Leyendo a Katchadjian tenemos la certeza de que se puede escribir una novela que no lo parezca, pero que, a pesar de todo, lo siga siendo
Acertijo:
– Alberto es una momia.
– A Lenin lo momificaron.
– Lenin escribió ¿Qué hacer?
– Alberto me va a decir qué hacer
Solución: Alberto es una momia.
Salvo que, más allá de este juego de correspondencias, no hay solución al acertijo de esta novela, que presenta el interrogante de su título un tanto atenuado, como si la pregunta se disipara al leerla.
Qué hacer (sin interrogantes y sin Lenin de por medio) se escribió en 2006 y lo primero que se piensa cuando llevamos un par de capítulos leídos, lo que no equivale a más de cinco páginas, es que nos encontramos ante un juego. Después, a medida que avanzamos, descubrimos que lo lúdico teje una red de referencias sobre las que se sustenta un relato de trapo, un trapo viejo que en ocasiones deja entrever la tramoya de la escenificación. Luego, nos adentramos en la reflexión.
Dejaré una cita:
“Alberto me dice: todo está ahí pero sólo puede verse la mitad. (…) ¿Cómo podría saberse que lo que se ve es la mitad de algo, es decir, que no es simplemente algo completo que tiene apariencia de mitad de algo? (…) La conclusión a la que llegamos es la siguiente: sean mitades de algo o cosas completas, el hecho de que se presenten como mitades hace que la otra mitad cobre existencia”.
Leyendo a Katchadjian tenemos la certeza de que se puede escribir una novela que no lo parezca, pero que, a pesar de todo, lo siga siendo. Lo que une su narración son los referentes que traviesan cualquier texto de ficción y que unen el argumento. Muchas veces, en general en las novelas, no se ven, ocupan la categoría de símbolos o incluso son utilizados de manera efectista por el escritor para suscitar algún afecto (no efecto) que se desvanece tan pronto como pasamos a la siguiente página.
Las frases son rápidas, las acciones se suceden y transportan al lector y a los personajes de un espacio a otro de manera trepidante; la clave, en esta novela de poco más de cien páginas, es la acumulación y la repetición. Su estructura es musical: un mismo motivo, o una misma nota, que se va repitiendo, produciendo un ruido distinto y similar en el oído del lector, que reconoce los elementos y los vuelve a absorber. Su memoria es trastocada. No se sabe a dónde se dirige la narración hasta que se alcanza la idea de que ha tomado una trayectoria circular, pero un círculo que se va ampliando en su movimiento, hasta que la fuerza centrífuga es tan fuerte que lector se ve arrastrado a su interior y, al acabar, se da cuenta de que está en el ojo del huracán.
Alberto y el narrador son profesores de una universidad inglesa. Un alumno les hace una pregunta que no saben contestar. Después, el alumno trata de devorarlos. El alumno es muy alto. Huele a trapo. Hay ochocientos bebedores. Alberto es una momia.
Y así sigue.
Los lectores de este libro podrían reproducir fragmentos parecidos a este. Katchadjian nos enseña un lenguaje y luego nosotros, los lectores, podemos hablarlo. Podría escribirse una tesis entera sobre este libro. Se trataría del diccionario que nos ayudaría a movernos por sus páginas. Leerlo, sin embargo, y hasta aprenderlo de memoria, solo nos ayudaría a comunicarnos mediante fragmentos. Un fragmento tras otro y ni rastro de la totalidad. Dar vueltas en torno a la pregunta de qué hacer y llegar a la conclusión de que no lo sabemos, de que, si existe una mitad invisible, habrá que imaginársela, vivir como lo hacen estos personajes. Y Alberto y el narrador son centauros: medio cuerpo fantástico y medio cuerpo mundano. Y esta novela no es nada más que eso: un ejercicio de imaginación dividido también en dos partes: la del escritor y la del lector. Dos centauros.
Qué hacer
Pablo Katchadjian
Barcelona, Hurtado & Ortega Editores, 2019