sin embargo, consumen una gran cantidad de energía. En el año 2018, los centros de datos europeos consumieron el 2,7% de la energía eléctrica producida en la UE y las predicciones más optimistas, en el caso de que las ganancias en eficiencia energética crezcan al mismo ritmo que el consumo, estiman que este alcance el 3,21% en 2030. En el caso de que eficiencia y consumo no vayan de la mano este último podría alcanzar el 6%[19].

Y es que, ya en 2011, si la computación en la nube fuera considerado un país, esta sería el sexto país del mundo que más energía eléctrica demanda[20]. Entre 2012 y 2014 la industria de las tecnologías de la comunicación y la información (TIC) consumió tanta energía eléctrica como el tercer país más contaminante del mundo, solo detrás de EEUU y China[21]. También el entrenamiento de algoritmos como ChatGPT y otros grandes modelos de lenguaje consume grandes cantidades de energía que suelen ser pasadas por alto. Se estima que entrenar a ChatGPT-3 ha «generado 500 toneladas de CO2, el equivalente a ir y volver a la Luna en coche»[22]. Además, «el uso que se habría hecho de electricidad en enero de 2023 en OpenAI, la empresa responsable de ChatGPT, podría equivaler al uso anual de unas 175.000 familias danesas»[23], aunque se apunta que estas familias no son las que más consumen en Europa.

Finalmente, el reciclaje de los desechos electrónicos que se derivan del uso masivo de tecnología, entre ellas las de IA, no es todavía una práctica totalmente extendida en la UE. Gran parte de estos desechos se trasladan a países como Ghana o Pakistán donde son acumulados produciendo un deterioro del entorno y las especies que lo habitan a través de la acidificación de las aguas, la expulsión de gases tóxicos, la pérdida de biodiversidad, etc. Esta realidad pone de relieve una forma de funcionamiento de la IA muy distinta a la narrativa de los datos y los algoritmos que solemos escuchar. Al contrario, plantea serias dudas sobre si los discursos políticos, económicos y académicos qué presentan a la IA como una aliada fundamental para luchar contra el cambio climático están o no en lo cierto y si esta no sirve más bien para hacer greenwashing y seguir justificando y legitimando el consumo ilimitado en Occidente sin importar el impacto socioecológico que ello implique.

Conclusiones

Los problemas éticos que hemos expuesto en este texto son solo algunos de los que surgen en torno al diseño, adopción y uso de estas tecnologías[24]. La elección de estos y no otros se debe a que apuntan a problemas de fondo asociados el proyecto de IA en su conjunto, no a una simple enumeración de debates éticos que parten de la asunción de que dicho proyecto es bueno y/o deseable en sí mismo. El impacto socioecológico de la IA, junto a sus implicaciones para la libertad, las mujeres y otros colectivos vulnerables, pone de relieve que estas tecnologías son mucho más que sistemas enfocados a tomar decisiones iguales o mejores que las humanas, sino que más bien constituyen una idea, una forma de entender y ejercer el poder, una infraestructura y una industria extractivista de nuestros de recursos naturales, nuestros datos y nuestros cuerpos. En este sentido, la reflexión ética y política sobre la IA nunca debería limitarse a asumir los marcos tecnooptimistas que se nos imponen dentro del capitalismo y, más bien, debería a apuntar hacia como construir futuros ecológicos y socialmente justos en los que la tecnología no sea la única solución a nuestros problemas y la vía preferencial hacia el progreso.

Referencias:

Este texto forma parte de la colaboración entre ESPACIO PUBLICO y FUHEM ECOSOCIAL. Fue publicado en Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, núm. 164, invierno 2023/2024, pp. 33-43.

[1]Mariarosaria Taddeo y Luciano Floridi, «How AI can be a force for good», Science361(6404), 2018, pp. 751-752.

[2] Langdon Winner, El reactor y la ballena, Gedisa, 2013.

[3] Ryan Singel, «Netflix Spilled Your Brokeback Mountain Secret, Lawsuit Claims», Wired, 17 de diciembre de 2009.

[4]Carissa Veliz, Privacidad es poder, Debate, 2021.

[5] John Stuart Mill, Sobre la libertad, Alianza, 2013.

[6] Isaiah Berlin, Sobre la libertad, Alianza, 2017.

[7] Charlotte Jee, «China’s social credit system stopped millions of people from buying travel tickets», MIT Technology Review, 4 de marzo de 2019.

[8] Lucía Ortiz de Zárate Alcarazo, «La regulación europea de la IA», ABC, 21 de marzo de 2023.

[9] Quentin Skinner, Liberty before Liberalism, Cambridge University Press, 2012.

[10] Filip Biały, «Freedom, silent power and the role of an historian in the digital age–Interview with Quentin Skinner», History of European Ideas, 48(7), 2022, pp. 871-878.

[11] Shoshana Zuboff, La era del capitalismo de la vigilancia. La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder, Paidós, 2020.

[12] Lucía Ortiz de Zárate Alcarazo, «Sesgos de género en la inteligencia artificial», Revista de Occidente, 502, 2023.

[13] Naroa Martinez y Helena Matute, «Discriminación racial en la Inteligencia Artificial», The Conversation, 10 de agosto de 2020.

[14] Jeffrey Dastin, «Amazon scraps secret AI recruiting tool that showed bias against women», Reuters, 10 de octubre de 2018.

[15] Allison Carruth, «The digital cloud and the micropolitics of energy», Public Culture26(2), 2014, pp. 339-364.

[16] De sus siglas en inglés Critical Raw Materials.

[17] Kate Crawford, Atlas of AI: Power, Politics, and the Planetary Costs of Artificial Intelligence, Yale University Press, 2021.

[18] Zoe Schlanger. «If Shipping Were a Country, It Would Be the Sixth-Biggest Greenhouse Gas Emitter», Quartz, 17 de abril de 2018.

[19] Francesca Montevecchi, Therese Stickle, Ralph Hintemann, Simon Hinterholzer, Energy-efficient Cloud Computing Technologies and Policies for an Eco-friendly Cloud Market, Comisión Europea, 2020.

[20] Tom Dowdall, David Pomerantz y Yifei Wang, Clicking Green. How companies are creating the green internet, Greenpeace, 2014.

[21] Adrián Almazán, «¿Verde y digital?», Viento Sur: por una izquierda alternativa, 173, 2020, pp.61-73.

[22] Manuel Pascual, «El sucio secreto de la Inteligencia Artificial», El País, 23 de marzo de 2023.

[23]Ibidem

[24] Mark Coeckelbergh, Ética de la inteligencia artificial, Catedra, 2021.

Los economistas han preferido, en general, utilizar el término economía de la defensa para referirse al entramado económico militar, aunque, para ser más precisos, también podría calificarse como economía de guerra, pues no cabe llamarse a engaño, todo ese entramado no tiene otro cometido que prepararse para hacer la guerra, ya sea defensiva con el fin de evitarla mediante la disuasión, argumento este utilizado por los Estados para justificar su fuerza militar; u ofensiva para llevar a cabo intervenciones militares en otros países. Aunque cierto es que la denominación de economía de guerra se utiliza solamente cuando los Estados ponen toda la producción económica de la nación al servicio de la guerra, como así ha ocurrido en todas las grandes guerras. Pero aquí se utilizará la denominación Ciclo económico militar o Ciclo armamentista,[1] pues resulta más apropiado para describir todo el conglomerado económico que rodea toda la economía militar.

Esta denominación resulta más acertada porque el concepto de ciclo describe con mayor acierto el itinerario por dónde discurre la economía militar desde su nacimiento hasta su finalización. Este ciclo se inicia siempre de las manos del Estado con la aprobación de los créditos destinados al Ministerio de Defensa para el mantenimiento de las fuerzas armadas. Créditos que se reparten entre los salarios del personal militar, el mantenimiento de servicios, instalaciones e infraestructuras, la investigación y desarrollo (I+D) de nuevas armas y equipos, y los destinados a pagos a las industrias militares que producen y suministran las armas al propio Ministerio de Defensa; mientras que otra parte de su producción irá a la exportación bajo el control del Estado que regula el comercio de armas.

Así, cuando se habla de economía militar con referencia al gasto militar, las fuerzas armadas, la I+D militar, las empresas militares, se debe prestar atención al origen de los recursos que alimentan todo ese ciclo, que no es otro que el presupuesto de defensa de los Estados, incluidas las exportaciones de armas, pues también en su inmensa mayoría son adquiridas por Estados y tan solo una ínfima parte pueden ser adquiridas en el mercado ilegal o por la población. Un Estado que financia todo el ciclo económico militar y que se retroalimenta, pues surge bajo el paraguas del Estado y acaba su periplo en manos del Estado.

Un ciclo en el que también deben tenerse en cuenta todos aquellos aspectos que condicionan ese gasto militar, desde las políticas de seguridad y defensa del Estado, que son las que determinan la estrategia de defensa nacional, las directivas de defensa y el modelo de fuerzas armadas. Doctrinas de seguridad donde se plasman cuáles son los riesgos, los posibles peligros y de dónde proceden las amenazas. Estas doctrinas, llegado el caso, se disponen en leyes, decretos y disposiciones en el ordenamiento jurídico para regular la exportación de armas y su uso. Doctrinas que también determinan el modelo de fuerzas armadas y la clase de armamentos que se deben adquirir, así como el tipo de infraestructuras e instalaciones militares que serán necesarias para adecuar la defensa del territorio y las intervenciones en el exterior.

El ciclo económico contempla todo el mantenimiento y servicios necesarios a través de empresas privadas para que las fuerzas armadas sean operativas, y que incluye la formación de los militares en academias y universidades donde se les enseña estrategias y técnicas militares para su uso en conflictos armados. En el ciclo armamentista intervienen también las entidades bancarias financiando a las industrias militares en sus operaciones y venta de armas. Estas entidades comercializan fondos de inversión donde están presentes las grandes empresas de armamentos de las que además pueden ser accionistas.

Las fuerzas armadas como medio de control económico

La mejor manera de comprender la existencia de las fuerzas armadas y el gasto que éstas originan proviene de observar cómo actúan las grandes potencias económicas en sus relaciones político-económicas con otros Estados. En la mayoría de las ocasiones vemos cómo las potencias utilizan sus fuerzas armadas para defender sus intereses particulares. Es decir, en aras de la seguridad nacional defienden los intereses de las grandes corporaciones de su propio país. A tal efecto, solo cabe observar cómo actúan EEUU, Rusia, China, Francia, Reino Unido o Australia en la geopolítica mundial y se puede observar cómo cuando las presiones políticas no son suficientes para conseguir sus objetivos políticos/económicos utilizan la fuerza mediante intervenciones militares para así doblegar las resistencias de los países que no se avienen a sus exigencias.

Se señala a las grandes potencias porque son estas las que condicionan el incesante aumento del gasto militar mundial debido a las presiones que ejercen sobre los países que forman parte de sus alianzas, como es el caso de EEUU sobre sus aliados dentro de la organización militar transnacional OTAN. Lo mismo ocurre con China y Rusia que aunque no tengan un organismo militar similar a la OTAN sí tienen acuerdos bilaterales entre ellos y con otros países en la Organización de Cooperación de Shanghái, o de la ASEAN, otro organismo político-económico del sudeste asiático auspiciado por EEUU, con los que pretenden hacer frente a las presiones político-militares de EEUU.

Este aspecto es algo que se constata cuando se observa cómo año tras año aumentan los recursos de las capacidades militares de la mayoría de las grandes potencias y de sus países aliados. Así, de los últimos datos de que disponemos –año 2020– el gasto militar mundial según el SIPRI[2] aumentó un 2,6% respecto a 2019, alcanzando la enorme cifra de casi dos billones de dólares (1,981). Algo que contrasta con el descenso del PIB mundial para ese mismo año de un 4,4% debido a los efectos de la pandemia de la COVID-19. De ese enorme gasto militar, EEUU consume el 39%, 778.000 millones, y si se le suman los gastos militares de todos sus países socios en la OTAN, la cifra se dispara hasta alcanzar los 1,03 billones de dólares, que representa el 52% del total del gasto militar mundial. Los dos rivales estratégicos de EEUU, China y Rusia, se encuentran a una considerable distancia en gastos militares. China destina 252.000 millones de dólares y Rusia, 61.700 millones.

Menciono estos datos para demostrar quién es más responsable en la escalada militarista, aunque esto, desde luego no disculpa a sus competidores que siguen el mismo camino de aumentar sus capacidades militares en una carrera de armamentos que solo vaticina conflictos y un mayor deterioro medioambiental del planeta.

Coste de oportunidad

Se han utilizado estos datos porque el gasto militar desde la economía crítica representa una pérdida de oportunidad para el desarrollo económico-social, pues si esos mismos recursos públicos en lugar de ser destinados a una economía ineficiente se dirigieran a la economía del ámbito civil, la real, la productiva, o a ámbitos sociales como la educación o la sanidad contribuirían mejor al desarrollo de la comunidad donde se llevan a cabo.

Los argumentos de quienes han estudiado este desajuste,[3] aducen, que el gasto militar genera endeudamiento del Estado, a lo que añaden, que si esos recursos monetarios, de bienes de equipo, de conocimientos tecnológicos y de mano de obra que consumen los ejércitos y la producción de armamentos se destinaran a sectores civiles generarían mayor empleo, así como manufacturas y servicios más competitivos. Esto es debido a que las armas deben ser consideradas productos ineficientes porque no son bienes de consumo, ni tienen valor de cambio pues no entran en los circuitos de intercambio, es decir, en el mercado, convirtiéndose tan solo en bienes de uso para los Estados que son sus principales consumidores, pero sin valor social para la población.

Un arma, como cualquier otro producto, en el proceso de producción necesita de inversiones en I+D y de capital, de otros productos manufacturados y de mano de obra asalariada. Entonces, la producción del arma beneficia tanto al trabajo como al capital (obrero y patrón), y entre ellos se producirá una conexión de intereses; el trabajador necesita el salario, el patrono desea extraer plusvalía del trabajo. Esto explica, cuando aparecen crisis, cómo los trabajadores de las industrias militares salen en defensa de sus puestos de trabajo sin tener en cuenta cuestiones humanitarias o de clase, ya que las armas que fabrican pueden ser utilizadas en guerras donde los obreros se enfrentarán entre sí rompiendo el principio de solidaridad internacional del que se supone deberían ser defensores, y donde, además, causarán un enorme sufrimiento a las poblaciones que padezcan las guerras.

Esta descripción económica, desde un punto de vista keynesiano, como cualquier otra forma de trabajo, mejora la economía, pues el trabajo comporta salario y este favorece el consumo y el crecimiento de la economía. Sin embargo, no aportan ingresos al Estado a través de los impuestos, pues este no los paga. Este periplo económico que para los keynesianos es beneficioso para la economía, no lo es para la economía crítica (Melman, Leontief…), incluidos los partidarios del decrecimiento, que niegan a las armas su carácter benéfico debido a que al ser adquiridas por el Estado no tienen valor social al no circular por el mercado como la gran mayoría de los productos, pues, como ya se ha indicado, la ciudadanía no puede adquirir un avión de combate o un buque de guerra que solo adquieren los Estados, y tan solo una pequeña parte de las armas, las ligeras, pueden ser adquiridas por la población, con enormes restricciones en la mayoría de los países del mundo.

Empero, aquí no se defiende el crecimiento económico per se, sino que debe entenderse que hay otros ámbitos de la economía donde los recursos destinados al armamentismo y al mantenimiento de los ejércitos pueden ser más beneficiosos para la sociedad sin necesidad de agravar la crisis ecológica que vive hoy el planeta.

Esta consideración es pertinente si se tiene en cuenta el gran impacto medioambiental de las emisiones de CO2e que producen las fuerzas armadas y la producción militar. Así, desde el punto de vista de la huella ecológica, las emisiones gases de efecto invernadero (GEI) de los ejércitos son una de las causas más importantes del cambio climático, de la pérdida de biodiversidad y de la reducción de los recursos fósiles no renovables que alimentan la crisis ecológica, y que anuncian, si no se pone remedio, el colapso de la biosfera.

Como ejemplos: la primera potencia militar mundial, EEUU, con sus casi dos millones de militares, su presencia militar en las más de 700 bases que tiene repartidas por todo el mundo y su participación directa en conflictos armados, entre 2010 y 2017 tuvo una media anual de emisiones de 527 millones de toneladas de CO2e, muy superior a la de países pequeños y algunos medianos [4]. Aunque a distancia de EEUU, la huella de carbono del sector industrial/militar y de las fuerzas armadas de los 27 países miembros de la Unión Europea en el año 2019 fueron estimadas de 24,8 millones de tCO2e[5], que equivalen a aproximadamente a las emisiones anuales de 14 millones de coches[6].

La dimensión económica del militarismo

Una aclaración conceptual. El militarismo es una ideología que se da mayormente en el interior de las fuerzas armadas, aunque también en algunos ámbitos de la sociedad civil. Tiene como objetivo imponer la resolución de los conflictos mediante el uso de la fuerza militar y desestimar otros medios no cruentos. Su cometido principal es presionar al poder civil para que aumente las capacidades militares de los ejércitos, que siempre se traducen en aumentar la adquisición de armamentos, mejorar las infraestructuras y el adiestramiento de los militares. En el caso de España, ese militarismo tiene un añadido: la pervivencia en el interior de la estructura militar de la ideología antidemocrática de la dictadura franquista, que impregnó toda la estructura militar durante los cuarenta años de dictadura donde los militares gozaron de múltiples privilegios que aún persisten, y que a menudo reaparece en declaraciones públicas de algunos de sus miembros.

Tal militarismo se puede constatar en el Estado español en el presupuesto del Ministerio de Defensa, con la adquisición de los grandes Programas Especiales de Armamentos (PEA). Los PEA tienen su aspecto más controvertido en lo referente a la necesidad de algunas de esas armas que no se justifican de acuerdo con las inseguridades que señala la Estrategia de Seguridad Nacional (ESN).

Los PEA se iniciaron en 1996, año en el que el gasto militar del Estado español fue de 12.551,7 millones de euros corrientes y que en 2022 será de 22.796 millones [7][8]. Estas cifras muestran un colosal incremento que en buena parte se debe a los enormes costes de los PEA mencionados. Igualmente, otro coste importante fue la profesionalización de las Fuerzas Armadas españolas a partir del año 2001, hecho que también abrió el paso a una mayor militarización, pues un ejército profesional es más corporativo e impulsará más enérgicamente que los valores castrenses se impongan con mayor fuerza en la sociedad.

Pero volviendo a los PEA, desde su inició en 1996 hasta diciembre de 2021 alcanzan 33 grandes programas con el colosal coste de 51.664 millones de euros. Unos programas que están destinados a dotar al ejército de potentes armas de última generación para enfrentarse a desafíos en lejanos escenarios, como así indica la Directiva de Defensa del Ministerio de Defensa de acuerdo con los compromisos que el Estado español contrae con organizaciones internacionales como la OTAN, la UE o compromisos bilaterales con otros países[9]. Los PEA no obedecen a las necesidades de la seguridad de la población, pues de acuerdo con lo que indica la ESN, España no tiene amenazas que los justifiquen y, entonces, solo satisfacen los intereses del complejo industrial militar español, que no son otros que los de los accionistas y ejecutivos de las industrias militares; los altos mandos militares, algunos de los cuales acaban entrando como ejecutivos en las empresas militares, o políticos ligados al Ministerio de Defensa que también se integran en las empresas militares[10].

De acuerdo con esas premisas, algunos de esos programas no deberían haberse llevado a cabo y otros deberían haberse reducido en número de manera considerable. Por ejemplo, los blindados de combate Leopardo, Pizarro, Centauro o los actuales Dragón tienen poca operatividad, pues no existe la percepción de que España se vea amenazada por una invasión exterior. Los blindados Leopardo, debido a su peso, no pueden ser transportados en otra de las estrellas de los programas PEA, los aviones A400M, adquiridos para transportar material y tropa a largas distancias, porque solo admiten un peso de 44 toneladas. Algo similar ocurre con otras armas, como los helicópteros Tigre y NH-90, el Obús de 155 mm, el avión de combate EF-2000 y el submarino S-80. Armas para ser desplazadas a largas distancias y que no aportan nada a la seguridad de la población española, pues su seguridad está relacionada con otras amenazas de ámbito social: falta de empleo, de vivienda y diversas coberturas sociales.

Pero la militarización del presupuesto no solo se produce por los PEA; otro elemento a considerar son las propias fuerzas armadas, y no por el elevado número de militares que tiene el Estado español, 120.000, pues un ejército de reducido número lo podría ser igualmente. La militarización del ejército proviene de la Directiva de Defensa Nacional donde se enumeran cuáles son las amenazas a las que se debe hacer frente, a saber: preservar el medio ambiente frente al cambio climático, prevenir pandemias, desastres naturales, crisis humanitarias, ataques cibernéticos, migraciones masivas, crimen organizado, vulnerabilidad energética, inseguridad económica, terrorismo, proliferación de armas nucleares y hacer frente a posibles conflictos armados. A excepción del último, los conflictos armados, ante el resto de amenazas las fuerzas armadas nada pueden hacer para evitarlas. Aunque haya quien piense que sí frente al terrorismo, pero ya se ha demostrado que las fuerzas armadas nada pudieron hacer ante los ataques perpetrados en diversos lugares del mundo, ni en el 11S en 2001 ni tampoco en Atocha, Madrid, en 2011 ni en Barcelona en agosto de 2017.

Entonces, el papel que juega el ejército en España, donde la posibilidad de una guerra entre Estados colindantes ha desaparecido y donde el ejército, desde el punto de vista de la seguridad, tiene una escasa o nula función, fuera de llevar a cabo acciones de emergencia frente a catástrofes naturales (tormentas, incendios, pandemias) –que no son su función, pues deberían estar a cargo de servicios civiles y no de un cuerpo militar–, el principal papel que desarrollan es dar apoyo fuera de las fronteras españolas a los compromisos adquiridos con la OTAN, la UE o la ONU, donde a lo sumo se despliegan no más de 3.000 militares y normalmente siempre equipados con un armamento de escaso potencial en supuestas misiones de paz.

Entonces, ¿por qué no abordar en España una profunda revisión del ejército que rebaje su número y sus capacidades armamentísticas para ponerlas en sintonía con la realidad no solo geopolítica sino también con las necesidades de las poblaciones del entorno mediterráneo y europeo? Ello liberaría enormes recursos de capital que podrían destinarse a una economía más productiva y a necesidades más perentorias para las personas. Solo hay una respuesta: por la existencia del militarismo, tanto en el interior de la cúpula de los grandes partidos españoles, como en el interior de las fuerzas armadas. Las razones: los políticos, por una inercia que proviene de un pasado en el qué no se concibe un Estado-nación sin ejército; el de la cúpula militar, para mantener sus privilegios corporativos. Estos intereses combinados contaminan a la sociedad para que se mantenga un ejército sobredimensionado en número y capacidades militares, cuando la auténtica seguridad que precisa la población española está relacionada con aquellos otros aspectos que son vitales para la vida de las personas: el empleo, la vivienda, la salud, preservar el medio ambiente y las coberturas sociales.

¿Gasto militar o desarrollo humano?

Reinvertir el gasto militar en desarrollo humano es una antigua aspiración expresada en el segundo Informe de Desarrollo Humano (PNUD) de 1992, donde se señalaba que tras finalizar la Guerra Fría se estaba produciendo un descenso del gasto militar mundial y que si una parte, un 3% del total anual, se destinara a ayuda al desarrollo –entonces representaban 50.000 millones de dólares anuales– a la vuelta de diez años, se podrían eliminar las enormes desigualdades existentes en el mundo, y, en especial, acabar con la pobreza que entonces afectaba a unos 1.000 millones de personas. Esta propuesta recibió el nombre de dividendos de paz. Es decir, que la voluntad expresada en el PNUD de 1992, hoy, con el gasto militar mundial actual y aplicando una igual disminución de un 3% anual y destinándola a desarrollo humano de los países empobrecidos se podrían liberar 60.000 millones de dólares para destinarlos a eliminar las desigualdades más perentorias de los países empobrecidos. En especial, se podría acabar con el hambre, que en 2021 afecta a unos 811 millones de personas, y desarrollar la educación y una sanidad suficientes para que sus economías mejoraran.

Otra cuestión. La crisis financiera iniciada en 2008 permitió la disminución de los gastos en defensa en la mayoría de los países del mundo occidental. Por ejemplo, EEUU disminuyó en dólares corrientes su presupuesto en defensa de 752.288 millones en 2011 a 633.830 en 2015. Y España también lo redujo, pasando de 19.418 millones en euros corrientes en 2008, a 16.861 millones en 2016[11]. Si eso fue posible debido a la crisis financiera, ahora con la crisis económica producida por la pandemia de la COVID-19 y con el desafío de hacer realidad los acuerdos ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) para 2030, aprobados por toda la comunidad internacional, que para alcanzarlos tan solo se debería persistir en el camino de disminuir el gasto militar, en especial el de las grandes potencias y el de sus países aliados para convertir los dividendos por la paz en una realidad.

Unos dividendos de paz que se conseguirían mediante la reducción en adquirir armamentos y del número de efectivos militares. Desde luego no se trata de dejar sin empleo a los militares obligados a dejar el ejército o a los trabajadores de las industrias militares; existen múltiples ejemplos de conversión del sector militar industrial al sector civil, como también de reintegrar en el cuerpo estatal de funcionarios a los militares. Esto, además, contribuiría a reducir carreras de armamentos entre países e impedir posibles nuevos conflictos armados. Entonces saldríamos ganando en medio ambiente, habría mayor empleo y más recursos para desarrollo humano. Esa posibilidad existe, y, como siempre, tan solo es cuestión de voluntad política por parte de los gobiernos.

Este texto forma parte de la colaboración entre ESPACIO PUBLICO y FUHEM ECOSOCIAL. Fue publicado en PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global nº 157, pp. 61-71.

[1] Tal como la denominaba el economista Arcadi Oliveres que es quién apadrinó esta denominación. Arcadi Oliveres y Pere Ortega, El ciclo armamentista español, Icaria, Barcelona, 2000.

[2] Stockholm International Peace Research Institute

[3] Heidi W. Garret-Pettier, Job Opportunity Cost of War, Papers, Watson Institute, Brown University, 2017.  Wassily Leontief y Faye Duchin, Military Spending: Facts and Figures, Worldwide Implications and Future Outlook, Oxford University Press, Nueva York, 1983; Wassily Leontief,  Disarmament, Foreign Aid and Economic Growth, Peace Economics, Peace Science and Public Policy, vol.5 (3), 2005; Seymour Melman, El capitalismo del Pentágono, Siglo XXI, Madrid, 1976.

[4] Neta C. Crawford, Pentagon Fuel Use, Climate Change, and the Costs of War, Papers, Watson Institute, Brown University, 2019.

[5] Stuart Parkinson y Linsey Cottrell, (2021), Under the Radar. The Carbon Footprint of Europe’s Military Sectors, European United Left/SGR/ the Conflict and Environment Observatory, 2021.

[6] Pere Brunet, Chloé Meulewaeter y Pere Ortega, Crisis climática, fuerzas armadas y paz medioambiental, Informe 49, Centre Delàs d’Estudis per la Pau, Barcelona, 2021.

[7] El gasto militar aquí señalado incluye el presupuesto del Ministerio de Defensa más todos aquellos otros créditos presupuestarios repartidos por otros ministerios que son de carácter militar. Para mayor información, consultar Pere Ortega, Economía de guerra, Icaria, Barcelona, 2018.

[8] Pere Ortega, Xavier Bohigas y Quique Sánchez, El gasto militar real del Estado español para 2022, Informe 50, Centre Delàs d’Estudis per la Pau, 2021.

[9] No se menciona a las Naciones Unidas porque, en general, las intervenciones de los cascos azules no requieren de ese tipo de armamentos, pues sus misiones están más encaminadas a la mediación e interposición sin necesidad de armas ofensivas.

[10] Los casos más escandalosos son los de los exministros Eduardo Serra en la empresa de capital israelí Everis, afincada en España, y Pedro Morenés, después de haber estado en muchas otras industrias militares ahora lo está en Amper. Para más información, véase Pere Ortega, El lobby de la industria militar espoañola, Icaria, Barcelona, 2015.

[11] Base de datos de Centre Delàs.

Una reciente información, difundida por el Instituto Nacional de Estadística de Francia (INSEE) ha provocado inquietud entre muchos franceses y ha tenido una amplia repercusión mediática: en 2023, la fecundidad en Francia cayó a 1,63 hijos por mujer. Si el dato hubiese emanado de nuestro INE, la satisfacción, ente nosotros, sería mayúscula.

En efecto, aunque en todos los países de la Unión Europea, la fecundidad se sitúa, de forma persistente, por debajo del nivel de remplazo de las generaciones, equivalente a dos hijos por mujer, estos dos países similares y vecinos se encuentran en las antípodas. Mientras Francia lleva años como la excepción europea, rozando el nivel de remplazo[1], España ocupa el otro extremo, en pugna con Italia, con décadas en los niveles más bajos. El último dato para España estimado por la Human Fertility Database (HFDB) es de 1,21 hijos por mujer en junio de 2023.

La conexión entre neoliberalismo y descenso de la fecundidad

Francia ostenta la particularidad de ser uno de los países de la UE que más ha resistido la penetración del neoliberalismo, especialmente en lo que se refiere al debilitamiento de las políticas sociales. Por ejemplo, desde los años noventa, los intentos de reformar (recortar) las pensiones se han enfrentado a una fuerte resistencia popular, que ha conseguido frenarlos o atenuarlos.

La presidencia de Macron, el intento más intenso de imponer las políticas neoliberales, ha conseguido introducir una serie de reformas (en materia de relaciones laborales, pensiones, inmigración, por ejemplo) gracias a la mayoría absoluta, primero, y después al uso extensivo del decreto (el llamado “49.3”, por el artículo de la Constitución que lo regula), enfrentándose a una fuerte oposición en la calle (la de los “chalecos amarillos”, entre otras movilizaciones) que ha terminado por beneficiar a la extrema derecha, hoy favorita para ganar las próximas elecciones presidenciales y generales.

Uno de los efectos de esta extensión del neoliberalismo ha sido, como lo es en otros países, la disminución de la fecundidad. España, país de la UE con mayores índices de desigualdad y pobreza, en el que los jóvenes tardan más en poder emanciparse y en el que las características del empleo y de los salarios les son menos favorables, es también el país con la fecundidad más baja. Muchos jóvenes viven aún con sus padres (hasta los 30 años en promedio) porque no les alcanza, no ya para comprar una vivienda, ni siquiera para alquilar, ni siquiera compartiendo. Muchos jóvenes tardan en encontrar empleo y, cuando lo encuentran, suele ser precario y mal pagado. Estas personas se comportan con impecable racionalidad: no tienen hijos.

La extrema derecha y la vocación reproductora de la familia

Hoy, la cuestión demográfica, la baja fecundidad y la inmigración, se ha erigido en un problema político importante y en uno de los principales campos de batalla para la extrema derecha.

En materia de discurso ideológico, destaca, en particular, la pervivencia del natalismo. Este viejo conocido impregna proclamas y políticas que cuestionan y condenan toda evolución de las familias que las aparte de su vocación reproductora. Se culpabiliza al feminismo, tratándolo de “ideología de género”, y siempre considerado radical, también a la diversidad sexual, por ser antinatural. Y en el horizonte, la catástrofe, la extinción de la nación.

Este alarmismo, histriónico y agresivo (por ejemplo, cuando intentan impedir por la intimidación el reconocido derecho a la interrupción voluntaria del embarazo), se contrapone a una realidad demográfica en la que no se cumplen sus siniestros vaticinios.

Proclamas que chocan con la realidad

La población española sigue creciendo y el incremento de personas mayores no ha hecho quebrar el sistema de pensiones. Más bien ha llenado los lugares de vacaciones de nuevos turistas de temporada baja, en viajes organizados por el IMSERSO, para contento de la industria hotelera y de los propios interesados. Los mayores también ayudan a que las madres que trabajen puedan respirar un poco y no sientan a todas horas la espada de Damócles de lo imprevisto.

El discurso regresivo se expresa preferentemente mediante metáforas sin ninguna base científica, que no buscan aclarar incertidumbres, sino fomentar la inquietud en los espiritus. “Suicidio demográfico”, “Invierno o Infierno demográfico” son expresiones que apuntan a un porvenir de expiación por pecados actuales.

Sobre estas bases se construyen los discursos antigénero y antiinmigratorios de los partidos de ultraderecha que van progresivamente destiñendo en el ideario de las derechas tradicionales.

Los voceros alertan del peligro de extinción de la nación, desangrada por la baja natalidad, consecuencia de la crisis de valores que afecta a la familia, de la que acusan a la ideología de género y a las élites supranacionales. La solución, para ellos, reside en el fomento directo de la natalidad, prefiriendo las prestaciones monetarias a la extensión de los servicios, y la protección de las mujeres que acepten y ejerzan su papel de madre.

Resurgen juntos, en estos discursos, el control de la sexualidad y la prohibición del aborto, inscritos en el regimen demográfico antiguo, como medios de encauzar y mantener a la familia en la senda de la reproducción. La misma preocupación por las esencias nacionales lleva a Vox a condenar y hasta a criminalizar la inmigración, consciente de que los vacíos tienden a llenarse.

No hay que minusvalorar el peligro de involución democrática que entrañan estas críticas y propuestas. Pero hay que ver también en ellas la manifestación del desconcierto de una parte de la sociedad frente a la extensión de las libertades que contradicen los valores en que fue educada por el nacional catolicismo español.

Pudo haberse quedado en un efecto generacional si el reducto de nostálgicos no se renovara gracias a la todavía aplastante presencia de la iglesia católica, a los nocivos efectos económicos de la mundialización y a la utilización política de esos miedos por partidos como Vox y el PP, al que suponíamos mayor sensatez.

Bien es verdad que, en Europa, toda la derecha tiende a hacer suyo ese discurso, a la vez que el realismo económico favorece la llegada de inmigrantes. Un barril de pólvora.

Las teorías del Gran Reemplazo

Todo este entramado de bulos, falacias, mitos y alarmismo, al servicio de intereses políticos y financieros, ha encontrado su expresión en el lenguaje demográfico, que no en la ciencia demográfica. Los medios de comunicación manipulan con frecuencia la información relativa a los hechos de población, mediante el abuso de un lenguaje alarmista y el recurso a “expertos” que, en su gran mayoría, no son demógrafos y a menudo solo representan a grupos de presión.

El foco se dirige ahora sobre todo a la inmigración, reforzado por la visión catastrofista de la baja fecundidad. Las teorías del “Gran Remplazo” se basan en ligar la baja fecundidad, que fácilmente atribuyen a los excesos del feminismo y a la pérdida de valores, y la inmigración, que consideran una invasión que acabará sustituyendo a la población autóctona.

En este caso, la ultraderecha se limita a explotar a su favor una insuficiencia, o contradicción, importante del capitalismo actualmente imperante. La mundialización ha facilitado enormemente la circulación de las mercancías y del capital, pero impone barreras al movimiento de personas.

La propia lógica del capitalismo exacerbado conduce a restringir sin límite el coste de la reproducción tanto de la fuerza de trabajo como de los recursos naturales. Lo primero conduce a que, en los países de mayor dominio del capitalismo financiero, la fecundidad no permita ni el simple mantenimiento de la población en el ámbito cerrado del Estado-Nación. Lo segundo a que crezca la alarma ante el problema de los recursos no renovables y de que alcance el nivel de crisis aguda el deterioro de nuestro planeta, sometido a una explotación excesiva y a su uso como cloaca, sin que se asuman los costes de mantenimiento del clima, del medio ambiente y de recursos básicos como el agua.

Los negacionismos se retroalimentan

Frente a la crisis climática y medio ambiental, la estrategia de la extrema derecha, seguida por buena parte de la derecha tradicional, es un claro negacionismo. Algo de negacionismo tiene también su actitud sobre la cuestión demográfica. No reconoce que la reproducción en el ámbito cerrado de un país es hoy incompatible con la lógica del capitalismo global, a pesar de que cada vez sea más evidente que la economía y la demografía de los países más desarrollados[2] depende crecientemente de la inmigración[3].

El gran problema es que la política actual de los Estados y de la Unión Europea en materia de inmigración acredita la influencia creciente de las tesis de la extrema derecha. Todas estas políticas se orientan a dificultar la entrada de inmigrantes y sus condiciones de vida en el país de “acogida”.

Debe reconocerse una cierta coherencia a la posición de las derechas, orientada por la nostalgia de un sentimiento nacional y de unos valores, cada vez menos presentes en la realidad económica y en la vida de los ciudadanos.

Las dificultades de implantar un discurso de izquierdas

Frente a ese sinsentido que, a pesar de todo, consiguen rentabilizar, la izquierda, una vez más, se muestra incapaz de esgrimir un discurso propio. Dominada por la prudencia, que acaba convirtiéndose en aversión al riesgo, no se atreve a hablar claro a los ciudadanos, a explicarles que la inmigración, que se deriva de nuestra situación en un mundo global, no solo es necesaria, en las circunstancias actuales, para que la economía funcione, sino que permite que España (o cualquier otro país de sus características) se mantenga como entidad autónoma, en vez de marchitarse y perecer.

La izquierda no consigue exponer con autoridad los datos y los argumentos que muestran que la clase trabajadora no se ve perjudicada, que los inmigrantes no vienen para robar puestos de trabajo ni para acaparar las prestaciones sociales. Sin hablar de la necesidad de resaltar las ventajas de la fusión cultural, a la que un mundo globalizado está necesariamente destinado. Una vez más, la izquierda acepta un marco para el debate orientado por las ideas nostálgicas y retrógradas de la derecha, en vez de intentar imponer el suyo, basado en un análisis realista del momento actual y de las tendencias futuras.

La política migratoria es un tema particularmente difícil para la izquierda, que debe descartar la tentación de apelar a razones humanitarias.

En primer lugar, porque es una batalla perdida ante un mundo laboral atenazado por el miedo a la precariedad y los bajos salarios, que ha sido convencido de que los inmigrantes contribuyen a deteriorar aún más el mercado de trabajo. En segundo lugar, porque acoger inmigrantes sería un gesto humanitario si no se pretendiera admitir solo a los más cualificados, lo que lleva a perjudicar duramente a los países que los han formado, a pesar de contar con recursos escasos, y que más lo necesitan. También llevaría a una competencia entre países de acogida, perjudicial para todos. Una buena política inmigratoria debería conseguir integrar a personas de escasa cualificación y, para ello, promover el funcionamiento del ascensor social, de manera que la pirámide de cualificaciones y empleos se renueve por la base[4].

Las crisis migratorias evidencian el espíritu de rapiña del último capitalismo

Nos encontramos en el paroxismo de la parte más negativa del capitalismo. Por un lado, su necesidad inacabable de acumulación le lleva a la extracción de valor del consumo inevitable (vivienda, energía, comunicaciones…) además de acentuar la reducción de los costes laborales, lo que provoca un empobrecimiento creciente y un aumento de la desigualdad. Por otro lado, la resistencia a asumir los costes de la reproducción, de la fuerza de trabajo y de la naturaleza, conducen a la baja fecundidad y a la crisis climática y medioambiental.

La extrema derecha no ofrece, evidentemente, ninguna respuesta eficaz ante este tipo de problemas, pero sus propuestas, que llevan todas implícito volver a tiempos pasados, tienen el atractivo de lo conocido y de lo falsamente sencillo. Sobre todo, para una población castigada en su presente y amenazada en su futuro. Sobre todo, para muchos hombres, que encuentran en ellas un alivio para su frustración frente a lo que perciben como un desclasamiento provocado, según ellos, por la “ideología de género”.

Las propuestas eficaces pasan todas por un cuestionamiento del funcionamiento actual del capitalismo y un reequilibrio de lo económico y lo social. El rendimiento a corto plazo del capital financiero no puede ser el único objetivo de toda la sociedad. La extinta socialdemocracia había encontrado una modalidad aceptable de convivencia entre el objetivo instrumental de maximización del beneficio y la necesaria cohesión social, condición de continuidad del conjunto de la sociedad, incluida la actividad económica. Sin pretender volver a lo que destruyó la contrarreforma neoliberal, es necesario, para abordar cualquiera de los grandes problemas actuales, potenciar el Estado y promover como prioridades la cohesión social y la protección del planeta. Un programa difícil de llevar a cabo en las circunstancias actuales.

NOTA DEL AUTOR. Algunas de las ideas contenidas en este artículo provienen de una reseña, redactada por el autor, del libro: Domingo, Andreu (ed.) (2023)  La coartada demográfica, Icaria, Barcelona, y pueden estar influenciadas por su contenido.

[1] En el que también se encuentra Irlanda ahora, en su trayectoria de caída de la fecundidad. Un caso muy distinto al de Francia.

[2] Llamar “desarrollados” a países que, a pesar de un elevado PIB medio por habitante, mantienen una población creciente con bajos ingresos y precariedad, es ya una burla insostenible. Entendemos aquí por “desarrollados”, a falta de otro término, aquellos países con mayor penetración del capitalismo financiero actual.

[3] Fernández Cordón, J.A. (2023) “La inmigración, clave del nuevo equilibrio demográfico” en Economistas Frente a la Crisis.

[4] Este fue el modelo catalán de integración de los inmigrantes del resto de España, analizado por Anna Cabré en su tesis doctoral: “La reproducció de les generacions catalanes 1856-1960”, en 1989.

El arroyo estaba seco, por primera vez. Ya no había agua para lavar, ni para bañarse, ni para echar carreras de palos flotando. No había agua que acariciara el cuerpo de Belén.

Extracto del relato “Agua” de María González Reyes[1]

La crisis del agua en el Estado español se reflejó a través de tres imágenes del verano pasado. En la primera de ellas se veía un terreno seco donde debería estar la laguna de Santa Olalla, en Doñana. Históricamente, siempre ha tenido agua y, por primera vez desde que se tienen registros, durante dos veranos seguidos se ha secado totalmente. El «humedal» de las Tablas de Daimiel aparecía en la siguiente imagen y sólo tenía agua en el 10% de toda su superficie. Si conserva algo de lo que fue es porque se mantiene con la respiración asistida que le dan los bombeos y el trasvase desde el río Tajo. Un parche que evita temporalmente su práctica desecación, como ya ocurrió en 2009. Por último, contemplamos un paisaje que tiene agua, pero no vida, la laguna costera del Mar Menor agonizante. La enorme carga de abonos agrícolas que recibe de su entorno ha desencadenado un crecimiento descontrolado de algas que consumen el oxígeno del agua y han provocado diferentes episodios de mortandad de peces y crustáceos.

Se trata de patrimonios naturales de gran valor ecológico que están desapareciendo y simbolizan el grado de deterioro de unos ecosistemas esenciales para la vida, también la humana. Pero lo cierto es que es una situación extendida por todo el territorio, como muestran los múltiples cauces secos de ríos y arroyos que habitualmente han llevado agua. Y también los más de 600 municipios con limitaciones y restricciones de agua para abastecimiento, principalmente en Andalucía y Cataluña, porque las reservas de los embalses estaban bajo mínimos. A ellos se suman varios centenares de pueblos en diferentes puntos de nuestra geografía abastecidos mediante camiones cisterna debido a que sus aguas se encuentran contaminadas por nitratos o plaguicidas, fruto de una agricultura cada vez más intensiva.

Con este panorama, los conflictos que enfrentan el mantenimiento de unos ríos, acuíferos y humedales vivos con los usos del agua están servidos. Como también los conflictos entre los usos del agua. Y estos se multiplican y agudizan, además, al mismo ritmo que avanza la sobreexplotación, la contaminación y el cambio climático. No queda otra que buscar las formas para garantizar que los ecosistemas gozan de buena salud y, a la vez, puede disponerse de agua para las personas con criterios de justicia social. Ese es el núcleo de la transición ecológica en la gestión de un bien básico para la vida que es cada vez más escaso.

Los límites del agua

En la mayor parte de la Península Ibérica predomina el clima mediterráneo, es decir, la lluvia no es abundante y, además, cada cierto tiempo se producen sequías que pueden llegar a durar varios años. A estas condiciones climáticas hay que sumar en los últimos tiempos la aceleración de los efectos del calentamiento global. El incremento de las temperaturas, especialmente en primavera y en otoño, cuando hay más precipitaciones, produce un aumento de la evaporación y evapotranspiración de las plantas. Hay, por lo tanto, una mayor transferencia de agua a la atmósfera, que circula por las masas de aire hasta volver a caer en forma de precipitaciones en otras regiones. Con un mismo nivel de lluvias, un poco más irregulares, hay más agua evaporada y menos agua en los cauces y acuíferos, que es la que podemos aprovechar. En los últimos 25 años, los cauces están llevando del orden de un 15 a un 20% menos de agua.

Lo paradójico de la situación es que en este escenario las demandas para actividades económicas están disparadas. Justo al contrario de lo que debería ocurrir para garantizar que exista agua para los ecosistemas y las necesidades de la población. Al igual que en otros sectores, la rentabilidad de las empresas demanda un consumo cada vez más voraz de todo tipo de insumos y recursos. El resultado es que la sobreexplotación está a la orden del día, especialmente en los territorios donde es más limitada su disponibilidad. Como muestra el mal estado de los acuíferos del Segura, Guadiana y las Cuencas Internas de Cataluña, donde más del 50% de estas masas de agua están menguando y se están salinizando, en el caso de que sean litorales. El primer puesto en inviabilidad ecológica corresponde a la cuenca hidrográfica[2] del Segura, cuyo índice de explotación hídrica se sitúa más de tres veces por encima del valor que señala una presión elevada.

El acaparamiento de agua por parte de la ganadería industrial, de grandes empresas embotelladoras de agua y del turismo e infraestructuras de ocio despilfarradoras y elitistas, como los campos de golf y las estaciones de esquí, generan conflictos socioambientales en numerosos territorios. Pero lo cierto es que el principal consumidor es el regadío, que se lleva en torno al 85% del total del agua que se consume[3]. Y son los regadíos intensivos los principales responsables del colapso hídrico al que se encaminan muchos ecosistemas.

La extensión de cultivos de frutas tropicales en Granada y Málaga o los frutos rojos en el entorno de Doñana están esquilmando el agua de estos territorios y muestran su inviabilidad ambiental y social a corto plazo en el marco del cambio climático. También lo hace la conversión de los cultivos que históricamente han sido de secano, como los olivares, viñedos y almendros, al regadío. El crecimiento tiene tal magnitud que el principal regadío por superficie en la actualidad es el olivar, con 875.000 hectáreas; el viñedo no llega a esa cifra, pero ya se están regando casi 400.000 hectáreas, mientras que existen 150.000 hectáreas de campos de almendros en riego. Las autonomías donde más ha aumentado son Castilla-La Mancha y, en segundo y tercer lugar, Andalucía y Extremadura. Las cifras oficiales contemplan el regadío legal, pero hay que tener también en cuenta el ilegal, que se ha venido estimando entre un 5 y un 10% más de superficie. Estimaciones que se quedan cortas en el entorno de las Tablas de Daimiel, donde los pozos ilegales regaban un 30% más de superficie, y algo similar ocurre en Doñana, en el acuífero de Los Arenales (Valladolid), y en el Mar Menor (Murcia). De hecho, los pozos ilegales pueden llegar a captar anualmente en España del orden de 4.000 hectómetros cúbicos anuales, el equivalente a lo que consumen más de 40 millones de habitantes.

En el diagnóstico de la crisis faltaría por apuntar la contaminación generada por la agroindustria, que también limita la disponibilidad del agua, porque la convierte en tóxica. Es así cuando el uso de grandes cantidades de plaguicidas llega a los ríos, como es el caso del herbicida glifosato. Su utilización masiva ha tenido como consecuencia el registro de mediciones superiores a los umbrales establecidos para garantizar la salud ambiental en prácticamente todas las cuencas hidrográficas ─Tajo, Miño-Sil, Cantábrico Occidental y Oriental, Duero, Guadiana, Cuencas Internas Andaluzas, Júcar y Segura─. Y también ocurre con los fertilizantes y los purines de la ganadería industrial, que incrementan la concentración de nitratos en el agua hasta tal punto que la hacen no apta para el consumo humano, como ha ocurrido en varios cientos de municipios.

Falsas soluciones

La vía que históricamente han utilizado los gobiernos para cubrir las crecientes demandas de agua en zonas con lluvias escasas y en épocas de sequía ha sido la construcción de grandes infraestructuras. El desarrollismo español franquista tenía como una de sus políticas de cabecera la construcción de numerosos embalses, que perseguían incrementar la oferta de agua para la agricultura, producir electricidad y contratar a las constructoras cercanas al régimen en condiciones lucrativas. Aumentar el acceso de agua a base de hormigón sigue en la actualidad considerándose la solución para los problemas de escasez. Así queda patente en la extendida alarma ante la falsa demolición de presas y en la reivindicación por parte de gobiernos regionales populistas de más embalses y trasvases para conseguir más agua. El problema es que es una política que ha fracasado a la hora de evitar la crisis en la que estamos actualmente, y cualquier infraestructura que se esté planteando en los últimos años no va a “crear” agua, sino negocio a las constructoras.

Aún con 1.225 grandes embalses[4] construidos, un récord mundial, se siguen exigiendo más a pesar de que los construidos en los últimos años se han mostrado ineficaces y algunos de ellos han sido directamente claros fracasos hidráulicos. Podemos hablar del embalse de San Clemente, en Granada, cuyo suelo permeable e imposibilidad de que el río sobre el que fue edificado pueda llenarlo lo ha hecho inservible. O el proyecto de embalse de Alcolea, en Huelva, que recoge aguas ácidas de la minería, que no es apto ni para el abastecimiento ni para el regadío. A la hora de plantear este tipo de infraestructuras hay que tener en cuenta que ya no están funcionando como almacenes o reservas de agua, sino que prácticamente se han convertido en estaciones de transferencia: el agua según llega se deriva a los regadíos. Se podría decir que estamos “viviendo al día” con el agua, y la razón es que la elevada demanda de la agricultura intensiva no puede ser satisfecha con el recurso decreciente que hay en el país. Si vivimos al día con el agua disponible, en el momento en el que se producen sequías se viven conflictos socioambientales como los que han tenido lugar en estos dos últimos años.

La inutilidad de las nuevas infraestructuras hidráulicas se puede explicar por la llamada espiral de insostenibilidad de las construcciones hidráulicas. Ante una situación de elevada demanda de agua, que no es cubierta con la disponible en cauces y acuíferos, se plantea la construcción de nuevos embalses y trasvases. Si estos proyectos se aprueban, lo que ocurre es que se generan nuevas expectativas y aumenta aún más la demanda. De esta forma, una vez construidas no llegan a cubrir las demandas, porque han crecido considerablemente desde el planteamiento del proyecto hasta su puesta en marcha. Un ejemplo paradigmático en este sentido es el trasvase Tajo-Segura: cuando empezó a funcionar, las demandas de agua para el regadío intensivo en la cuenca del Segura superaban en mucho el agua que llegaba.

La construcción de desaladoras y la modernización de las infraestructuras del regadío también han sido utilizadas para intentar sortear los límites del agua. La primera opción puede servir cuando hay mayor escasez, en una situación de elevada sobreexplotación de ríos y acuíferos o en territorios que no tienen más opción. El impacto ambiental de las salmueras sobre los ecosistemas marinos y el coste económico de su obtención limita mucho sus posibilidades.

La segunda ha conseguido reducir las pérdidas de agua en redes, pero ese volumen ahorrado se ha dedicado a intensificar y ampliar el regadío existente, siguiendo la misma lógica explicada en la espiral de insostenibilidad. Por no decir que favorece a las explotaciones con mayor tecnificación, dificultando aún más la supervivencia de las pequeñas producciones. Las infraestructuras y la modernización del regadío profundizan la insostenibilidad, pero son presentadas como soluciones para no abordar la cuestión central, y de gran complejidad, que permita afrontar la crisis del agua: el decrecimiento de su uso.

Claves para la transición ecológica en el uso del agua

Reducir el consumo de agua en las principales demandas requiere de acciones sociales y políticas en tres conflictos. Uno es el freno y desmontaje de los proyectos de grandes empresas inmobiliarias, turísticas, ganaderas y embotelladoras de agua mineral. Otro es el cierre de todos los pozos ilegales, para impedir que haya empresarios puedan robar varios millones de metros cúbicos anuales, como por ejemplo ocurre en el entorno de Doñana. Y el más complejo es la reducción del regadío hasta situarse en un nivel en que se pueda mantener el caudal ecológico de ríos y acuíferos, el abastecimiento de agua potable para la población y satisfacer de forma permanente esta demanda. Un equilibrio difícil, porque habría que prescindir de aproximadamente un millón de hectáreas de regadío existente para lograr un cierto equilibrio hídrico. La dimensión de la medida tiene, sin duda, una importante repercusión social y laboral.

La Mesa Social del Agua en Andalucía, un espacio de colaboración entre organizaciones ecologistas, sindicales, agrarias, ciudadanas y científicas, ofrece algunas claves a tener en cuenta. Entre ellas, la necesidad de definir prioridades en el decrecimiento del regadío con criterios ambientales y sociales, lo que podría plasmarse en el cierre de las explotaciones más intensivas y orientadas a la exportación. Por ejemplo, los olivares y viñedos en regadío intensivo, que, además, generan muy poco empleo. De hecho, el paso de olivar de secano a este formato de regadío reduce sustancialmente la mano de obra contratada. Igualmente, la reconversión de las hectáreas dedicadas a frutos rojos y frutas tropicales en Andalucía hacia explotaciones agrarias que puedan sostenerse con una cantidad de agua drásticamente menor. La reconversión que se plantea tiene que conseguir un empleo digno a jornaleras y jornaleros, para acabar con la situación de explotación laboral en la que viven actualmente. A la vez, hay que tener cuidado con las operaciones de cesión de derechos de agua que favorecen el mercadeo de agua. Si se reduce el agua que se consume, habría que evitar su venta a otros usuarios: necesitamos que su gestión no sea privada, sino pública.

Otra de las claves es planificar la reducción del regadío a través de un reparto social del agua, esto es, modular las dotaciones para que el agua disponible asegure la supervivencia de las explotaciones agroecológicas y de aquellas que son pequeñas y de baja huella hídrica. Con estas medidas, la idea es minimizar las situaciones en las que no exista disponibilidad de agua, una vez se mantiene el caudal ecológico y el abastecimiento a la población, para las pequeñas producciones. Y, en el caso de que se hayan recortado los usos más intensivos y de grandes empresas y aún así no haya agua para estas producciones familiares, podría afrontarse de manera participativa y colectiva cómo apoyarlas para evitar daños socioeconómicos.

Por el lado de la gestión del abastecimiento y saneamiento del agua, especialmente para evitar restricciones de agua a mucha población durante largo tiempo, se puede plantear la puesta en marcha de sistemas supramunicipales entre los principales sistemas metropolitanos y los pequeños y medianos municipios, para evitar que estos últimos sean más vulnerables a las sequías. Y en cualquier caso, blindar la función social y ambiental del agua sólo puede conseguirse con una gestión pública, transparente, con participación social en la toma de decisiones y rendición de cuentas.

Las medidas dirigidas hacia el decrecimiento/redistribución social del agua disponible deberían haberse puesto en marcha hace bastante tiempo, porque ya no hay recuperación posible tras la degradación o directamente desaparición de parte de los ríos, acuíferos, lagunas y humedales de nuestra geografía. Si no se pone freno a la sobreexplotación, el colapso hídrico que ya se está produciendo en algunas zonas puede extenderse a bastantes más territorios. La pérdida de estos ecosistemas no sólo tiene como consecuencia agravar la crisis de la biodiversidad, también se está destruyendo la naturaleza que provee de un bien básico para la vida humana. Sin los caudales ecológicos que de forma natural llevan los ríos y humedales no se puede disponer de agua de calidad para la alimentación y la salud pública. Y mucho menos para las actividades económicas. Con la desaparición de un humedal, y de la vegetación y fauna que habitan ahí, también deja de haber agua para las personas. La transición ecosocial en el uso de agua pasa, entonces, por aunar la conservación de los ecosistemas, la garantía del derecho humano al abastecimiento y saneamiento del agua y el reparto social del agua disponible para una agricultura y una ganadería agroecológica y familiar.

Notas:

Este texto forma parte de la colaboración entre ESPACIO PUBLICO y ECONOMISTAS SIN FRONTERAS. Fue publicado en el Dossier de Economistas sin Fronteras, número 52ª, invierno 2024.

[1] Yayo Herrero, Marta Pascual, María González Reyes y Emma Gascó, La vida en el centro. Voces y relatos ecofeministas, Madrid, Libros en Acción, 2019.

[2] Terreno que concentra el agua de escorrentía de las lluvias y deshielos a través de arroyos y ríos hacia un curso de agua principal que desemboca al mar.

[3] Es una cifra muy elevada y es sin tener en cuenta los retornos, es decir, el agua que vuelve a los cauces y acuíferos después de que es usada, y que en el caso del regadío es inferior al 10 %.

[4] Se considera gran embalse al que tiene una presa superior a 15 metros de altura. España es el país europeo que cuenta con más embalses y el quinto a nivel mundial.

La idea de una transición ecológica justa aparece con fuerza en múltiples discursos políticos, económicos o mediáticos. En ocasiones se alude simplemente al cambio en las tecnologías energéticas, otras veces se apela al escurridizo y ambiguo concepto de sostenibilidad. Creemos necesario definir con nitidez a qué nos referimos cuando hablamos de transición ecológica para que la nebulosa conceptual no reste valor a los debates ni efectividad a las propuestas que de forma urgente se deberían acometer. Se trata de un cambio de tal calado que no es posible aspirar a realizarlo tomando atajos. No es un camino sencillo de recorrer y es preciso abrir debates en torno al mismo.

¿Por qué hablar de Transición Ecosocial Justa?

En 2022 se cumplió medio siglo desde la publicación del Informe Meadows sobre los límites al crecimiento y los escenarios de futuro que aquel informe planteaba son ya el presente. Es preciso reconocer que, tras decenios de retórica sobre el llamado desarrollo sostenible, los enfoques adoptados no han servido para resolver los problemas ecológicos y sociales. Más bien, desde entonces, los indicadores de crisis y destrucción de la naturaleza han venido empeorando sistemáticamente.

Comienzan a evidenciarse con intensidad las consecuencias de vivir bajo un orden económico, político y cultural antagónico con los procesos que sostienen la vida. Caos climático, escasez ligada al uso irracional de bienes finitos, vulneración de la protección social -que afecta asimétricamente en función de la clase, de la edad, del género, de la procedencia-, degradación y graves ataques a la democracia, recortes de derechos sociales y económicos, guerras, migraciones forzosas, extractivismo y expulsión…

Las reacciones al momento que vivimos son diversas. Por una parte, emergen en todos los continentes expresiones de una ultraderecha populista y negacionista que defiende explícitamente salidas autoritarias, misóginas, racistas y violentas. Por otra, se asiste, salvo excepciones, a un repliegue de las izquierdas y los progresismos. No solo porque su presencia disminuya en los gobiernos, sino porque sus políticas se derechizan. El genocidio televisado en Gaza y el abandono de las personas migrantes en las vallas de la Europa rica evidencian que el deterioro de los valores fundantes de los Derechos Humanos se extiende más allá de los límites que dibuja la ultraderecha. Palestina o el Mediterráneo ponen delante un espejo que deforma la mayor parte de la política europea.

Vivimos el tiempo, nos recuerda Isabelle Stengers, de la intrusión de Gaia [1]. La trama de la vida aparece, de forma y evidente, como agente económico y político con el que no se puede negociar. Hoy, lo que está en juego es la supervivencia en condiciones dignas de la mayoría.

Los seres humanos, queramos o no, tendremos que construir la vida en común en un contexto de contracción material. El decrecimiento es, por tanto, el marco físico en el que hay que desarrollar propuestas políticas que se centren en garantizar condiciones dignas de existencia. Habrá decrecimiento material de todos modos. Puede ser un contexto monstruoso que expulse masivamente vida humana o puede alumbrar sociedades libres, justas y democráticas. Para ello, es preciso orientar democráticamente la contracción material bajo el principio de suficiencia, la redistribución de la riqueza y la prioridad radical de sostener las vidas concretas, dignas y con derechos.

Ni el presente ni el futuro están predeterminados ni escritos. Tenemos medios, capacidad y potencialidad para poner en marcha un proyecto que salga de la trampa que obliga a elegir entre economía o vida. Un proyecto político que no rehúya ni disfrace la realidad, no deje a nadie atrás y permita mirar el presente y el futuro con compromiso y esperanza.

Las reflexiones y propuestas que se realizan a continuación no son solo de la autora del texto, son el fruto de un proceso de trabajo colectivo que involucró a casi doscientas personas y que tuvo como resultado el documento de Transición Ecológica Justa para la elaboración del proyecto país de la plataforma Sumar. Este proceso se realizó a petición de Sumar y, junto con otros treinta y tres documentos, iba a constituir la base para la dicusión y elaboración de un proyecto de país a diez años. La convocatoria de elecciones anticipadas detuvo este proceso y las propuestas posteriores, en mi opinión, no responden al enfoque que se propuso. Sin embargo, el resultado del trabajo que se hizo tiene valor en sí mismo y constituye una base desde la que poder repensar cómo organizar la vida en común en este siglo crucial para el futuro de los seres humanos.

En un contexto de profunda crisis ecosocial, ¿qué es la Transición Ecosocial Justa?

Para que la idea de sostenibilidad sea útil políticamente hay que plantearse qué es lo que hay que sostener. Corremos el riesgo de que la lucha contra la insostenibilidad o la forma política de abordar el inevitable decrecimiento de la esfera material de la economía -tanto por la escasez inducida de bienes como por la necesidad de frenar el agravamiento del cambio climático- se centre solo en indicadores de emisiones de gases de efecto invernadero o tasas de retorno energético y olvide que lo que queremos sostener, además de la vida en su conjunto, son las vidas cotidianas, concretas y vulnerables.

Judit Butler señala cómo la violencia se expresa con brutalidad cuando la sociedad se comporta como si las vidas que se pierden o sufren no merecieran ser lloradas. Siendo capaces de llorar cada vida perdida, la idea de urgencia ecosocial se amplifica. Es urgente frenar el deterioro ecológico, pero también detener las muertes en el Estrecho, el genocidio en Palestina, los feminicidios o el sufrimiento que causa el miedo, el desamparo, el hambre, los suicidios de jóvenes o la falta de techo. No son cosas incompatibles y encajarlas de forma natural en nuestras propuestas es clave para lograr un movimiento amplio y lleno de sentido para mayorías.

Teniendo en cuenta las consideraciones anteriores, la Transición Ecológica Justa es el camino que hay que recorrer para aspirar a mantener vidas dignas de forma generalizada. Cierto es que quienes tienen más de lo que les corresponde han de aprender a vivir con menos energía, minerales o bienes materiales, pero si pensamos en vidas con derechos básicos, económicos y sociales, cubiertos, vidas con tiempo propio disponible, derecho al descanso, cuidados compartidos y riqueza relacional, la vida de la mayoría será, sin duda, más segura.

Llamamos Transición Ecológica Justa al proceso compartido, planificado y deseado de reorganización de la vida en común, que tiene por finalidad la garantía de existencia digna para todas las personas y comunidades, con plena consciencia de que ese derecho ha de ser satisfecho en un planeta con límites ya superados, que compartimos con el resto del mundo vivo y que estamos obligados a conservar para las generaciones más jóvenes y las que aún no han nacido.

Hacerse cargo de la crisis ecológica y, simultáneamente, garantizar las condiciones de vida de todas las personas implica tener en cuenta siete ideas clave interrelacionadas: la idea de límite (relacionada con el ajuste a la realidad material de nuestro planeta), la de necesidades (que reconoce a los humanos y humanas como interdependientes), la idea de redistribución (que nos permite pensar en la satisfacción de necesidades para todas las personas en un contexto de contracción material), la idea de democracia (que pone en el centro el establecimiento de debates y la llegada a acuerdos para conseguir esa transición), la idea de urgencia (que llama la atención sobre la dinámica acelerada de la crisis ecosocial y sus consecuencias), la de precaución (que tiene en cuenta que la transición se llevará a cabo en un contexto plagado de contingencias imprevistas) y la idea de imaginación (crucial para construir horizontes de deseo compatibles con el contexto ecológico en el que han de ser materializados).

Las crisis ecológica y social son dos caras de la misma moneda. Ha llegado el momento de asumir que, mientras las propuestas y “políticas verdes” sigan ancladas al viejo paradigma, no es posible iluminar caminos alternativos. Ya no se puede dilatar en el tiempo la puesta en marcha de transformaciones que corrijan las tendencias de fondo descritas, que traten de evitar los escenarios más duros que proyectan los diferentes estudios y diagnósticos, que se adapten a los cambios que han llegado para quedarse y que tengan como prioridad la garantía de derechos y la cobertura de necesidades.

Este proceso político debe cumplir, a la vez, los siguientes objetivos:

Garantizar que todas las personas y comunidades puedan disfrutar de una vida segura y digna compatible con la restauración y preservación de sus entornos sociales, naturales y territoriales.

Sin justicia no habrá transición ecológica. Si las personas se ven obligadas a elegir entre supervivencia económica en el corto plazo, y supervivencia ecológica y económica en el medio plazo, se priorizará la primera opción, volviendo cada vez más inviable la segunda. Pero sin una política que gestione la escasez inducida por una economía que desborda los límites, con principios de suficiencia y redistribución de la riqueza, será el mercado el que racione, generando cada vez más desigualdad e insostenibilidad. El desafío político es, por tanto, asegurar una vida materialmente segura, digna y percibida como vida buena, a la vez que se adaptan los metabolismos económicos a la realidad de un planeta desbordado y en proceso de cambio.

Reducir la huella ecológica del sistema económico para compatibilizar la cobertura de las necesidades sociales con las biocapacidades locales y globales y el abordaje del cambio climático.

El modelo productivo y reproductivo de nuestro país habrá de reorientarse de modo que la huella ecológica del conjunto decrezca, sea resiliente ante el caos climático y la emergencia ecosocial y cubra las necesidades sociales. El cambio deberá estar orientado por una política general de gestión integrada de la demanda en el uso de recursos básicos (energía, agua y materiales) que se articule sobre dos elementos: la eliminación del despilfarro a través de medidas de reducción (lo que significa evitar incrementar la capacidad, aunque sea con fuentes renovables, sin haber reducido previamente y de forma sustancial el consumo de combustibles fósiles) y la transformación hacia el diseño y uso en origen de materiales reutilizables (en un contexto de contracción).

Hablar de reconversión industrial inquieta después de haber vivido el desmantelamiento de sectores enteros sin alternativa para las personas trabajadoras, pero es preciso tener en cuenta que los sectores que hoy se encuentran en la cuerda floja no lo están porque se hayan introducido restricciones de carácter ambiental, sino por haberlos hecho crecer de forma irracional y por su extrema dependencia de minerales y energía declinantes y del cada vez más complicado suministro, porque se ven afectados por el cambio climático o porque van siendo menos rentables y por tanto abandonados por los inversores.

Sería un error inyectar recursos que hacen falta para transitar a otro modelo en apuntalar el actual modelo productivo durante un poco más de tiempo, y no dedicar dichos recursos a hacernos cargo de las personas que trabajan en ellos. Los sectores económicos tienen sentido por su utilidad social. A la hora de pensar en las transiciones justas, es preciso recordar que hemos de proteger personas, y eso no es exactamente lo mismo que proteger los sectores en los que trabajan.

Adaptar el universo del trabajo y empleo a las circunstancias de la crisis ecosocial y al servicio de la Transición Ecológica Justa.

La necesidad de acoplar la economía a los límites ecológicos tenderá a reducir el empleo en algunos sectores, pero también a aumentarlo en otros, sobre todo si se incorporan todas las tareas que exige una transición ecosocial y trabajos socioeconómicos ligados a la satisfacción de las necesidades que implica una vida digna.

Sacar de las lógicas de mercado la satisfacción de las necesidades básicas y desacoplar su garantía del empleo es de gran importancia a la hora de conseguir la transición del modelo productivo.

Desplegar procesos que acometan las situaciones de contingencia y urgencia derivadas de los efectos de la crisis ecológica y climática.

Todo hace pensar en la posibilidad de vivir momentos de sobresaltos y urgencias derivados de eventos climáticos, crisis económicas o de suministros, pandemias o tensiones geoestratégicas. Ante ello, y en aplicación del principio de precaución, es preciso avanzar en dos frentes. Por un lado, planificar lo que ya se conoce, para no tener que tratar como contingencia y con urgencia cuestiones que ya son tendencia estructural y se pueden trabajar con anticipación. Por otra, establecer programas de gestión de riesgos, establecer reservas de recursos y legislar para proteger a la población de lo que sí son circunstancias inesperadas o sobrevenidas.

Detener los principales procesos de destrucción ecológica, restaurar y favorecer la resiliencia de los ecosistemas clave del país y proteger la vida animal.

El despliegue de estrategias vinculadas a la Transición Ecosocial Justa crea un marco favorable para desplegar un programa ambicioso de protección de la bodiversidad y de recuperación y restauración de los ecosistemas clave en las próximas décadas, tales como el suelo, los bosques, las masas de agua dulce, los litorales y las áreas marinas marinas, los ecosistemas litorales, las zonas áridas o los agrosistemas.

El respeto a las formas de vida no humana y la protección de las mismas constituye un reto fundamental. Hay que eliminar el sufrimiento animal y ello comporta cambios sustanciales en la alimentación, en el vestido y el rechazo a la tauromaquia y a los festejos en los que se produce la tortura y matanza de animales.

Transitar hacia modelos territoriales justos y sostenibles que generen nuevas relaciones de cooperación entre los mundos urbanos, rurales y naturales.

La transición requiere una nueva relación con el territorio. La ordenación del mismo desde la escala biorregional puede permitir planificar las transiciones a partir de una mirada integral que reconecte las ciudades, los medios rurales y los espacios naturales.

Existen desafíos enormes en torno a los modelos de ciudad, en la actualidad altamente insostenibles y a la vez muy vulnerables, y de la transición justa en los medios rurales, con respeto y escucha al tejido social que los habita, de modo que resulten a la medida de las necesidades de las personas que viven en ellos.

La transición territorial descansa sobre comunidades que deben fortalecerse y cohesionarse.

Invertir en investigación y tecnociencia orientada a resolver los retos que plantea una Transición Ecosocial Justa.

Se requiere reorientar la investigación y la tecnociencia de modo que se ponga al servicio de la transición y se centre en la búsqueda de soluciones de bajo impacto ecológico, extensibles a todas las personas, fáciles de implementar y comunitarias. Hacen falta conocimiento e investigación que apoyen los propósitos de  transición justa y ajuste a los límites biofísicos en todas sus dimensiones: energética, industrial, arquitectura, transporte, etc.

Construir un soporte económico y financiero que haga viable la Transición Ecosocial

La construcción de un sistema de financiación público y robusto es crucial. En sociedades que producen dinero a una enorme escala, no se puede decir que no hay recursos para financiar una TEJ. Es una cuestión de prioridades y de redistribución.

El desarrollo de una fiscalidad verde y progresiva, la banca pública, la persecución del fraude… Una cuestión clave es dejar de financiar lo insostenible. Los recortes deben centrarse en aquello que se quiere eliminar y que contribuye a profundizar los problemas, y se debe denominar inversión a lo que sirva para apuntar hacia el horizonte que hemos descrito como meta.

La formulación de objetivos puede plantearse sin demasiada dificultad, pero supone una profunda transformación política, económica, cultural y ética que afecta a todas las esferas de la vida social. Afecta a todas las escalas territoriales y de convivencia: el hogar, el barrio, la comunidad local, el área metropolitana, la región, el estado, la escala supranacional, los movimientos sociales, las empresas, etc. Exigirá gestionar los limites, blindar derechos, reorganizar los tiempos y reordenar el territorio, establecer deberes, aprovechar los esfuerzos ya realizados en materia de política pública y el conocimiento de quienes los han realizado, cuestionar privilegios, repartir con justicia los esfuerzos y transformar costumbres e imaginarios arraigados.

Este proceso no puede hacerse de arriba a abajo sin correr el riesgo de caer en dinámicas autoritarias,  generar una respuesta social de oposición o caer en la irrelevancia y en el mero discurso verde, así que la transición debe construirse a partir de un proceso participativo y deliberativo real que le dote de legitimidad, fortalezca y apuntale las prácticas democráticas e implique una importante transformación de prioridades, deseos y valores.

Requiere de una proyección que maneje el corto, medio y largo plazo. Hay muchos problemas sociales que no pueden esperar a ser resueltos, y, cuanto más avance la crisis ecológica, más se restringen las opciones y oportunidades de actuación. Deben percibirse mejoras y beneficios desde el primer momento y a la vez ofrecer horizontes esperanzadores y desarrollar  compromisos con el legado que dejaremos a nuestros nietos y nietas.

Se precisa tener un enfoque integrador que permita gestionar límites globales y establecer prioridades, reconversiones y reducciones en muchos campos. Si se planifica la política económica, la energía, la agricultura, el transporte, la vivienda, el turismo, la educación, la fiscalidad o los servicios públicos por separado y sin atender a los objetivos para la Transición Ecosocial Justa, esta no funcionará.

Por último, hay que asumir que hoy los imaginarios sociales, especialmente en los países más ricos, se inscriben en los paradigmas del crecimiento, el consumo y los proyectos de vida individualizados, y que, sin un amplio apoyo social, es evidente que no se podrán abordar en profundidad y con urgencia los cambios necesarios. Es más, en situaciones de dificultad, la demagogia, la frustración y la proliferación de las opciones populistas y autoritarias podrían verse fortalecidas, tal y como ya está sucediendo en algunos países europeos.

La Transición Ecosocial Justa requiere abordar la disputa de la hegemonía cultural y no es tarea pequeña. Supone nada menos que reorientar los conceptos hegemónicos de producción y bienestar, seguridad y libertad, hacer visibles los límites negados, reconocer la vida humana como ecodependiente, frágil y necesitada de cuidado y protección y explicar de forma convincente, serena y motivadora la situación de emergencia y la necesidad de transformación.

El gran reto es la reorientación de las aspiraciones y deseos de una buena parte de la sociedad. La propia crisis ofrece posibilidades y resquicios desde los que impulsar este cambio cultural. Estos momentos abren oportunidades para introducir debates y defender el cambio y la audacia. Hasta el momento, las crisis han sido mayoritariamente usadas para aplicar la doctrina del shock; quizás con anticipación y preparación podamos aprender a convertirlas en palancas de seducción para la Transición Ecosocial Justa.

Notas:

Este texto se basa en el trabajo coordinado por el Foro de Transiciones para dar respuesta a la pregunta formulada durante el proceso de reflexión que condujo a la conformación de la plataforma electoral Sumar. El trabajo trataba de responder al encargo de proporcionar criterios para la construcción de un proyecto-país a diez años vista desde la perspectiva de la Transición Ecológica Justa.

Este texto fue publicado en el Dossier de Economistas sin Fronteras, número 52ª, invierno 2024.

[1]Stengers, Isabelle (2017), En tiempos de catástrofes. Cómo resistir la barbarie que viene, Ned Ediciones, Barcelona.

Si quisiéramos resumir el declive político y moral en el que se encuentra el mundo, sin duda que habríamos elegido “Gaza” como la palabra y el sitio que mejor lo representa. Sería “Gobierno progresista” si quisiéramos destacar un actor que simbolizara la verdadera excepción que representa España en estos momentos, capaz de caminar contracorriente, a favor del progreso social en un contexto de presión creciente de las reacciones ultraconservadoras. Pero, si queremos resaltar aquella idea persistente que creemos simboliza el dominio neoliberal sobre la sociedad, aquello que ha motivado nuestro trabajo desde la Fundación Espacio Público en 2023, esa sería meritocracia.

Autoayudas y coaching, por un lado, y por otro, youTubers, tictokers e influencers representan nuevos modos de ganarse la vida que han actualizado y puesto al día la meritocracia como principio definitorio de la vida de nuevas generaciones. Con otras voces y acentos, las “enseñanzas” con las que nos desayunamos todos los días insisten que, aunque estés entre los desafortunados en la lotería social y genética, si sabes lo que quieres, te levantas muy temprano y te esfuerzas mucho, no habrá obstáculo que te impida conseguir aquello que te propongas: sea lo que sea.

El éxito no exige estudios particulares ni una preparación especial, solo voluntad, decisión y autoconvencimiento. Y si uno cae, debe saber levantarse. No se necesitan especiales aptitudes para llegar a la meta, solo las habilidades que se adquieren en la lucha por la vida y las actitudes que definen al ganador.

La meritocracia se cuela una y otra vez como principio de organización y gobernanza social. Tratándose de un tema tan central, sobre el que pensamiento progresista báscula con voces a favor y en contra, merecía una dedicación especial. Y la Fundación Espacio Público configuró un programa ambicioso en consonancia con la importancia del asunto.

El título elegido para el programa se presentó en forma de pregunta “Meritocracia: ¿un principio conservador o progresista?” lo que indica ya un enfoque abierto que necesitaba organizarse suficientemente para abordar, con la profundidad y la diversidad que merece.

Coordinado por Pedro González de Molina, profesor de Geografía e Historia, el programa se inició con un debate on line que abarcó los seis primeros meses de 2023 en el que participaron 23 expertos del ámbito académico, periodístico, de la educación, de la sociología y de las ciencias políticas, con artículos de gran calado y calidad que siguen accesibles desde aquí. Y concluyó con un acto y debate presencial el 27 de junio clausurado por la directora de Público, Virginia Pérez Alonso.

La ponencia principal estuvo a cargo de Carlos Gil, Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por el Instituto Universitario Europeo (Italia), con la tesis Cracking Meritocracy from the Starting Gate (2020), premiada por el European Consortium for Sociologial Research (ECSR).

El planteamiento del debate

El centro sobre el que pivota el análisis es preguntarse cómo interactúan el concepto y la práctica de la meritocracia con el principio de igualdad de oportunidades sobre las estructuras, progresivamente desiguales, de nuestra sociedad.

Para ello se señalan dos líneas de interpretación de la meritocracia que conviene no confundir: aquella que la define como mecanismo de selección en el que la asignación de las posiciones y recompensas se basan exclusivamente en el mérito del individuo. Y, de otra, la meritocracia como ideología cargada de (pre)juicios morales, convertida, de facto, en el caballo de Troya del liberalismo extremo y la legitimación de desigualdades.

Mientras la izquierda considera que el mérito como categoría de selección solo sería posible en un contexto de igualdad de oportunidades, el mensaje neoliberal tacha ese esquema como mera excusa porque, cada uno por separado, dispone ya de suficientes recursos para superar las dificultades del camino. El mensaje es, tú mismo tienes ya la solución para tus problemas y para superar las dificultades que encuentres. Y si no lo consigues, tú eres el culpable.

Si el mérito es un asunto individual y privado, el fracaso también. Es evidente que, asumido ese marco mental, no cabe responsabilizar de tu situación a las estructuras sociales ni al peso asfixiante de una explotación que ningunea a las mayorías y las conduce a sobrevivir de forma precaria.  Si no lo consigues, podrás culparte solo a ti mismo por tus malas decisiones y por tu falta de habilidad, empeño o carácter.

Meritocracia y autoculpabilidad van de la mano. Y también la explosión de las enfermedades mentales como signo de nuestro tiempo. La sublimación del mérito pasa a ser, entonces, una deriva maldita hacia los infiernos.

Principales conclusiones del análisis

La meritocracia nace en las revoluciones burguesas como oposición a la herencia aristocrática

Pedro González De Molina, señala un primer contexto histórico rastreando “en el protestantismo, trazas que son similares al discurso meritocrático, especialmente en la doctrina calvinista de la predestinación”. En esta doctrina una persona sabe que ha sido predestinado a salvarse porque tiene éxito en la vida “lo que es una señal de salvación por Dios, que es quién incita al hombre a tener una vocación profesional.”

Y recuerda que Max Weber observó en esta ética del trabajo duro y el estilo de vida frugal uno de los impulsos del desarrollo capitalista. Lo que hoy conocemos como meritocracia es también un discurso de recompensas y castigos, pero es otra “divinidad”, el mercado, el encargado de sancionarlas.

François Dubet, sociólogo francés y profesor en la Universidad de Burdeos, conecta también el nacimiento de la meritocracia con el poder creciente de la burguesía y “con las revoluciones democráticas que afirman que los individuos son libres e iguales en derechos, y deben poder acceder a todas las posiciones sociales en función de su mérito y utilidad. El mérito es un principio meritocrático nacido de la abolición de los privilegios del nacimiento”.

“La meritocracia -señala- ha estado más presente en los EEUU, una sociedad más abierta sin herencia aristocrática” mientras en Europa, donde el peso de la historia y de las aristocracias es mayor, ese canal es más estrecho y solo algunos individuos excepcionalmente meritorios podían acceder a las élites.

Por lo mismo, afirma afirma Carlos Gil, autor de la ponencia que ha abierto el debate, que el sueño meritocrático americano se parecía, en su origen, “más a la utopía socialista sin clases sociales que a las sociedades capitalistas de alta desigualdad de ingresos y riqueza heredada en las que vivimos hoy”. El sueño americano ofrece hoy una visión tremendamente distorsionada de lo posible “que no refleja los altos niveles de desigualdad realmente existentes”.

Meritocracia: un principio progresista desnaturalizado por la hegemonía neoliberal

De acuerdo con Dubet, ”el principio meritocrático es indiscutiblemente de izquierdas” pues actúa “contra la discriminación en nombre de la igualdad. Por lo tanto, es correcto luchar por la igualdad de oportunidades meritocráticas y luchar contra la discriminación”.

“Todo el problema viene de los efectos de este principio”. Efectivamente en la medida en que se asume que las becas y la educación pública garantizan unas mínimas oportunidades de origen o se popularizan los casos excepcionales en los que algunas personas llegan a lo más alto por sus méritos, es más fácil asentar la idea de que “las desigualdades finales son justas”.

Como explica Carlos Gil en su ponencia: “Poco a poco, pero sobre todo desde los años 80, la meritocracia sufrió una dulce metamorfosis hasta derivar en un sistema ideológico que justifica las desigualdades y pone el foco en la responsabilidad del individuo”.

De modo que, “en lugar de una sociedad eficiente y justa, la meritocracia derivó en una tiranía cruel y despiadada con los menos afortunados”.

La gestión del resentimiento de los perdedores alimenta la extrema derecha

Antonio Gómez Villar, profesor de Filosofía en la Universitat de Barcelona (UB), destaca en su intervención el comportamiento de la clase media ante la creciente sensación de ver frustradas su aspiración al ascenso social: “La clase media siempre consideró que los de arriba están en su legítimo derecho de estar arriba. Es una lógica de su adecuación a un sentido platónico de la justicia”, que incluye “el derecho natural a ser ricos y poderosos y el derecho a ser pobre. No cuestionan los privilegios de los ricos porque confían ciegamente en la correspondencia entre esfuerzo y recompensa. Y porque el sueño de la clase media es aspiracional: ellos también pueden llegar ahí; con esfuerzo, pueden llegar a ser lo que quieran”

La cuestión es cómo metabolizan el fracaso porque si los vencedores deben su éxito sólo a sí mismos, es evidente que los vencidos deben sus fracasos sólo a sí mismos.

Dubet resalta cómo, a partir de un determinado momento, funciona la cadena de desprecios hacia arriba y hacia abajo y como se convierte en una acción política que pivota sobre la idea de mérito y merecimiento. Una vez asumida la ausencia de expectativas, “el resentimiento se convierte en emociones políticas fundamentales. Son hostiles a las élites que tienen todo el mérito y hostiles a los perdedores que no tienen ningún mérito”. Porque son despreciados por los que están arriba, desprecian a los que están debajo, los más pobres, los desempleados, los extranjeros… El electorado de Donald Trump, pero también el de Bolsonaro y la extrema derecha europea, son la expresión de estos sentimientos de ira populistas.

La conexión entre meritocracia e igualdad de oportunidades

La enseñanza y el sistema educativo ha sido considerada siempre como el espacio principal donde se juega el principio de la igualdad de oportunidades. No en balde, como nos recuerda Carlos Gil, “el término meritocracia se acuñó como una crítica a la reforma del segregador sistema educativo inglés de 1944, que introdujo la diferenciación temprana de itinerarios curriculares —el equivalente español del bachillerato o formación profesional— basada en una prueba de cociente intelectual a los 10 años”.

Pedro Mellado, profesor en la Universidad Rey Juan Carlos y miembro del colectivo DIME, vincula estrictamente la meritocracia con la igualdad de oportunidades. “Los datos indican que, si tu origen socioeconómico influye de manera significativa en las posibilidades de abandono escolar, entonces no hay igualdad de oportunidades. Y si no hay igualdad de oportunidades, no se puede hablar de meritocracia”.

La cuestión es que ni hay forma de evaluar el mérito como factor aislado de otras circunstancias sociales ni hay forma de medir cuando se alcanza realmente el momento de la igualdad de oportunidades. Y entonces el espacio para lo subjetivo y la deformación ideológica se agranda. Y la igualdad de oportunidades y la evaluación del mérito se convierten en palabras vacías, incapaces de ser medidas.

Efectivamente, como insiste Carlos Gil “el esfuerzo solo podría justificar desigualdades entre personas que han nacido en las mismas circunstancias de clase y, como no podemos cuantificar todas estas circunstancias, quizá podríamos centrar nuestros esfuerzos en ofrecer más oportunidades en lugar de juzgar quién merece qué antes de ofrecerlas”.

En otras palabras, que hay que centrarse en implementar políticas públicas de redistribución económica, así como de refuerzo de los servicios públicos, para que aproximarnos a la meta en la que todas las personas tengan acceso a desarrollar su vida en las mismas condiciones. Mientras tanto, “la igualdad de oportunidades no existe, son nuestros padres”.

El territorio sanciona y agranda las desigualdades de clase

La meritocracia es una filosofía global que impregna mentes de todos los territorios y continentes. Los países del sur de Europa son acusados por los ricos del Norte de sus desequilibrios macroeconómicos por no trabajar lo suficiente.  Los pobres del mundo, hambrientos y desheredados, son acusados de ser responsables de su situación.

Ante esa evidencia, José Ariza de la Cruz, Doctorando en Sociología urbana por la UCM, afirma que: el territorio socava la meritocracia. No solo entre países. No solo entre ciudades. También dentro de estas. Vivir en un barrio o en otro afecta a nuestras posibilidades de ascender socialmente, independientemente de la renta de nuestros padres o nuestras características sociales”.

Viviane Ogou, investigadora de las relaciones UE-África y el Sahel, refuerza este aspecto mediante la conexión entre desigualdad territorial y racismo: “Hemos comprado un discurso invasivo que nos dice que tenemos que ser mejores unos que otros. Un sistema jerarquizado, basado en el capitalismo racial y con mucha violencia estructural a las comunidades del sur global”

Y concluye: ”es imposible que exista la meritocracia. Y aunque se diera la igualdad de condiciones, ¿para qué competir?”. El objetivo del ascenso social es un mito y una farsa. “Se trata de organizarnos para tener la mejor gestión social posible”. Solo de ser más libres.

He asumido la tarea de sintetizar las conclusiones de este debate realizado en el año 2023, en mi calidad de nuevo director de la Fundación Espacio Público, función que acabo de asumir. No he sido responsable, por tanto, del extraordinario trabajo coordinado por Pedro González De Molina, bajo la dirección de Orencio Osuna, anterior responsable de la Fundación, a los que felicito afectuosamente.

Para seguir profundizando, recomiendo la lectura de:

Ponencia inicial de Carlos Gil: https://espacio-publico.com/la-meritocracia-un-principio-conservador-o-progresista.

Entrevista a François Dubet:  https://espacio-publico.com/francois-dubet-la-meritocracia-es-un-principio-justo-cuyos-efectos-pueden-ser-injustos

La meritocracia educativa, el rearme ideológico neoliberal. Pedro Mellado: https://espacio-publico.com/intervencion/la-meritocracia-educativa-el-rearme-ideologico-neoliberal.

La importancia del territorio para comprender la meritocracia. José Ariza de la Cruz: https://espacio-publico.com/intervencion/la-importancia-del-territorio-para-comprender-la-meritocracia

Meritocracia contra la casta señorial. Xavier Martínez-Celorrio: https://espacio-publico.com/intervencion/meritocracia-contra-la-casta-senorial.

Crisis de las clases medias. De la promesa meritocrática al resentimiento existencial. Antonio Gómez Villar: https://espacio-publico.com/intervencion/crisis-de-las-clases-medias-de-la-promesa-meritocratica-al-resentimiento-existencial.

El mito de la meritocracia: en busca de un bien común decolonial de Viviane Ogou: https://espacio-publico.com/intervencion/el-mito-de-la-meritocracia-en-busqueda-de-un-bien-comun-decolonial.

Estoy seguro que tendremos muchas oportunidades de seguir en contacto.