Traducción: Nuria del Viso

Recogemos en este artículo las intervenciones de Eileen Crist y de Lyla Mehta en el foro online sobre población «The Population Debate Revisited», organizado por Great Transition Initiative (GTI) en agosto de 2022[1]. Las autoras representan dos posiciones paradigmáticas de los debates sobre población: Crist defiende la necesidad de reducción de la población mundial mientras que Mehta aboga por poner el foco en cuestiones de poder, de distribución y de cómo se genera socialmente el concepto de escasez.

Menos es más

EILEEN CRIST

Me gustaría empezar agradeciendo a Ian Lowe el haber preparado el escenario para un animado intercambio. Mi comentario está motivado por la consideración normativa de superar el rencor que rodea la cuestión de la población. Abogo por replantear ciertos aspectos de la población de forma que se demuestre de forma incontestable que poner fin al crecimiento demográfico y reducir gradualmente el número de seres humanos sirve para el bienestar de todos a largo plazo.

Desvincular la política de inmigración de la cuestión demográfica. Resulta ventajoso enfocar la población como una cuestión global, excluyendo el discurso de la inmigración de las cuestiones de población. Cuando se proponen medidas de restricción de la inmigración como medio para hacer frente a la superpoblación, el debate sobre la población se paraliza en medio de acusaciones de racismo, xenofobia y similares. Podemos unirnos para abogar por la búsqueda activa de ciertos derechos humanos que reviertan el crecimiento de la población (cuestión que abordaré más adelante), sin que la inmigración se convierta en un obstáculo. El espacio me impide exponer los argumentos contra la restricción de la inmigración como política demográfica, pero los he publicado en otro lugar[2].

Los derechos de los niños, el empoderamiento de las mujeres, la libertad reproductiva y la educación sexual integral son el camino. Evitar empantanar el debate sobre la población con la política de inmigración no es una mera táctica. La transición hacia una población mundial más reducida y sostenible es posible mediante el mismo conjunto de transformaciones en todas las sociedades: tolerancia cero a las «novias infantiles»; educación hasta (al menos) la enseñanza secundaria para las niñas; empoderamiento de las mujeres, es decir, acceso a la educación superior, a un empleo significativo y a carreras de liderazgo; servicios de planificación familiar y opciones anticonceptivas voluntarias; y eliminación de las barreras físicas, sociales y culturales que las impiden. A estos derechos humanos establecidos relacionados con la población, debemos añadir la educación sexual integral (ESI), que puede desempeñar un papel importante en el decrecimiento de la población. La ESI reduce la tasa de embarazos no deseados, además de otros notables beneficios para la calidad de vida[3].

Los derechos de las niñas y las mujeres son fundamentales para la transición a una población más reducida. Cuando las mujeres reciben educación y se empoderan por lo general eligen tener menos hijos o no tenerlos, independientemente de su origen. Cuando las mujeres son libres de elegir su destino reproductivo aflora lo que Martha Campbell ha llamado su «deseo latente» de tener menos hijos[4]. Hay una razón evolutiva para ello: el embarazo y la maternidad son un reto para el cuerpo de las mujeres. Tener muchos hijos, sobre todo a partir de la pubertad y de forma muy seguida, está relacionado con un aumento de la mortalidad materna.

Las presiones sexistas del pronatalismo coercitivo están presentes no solo en el mundo en desarrollo. Ya sea de forma sutil o expresa, las normas socioculturales a favor de la maternidad están muy extendidas en el Norte y el Sur del mundo. Las presiones pronatalistas sobre las mujeres merecen ser expuestas y confrontadas[5].

El consumo es el problema, la población lo aumenta. Un marco estándar que requiere un replanteamiento es la yuxtaposición de «consumo» y «población» como variables de impacto distintas. Este dilema engañoso lleva a la gente a elegir cuál es el problema. Es comprensible que muchos opten por castigar el consumo excesivo de los ricos mientras desestiman el tamaño y el crecimiento de la población. Este dilema es ofuscante. El consumo excesivo es el problema; el crecimiento de la población hace que el consumo aumente y acabe por rebasar los límites.

Para entenderlo mejor, imaginemos una situación hipotética. Si los seres humanos fueran «respiradores», es decir, capaces de satisfacer sus necesidades energéticas únicamente con la respiración, y se inclinaran por la simplicidad voluntaria, el número de seres humanos apenas importaría. La Tierra podría albergar a muchos miles de millones de minimalistas respiratorios. Volviendo a la realidad, todas las personas necesitan comer y a la mayoría le gusta hacerlo al menos dos veces al día. Más aún, todo el mundo debería comer más de una vez al día y tomar buenos alimentos. En una civilización global electrificada e interconectada, la gente consume, por supuesto, muchas más cosas que alimentos. En este artículo, me centro en la cuestión de la población sobre todo a través de la lente de la alimentación.

El sistema alimentario (producción, consumo, transformación y comercio) se ha convertido en la principal causa de deterioro ecológico a todos los niveles: extensión del uso de la tierra y de los océanos, colapso de la biodiversidad, pérdida y degradación del suelo, agotamiento del agua dulce, cambio climático y contaminación de la tierra, los ecosistemas de agua dulce, los mares costeros y la atmósfera[6].

¿Podemos dejar de enmarcar la Revolución verde como un «logro técnico»? Me gustaría que abandonáramos el obligado guiño deferente a la revolución verde. A pesar de las buenas intenciones originales, los beneficios a corto plazo y los impresionantes rendimientos, la revolución verde ha desatado una caja de Pandora de daños desastrosos. Sus monocultivos destruyen la biodiversidad. Los agroquímicos ponen en peligro la biodiversidad del suelo, la vida de las plantas y los insectos, las aves y otros animales, incluidas las personas[7]. Los fertilizantes sintéticos desmantelan la biodiversidad del suelo; exacerban el cambio climático, contaminan el aire, la tierra, el agua dulce, las aguas subterráneas y los estuarios; y pueden provocar eventos de mortalidad masiva de la fauna. Mientras que la cantidad de alimentos se ha disparado (por ahora), la calidad de los mismos (especialmente los que se imponen a las personas sin poder) ha caído en picado. Más de 2.000 millones de personas (tanto subalimentadas como sobrealimentadas) sufren carencias de micronutrientes[8].

La revolución verde ha respaldado el crecimiento explosivo de la población humana. La existencia de casi la mitad de la población está en deuda con las tecnologías de la revolución verde, sobre todo con los fertilizantes[9]. Es un trato fáustico. Los efectos de la revolución verde en la biosfera están aumentando en los niveles interrelacionados mencionados anteriormente. El glifosato está en la lluvia. La contaminación por nitrógeno es una catástrofe creciente que pasa desapercibida, ya que la mayoría de los ojos están puestos en el carbono[10]. Los monocultivos son más vulnerables a un clima que cambia rápidamente.

Aunque se necesita inmediatamente una mejor gestión de los insumos de la revolución verde, el restablecimiento de la salud de la biosfera y de la humanidad no tiene por qué plantearse como un ejercicio de control de daños de un sistema de producción de alimentos intrínsecamente perjudicial. La solución profunda consiste en abandonar esta forma de producir alimentos, junto con la reducción gradual del número de personas hasta llegar a un punto en el que todas las personas puedan recibir alimentos sanos: alimentos producidos de forma ecológica y ética, no contaminados por biocidas y ricos en nutrientes procedentes de suelos sanos y regenerados.

El cultivo de alimentos no es un problema de ingeniería que deban resolver los tecnócratas con planes de eficiencia y microgestión. Cultivar alimentos es el arte de los agricultores en diálogo con la abundante fertilidad de la Tierra.

Menos es más: una población de unos 2.000 millones es mejor para todos y a largo plazo. La Tierra conoce la fertilidad, y los agricultores saben cómo trabajar con ese don para alimentar a la gente. Deberíamos prescindir del tropo de «alimentar al mundo». No hay que alimentar a los seres humanos, sino nutrirlos con alimentos hechos con amor por los animales y la tierra, cultivados por la calidad más que por la cantidad, y elaborados por los agricultores en una relación ingeniosa con la naturaleza que los rodea.

Entonces, ¿a cuántas personas puede alimentar la Tierra? Esta pregunta requiere una aclaración muy importante. ¿En qué tipo de planeta? Los guardianes de la Tierra sostienen que la opción virtuosa y prudente es un planeta en el que se conserve la biodiversidad, la abundancia de poblaciones no humanas, la complejidad ecológica, la vivacidad del comportamiento (como las culturas animales y las migraciones) y el potencial evolutivo. Todo ello requiere la conservación a gran escala de la tierra y los mares, el fin de la deforestación tropical, la proliferación de proyectos de renaturalizaciónz y restauración ecológica, y la eliminación gradual de los agroquímicos y otros contaminantes. Una amplia protección de la naturaleza salvaje y de los «paisajes intermedios» agrodiversos (donde se producen los alimentos) son sinérgicas, siempre que los paisajes intermedios sean subsistema modesto del planeta en lugar de invadirlo.

Cuando David Pimentel hizo el cálculo de cuántas personas pueden ser mantenidas con equidad a base de alimentos orgánicos, diversos y mayoritariamente vegetales, y al tiempo proteger generosamente la naturaleza salvaje, el resultado rondaba los 2.000 millones[11]. Esta cifra no es absoluta ni una «solución rápida”[12], sino que ofrece una visión a medio y largo plazo que debe abordarse con prontitud y ambición dentro de un marco de derechos humanos, junto con muchas otras transiciones que exige nuestra situación.

¿Qué elegirá la humanidad? Además de necesitar alimentos sanos, la mayoría de los habitantes del mundo moderno también quieren –entre otras cosas– ordenadores personales, frigoríficos, control de la temperatura interior, tecnologías de entretenimiento, medios de transporte y un conjunto material de servicios sanitarios, educativos y de otro tipo. Podemos dejar de lado si se trata de lujos industriales, de comodidades buscadas o de manifestaciones del potencial de nuestra especie que vale la pena mantener en formas alteradas y reducidas. En lo que sí podemos estar de acuerdo es en que las comodidades modernas no deberían ser un privilegio ilimitado de los ricos, sino una prerrogativa de todos los que las deseen a niveles moderados y justos.

A este respecto, el estilo de vida moderno se está extendiendo, lo que subraya el argumento: debemos ser muchos menos, si la humanidad también desea habitar un planeta biológicamente vibrante. Si, por el contrario, la humanidad deriva hacia la conversión de la Tierra en una colonia de recursos, ese planeta empobrecido podría –durante un periodo indeterminado– «alimentar» a muchos miles de millones de humanos, mientras se embolsarán las riquezas los Amazon, grandes almacenes, corporaciones agroquímicas, grandes farmacéuticas y el complejo militar-industrial. Si pudiéramos votar, ¿no elegiría la humanidad un planeta vivo en lugar de uno colonizado? En esta encrucijada nos encontramos.

Contra el alarmismo demográfico

LYLA MEHTA

Más que un «elefante en la habitación», como sostiene Ian Lowe, el tema de la población y el neomaltusianismo están vivitos y coleando. Ejemplos recientes son la película de David Attenborough Una vida en nuestro planeta, que aborda cómo los seres humanos están invadiendo el mundo y de las amenazas de la población para el medio ambiente; los grupos de reflexión de Washington que establecen vínculos entre los llamados refugiados climáticos, la escasez y la superpoblación; e incluso el príncipe Guillermo del Reino Unido afirma que la población de África es una amenaza para la vida salvaje y la conservación.

Lamentablemente, seguimos en un mundo en el que el pensamiento neomaltusiano establece vínculos simplistas entre el aumento de la población, el cambio climático, los conflictos y la escasez de recursos. Son evidentes los vínculos con la «tragedia de los comunes» de Hardin cuando el ecologismo y el pensamiento sobre el desarrollo en general interpretan una serie de cuestiones que van desde la pobreza mundial y el desarrollo económico, el cambio medioambiental, la conservación e incluso la seguridad nacional y mundial a través de la lente de la superpoblación y la escasez. Esto ha tendido a dar lugar a narrativas tecnoautoritarias que se dirigen desproporcionadamente a los pobres y marginados del “mundo mayoritario”, que en consecuencia suelen enfrentarse a una serie de acciones draconianas, por ejemplo, el desplazamiento, la desposesión, el control de los cuerpos –especialmente, de las mujeres pobres no blancas– y la biopolítica.

Así, esta fijación con la superpoblación desvía la atención de cuestiones más cruciales como la forma en que se distribuye el poder en la sociedad, la desigualdad de género, la discriminación étnica y de casta, las condiciones comerciales injustas, la planificación estatal, las tecnologías centralizadoras, los acuerdos de tenencia, la degradación ecológica, etc. Además, tenemos que vincular los debates sobre la población con las cuestiones relativas a los modelos desiguales y sesgados de consumo, y de asignación y distribución de recursos.

Gran parte de mi trabajo anterior se ha centrado en la escasez y los límites. El concepto de escasez –es decir, la suposición de que las necesidades y los deseos son ilimitados y los medios para conseguirlos son escasos– es el principio básico de la economía moderna. Pero esta noción ha hecho que la escasez se convierta en un discurso totalizador tanto en el Norte como en el Sur global. El «miedo» a la escasez ha hecho que esta se convierta en una estrategia política para los grupos poderosos. Como argumentó el difunto Steve Rayner, la propagación del miedo a la disminución de los recursos del planeta ha servido en gran medida para mantener a los pobres en la pobreza y enriquecer a los que ya son ricos[13]. Por eso, en trabajos anteriores, junto con varios colaboradores, he argumentado que la escasez no es una condición natural; el problema radica en cómo vemos la escasez y en las formas en que se genera socialmente[14]. Por lo tanto, tenemos que centrarnos en las cuestiones fundamentales de la asignación de recursos, el acceso, el derecho y la justicia social, en lugar de recurrir a nociones simplistas universalizadoras de la escasez.

Como sabemos por los informes recientes y pasados del Grupo de Alto Nivel de Expertos en Seguridad Alimentaria y Nutrición y también del PNUD, hay suficiente comida y agua para todos[15]. Sin embargo, a nivel mundial, el problema del hambre crónica existe y se ha intensificado durante la pandemia. En los países ricos, los perversos regímenes de subvenciones han llevado a la generación de excedentes, y los pobres comen alimentos envasados baratos. El hambre y la obesidad son dos caras de la misma moneda. Actualmente hay una explosión de bancos de alimentos en el Reino Unido, y cerca del 8% de la población sufre inseguridad alimentaria[16]. La malnutrición y el hambre en el Reino Unido no se deben a la superpoblación, sino a la austeridad, los recortes, el aumento de la pobreza y la desigualdad.

A pesar de estas cuestiones, el miedo a la escasez y la superpoblación sigue siendo un medio para desviar la atención de las causas de la pobreza y la desigualdad que pueden implicar a los políticamente poderosos. Por ello, Marie Sneve Martinussen, diputada noruega del Partido Rojo, en un reciente acto sobre los Límites del Crecimiento +50 en Oslo instó de forma elocuente a no centrarnos en la tragedia de los comunes, sino en la «tragedia de los pocos», es decir, en el papel que desempeñan los poderosos, los ricos y las élites, en la perpetuación del crecimiento obsesionado por el PIB, el consumo y la destrucción del medio ambiente. Del mismo modo, el movimiento por el decrecimiento reclama que los límites al consumo/crecimiento se apliquen en gran medida a los países ricos y a las élites de todo el mundo, y no a los grupos y países pobres y vulnerables.

Los discursos sobre el número de personas y la necesidad de control de la natalidad suelen hacer recaer todas las esperanzas y expectativas en las mujeres. Invariablemente, los objetivos son las mujeres negras y morenas de Asia, África y América Latina, a las que se considera que tienen demasiados hijos. Rara vez se apunta a las mujeres blancas de los países ricos, a sus bebés, o incluso a las huellas de carbono o ecológicas de las familias blancas en el mundo minoritario.

El 24 de junio de 2022, el Tribunal Supremo de Estados Unidos anuló el derecho constitucional al aborto en el país, lo que supuso un día muy trágico para los derechos de la mujer y los derechos humanos. ¿Cómo podemos siquiera hablar de cuestiones de población cuando se niegan derechos tan básicos a las mujeres? Aunque no existen prohibiciones similares en muchos otros países, sigue habiendo muchos obstáculos socioculturales y económicos en torno a los derechos reproductivos de las mujeres, que siguen estando moldeados por prejuicios y leyes masculinas discriminatorias. En el contexto de Estados Unidos, cada vez se reconoce más que la falta de acceso al aborto afectará en gran medida a las inmigrantes, las comunidades indígenas, las mujeres de color, las personas discapacitadas, etc. Gran parte del discurso antiabortista estadounidense es racista y puede vincularse a la supremacía blanca. Por lo tanto, es importante ser conscientes de que las políticas de crecimiento demográfico y de control de la población tienden a no tener en cuenta el género ni la etnia y, por lo tanto, corren el riesgo de reproducir procesos coloniales y racializados de razonamiento y discriminación.

En resumen, en lugar de hablar del crecimiento de la población, centremos nuestra atención en avanzar hacia la consecución de la igualdad de género, la justicia climática, los procesos justos de asignación y distribución de recursos y los procesos de desarrollo que sean sostenibles y socialmente justos en el Norte y el Sur. Esto es lo que realmente importa y contribuiría en gran medida a mejorar el bienestar humano y planetario que permitirá a todos los seres –humanos y no humanos– florecer y prosperar.

Notas:

*Este texto forma parte de la colaboración entre ESPACIO PUBLICO y FUHEM ECOSOCIAL. Fue publicado en Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, núm. 160, invierno 2022/2023, pp. 25-33.

Eileen Crist es profesora asociada emérita del Departamento de Ciencia y Tecnología en la Sociedad de la Universidad Virginia Tech y editora asociada de la revista Environmental Issues. Entre sus obras figura Abundant Earth: Toward an ecological civilization (University of Chicago Press, 2019).

Lyla Mehta es profesora del Instituto de Estudios del Desarrollo de la Universidad de Sussex, profesora visitante de Noragric en la Universidad Noruega de Ciencias de la Vida, y autora, entre otras obras, de Water, Food Security, Nutrition and Social Justice (Rouledge, 2019).

[1] El debate íntegro de GTI. Agradecemos a GTI el permiso para la reproducción de estos textos.

[2] Eileen Crist, «Decoupling the Global Population Problem from Immigration Issues», The Ecological Citizen vol. 2, núm. 2, 2019, pp. 149–151.

[3] Mona Kaidbey y Robert Engelman, «Nuestros cuerpos, nuestro futuro: difundir una educación sexual integral», en Educación ecosocial. Cómo educar frente a la crisis ecológica. La situación del mundo, capítulo 12, FUHEM Ecosocial/ Icaria, 2017, pp. 189-201.

[4] Martha Campbell y Kathleen Bedford, «The Theoretical and Political Framing of the Population Factor in Development», Philosophical Transactions of the Royal Society B 364, núm. 1532, 2009, pp. 3101–3113.

[5] Nandita Bajaj, «Abortion Bans Are a Natural Outgrowth of Coercive Pronatalism», Ms. Magazine, junio de 2022.

[6] Walter Willet, Johan Rockström, Brent Loken et al., «Food in the Anthropocene: The EAT-Lancet Commission on Healthy Diets from Sustainable Food Systems», The Lancet, vol. 393, núm. 10170, 2019, pp. 447–492.

[7] Joel K. Bourne, «The Global Food Crisis: The End of Plenty», National Geographic Magazine, junio de 2009.

[8] Walter Willet, Johan Rockström, Brent Loken et al., 2019, op. cit.; Paul Ehrlich y John Harte, «Food Security Requires a New Revolution», International Journal of Environmental Studies vol. 72, núm. 6 (2015), pp. 908-920; Richard Manning, «Hidden Downsides of the Green Revolution: Biodiversity Loss and Diseases of Civilization»Mother Earth News, 22 de abril de 2014.

[9] Hannah Ritchie y Max Roser, «Fertilizers»OurWorldInData.org, 2020.

[10] Fred Pearce, «Can the World Find Solutions to the Nitrogen Pollution Crisis?»Yale Environment 360, 6 de febrero de 2018; Eileen Crist, «Got Nitrogen?», The Ecological Citizen (editorial), vol. 5, núm. 1, 2021, pp. 3–10.

[11] David Pimentel et al., «Will Limited Land, Water, and Energy Control Human Population Numbers in the Future?», Human Ecology vol. 38, núm. 5, 2010, pp. 599–611.

[12] Corey Bradshaw y Barry Brook, «Human Population Reduction Is Not a Quick Fix for Environmental Problems», PNAS, vol. 111, núm. 46, 2004, pp. 16610–16615.

[13] Steve Rayner, «Foreword», en Lyla Mehta (ed.), The Limits to Scarcity, Routledge, Londres, 2010, pp. x–xvi.

[14] Lyla Metha (ed.), 2010, op. cit.; Lyla Mehta, Amber Huff y Jeremy Allouche, «The New Politics and Geographies of Scarcity», Geoforum, núm. 101, mayo de 2019, pp. 222–230.

[15] Programa de Desarrollo de las Naciones Unidad (PNUD), Más allá de la escasez: poder, pobreza y la crisis mundial del agua, PNUD, Nueva York, 2006.

[16] Departamento británico de Medio Ambiente, Alimentación y Asuntos Rurales (Reino Unido), United Kingdom Food Security Report 2021: Theme 4: Food Security at Household Level, 22 de diciembre de 2021.

«Biólogos, climatólogos, oceanógrafos, edafólogos y otros muchos científicos de las diversas disciplinas que se dedican a auscultar el pulso de nuestra maltrecha biosfera llevan decenios aterrados: y basicamente seguimos sin hacerles caso» [1]. «Hay una gran probabilidad de que la mayor parte de la humanidad sea exterminada antes de que finalice el siglo XXI«.

El filósofo y politólogo ecologista Jorge Riechmann lo afirma rotundamente y lo ratifica en uno de sus últimos libros, Simbioética. ‘Homo sapiens’ en el entramado de la vida, con una exposición ordenada y exhaustiva de datos y argumentos.

«La distopía que Susan George esbozó con su Informe Lugano en 1998 se ha ido haciendo más probable en los años transcurridos desde su publicación», señala el ecologista sin ánimo alguno de deprimir a sus lectores.

«Nuestro sistema actual es una máquina universal para arrasar el medio ambiente y para producir perdedores con los cuales nadie tiene ni la más mínima idea de que hacer», escribió George en su premonitorio libro hace 25 años [2].

Hoy el grito de alarma también lo da el secretario general de la ONU, que se hace eco del último informe de la Organización  Mundial de Meteorología, y reconoce que las temperaturas récord ya queman la Tierra y que los fenómenos meteorológicos extremos, cada vez más virulentos, empujan a millones de personas hacia el hambre. Se prevé que 670 millones de habitantes del planeta quedarán sin alimentos a finales de la presente década.

«Hemos abierto las puertas del infierno», insistió más recientemente António Guterres en un nuevo llamamiento ante la Asamblea General de Naciones Unidas para referirse a las temperaturas más altas de la historia, a las sequías de larga duración, a los incendios que no se pueden extinguir, a las inundaciones catastróficas, a las tierras que se vuelven inhabitables y a los efectos terribles de todo ello sobre la vida en nuestro planeta.

Poco a poco parece que más y más personas, gobiernos, actores políticos y sociales, incluso grandes empresas, asumen que la crisis climática existe, y reconocen en cierta medida la gravedad de sus efectos, pero los gobiernos siguen empecinados en políticas de «desarrollo sostenible» y de crecimiento económico; a los inversores, naturalmente, lo que les interesa son las oportunidades de negocio que pueda ofrecer la llamada «transición energética», los hábitos de consumo no cambian, las invocaciones en favor de la utilización de energías renovables ignoran tanto la escasez de materias primeras como los daños que causan sobre el territorio los macroparques eólicos y fotovoltaicos, y en las cumbres internacionales nunca se ha abordado el problema de raíz: la extralimitación en la explotación de los recursos del planeta.

Ahora el gran problema es que aquello que sería «ecológicamente necesario es cultural y políticamente imposible», explicó Riechmann en entrevista realizada por Crític. Lo necesario sería, ha escrito, “salir a toda prisa del capitalismo, redistribuir radicalmente la riqueza, olvidarnos de la hipermovilidad y del turismo, reducir rápidamente la población humana, construir sistemas productives biomiméticos, desarrollar una cultura de simbiosis con la naturaleza… Cultivar la música en vez del crecimiento económico, el amor en lugar de la competitividad, la espiritualidad en vez de la mercantilización, la educación en lugar del poder militar…” [3].

Pronósticos escalofriantes

En su libro Simbioética cita infinidad de trabajos, informes y tomas de posición de reconocidos investigadores y pensadores, entre ellos el antropólogo Bruno Latour, que falleció ahora hace un año: «… si uno estudia seriamente cuál será la trayectoria del planeta en los próximos treinta años, la certeza del desastre es de tal magnitud que resulta comprensible que algunos se nieguen a creerla. Es como si te dicen que tienes cáncer, o bien te puedes someter a un tratamiento y luchas, o bien no te lo crees y te vas de vacaciones al Caribe para aprovechar el tiempo que te queda” [4].

Todos los datos recogidos por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, IPCC, «vistas en conjunto, indican una tendencia común acelerada, síntoma de una biosfera que se dirige hacia el colapso, lo cual significa que la especie humana se perderá«.

«Hoy, ya, en el tercer decenio del tercer milenio, por desgracia hay que constatar que el Business As Usual nos lleva al exterminio de la gran mayoría de la humanidad, si no a su extinción total, y no a largo plazo»[5].

Se dice rápido, pero la lectura de afirmaciones como estas provoca una sensación difícil de describir. ¿Desasosiego? ¿Angustia? ¿Desazón? ¿Espanto? ¿Horror? ¿Pánico? Cuesta encontrar una palabra suficientemente fuerte, porque las enfermedades que sufre el planeta en el que vivimos, como consecuencia del derroche y de la explotación excesiva de recursos realizados por las últimas generaciones de seres humanos, hacen prever que, más allá del miedo y el sufrimiento que podamos sentir las personas mayores en los últimos años de nuestras vidas, nuestras hijas e hijos, o nuestras nietas y nietos se verán abocados, en la menos mala de las previsiones, a una dolorosa lucha para sobrevivir, compartida con millones y millones de seres vivos. Un escenario de pobreza y de necesidades elementales no satisfechas en el cual se pueden extender todavía más los conflictos armados y la más descarnada insolidaridad.

También hay quien mira hacia otro lado, se encoge de hombros y confía en que el desarrollo tecnológico y el crecimiento económico aportarán soluciones. La tecnolatría paraliza las mentes de demasiada gente. «El capitalismo y la tecnociencia se han declarado en rebeldía ante el principio de realidad».  «La racionalidad económica dominante, movida por el dinero, nos arrastra hacia una catástrofe planetaria. Y las propuestas alternativas -bien trabadas, rigurosas, convincentes- existen desde hace decenios, pero no son atendidas», escribe Riechmann [6].  Y a propósito de la lógica del dinero y de la crisis ecosocial recuerda una contundente afirmación del antropólogo Jason Hickel: «Lo extraordinario del capitalismo es que produce el apocalipsis y después intenta venderse como la única solución razonable al apocalipsis«.

«Desarrollo sostenible» o cambio de sistema

No faltan negacionistas de los efectos devastadores del calentamiento global. Buena parte de la población mundial parece que prefiere escucharlos -y votarlos!-, pero a veces también parece como si existiera cierto consenso entre mucha otra gente, incluso entre algunos partidarios del «desarrollo sostenible», en torno a que la causa de la contaminación, del agotamiento de recursos y de minerales escasos, del calentamiento global, de la pérdida de biodiversidad, del riesgo de exterminio de la megafauna, de la desaparición de suelo fértil, de la extensión de partículas de plástico por todos los rincones del planeta y de sus organismos vivos, de la pérdida generalizada de acuíferos… se encuentra en la irracionalidad del sistema dominante de relaciones económicas y sociales. Incluso personajes como Joe Biden o Pedro Sánchez han llegado en algún momento a lamentar los efectos del enriquecimiento progresivo de unos pocos sobre la vida de la mayor parte de la gente. Lo que costa de entender es el motivo por el cual el número de personas que apuestan por un cambio de sistema y que se proclaman abiertamente dispuestas a hacer todo el posible para poner fin al capitalismo es hoy todavía tan pequeño. Mucho más pequeño incluso que en otros momentos de la historia contemporánea, en los cuales la conciencia sobre los límites del crecimiento era insignificante.

El pasado agosto, la organización Anticapitalistas dedicó buena parte de los ciclos, charlas y debates de su Universidad de Verano a tratar sobre la actual crisis ecosocial. ‘Un proyecto ecosocialista para un mundo en llamas’, fue el significativo titular de la XIII edición, en la cual Jorge Riechmann, más allá de señalar los efectos catastróficos que tiene sobre la biosfera de nuestro planeta la explotación de materias combustibles fósiles, habló ampliamente sobre la necesidad de un «cambio cultural profundo» en la concepción humana del mundo. Una transformación de la mentalidad dominante en Occidente desde hace dos siglos.

Una cultura amiga de la tierra

«Hay que ir a las raíces» de las crisis entrelazadas actualmente existentes, para las cuales «no hay solución técnica». «Estamos obligados a poner en cuestión la concepción de dominación del hombre por encima de todo«, insiste, y se pronuncia en favor de la consideración de la teoría Gaia, o Sistema Tierra, como camino para la toma de «conciencia de nuestra ecodependencia”. Se trata de «construir una cultura amiga de la tierra». La concepción del mundo que prevalece actualmente, «es muy negativa». Hay que «poner en cuestión el antropocentrismo moral’ y eso no quiere decir desconocer la singularidad humana. Explica, con abundantes referencias a los autores que han trabajado a fondo y desde diferentes puntos de vista sobre el comportamiento de la biosfera, que todos los seres vivos colaboran entre ellos y que el planeta Tierra se autorregula. Un planeta ‘simbiótico’, así denominado por la bióloga norteamericana Lynn Margulis para destacar que la simbiosis entre seres vivos prevalece por encima de la competencia y la «selección natural» darwiniana.

Lo que reclaman Riechmann y otros ecologistas es la asunción de una cultura de simbiosis con la naturaleza, «como seres vivos que a lo largo de millones de años hemos coevolucionado con el resto de organismos con los cuales compartimos la biosfera». «Nos va la vida» en esta asunción. Si seguimos con el Business As Usual, «las perspectivas apuntan hacia un genocidio que no tiene comparación posible en los doscientos mil años de existencia nuestra especie». Una cultura de simbiosis en contraposición a la antropocéntrica, que lo que se plantea es el dominio de los humanos sobre la naturaleza.

El homo sapiens, que es un ser complejo y que no deja de ser resultado de la coordinación entre bacterias preexistentes, no es independiente del comportamiento de la naturaleza. Es «el único animal que ha sido capaz de escribir la ‘Divina Comedia’ y de fabricar bombas atómicas», dice el ecólogo para remarcar la excepcionalidad de la condición humana. Tan excepcional, también, que en sus últimas generaciones «ha desequilibrado la capacidad de autorregulación de la Tierra».

Riechmann, sin embargo, considera Gaia («conjunto de todos los seres vivos de la Tierra, más su influencia sobre las condiciones de habitabilidad de nuestro planeta») como «un gran organismo que se autorepara» y que restablece sus equilibrios a lo largo del tiempo. No consuela demasiado, sin embargo, advirtió cáusticamente, la idea de que en un plazo de veinte millones de años la tierra haya sido capaz de autorregularse una vez desaparecido el género humano.

Él y otros significados ecologistas son, cotidianamente, objeto de ataques por parte de personajes adaptados a los intereses del poder corporativo. Ante los defensores del Green New Deal (capitalismo verde), que les descalifican y les acusan de catastrofistas y apocalípticos, Riechmann afirma: «El problema de fondo es que los sectores sociales que reconocemos que no hay posible solución de la crisis ecosocial dentro del capitalismo (y que esto del capitalismo verde es un oxímoron), y que nuestras sociedades siguen una trayectoria hacia el colapso, somos una ínfima minoría». «¿Cómo se llegó a convertir la economía, no en el arte del mantenimiento humano, sino en la gestión del crecimiento del PIB?», pregunta. «Sin hablar de combustibles fósiles, de capitalismo y también de irracionalidad humana, nada se entiende …»[7]. Él prescribe que hace falta «1) seguir el rastro a las mercancías desde la cuna hasta la tumba; 2) explorar vías para desglobalizar y relocalizar como forma de tomar T(t)ierra aterrizar (a-Tierra-r); y 3) dar pasos para salir de la ley del valor, lo cual, en realidad significa: salir del capitalismo».

Fracaso de la humanidad

El calentamiento global demuestra que la humanidad ha fracasado en su intento de dominar la naturaleza. Los humanos «interferimos en casi todo en la natura, pero no controlamos casi nada».

«El problema de los ecologismos», afirma Riechmann en libro más reciente, es que «durante demasiado tiempo nos acomodamos en exceso al posibilismo del desarrollo sostenible«[8]. «Necesitaríamos una izquierda no productivista, pero esto prácticamente no existe», lamenta.

La catástrofe medioambiental, además, no se puede entender sin tener presentes las desigualdades sociales y económicas. La batalla contra la degradación del planeta no se puede librar en el mercado. El «derecho» a contaminar no se tendría que poder vender ni comprar. Hay que recordar tantas veces como haga falta que las emisiones de gases de efecto invernadero generadas por las sociedades más ricas afectan sobre todo a la población más pobre del planeta, a la cual no se puede atribuir ninguna responsabilidad en la tragedia climática.

Herramientas del ecologismo

La izquierda, en general, tiene cierta conciencia de esta realidad, pero según Riechmann, «la crisis ecológico-social contemporánea es tan profunda que nos invita a considerar los fundamentos mismos de las ideologías y el sentido común dominante» [9]. Nos invita a «construir concepciones contra-hegemónicas». Para hacerlo posible haría falta que muchos izquierdistas revisaran a fondo sus herramientas de análisis y de intervención. De esto se discutió tanto en la Universidad de Verano de Anticapitalistas como en la más reciente Escola d’Estiu de la CUP. En uno y otro lugar se expusieron estrategias para hacer frente en la crisis ecosocial y catálogos de propuestas tácticas y de experiencias del activismo realmente existente.

En las diferentes charlas se habló sobre las posibilidades de favorecer la “desmercantilización” de la vida económica, la planificación democrática de la economía, la democratización de la participación en medios de producción, la extensión de la economía social y solidaria, el crecimiento en sectores como la educación, la sanidad y los cuidados, la implementación de cambios profundos en los sectores del transporte y la energía…

Pero no faltó quién pusiera de manifiesto que muchas de estas ideas se plantean desde hace décadas y que ahora hace falta que el ecosocialismo incorpore un factor de importancia descomunal: «el choque con las limitaciones físicas de nuestro planeta».

El ingeniero y divulgador científico Ferran Puig, que ya hace un año se declaraba “escalofriado” con la lectura del informe del grupo II del IPCC sobre la situación actual del planeta, en todo el que hace referencia a los niveles de contaminación y a los datos actuales sobre extinción de especies, pero sobre todo ante la probabilidad de fenómenos extremos mucho más graves y frecuentes de lo que se pensaba, lanzó preguntas clave: «¿Cuánto tiempo puede durar la vida en estas condiciones?«, «¿dónde se encuentra la defensa de la vida?».

Activar el «freno de emergencia»

La negativa a emprender el camino del decrecimiento nos ha conducido hacia la destrucción de vida civilizada, a eliminar otras formas de vida y a degradar radicalmente la biosfera, mantienen los estudiosos de los ecosistemas.

¿De cuánto tiempo disponemos todavía para evitar el colapso? Riechmann comparte con Antonio Turiel la idea de que «nunca es tarde» para evitarlo, pero al mismo tiempo asegura sin tapujos que «nos empobreceremos colectivamente por las buenas o por las malas”. Hay que impulsar, dice, «dinámicas de decrecimiento material y energético, redistribución masiva, educación en libertad e igualitarismo, relocalización productiva, tecnologías sencillas, retorno en el campo de nuestras sociedades, renaturalización de zonas extensas de la biosfera, cultivo de una Nueva Cultura de la Tierra…”[10].

Otro gran interrogante, sin embargo, se encuentra en si hay manera de conseguir que la población adquiera conciencia sobre la necesidad de poner fin a dos siglos de crecimiento económico acelerado. ¿Qué se puede hacer para que en las sociedades industrializadas se produzca la interrupción del viaje hacia la catástrofe? ¿Cómo activar el necesario «freno de emergencia» que ya reclamaba Walter Benjamin? «¿Qué partido político con voluntad de obtener representación en las instituciones estará dispuesto a defender en sus campañas electorales que hay que reducir radicalmente el consumo?», preguntó un militante de larga trayectoria, Joxe Iriarte, Bikila, en una de las mencionadas charlas.

La elevación del nivel de conciencia y la salida de la cultura antropocéntrica hacen necesaria la actividad de los movimientos sociales, las luchas. «La conciencia no precede a la acción», «la principal tarea de nuestro tiempo es la de construir un bloque ecosocialista popular, diverso pero sólido, con capacidad de actuar estratégicamente y de golpear de forma conjunta desde diferentes frentes», mantiene el investigador ecosocialista, Martín Lallana. Él mismo y Júlia Martí Comas, doctora en Estudios de Desarrollo, explicaron que el momento actual de eco-crisis exige actuaciones urgentes, y aunque no nos encontremos en una  coyuntura de grandes movilizaciones hay que favorecer la existencia de movimiento de base «que interpele a las instituciones». Un movimiento que se conserve a sí mismo y resista, que utilice las «palancas institucionales», que tenga capacidad de actuar y de bloquear operaciones que atentan contra los ecosistemas, que pueda explicar sus objetivos al conjunto de la sociedad, que se implique en el cooperativismo y en actividades de la economía social y solidaria, que fortalezca su retaguardia y que plante la semilla para futuras luchas.

Más en concreto, presentan como referencias muy actuales el movimiento Soulèvements de la Terre, o la organización sindical del campesinado Confédération Paysanne, radicalmente opuestas a la agroindustria, a los macroproyectos energéticos, a las empresas contaminantes, al extractivismo irresponsable y a las operaciones nocivas de carácter especulativo.

Soulèvements de la Terre, que agrupa a un centenar de entidades defensoras del territorio de diferente perfil, se ha hecho especialmente conocido a lo largo de los últimos años por su capacidad creciente de actuar localmente y en todo el territorio del Estado francés, a pesar de la dureza de la represión ejercida por el Gobierno de Emmanuel Macron, que además de ordenar actuaciones policiales de extrema brutalidad ha querido ilegalizar este movimiento. Entre las iniciativas más celebradas de Soulèvements, explicó en la Escuela de la CUP uno de sus activistas, se encuentra la creación de las llamadas ZAD (Zonas A Defender), para «intentar construir desde ya el mundo que queremos«.

Esta idea, la de un activismo ecologista, descentralizado, arraigado a localidades y a zonas concretas, la valora especialmente el economista catalán Joan Martínez Alier, conocido internacionalmente y desde hace muchos años por sus estudios sobre cuestiones agrarias y sobre el ecologismo político. Él habla de la existencia de un «movimiento mundial de ecologismo ambiental, que  no tiene politburó, como tampoco lo tiene el feminismo», «un ecologismo popular que crece y que se vincula con otros movimientos».

Martínez Alier dirige una iniciativa de investigación de l’Institut de Ciència i Tecnologia Ambientals (ICTA) de la UAB para catalogar y situar geográficamente «miles de casos de resistencia contra proyectos perjudiciales para el medio ambiente y la población«.

La multiplicación de estas plataformas de resistencia es, seguramente, una condición indispensable para que se produzca la necesaria «contracción económica de emergencia, sustanciada en una salida rápida e igualitaria del capitalismo, acompañada de la renaturalización masiva del planeta Tierra». Es lo que se reclama desde el ecosocialismo.

Referencias:

1. Jorge Riechmann. Simbioética. Madrid. Plaza y Valdés Editores, 2022 p. 330

2. Susan George. Informe Lugano. Barcelona. Icaria, 2001, p. 254

3. Riechmann. op. cit. p 184

4. Cita de Jorge Riechmann en Simbioética  (p. 307) a entrevista con Bruno Latour. El Mundo, 19 de febrero de 2019. La modernidad está acabada

5. Riechmann. op. cit. p. 306

6. Riechmann. op. cit. p. 137

7. Riechmann. op. cit. p. 151

8. Jorge Riechmann. Bailar encadenados. Vilassar de Dalt. Icaria, 2023. p. 250

9. Jorge Riechmann. Simbioètica. Madrid, Plaza y Valdés Editores, 2022 p. 231

10. Jorge Riechmann. Bailar encadenados. Vilassar de Dalt. Icaria, 2023. p. 255-256