Este artículo se enmarca en el nuevo Espacio Feminista de la Fundación Espacio Público. Este espacio surge desde la necesidad de abrir una ventana inclusiva, con diversas voces, un abanico amplio de temas, desafíos y retos que debe afrontar el feminismo. Además, pretende fortalecer una línea editorial y una agenda específicamente feminista, desde una perspectiva interseccional, que teja redes con mujeres de ámbitos distintos, las acompañe y las apoye.
Las Olas feministas llegan y se van. Su punto álgido suele ser breve pero siempre queda un poso de conocimiento feminista y de avances sobre el que ponen sus pies las generaciones futuras. También, desgraciadamente, toda Ola tiene su reacción patriarcal, de la que también se extraen enseñanzas, pero que duele cuando se está viviendo. A estas alturas, no hay duda de que la Cuarta Ola (aunque no hay acuerdo en esta terminología) fue una revolución contra las violencias sexuales, y tampoco hay duda de que estamos en medio de una virulenta reacción patriarcal. Se pudo poner de manifiesto la enormidad de su extensión y que lo que las feministas llamamos “cultura de la violación” es una realidad cotidiana que, como bien escribió Susan Brownmiller, se despliega como un continuo sobre las vidas de todas. Un continuo que, desde la más leve a la más grave, hemos padecido todas las mujeres en algún momento de nuestra vida. La violencia sexual acompaña a todas las mujeres desde el comienzo de la historia. El miedo a la misma está escrito en nuestro ADN, nos socializamos en ese miedo y con razón, porque no hay un solo lugar del mundo en el que las mujeres puedan decir que viven libres de violencia.
El feminismo lleva décadas luchando contra todas las violencias machistas. Las ha denunciado, conceptualizado adecuadamente, ha diseñado estrategias, políticas públicas, ha dedicado recursos, ha conseguido que todas las instituciones se impliquen en esta lucha, pero la violencia no disminuye. Pasadas ya muchas décadas desde que el feminismo definiera la violencia de género y desde que las instituciones dedicaran a esta lucha presupuestos y políticas públicas, la violencia parece estar aumentando, especialmente las violencias sexuales. Es evidente que una parte de dichas violencias tienen su origen en un movimiento de reacción patriarcal contra los avances del feminismo. Seguramente no se trata de que las feministas o las instituciones estemos haciendo cosas mal, simplemente nada es suficiente todavía para tumbar el sistema patriarcal. Quizá lo que peor hagamos sea pensar en la violencia como una “lacra” del sistema, como una excrecencia del mismo, como un mal ajuste, como algo que se puede combatir independientemente del combate contra el sistema patriarcal en su conjunto. Lo cierto es que todo sistema de dominación necesita usar de ciertas dosis de violencia para perpetuarse, especialmente si pierde, como este ha perdido, el poder formal, legal, sobre las mujeres. Sólo la desaparición del patriarcado traerá la desaparición de la violencia y, mientras, no es pensable la dominación sin ella y, además, cuanto más terreno conquistemos a la igualdad, podemos esperar una reacción más violenta por parte de aquellos que se sienten despojados de sus privilegios.
Las feministas también sabemos a estas alturas que para acabar con las violencias sexuales (con todas las violencias) lo que tiene que pasar es que los hombres dejen de ejercerlas; es decir, que sean ellos los que cambien. Y no lo harán solo con castigos, ni con nuestras movilizaciones. Debemos poner el foco sobre la manera en que se construyen subjetividades que desean violar, dañar, golpear, que cosifican, que deshumanizan a las mujeres. Es posible que aquellas violencias sexuales que parece que están creciendo más, las que se comenten en grupo como hermanamiento en la fratría masculina, aquellas que son extraordinariamente crueles, se puedan estar utilizando como reparación simbólica ante los avances del feminismo por los hombres más apegados a subjetividades rígidamente patriarcales. Así pues, tenemos por delante todo un campo de trabajo con ellos, buscando transformar sus emociones más profundas, aquellas que no encuentran otro cauce de expresión que la violencia. Hay que trabajar poniendo todos los recursos posibles para construir en los niños subjetividades igualitarias, subjetividades no cosificadoras, subjetividades empáticas y cuidadoras y para apoyar el trabajo de los hombres rebeldes al patriarcado.
Las mujeres ya hemos cambiado (aunque quede mucho por hacer) ahora es necesario que cambien también ellos, los hombres igualitarios son todavía una minoría. Pero el cambio no vendrá solo con intervenciones educativas en los niños. Vivimos en un orden disociado en el que por una parte luchamos contra el patriarcado y por la otra lo alimentamos de múltiples maneras. Sigue formando parte de esta lucha, por tanto, la denuncia de las costumbres, las instituciones, los discursos, los artefactos culturales, los privilegios, en definitiva, que contribuyen a reforzar la desigualdad. En muchas ocasiones seguimos denunciando los efectos, las consecuencias más evidentes del patriarcado, pero no penetramos con la suficiente profundidad en aquello que lo sustenta y lo reproduce, en aquello que contribuye a que los hombres no estén cambiando al ritmo que necesitamos.
Pero también tenemos que esforzarnos en cambiar guiones que parecen escritos en piedra, pero que sirven para ocultar la verdad, y el de la epidemia de violaciones es uno de ellos. Las feministas tenemos que movernos en un difícil equilibrio entre la denuncia permanente y el miedo y su gestión social. El otro día aparecía en la televisión el siguiente titular en La Sexta: “Las violaciones se disparan en España: se denuncian seis agresiones sexuales con penetración cada día. Los datos que comparte el Ministerio de Interior son el reflejo de la grave situación social. En lo que llevamos de 2021 se han denunciado un total de 1.601 violaciones”. Además de que hay tantas violaciones ocultas que cuando se denuncian más puede parecer una epidemia, ¿a qué situación social de refieren? ¿al patriarcado? No lo creemos. Más bien pretenden hacerlas aparecer como si las violaciones fueran consecuencia de la acción de un gobierno o de una situación económica y no consecuencia del patriarcado mismo. Es el miedo de las mujeres utilizado con fines políticos espurios, nada nuevo y nada bueno.
Las feministas tenemos que tener cuidado con la gestión social y política del miedo porque este busca limitarnos y coartar nuestro derecho a ocupar todos los espacios y porque se buscan también reacciones viscerales y nada feministas a ese miedo. Tenemos miedo porque somos socializadas en él, y porque las agresiones graves en la calle, que sufren un número pequeño de mujeres, son un aviso para todas; tenemos miedo porque es verdad que es algo que nos puede ocurrir a todas. Esto nos sitúa en una situación perversa. Se crean las condiciones para que tengamos miedo y después somos nosotras las que tenemos que cuidarnos, las que tenemos que protegernos. Nos limita, nos controla, nos infantiliza. Y el miedo también es un arma que utilizan contra nosotras aquellos que no nos quieren libres, sino encerradas; al tiempo que lo convierten también en arma de otras batallas sociales conservadoras o reaccionarias.
Es verdad que hay un aumento de un 9% en las violaciones denunciadas, pero también es verdad que la mayor concienciación puede hacer que haya más denuncias. Y, en todo caso, estas cifras escalofriantes siguen magnificando la figura del hombre en un callejón oscuro, una figura que pretende vetar nuestra presencia en el espacio público, mientras que se sigue invisibilizando el verdadero guion de las violaciones, de las que más del 80% son causadas por hombres conocidos de las víctimas. Y, más aún, que la mitad de este 80% se ejercen sobre niños y niñas menores, víctimas de una violencia sexual intrafamiliar de la que todavía no nos atrevemos siquiera a hablar claramente. La frase “Sola y borracha quiero llegar a casa” es un grito de justicia del movimiento feminista en todo el mundo que pone el foco donde hay que ponerlo.