La imagen de un abrazo en Barcelona entre Felipe González y Javier Solana fue la más difundida en prensa y televisión para celebrar «el éxito» de la Conferencia que tenía que establecer las bases de la colaboración entre gobiernos de los quince países que en 1995 formaban parte de la Unión Europea y otros doce de la ribera sur mediterránea. Se felicitaban por el inicio de lo que se conoció y todavía se conoce como ‘Proceso de Barcelona’.
Los participantes en la cumbre aprobaron in extremis una declaración, de forma unánime, que representaba un «ambicioso proyecto», según el presidente González. Una iniciativa que tenía que permitir «mirar hacia el futuro y no al pasado», dijo Solana, entonces ministro de Asuntos Exteriores, poco antes de ser nombrado secretario general de la OTAN.
El rey Juan Carlos, hoy emérito, también se dirigió a los gobernantes asistentes a la Conferencia Euromediterránea para referirse a la capital de Catalunya como «síntesis de la estética y del espíritu mediterráneos», de la «creatividad mediterránea… cuna de civilizaciones», y para afirmar que “la paz y la seguridad de nuestros pueblos son indivisibles…”, faltaría más.
No se quería mirar hacia el pasado de las relaciones políticas, económicas y humanas entre países de la denominada región euromediterránea, no fuera a ser que se pudiera aprender alguna lección. La historia reciente no invitaba lo más mínimo al optimismo. Había que hablar del futuro. Lo que tenía que venir, no obstante, sería todavía peor.
Los participantes en la cumbre se comprometieron a crear una gran región económica y política euromediterránea, con una serie de objetivos, entre los cuales figuraba la creación de una área de libre comercio y la recomendación de cerrar acuerdos bilaterales para la «readmisión» en los países de origen de los «nacionales» que se encuentran en Europa «en situación ilegal». Un eufemismo para referirse a devoluciones en caliente, expulsiones y deportaciones.
Los gobiernos europeos favorecían de este modo el avance hacia la libre circulación de mercancías, que se concreta a menudo en ventas de material militar, y la obstaculización al mismo tiempo del movimiento de personas migrantes. Acuerdos bilaterales se han firmado desde entonces, ciertamente, para reforzar mecanismos de control policial en los países del sur sobre personas que necesitan migrar hacia el norte. Acuerdos migratorios vergonzosos, como el que la UE firmó con Turquía en 2016, o como el más reciente, firmado el pasado 16 de julio de 2023 por la presidenta de la Comisión Europea, la primera ministra italiana y el jefe de gobierno holandés con el presidente de Túnez. Se informó que la UE pagará a este país norteafricano más de 100 millones de euros para que impida la salida de migrantes hacia Europa.
El Estado tunecino se aplica en la “labor”, sin duda. La organización Migrant Rescue Watch pudo comprobar el pasado 25 de julio la llegada a la frontera libia de personas subsaharianas forzadas a huir por el desierto por las autoridades de Túnez. Se calcula que unos dos mil expulsados se encontraban hace pocos días en una zona desértica de la frontera, muchos de ellos deshidratados. Algunos habían muerto por el camino.
«Cooperación» contra los derechos humanos
Las bases de la «cooperación» euromediterránea se habían «consolidado» en 2004 en la Unión Europea, con la creación de una «agencia» de carácter represivo, Frontex, para «proteger las fronteras exteriores» de su espacio de «libre circulación», es decir, para el «control de las migraciones».
Cuatro años más tarde, en París, se fundaba la Unión por el Mediterráneo, formada por 42 estados. 27 de la UE y 15 socios del norte de África y de Oriente Próximo, para promover la estabilidad en la región y la integración entre países del norte y del sur, de acuerdo con el espíritu del ‘Proceso de Barcelona’. Se trataba, decían, de conseguir «paz, seguridad y prosperidad para todo el mundo».
El balance de tal «cooperación» resulta escandaloso. Lo sucedido durante estas últimas décadas en países como Siria, Irak, Palestina, Libia, Túnez o el Sahara Occidental, por mencionar solo algunos de los países destrozados, tiene muy poco que ver con la estabilidad, la paz, la seguridad o la prosperidad. Hay que ser muy hipócrita para concluir que en estas naciones o en otras del África subsahariana se ha avanzado en algún sentido en el respecto de la vida.
«El aumento de las desigualdades entre Europa y África del norte y la subsahariana, el empobrecimiento de países del Este, sometidos a políticas despiadadas de ajuste estructural, la extensión incontrolable del caos en Oriente Medio, con la destrucción del Estado iraquí en 2003 y la descomposición de Siria desde 2011, provocan la huida de millones de personas hacia Europa», advertía el politólogo Sami Naïr en 2016 en debate abierto por Espacio Público. Un debate por escrito y presencial que aconsejamos revisitar. ¿Qué debe hacer la UE sobre la inmigración? (1), nos preguntábamos hace siete años. Y buscamos respuestas entre personas conocedoras de la cuestión desde diferentes puntos de vista.
Supuestamente, desde el Tratado de Roma (1957), la libre circulación de personas ha sido «un objetivo prioritario de Europa». «Tendría que haber sido una realidad desde la entrada en vigor del Tratado de la Unión Europea. No ha sido así», reconocían ya en 1997 destacadas representantes del grupo parlamentario de los socialistas europeos (2).
Ahora no sabemos ni sabremos nunca cuántas personas han muerto ahogadas en lo que llevamos de siglo XXI en el Mediterráneo y en las costas del Atlántico en su intento de huir de la miseria y de la muerte, y de buscar acogida en alguno de los países de la ribera norte. Solo conocemos algunas aproximaciones a las cifras de naufragios, de muertos y desaparecidos registradas por organizaciones humanitarias. Se cuentan ya por decenas de miles. Los gobiernos de la ribera norte solo hacen cálculos con quienes consiguen llegar. Deshumanizan la tragedia y siguen discutiendo sobre nuevas medidas para reducir lo que denominan «presión migratoria».
Desvían la mirada ante la transformación del Mediterráneo y de las costas atlánticas del Magreb en inmensas fosas comunes. Miran hacia otra parte e intentan borrar de la memoria colectiva la realidad más dolorosa. Recordaremos aquí solo algunos hechos significativos de las últimas décadas, entre otras muchísimos que se podrían citar.
El 18 de abril de 2015 un pesquero con más de 800 personas a bordo volcó en las costas de Sicilia. Sobrevivieron 28, se recuperaron 24 cuerpos. El resto desaparecieron. ¿Quién se acuerda de aquellas víctimas?
El 25 de julio de 2019 se dieron por desaparecidas 116 personas, ante las costas de Libia, en el naufragio de otra embarcación, en la cual según las autoridades libias viajaban 250 migrantes. Los supervivientes, dijeron, fueron trasladados a diferentes puntos de detención de aquel inseguro territorio.
El pasado 14 de junio de 2023, otro pesquero naufragó en las aguas del mar Jónico. Viajaban en él más de 700 personas. Un centenar sobrevivió, se rescataron algunas decenas de cadáveres y del resto no se supo nada más. ¿Quién lo recordará?
Durante aquellos días los medios estaban demasiado ocupados en difundir información sobre si cuatro barcos, junto a una decena de helicópteros norteamericanos, con la ayuda de aviones del Canadá y de un submarino francés, habían conseguido saber algo sobre cinco millonarios, tres británicos, un francés y un estadounidense, que se habían embarcado en un batiscafo para ver de cerca los restos del Titanic, en aguas del Atlántico norte.
El hundimiento de una barca que había salido el pasado 21 de junio desde el Sahara Occidental con unas sesenta personas a bordo casi pasó desapercibido en los medios de comunicación europeos. Se rescataron los cuerpos sin vida de dos personas. Veinticuatro sobrevivieron. El resto, desaparecidos. ¿Importa algo a nuestras instituciones? Otras cincuenta y una perdieron la vida dos semanas más tarde cuando intentaban llegar a Canarias. Habían pasado ocho días a la deriva en una lancha neumática. Si hubieran sido tripulantes blancos de una embarcación europea cerca de las mismas islas los informativos de radio y TV habrían abierto con el tema, se investigarían las causas, se darían todo tipo de detalles en publicaciones impresas y digitales y nuestras redes se llenarían de mensajes de pésame dirigidos a los amigos y familiares.
La ONG ‘Caminando Fronteras’ calculaba a principios de julio que, desde principios de este año, 951 personas habían muerto en el mar cuando intentaban llegar a las costas españolas.
El lector seguro que sabe que podríamos seguir y seguir, y continuar con infinidad de episodios, datos y más datos sobre muertes en circunstancias extremas y también sobre el tratamiento inhumano que reciben las personas que consiguen pisar territorio europeo, procedentes de países gravemente afectados por guerras y por los efectos de un cambio climático que la población de su tierra no ha provocado.
Dejamos para los «expertos» en geoestrategia las consideraciones sobre el grado de influencia de China y de Rusia en estos estados. Lo que nos ocupa en este texto es la insensibilidad de los defensores occidentales de hipotéticos valores democráticos, la piel gruesa que se le ha hecho a parlamentarios, funcionarios y gobernantes de la Unión Europea ante una tragedia permanente y extrema, que nunca debería considerarse como un mal secundario inevitable.
¿Hay algún representante de nuestros gobiernos, sean «progresistas» o «conservadores», que se interese por las familias de las personas que día tras día desaparecen en nuestras costas? ¿En algún momento se detienen a pensar en la tremenda e imborrable angustia que sienten madres, padres, hermanas y hermanos de personas que iniciaron un viaje en condiciones durísimas y de las cuales no han podido saber nada más? Las instituciones de la Unión Europea son directamente responsables de la deshumanización de lo que denominan «políticas migratorias», de la actuación represiva de Frontex, de la criminalización de las ONG que se ocupan de salvar y prestar auxilio a la gente que huye del hambre, las guerras, la miseria y la muerte.
¿En algún momento se depurarán responsabilidades por la acción conjunta de las policías española y marroquí, el 24 de junio del 2022, en la frontera melillense? ¿Cuántas veces habrá que recordar que en aquel lugar murieron no menos de 37 personas y que otras 76, por lo menos, siguen desaparecidas como consecuencia de la violencia policial? Tal como denunció Amnistía Internacional, ningún funcionario español o marroquí ha comparecido ante alguna instancia judicial por aquellos hechos.
Al actual Gobierno español de coalición y al que probablemente se conformará bien pronto, encabezado de nuevo por Pedro Sánchez, le corresponde en estos momentos la Presidencia rotatoria de la Unión Europea. Desde esta función se dispone a hacer frente a «un gran reto»: conseguir un «Pacto sobre Migración y Asilo», «un acuerdo equilibrado» con el cual todos los países de la Unión se sientan cómodos.
Tal como señala la CEAR, lo que se propone, por el momento, no garantiza la responsabilidad compartida en materia de asilo, introduce un control previo de entrada y profundiza en el modelo de externalización de fronteras. «No pone en el centro de las políticas migratorias y de asilo la protección de las personas”.
El tratamiento que reciben las personas que vienen hacia Europa desde otros países tendría que cambiar radicalmente con el nuevo gobierno. La llamada cooperación euromediterránea se encuentra actualmente marcada por la xenofobia y el racismo institucional. Las fuerzas que apoyen al nuevo Ejecutivo, si se proclaman defensoras de los derechos humanos, no solo tienen que denunciar comportamientos discriminatorios, sino que han de plantar cara a los gobiernos europeos y regionales, partidos, organismos y entidades que atentan contra derechos y libertades de la población, independientemente de su origen.
Hay que favorecer las redes de auxilio y de apoyo ciudadano a todo aquel que se ve obligado a abandonar su tierra, y que se apruebe, como dice la CEAR, «un mecanismo de solidaridad obligatorio y permanente». Lo que se gasta en control policial, dentro y fuera de la UE, hay que invertirlo en auténtica cooperación humanitaria y en garantizar vías seguras para quienes tienen necesidad de migrar.
(1) Varios autores ¿Qué debe hacer la UE sobre la inmigración? Espacio Público, 2016
(2) Anna Terrón y Francisca Sauquillo. 1997, año europeo contra el racismo y la xenofobia. Libre circulación, migraciones y asilo: la problemática de las fronteras. Grupo Parlamentario del Partido de los Socialistas Europeos.