Antes de escribir esto leo que “[o]cho activistas de la PAH podrían ir a la cárcel por intentar parar el desahucio de Paola y sus tres hijos en Guadalajara”. Para aquella protesta pacífica- por reclamar el derecho humano a una vivienda, siquiera para tres menores de edad – la Fiscalía y el banco dueño de la casa piden penas de prisión.
En los márgenes, la reciente película que dirige Juan Diego Botto, expone esta insoportable realidad: más de 100 desahucios diarios. Los coloca en el debate público, promueve la movilización cívica y exige respuesta institucional. Todo eso logra una ficción documentalista que rehúye el paternalismo, la condescendencia y el simplismo maniqueo. Estos son rasgos del discurso “izquierdoso”; un estereotipo previsible. En consecuencia, fácil de rebatir y de marginar; por tanto, recluido “en los márgenes”.
Dícese izquierdoso/a de la gente de buena familia y abultada cartera que exhibe un buenismo que se proclama solidario; pero que resulta descomprometido y sin traducción práctica alguna. Excepto el autobombo, sostenido por una pornografía sentimental de la existencia idealizada de las clases bajas.
Califico En los márgenes de ficción documentalista y no de “cine social”, “político” o “comprometido”. Expresiones que suelen ensalzar ensayos fílmicos “de autor” y panfletos ideológicos o sentimentaloides. Los primeros resultan inaccesibles al público al que, supuestamente, se dirigen. Y éste, como es lógico, no soporta sermones propagandísticos ni idealizaciones esteticistas y sensibleras de la miseria que sufren.
El guion – coescrito entre el director y Olga Rodríguez – tiene el pulso de una novela de costumbres y la pulsión de un reportaje periodístico con tintes picarescos y de crónica negra; con apariencia documental. Narra 24 horas frenéticas en tres frentes de la lucha por la supervivencia, antes llamada guerra de clases.
En el primer frente pelea Azucena, interpretada por Penélope Cruz; que además, produce la película. Se trata de una trabajadora precaria, casada con un inmigrante argentino que autoparodia Juan Diego Botto. Ambos – con un matrimonio en crisis y un hijo enmudecido – víctimas colaterales y domésticas de la crisis – afrontan un desahucio inminente. La segunda historia la protagoniza Rafael, que encarna Luis Tosar: un abogado empeñado en reunir a una madre magrebí con su hija, Salma. Y en la tercera trinchera está Teodora, una anciana enferma que busca al hijo al que apoyó sufragando su negocio antes de que este naufragase. Alejados desde entonces, el tiempo también corre en su contra.
En los márgenes ofrece una historia coral que resulta angustiosa y dramática, pero también vital y esperanzada. No rehúye mostrar el dolor social, pero lo acompaña de autoorganización, autoayuda ciudadana y compromiso cívico. Con estos mimbres – tal como muestra la escena en la que irrumpen como actores reales los activistas de la PAH – se gesta y se exige la justicia social; peleándola en la calle y en las instituciones.
La película logra aquello a lo que aspiran los autoproclamados portavoces de las clases populares. De ella puede decirse “Si se te cruza, no te queda más remedio, [la] ves, eres partícipe”. La frase, extraída de una conversación del personaje de Tosar con su hijastro, resume la función política de la cinta: hacernos partícipes: convertirnos en parte del problema y de la solución.
No es este un cine para espectadores ideologizados, sibaritas del “séptimo arte” o pijiprogres que consumen “experiencias solidarias”. Busca de forma explícita – y, por tanto, honesta – crear conciencia. No sé si de clase trabajadora o del precariado. Pero sí de una ciudadanía que se siente responsable de defender los derechos humanos, exigiéndolos en la práctica y ejerciendo la libertad de asociación, protesta, defensa legal y acción directa no violenta.
Reconocerse parte del problema conlleva la autocrítica y esta, a su vez, exige distancia. Aunque se echa en falta en algunos pasajes, es consecuencia del foco que antes alabamos. El equipo de esta película suscribe el contrato del desaparecido Rafael Chirbes con el “pueblo galdosiano”, empeñado en “el esfuerzo para que la miseria no te degrade, en ese mantenerse en un estrecho filo siempre amenazado”. Allí, en los márgenes, diría de nuevo Rafael si siguiese entre nosotros: ”quedan algunos elementos en los que apoyarse para reconstruir ciertos pilares imprescindibles del código que venga si alguna vez este mundo de mierda salta en pedazos”.
Hubiera sido deseable una cuarta trama – aunque alargaría la peli – que apuntase la responsabilidad de las clases medias, propietarias y especuladoras, en el problema de la vivienda. La (ultra)derecha las atrae con el espantajo de la ocupación. Mientras la izquierda electoral rehúye incomodarlas, se divide y renuncia a topar los alquileres, grabar con impuestos las casas vacías o crear más vivienda social.
Saberse parte de la solución exige compromiso. Visibilizando el de la PAH – la Plataforma Anti-desaHucios que la película homenajea – la cinta revela su carga moral. Entonces, la compasión da paso a la empatía. Y la indiferencia, a la santa indignación. La mirada ya no se centra en el dolor sino en la esperanza de lucha colectiva. Y esta se alimenta del sentimiento con el que Penélope Cruz, lanza un grito mudo – “VERGÜENZA” – defendiendo el derecho a techo de su familia. La explotada y oprimida ya no se culpa, señala y combate a los culpables.
En los márgenes denuncia la marginación y rehúye la marginalidad izquierdosa. Se dirige a tres públicos, retratándolos sin apenas clichés y mediante las tres tramas que antes dijimos. La primera, centrada en el personaje de Tosar, convoca al público afín. A los trabajadores y administrativos que median para solventar las carencias sociales. Sin recursos ni apoyo institucional. Rebasados y estresados, precarizan también sus relaciones personales y vidas familiares. El cotidiano es para ellos un infierno de estrés, impotencia y carreras contrarreloj. Con todo, se mantienen a flote y son el asidero de otros muchos. El retrato de este activismo no resulta apologético, maximalista ni dogmático. Le salva la auto-ironía, la autocrítica y el reconocimiento de sus límites.
La segunda historia, la de Azucena y su marido inmigrante, apela a un primer círculo de afectados. Ella hace de madre coraje y él de derrotado derrotista. El apoyo que reciben del vecindario aporta dignidad y exorciza la autoculpa, haciendo posible la movilización. Y una última trama, la de la madre solitaria y el hijo ausente, extiende el círculo de afectados a la clase media hundida y humillada. Aunque resuelto de forma expeditiva, resulta imposible no identificarse con relato del emprendedor fracasado y una madre indigente.
Esos tres hilos se trenzan al final de la película y esta representa así la red del tejido social, necesaria para sostenerse en pie. La grandeza de los creadores reside en representarlo sin suplantarlo. No hace falta que las activistas de la PAH irrumpan en las proyecciones. Están presentes. Cuando comparecen en el film, ese es “el momento de la verdad”. La realidad político-social y la ética ciudadana entran en escena. Y nosotros en su asamblea. Toda una lección para las siglas partidarias y sindicales que, sin (re)conocer el liderazgo ciudadano, pretenden representarlo.