Salvador Illa quiso que su primera visita oficial como president de la Generalitat fuera a la sede central de Mossos d’Esquadra, en Sabadell. Expresaba así una prioridad. Se trataba de «mostrar pleno apoyo» a la policía de Catalunya antes de dirigirse a cualquier otro estamento profesional o sector social.

Quería, dijo, «conocer de primera mano» las «inquietudes y necesidades» de la policía autonómica catalana, que recientemente ha sido objeto de variadas críticas por no haber podido detener al expresident Carles Puigdemont, en su breve aparición en Barcelona, a pesar del despliegue excepcional de efectivos en toda Catalunya en una «operación jaula» que parecía destinada a la captura de una peligrosa banda de delincuentes.

Los Mossos, como «agentes de la autoridad», comparten con otros policías, funcionarios de prisiones, empleados de compañías privadas de seguridad, guardias civiles y, en determinadas circunstancias con la tropa y los oficiales del Ejército, la prerrogativa de poder utilizar la fuerza contra ciudadanos normales, los de la vida civil. Poseen formalmente el monopolio de la violencia institucional. Por este motivo, además de uniformes, placas y otros signos externos, acostumbran a llevar porras, esposas, pistolas, fusiles y otros instrumentos coercitivos.

Illa dijo a los Mossos que tenían que trabajar «alejados de la confrontación política«. El nuevo president de la Generalitat sabe perfectamente que ese alejamiento es imposible. Es evidente que cuando los Mossos o los agentes de cualquier policía reprimen actos de protesta con más o menos violencia, efectúan detenciones entre manifestantes, siguen las instrucciones de determinados jueces o restringen el ejercicio de libertades y derechos fundamentales como el de reunión y manifestación, o el de poder votar, lo que hacen es intervenir de manera contundente en la vida política y en determinada dirección, a favor de unos y en contra de otros.

Salvador Illa, por otra parte, no puede ignorar el talante ideológico de una parte más o menos importante del personal reclutado para actuar como fuerza de orden público. Determinados policías ejercen su oficio con mayor o menor profesionalidad y respeto por los derechos de la ciudadanía. Tenemos constancia de ello. Pero también es evidente que los métodos que se han seguido para elegir agentes no han impedido que las ideas antidemocráticas se extiendan dentro de las llamadas «fuerzas de seguridad». La connivencia entre elementos de los cuerpos policiales y la derecha extrema se pone de manifiesto con frecuencia.

Cuesta recordar a gobernantes que hayan expresado públicamente preocupación por los abusos de autoridad, por comportamientos violentos, por los atentados policiales contra los derechos humanos o por determinadas conductas antidemocráticas y que se hayan mostrado decididos a parar en seco esta deriva.

La ultraderecha se hace fuerte dentro y fuera de las fuerzas armadas y de seguridad. De hecho, los votos obtenidos por VOX en poblaciones donde viven policías, guardias civiles y militares no dejan lugar a dudas. Los gobernantes de derechas sintonizan bastante con estos estamentos y los que se reivindican como «progresistas» hacen casi siempre la vista gorda ante esa realidad, para mantener de esta manera una relación de permanente cordialidad con esos “servidores públicos”. Unos y otros destacan siempre que pueden «la ejemplaridad» y «el espíritu de sacrificio» de los «garantes del orden público». En términos idénticos o muy parecidos se expresan para poner en valor la actividad del Ejército.

No faltan educadores y profesores de formación secundaria que certifican que entre sus alumnos, cuando se habla sobre el futuro profesional que pueden desear, quién expresa preferencia para ser policía no suele ser el chaval más interesado por la vida cultural.

La gente sensible a los valores democráticos, en general, muestra menos interés por lo que se conoce como «seguridad ciudadana» que los sectores sociales de la derecha y la ultraderecha, que ambicionan lugares de trabajo desde los cuales puedan ejercer «autoridad». Esto es un hecho y representa un problema que en muy pocos países se intenta atajar. En el Estado español se ha normalizado la coincidencia de criterio entre jueces conservadores, fuerzas de seguridad y organizaciones de la derecha extrema, y este es seguramente uno de los principales motivos por los cuales se mantiene la «tradición» de otorgar más valor a la palabra de un agente con placa o de uniforme que a cualquier otro ciudadano.

Pablo Llarena, Manuel Marchena, Carmen Lamela, Joaquin Aguirre, Juan Carlos Peinado, Manuel García-Castellón y buena parte de sus colegas ultraderechistas de la magistratura no han tenido dudas sobre quién merece ser escuchado con respeto y quién no cuando han instruido causas o redactado sentencias contra activistas o representantes políticos disconformes con el régimen actual.

¿Hay que recordar la actitud de los jueces del Supremo cuando se trataba de recoger testimonio de los testigos de la defensa en el juicio contra los acusados de haber impulsado el referéndum del 1 de octubre del 2017? ¿Y el privilegio de credibilidad que concedían a los policías y guardias civiles que desmentían contra toda evidencia haber actuado con violencia? ¿Y el interés que demostraban cuando escuchaban, uno tras otro, a quienes  afirmaban haber percibido «miradas de odio» por parte de la gente que quería votar? Era inevitable la percepción de que la sentencia ya la tenían escrita de acuerdo con la instrucción del sumario y que no podían tolerar versiones diferentes de la policial. De poco o de nada sirvieron los esfuerzos de los abogados para efectuar una defensa técnica de los procesados.

¿Caben dudas sobre la falta de verosimilitud de la «investigación» que se llevó a cabo para acusar de terrorismo a los detenidos en la «Operación Judas«? Solo se basa en el relato de guardias civiles, alguno de los cuales no disimula sus prejuicios ideológicos, contradictorios con los anhelos republicanos.

Quien más quien menos tiene presente el caso de los ocho jóvenes de Altsasu, condenados a penas de prisión diversas por su implicación en una pelea de bar con un teniente y un sargento de la Guardia Civil que se encontraban fuera de servicio. Fue un altercado como cualquier otro pero la jueza de la Audiencia Nacional Carmen Lamela ordenó el ingreso en prisión de los jóvenes por un delito de terrorismo. Solo se tuvo en cuenta el testimonio de los guardias. La acusación de «terrorismo» decayó finalmente pero el Supremo mantuvo penas de entre 18 meses y 9 años de prisión para los procesados.

El caso de los ‘6 de Zaragoza‘, detenidos aleatoriamente en un bar horas después de haberse producido una concentración de protesta contra la celebración de un mitin de VOX, es otro ejemplo de sintonía política entre extrema derecha, jueces y policías. La palabra de estos últimos se transformó en hecho probatorio, sin ningún documento gráfico de apoyo y con ignorancia de los testigos favorables a los detenidos. El Tribunal Supremo condenó a los 4 que eran mayores de edad a 4 años y 9 meses de prisión por supuestos delitos de desórdenes públicos, atentado contra la autoridad y lesiones a los agentes.

La lista de víctimas de los jueces para nada ecuánimes, cuya mirada política se encuentra indudablemente sesgada hacia la derecha, es muy larga, pero a todas ellas hay que añadir las de la arbitrariedad de los policías. La salvaguarda del «prestigio» y de la autoridad de los agentes se pone por encima del respeto de los derechos democráticos de la ciudadanía. El temor a sus reacciones de protesta corporativa es uno de los motivos por los cuales el «gobierno progresista» no se ha atrevido a derogar, a pesar de los compromisos políticos, lo que se conoce como ley mordaza.

Los recientes acuerdos entre la empresa ‘Desokupa’, el Sindicato Unificado de Policía (SUP) y el principal sindicato de empleados de seguridad privada, para impartir «cursos de formación» a agentes y vigilantes, resultan más que significativos del clima que se respira en determinados cuarteles, comisarías y oficinas, así como de las conexiones entre ultraderecha y agentes de la orden.

En relación al corporativismo policial, resultó bastante elocuente la rueda de prensa del anterior consejero de Interior, Joan Ignasi Elena, y de los jefes de los Mossos d’Esquadra, después del debate de investidura de Salvador Illa, en el cual no pudo participar el cabeza de lista de la segunda fuerza parlamentaria, Carles Puigdemont. Se considera normal que la policía conceda más valor a la orden de detención dictada por un juez que al derecho otorgado en las urnas por la ciudadanía a un dirigente político.

«Es un acto reprobable, no merecen vestir nuestro uniforme. Esto no lo hacen los policías«. El entonces comisario jefe, Eduard Sallent, se refirió de este modo a los agentes que presuntamente facilitaron a Puigdemont la salida del Passeig Lluís Companys de Barcelona el pasado 8 de agosto, sin ser capturado después de su breve intervención en un acto público. Aquellos mossos fueron detenidos temporalmente, puestos a disposición judicial, suspendidos en sus puestos y probablemente serán expulsados del cuerpo, pero más allá de los motivos por los cuales se tomaron estas decisiones indudablemente arbitrarias e injustas, conviene hacerse algunas preguntas:

¿Alguien recuerda palabras similares por parte de algún mando catalán para referirse a policías que no esconden sus ideas racistas? ¿Merecen vestir el uniforme policial los agentes que se ensañan con manifestantes que intentan impedir desahucios con actos de desobediencia pacífica? ¿Por qué se mantiene la impunidad de quien identifica gratuitamente y a veces maltrata a personas migradas por el hecho de serlo? ¿Alguna vez se ha dicho en rueda de prensa oficial que la exhibición de la bandera monárquica en la muñeca no forma parte del uniforme reglamentario de ningún agente?

¿Cuántas veces hemos visto mossos y mosses d’Esquadra que por defecto se dirigen en primer lugar en castellano a los ciudadanos que interpelan? ¿Quién recuerda haber escuchado o leído críticas severas de responsables de Interior o de jefes policiales cuando se han puesto en evidencia actuaciones violentas de agentes contra manifestantes previamente echados al suelo? ¿Y cuando se les ha visto y oído identificar y humillar a personas por su aspecto?

Seguramente, algún mando debe haber corregido la conducta de agentes cuando se ha constatado la práctica de cacheos agresivos o intimidatorios contra familias enteras, o cuando han tenido noticia de interrogatorios de cariz puramente ideológico, pero ¿por qué no lo denuncian nunca públicamente?

Hay que preguntarse por qué motivo los responsables políticos y los jefes policiales no se pronuncian nunca en contra de la violencia policial. ¿Es porque piensan que tienen que ser solidarios con sus subordinados aunque su comportamiento sea propio del extremismo violento? ¿O es que sencillamente tienen miedo de las reacciones adversas de carácter corporativo que se puedan producir entre los agentes?

La nueva consellera de Interior, Núria Parlon, tiene por delante una tarea más que complicada.

No pocos miembros del Ejecutivo conformado por Salvador Illa no comparten las inquietudes que Parlon ha mostrado a lo largo de su vida como militante del PSC. No le pondrán las cosas fáciles. Ella es consciente desde hace muchos años del problema que representa la judicialización de la acción política. Así lo manifestó hace tiempo y probablemente también comparte la idea según la cual las acusaciones de malversación, de enriquecimiento personal o de terrorismo contra independentistas representan una infamia, una pura estratagema que en estos momentos solo sirve para que un problema de primer orden, la impunidad de los jueces que se niegan a aplicar la Ley de Amnistía a la mayor parte de activistas y dirigentes políticos, quede eclipsada por un debate sobre un operativo policial muy concreto, inoportuno, injusto y totalmente desproporcionado.

La consellera Parlon no podrá evitar el impacto político de buena parte de las actuaciones de Mossos d’Esquadra, porque es imposible, pero sí podría ser intolerante con pronunciamientos aprobatorios o reprobatorios de los nuevos responsables policiales sobre la actividad de dirigentes políticos, como los del comisario Eduard Sallent, que se atrevió a descalificar abiertamente la conducta de dos expresidentes de la Generalitat. El hasta hace poco comisario jefe advirtió que Mossos no es «una policía patriótica», en relación a los agentes que hipotéticamente protegieron a Puigdemont para evitar su detención. Habría que recordarle al comisario que lo que tiene que ser la fuerza de seguridad catalana, indudablemente, es una policía respetuosa con los derechos elementales, convenientemente fiscalizada, democráticamente, y no se explica el motivo por el cual sus agentes de más alta graduación, entre ellos el major Josep LluÍs Trapero, rechazan la realización de una auditoría externa independiente sobre la actividad policial, tal como lo reclaman el Centre Iridia y otras organizaciones defensoras de los derechos civiles y políticos. Alguien le tendría que decir además al actual director general de Mossos, Josep Lluís Trapero, y al resto de responsables en la cadena de mando policial, que no entra en sus funciones la impugnación de la acción de gobierno ni la planificación de detenciones de acuerdo con sus criterios políticos.

Nada de todo esto será sencillo, pero quizás lo más complejo de lo que tiene por delante la nueva titular de Interior es la ampliación de los efectivos de los Mossos d’Esquadra. En los próximos años tendrán que reclutar a miles de nuevos agentes y hace falta que el casting entre los candidatos a policía se realice con metodología y criterios que impidan que la ultraderecha extienda más tentáculos dentro del cuerpo. Las fuerzas policiales son lo que son. Persiguen a delincuentes, traficantes e infractores de normas de convivencia, pero más allá de atender necesidades cotidianas de seguridad, se conformaron para hacer respetar las ambiciones del poder económico y el orden establecido en su beneficio. Nada nos impide, sin embargo, pensar un poco en clave posibilista e imaginar que dentro de la policía catalana debería predominar el aprecio por los valores democráticos, el respeto por las libertades, la promoción de la igualdad de derechos y el cuidado de las personas que necesitan atención. Haría falta que la ciudadanía, cuando tuviera que contactar con Mossos, pudiera encontrar siempre agentes amables, que solucionen problemas y que no añadan dificultades, temor y sufrimiento a quien cotidianamente ya encuentra demasiados problemas para poder vivir dignamente.

El ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, ha nombrado nuevo jefe para la Jefatura Superior de policía en Catalunya, Luis Fernando Pascual, un funcionario aragonés que ya estuvo destinado a las comisarías de L’Hospitalet de Llobregat y la de la vía Laietana de Barcelona, lugar de espantosos recuerdos para tantos y tantos defensores de las libertades democráticas. Un nombramiento que abre de nuevo el interrogante sobre los motivos por los cuales Interior se ha negado hasta ahora a permitir que este inmueble se transforme en un centro de recuperación de la memoria de la represión.

No caben muchas dudas. La complicidad de sectores de la policía, y también del ejército, con la extrema derecha se pone de manifiesto con tanta frecuencia que llega a considerarse casi como un fenómeno normal.

Muchos gobernantes, de diferentes colores políticos, acostumbran a tratar a las fuerzas armadas y policiales con especial atención y delicadeza. En el Estado español, sin embargo, el tufo que dejó en estos cuerpos el régimen franquista se percibe todavía. Es particularmente fuerte e impregna el comportamiento y los discursos de mandos y responsables políticos.

Cuesta olvidar aquellas ruedas de prensa organizadas por el actual Gobierno del Estado, protagonizadas en buena medida por altos cargos uniformados, en las que se llamaba a la ciudadanía a comportarse como «soldados» para combatir el coronavirus o las palabras de quien hasta no hace mucho ejercía como jefe de la Guardia Civil en Catalunya, cuando equiparó la movilización soberanista catalana con actividades terroristas o al comisario de policía, que salió al balcón de la jefatura de la vía Laietana de Barcelona a levantar el brazo y a besar la rojigualda al paso de una manifestación del nacionalismo español.

La lista de ejemplos que ilustran el talante ideológico de fuerzas hipotéticamente dedicadas a velar por la seguridad de la ciudadanía sería inacabable, pero el más preocupante, quizás, es que no se ven signos ni voluntad de rectificación por parte de gobernantes que se reivindican como progresistas.

Parece mentira pero todavía no han enmendado las palabras del magistrado que ocupa la Secretaría de Estado de Seguridad, Rafael Pérez Ruiz, hombre de confianza del ministro Marlaska. La ciudadanía, dijo, «aprecia el trabajo abnegado y callado» de los policías de la Jefatura Superior de Cataluña. Su sede, en la vía Laietana, «ha sido un símbolo de servicio público desde el cual varias generaciones de policías han contribuido y siguen contribuyendo a fortalecer la democracia en nuestro país», añadió, en señal de cruel desprecio por las persones que allí padecieron el sadismo de determinados comisarios e inspectores.

¿Cuándo se considerarán innecesarios o desacertados estos elogios? ¿Qué necesidad hay de ensalzar sistemáticamente a los empleados del Estado que portan armas, como si sus ocupaciones exigieran mayores «sacrificios» cotidianos por amor a la humanidad que los de otros profesionales? Cuando Pérez Ruiz habló de «generaciones de policías» quiso complacer, evidentemente, a quienes deberían sentir vergüenza por la brutalidad practicada en aquel edificio, la de las torturas del franquismo, pero también la que se siguió aplicando después de la muerte del dictador y la que también sufrió recientemente, por poner tan solo un ejemplo, Guillem Padilla (el joven de la sudadera naranja), que no cometió más error que el de no ser suficientemente rápido para levantarse del suelo y correr, para evitar los golpes de una carga policial.

El mismo día en que el secretario de Estado dejaba bien claro el grado de sensibilidad democrática del Ministerio de Interior, el hasta hace pocos días máximo responsable de la policía en Catalunya elogiaba el «trabajo» de sus subordinados de «captación y análisis de información relevante para la prevención de actividades delictivas y otras que pueden afectar de manera grave el orden público y la pacífica convivencia, provenientes de organizaciones radicales que tienen como objetivo la fractura del Estado, tanto política como social, afectando el normal funcionamiento de las instituciones públicas y privadas, incumpliendo reiterada y gravemente la Constitución y las leyes». No eran estos los objetivos de la «policía patriótica» que participó en la «Operación Cataluña»?

Dicen que este comisario, José Antonio Togores, cargado de medallas al mérito policial y experto en unidades antidisturbios, mantuvo una relación impecable con el major Josep Lluís Trapero, que últimamente se ha significado por sus peticiones de respeto a los Mossos d’Esquadra, realizadas en un esfuerzo para mantener prestigio entre los agentes que reclaman al poder político medidas de reconocimiento de su autoridad.
El major, que entró en conflicto con la cúpula policial española durante el otoño de 2017, y que fue cesado por el Gobierno de Mariano Rajoy, procesado posteriormente y absuelto por la Audiencia Nacional, calificó a Quim Forn de irresponsable ante los magistrados del Tribunal Supremo que condenarían a quién fue consejero de Interior a penas de 10 años y medio de prisión y de inhabilitación para ejercer cargos públicos. En una inusual entrevista emitida por TV3 el pasado mes de junio, Trapero no ahorró elogios a los actuales responsables de la policía española y de la Guardia Civil.

El corporativismo que a menudo se pone de manifiesto entre profesionales de muchos oficios se acaba imponiendo con especial intensidad entre agentes policiales de diferentes cuerpos. A veces se disputan ámbitos de competencia y se ocultan datos, como fue el caso de la información sobre la iman de Ripoll, con consecuencias terribles para las víctimas de los atentados del 17 de agosto. Pero a menudo, si reciben críticas desde la sociedad civil, pueden llegar a defender u ocultar comportamientos propios de energúmenos, actuaciones de violencia gratuita, ensañamientos contra manifestantes, maltratos, castigos inhumanos, golpes, insultos, registros sin garantías, interrogatorios humillantes que hieren la sensibilidad de cualquier ciudadano normal…

La ciudadanía tendría que poder tener, en principio, una percepción amable de los agentes policiales, una imagen habitualmente alejada del sentimiento de miedo, pero este objetivo, difícil de lograr en demasiadas partes del mundo, resulta especialmente complicado de alcanzar en el Estado español, donde es evidente la simpatía que genera la extrema derecha entre sectores de las policías, de la Guardia Civil y de las fuerzas armadas. Los resultados electorales en los colegios y distritos donde tienen mayor presencia son bastante elocuentes.

«El orden, desgraciadamente, pocas veces exige el buen hacer», escribió Albert Camus (1), En nombre del orden público se han justificado y se justifican todo tipo de atentados más y menos graves contra la dignidad de las personas, porque demasiado a menudo quién tiene que garantizar seguridad se preocupa más por el respeto por su «autoridad» que por el servicio que tiene que ofrecer.

Los demócratas con responsabilidades de gobierno tendrían que manifestar preocupación por esta realidad, en vez de disimularla. El régimen del 78 otorgó carta de credibilidad democrática a la policía y al ejército franquistas. Los «casting» posteriores para seleccionar agentes y militares de diferente rango no se han realizado cuidadosamente, es obvio. Los representantes de las mayorías de izquierdas, en lugar de intentar combatir esta enfermedad antidemocrática con muestras de «gratitud y respeto» por quien participa en los desfiles de fuerzas armadas, en vez de invitar a la ciudadanía a la reflexión sobre un «pasado compartido» que nunca ha existido, tendrían que pensar en la manera de democratizar unos cuerpos que nunca fueron depurados de ultraderechistas y que necesitan procesos de selección y formación radicalmente diferentes.

No es una tarea sencilla, porque quien acepta responsabilidades políticas en ámbitos de «seguridad» siempre teme posibles reacciones hostiles en comisarías y cuarteles,. De nada sirve, sin embargo, desviar la mirada hacia otro lado y mucho menos la adulación.

Notas:

*La foto destacada es de Emilio Naranjo/EFE.

(1) Camus, Albert. L’home revoltat. Raig Verd editorial, 2021