Dijeron que mantendrían la discreción sobre lo que habían tratado o debían hablar en la mesa de diálogo y que no se pondrían ningún tipo de calendario de reuniones ni de plazos.
Sobre la discreción no cabe duda de que la mantienen estrictamente. Pronto se cumplirán cinco meses desde que Pedro Sánchez se reunió durante dos horas con Pere Aragonès y del posterior encuentro entre delegaciones del Gobierno español y del catalán durante dos horas más, y no han explicado nada en público sobre lo que trataron. Fue un éxito, eso sí. En esta valoración coincidieron todos los que participaron. Lástima que no se pueda saber el motivo.
No sabemos tampoco cuándo será la próxima reunión. La ministra Isabel Rodríguez ya dijo que eso tendría lugar cuando tuvieran algo acordado. En conversaciones discretas, hay que suponer.
Además de la ausencia de perspectivas de solución de los problemas generados por la represión contra el soberanismo catalán, de las inhabilitaciones, de los miles de procedimientos judiciales abiertos contra ciudadanos acusados de querer subvertir el orden centralista, de la incapacidad del progresismo español de hacer posible el retorno de los exiliados, además de las multas, amenazas, detenciones… el Gobierno y el aparato judicial españoles lo que hacen de momento es añadir obstáculos a una hipotética agenda de conversaciones. No dejan de crear problemas nuevos, como la aparición y desaparición de 1.700 millones de inversión pública que no podían servir para otra cosa que para hacer más grande el aeropuerto de Barcelona, el olvido de las lenguas diferentes del castellano en los planes de protección de la industria audiovisual, «solucionado» con una partida anual -¡de 15 millones!- para la producción de contenidos en catalán, vasco y gallego; la recuperación de la política educativa de José Ignacio Wert, la de la españolización de los niños catalanes, con la aplicación de sentencias contra la inmersión lingüística, la retirada de las actas de diputado a personas desobedientes que se han expresado y se expresan públicamente en contra de la represión, en favor de la libertad de expresión y en contra de la extrema derecha implantada en el aparato jurídico y policial del Estado.
«Que se respete la ley», dicen los representantes del Gobierno central y de los partidos nacionalistas españoles, en sintonía con magistrados que, por ejemplo, avalan la competencia de la Junta Electoral para poner límites a la libertad de expresión de los miembros del Govern de la Generalitat, particularmente de su presidente y de cualquier diputado. Para dejarlo claro pasan por alto los resultados de las elecciones y privan de sus derechos a todo aquel que no siga las directrices de aquellos jueces que convierten sus tribunales en agentes activos de la vida política.
Los partidos del gobierno catalán, por su parte, hablan muy a menudo sobre las discrepancias estratégicas que mantienen, pero tampoco se sabe de qué estrategias hablan, porque ni unos ni otros han ofrecido pistas sobre cuál es el camino que tienen previsto ya no para conseguir la independencia de Catalunya, tal como lo proclaman de vez en cuando, sino para obligar el Estado a hablar sobre una ley de amnistía y a reconocer de alguna manera el derecho de Catalunya a decidir su futuro como nación. Mucho menos todavía saben explicar en qué se diferencia la Catalunya del futuro que sueñan unos y otros. Pero más allá de estos «detalles» y de las descalificaciones mutuas constantes que se dedican desde hace cuatro años, con evidente menosprecio del desaliento que generan entre la ciudadanía que les vota sin especial predilección partidaria, sí que expresan diferencias, no demasiado claras, sobre la voluntad de diálogo y la conveniencia de la confrontación con el Estado. Hay que suponer que todos tienen conciencia de que cualquier conflicto, por grave que sea, concluye con negociación, y que si se quiere negociar, aunque sea una tregua, hay que sentarse a hablar y tener contrapartidas, porque en caso contrario, si no se puede ofrecer nada o no se tiene capacidad de incomodar seriamente a la otra parte, no hay pacto posible. El ganador impone su voluntad y el perdedor capitula, o se rinde.
El diálogo real parece en estos momentos paralizado por varios motivos, pero el principal es la pérdida de capacidad de presión por parte del soberanismo catalán. El tiempo de las grandes movilizaciones ha quedado atrás y la gente que desearía recuperar la ilusión que tenía hace unos años no puede ocultar su desencanto. Lo que hay entre los dos partidos independentistas con más representación no es más que una batalla permanente y constante para desgastar a la fuerza de la competencia, para conseguir de este modo, se supone, un grado más alto de presencia en las instituciones.
Quién insistía más en la vía del diálogo, sin embargo, se encuentra fuera del Govern. Son aquellas fuerzas que se identifican como progresistas, pero que consideraron que la movilización de millones de personas en defensa de la República catalana no iba con ellos. Algunos que se reivindican como la izquierda transformadora y que incluso todavía se proclaman a veces como herederos del 15M, no consideraron siquiera la posibilidad de jugar un papel en la extraordinaria movilización soberanista vivida durante la pasada década, que parecía que abría una oportunidad para poner en cuestión el régimen del 78.
Ahora los epígonos de los izquierdistas que a finales de los 70 pactaron la reforma política que dio continuidad a una parte sustancial del legado de la dictadura, entre el cual se encuentra la institución monárquica, toman la palabra para decir que no es el momento (1) de exigir reconocimiento del derecho a la autodeterminación de Catalunya ni de reclamar un referéndum sobre la forma de Estado. Ya no hablan casi nunca de la «nueva política», ni de la casta, ni de procesos constituyentes, ni de la revolución democrática que decían que teníamos a las puertas. La casta debe haber desaparecido y «la nueva política» debe consistir en el intercambio de cromos, de apoyos parlamentarios y de amenazas de retirada de los mismos para conseguir la aprobación de presupuestos de una u otra institución o la convalidación in extremis de un decreto sobre la reforma laboral. Muy nueva esta forma de hacer política no parece.
Aun así algunos de los que se han reconocido como significados «equidistantes» entre el nacionalismo constitucionalista español y el republicanismo catalán, han empezado a detectar escepticismo sobre la viabilidad de la mesa de diálogo y han hecho una serie de sugerencias a los gobiernos catalán y español para «predisponer a los interlocutores a una negociación exitosa» (2). Expresan preocupación por el posible bloqueo del diálogo y para «avanzar» proponen una agenda de negociación sobre las siguientes cuestiones: inversiones estatales en Catalunya, traspaso de las competencias sobre ferrocarriles de cercanías, algún tipo de compromiso sobre el corredor del Mediterráneo, una reorganización territorial que permita la creación de una unidad administrativa del área metropolitana de Barcelona y un compromiso del Estado para la protección y promoción de la lengua catalana.
Cuesta entender que personajes con experiencia política y conocimiento de la historia y la realidad catalana, a pesar de haberse vuelto negacionistas del derecho a la autodeterminación de Catalunya, puedan imaginar una hoja de ruta para la resolución del conflicto entre Catalunya y el Estado sin tocar temas tales como el déficit fiscal, las competencias en materia de educación, economía, medio ambiente, relaciones laborales, vivienda, seguridad, el respeto por la soberanía del Parlament de Catalunya o la reparación del daño causado a miles de víctimas de la represión contra el independentismo.
Hay «progresistas» que niegan desde hace tiempo la posibilidad de una amnistía y argumentan, como lo hicieron en los años setenta a propósito de la reforma política, que la correlación entre fuerzas políticas no permite que se pongan en cuestión determinados asuntos. Una correlación de fuerzas que, obviamente, cambia en un sentido o en otro a lo largo de la historia y que no se puede modificar a favor de los defensores de los derechos elementales y las libertades democráticas si se trabaja para conseguir la desmovilización y la renuncia al cambio social (3).
Los principales partidos independentistas catalanes dilapidaron con sus rifirrafes la fuerza popular extraordinaria ganada con las movilizaciones que tuvieron lugar entre los años 2011 y 2019. La derecha y los constitucionalistas españoles celebran la desmovilización general del soberanismo catalán. Cuesta imaginar en estos momentos, por ejemplo, la recomposición de una red como la que se tejió en torno a los CDR. Eso tranquiliza al centralismo, no cabe duda. Y no lo disimula. Hoy ninguna organización catalana tiene capacidad de convocatoria de actos reivindicativos como la cadena humana de 400 kilómetros del año 2013, formada por 1.600.000 personas; o la marcha hacia Bruselas del 2017, o la manifestación a Madrid del 2019, o las marchas por la libertad en respuesta a las sentencias del Supremo del mismo año, y mucho menos llamamientos a las urnas como la consulta del 2014 y el referéndum del 2017, en los que participaron millones de personas.
Los dirigentes independentistas no han perdido ocasión para descalificarse mutuamente (4) y el destrozo que han dejado en esta batalla no lo podrán reparar con facilidad, pero aun así la sociedad catalana conserva buena parte de su tejido asociativo. Los demócratas necesitan reforzarlo para cuando irrumpa una nueva oleada de protesta popular y de impugnación del régimen del 78. Una nueva oleada que tarde o temprano llegará, cuando los actores políticos menos se lo esperen, pero entonces habrá que disponer de una sólida red de entidades culturales, sindicales, vecinales, políticas que, para ser eficientes, necesitarán una orientación social responsable y una fuerte vinculación internacional.
Hay que suponer que en algún momento de las próximas semanas o meses el Gobierno del PSOE y de UP hará posible la escenificación de una nueva conversación en mesa de diálogo, con una parte del Gobierno catalán si nada cambia, que a estas alturas, después de haber comprobado de nuevo la capacidad del centralismo de olvidar promesas y de sacar provecho de los efectos de la represión y de la desmovilización del soberanismo, ya pueden prever qué tipo de «concesiones» les ofrecerán en el nuevo encuentro. Alguna nueva «inversión» prometerá el Gobierno de Pedro Sánchez. No faltarán actores que quieran que se asuma como un nuevo éxito del progresismo o como un cambio que hay que apoyar en favor de los intereses de todo el mundo. Los ciudadanos que no viven de rentas se merecen mejoras sustanciales que efectivamente se puedan celebrar.
Notas:
*La foto destacada es de Jordi Bedmar.
(1) Mireia Esteve. Los referéndums que Yolanda Díaz y Ada Colau no ven urgentes. Ara, 7 de febrero de 2022.
(2) Varios autores. ¿Impulsar la mesa de diálogo? El País, 2 de febrero de 2022.
(3) Dossier especial. Por qué pierde la izquierda. Le Monde Diplomatique en español, enero de 2022.
(4) Marc Font y Ferran Espada. La resaca del caso Juvillà vuelve a destapar la falta de una estrategia conjunta del independentismo. Público, 8 de febrero de 2022.