El mundo, y en particular los países desarrollados, se preparan para conseguir ventajas comparativas en un nuevo escenario de reubicación de las cadenas de valor y de especialización productiva vinculadas a las transiciones ecológicas, digitales y demográficas.
Los Estados de los países del centro se convierten en actores esenciales que refuerzan la relocalización y captación de procesos industriales antes situados en Asía y en regiones periféricas del mundo. Los discursos de “autonomía estratégica” son la expresión de una nueva fase en la globalización impregnada de tensiones geopolíticas que se presentan con múltiples variantes, en unos casos asumiendo su condicionamiento desde bloques regionales y, en otros, impregnados de planteamientos proteccionistas cuando no en la simple defensa de la ley del más fuerte.
Mientras gana relevancia la definición y apuesta por sectores estratégicos, se considera imprescindible reforzar la conexión entre impulsos públicos e interés general. En la UE la extraordinaria relevancia de los fondos públicos del programa Next Generation, acaparados en buena medida por las grandes empresas privadas, es un vector que exige transparencia y control. Las instituciones regulatorias y el sector público están obligados a asegurar transparencia, al tiempo que se esfuerzan por compatibilizar innovación, eficiencia económica y participación de los diferentes entes territoriales implicados.
Pero asegurar el uso adecuado de esos recursos no solo plantea un problema de fiscalización externa desde las instituciones públicas, también plantea un problema interno en el gobierno de los actores económicos para hacer conciliar la eficiencia y el interés general.
Teniendo en cuenta que el valor diferencial que hoy determina la competitividad de las empresas es el de la calidad de sus activos intangibles que descansan en el capital humano, es necesario superar el actual modelo de gestión verticalizado que termina facilitando el monopolio del poder de los primeros ejecutivos. No es razonable que aquellos que se responsabilizan de definir el rumbo de las empresas y de establecer sus objetivos (y los incentivos por cumplirlos) sean los mismos que deciden como presentar los resultados, algo que les garantiza “su éxito” ante los accionistas y el cobro de sus bonus. Se trata de un modelo de gestión monárquico que carece de contrapesos e impide desentrañar las consecuencias a medio y largo plazo de sus decisiones. Su corrección requiere incluir entre los contrapesos la participación de trabajadores y otros stake holders en el gobierno.
Un sector público no siempre en sintonía con el interés general
Si las aportaciones públicas convierten el reto de la transparencia y el control en algo universal, lo es especialmente en el caso de empresas públicas en las que debería implantarse un sistema de gobierno que garantizara su alineamiento con el interés general, algo de lo que no podemos presumir en España.
La experiencia reciente ha demostrado que nuestro modelo de empresa pública es especialmente débil en cuanto a la defensa de los intereses nacionales y excesivamente fácil de adaptar a los intereses partidistas del gobierno de turno. Situaciones como la de Endesa, que, siendo una empresa pública estratégica, de un ámbito tan sensible como la energía, ha terminado por ser una empresa secundaria de ENEL, del sector público de otro país, Italia, pone de manifiesto la extrema idiotez de las ideologías neoliberales y la fragilidad de nuestro sistema público. Mientras Italia, Alemania, Francia Portugal… han garantizado el control público de sus empresas estratégicas de energía, España las supedita a los intereses soberanos de otro país.
Encontrar un blindaje institucional suficiente y adaptado a las normas comunitarias que incorpore en su gobierno a los principales grupos de interés es el reto que hay que superar para alcanzar una cierta consistencia de su funcionamiento. Además de precisar en los estatutos de cada empresa su misión, sería conveniente reforzar sus metas mediante la definición de “contratos de empresa” en los que se acotase el interés público buscado y el control de sus resultados con indicadores globales de creación de valor, y perfilando la participación en el gobierno de aquellos “stakeholders” que sean identificables y representativos en cada caso.
En su ausencia, lo normal es que se instale un sistema viciado de gobierno que descansa en la extraordinaria libertad de las gerencias, algo que se manifiesta de dos modos: por un lado, un Consejo monopolizado por funcionarios de diversos ministerios, solo preocupados por complementar rutinariamente su nómina con las dietas por asistir al Consejo, que es justo lo contrario de un accionariado activo implicado en un proyecto a largo plazo; por otro, la ausencia de controles internos ex ante que es cubierto solo por lejanas inspecciones burocráticas ex post de IGAE o del Tribunal de cuentas, preocupadas por detalles del “cómo” se hacen las operaciones pero nunca del “qué”.
La mejor conexión entre actores públicos e interés general exige alejarse de ese planteamiento burocrático típico del siglo pasado. Ello pasa por definir un estatuto de empresa pública, con una administración “ad hoc” abierta a la participación de sus interesados que, al tiempo, asegure una administración autónoma y profesional.
La participación de los trabajadores en el gobierno de las empresas públicas
Las empresas públicas, (con participación de capital público de cualquier nivel municipal, regional, estatal) deben estar obligadas a escalar en las máximas cotas participativas y, al tiempo, ser vanguardia en modelos de gestión eficientes, innovadores y profesionales para otorgar la máxima estabilidad y coherencia a los proyectos públicos.
Alcanzar ese objetivo requiere, que las fuerzas sociales interesadas y, en particular los sindicatos, incorporen en su agenda esa ambición política de coogobernanza algo que, desgraciadamente, todavía no se cumple.
De hecho, en España, esa participación existe como resultado de negociaciones directas entre UGT, CCOO y el gobierno de Felipe González, iniciadas en 1986, en plena oleada privatizadora, que consiguió regular la representación de los trabajadores en los Consejos de Administración de todas las empresas públicas. El residuo de esa experiencia sobrevive hoy en ADIF, RENFE, HUNOSA, TRACSA o Navantia, en las que los sindicatos más representativos mantienen, cada uno, un representante en el Consejo de Administración, pero no en otras como puede ser Agencia EFE, grupo MERCASA o Correos.
Aunque falta por hacer un balance global de esa experiencia, se puede afirmar que, en general, esos representantes realizan su labor, limitada a lo que cada uno entiende, de forma aislada y descoordinada de las estructuras sindicales que no terminan de asignarles el valor que tienen. La dificultad de discernir las mejores opciones para materializar su voto entre diferentes y complejas alternativas, con derivadas estratégicas, es uno de los motivos por los que su gestión se convierte en difícil si no cuenta con el apoyo correspondiente. De hecho, esa necesidad, que no solo afecta a los representantes sociales sino a cualquier consejero que actúe en representación de una institución, está cubierta legalmente con la figura de los “asesores de voto” (o Proxi Advisors, regulada por la CNMV). Formalizar la existencia de una estructura de apoyo a los representantes sindicales en los Consejos es imprescindible para que su actuación forma parte de un desarrollo democrático de la actividad productiva al más alto nivel.
Para ello, los sindicatos deberían apostar con más decisión por planteamientos más cercanos a las metas de democratización económica que, de alguna forma, podrían interpretarse como una concreción y prolongación de las políticas de concertación.
La concertación es la lógica que define la gobernanza actual y sería erróneo interpretarlo como un esquema que contradice el conflicto de clases. Significa compartir diagnóstico y construir consensos en torno a lo común, cuando los consensos son posibles, sin que eso limite evidenciar las discrepancias y disensos. A nivel global, esa lógica ha permitido consensuar los ODS; a nivel europeo para lanzar las políticas Next Generation; a nivel español para la reforma del mercado laboral. Y esa lógica es también asumida por los sindicatos a nivel sectorial en los convenios colectivos, que facilitan la máxima racionalización y estabilidad en la transformación del automóvil o la banca, por ejemplo.
Lo paradójico es que, mientras asumen la concertación social a múltiples niveles, cuando se desciende “a nivel de empresa”, los sindicatos parecieran sentirse cómodos defendiendo “solo lo suyo”, es decir, la defensa de “intereses de parte” (condiciones laborales, salarios, empleo) pero nunca cuestionando o interesándose por los rasgos del proyecto empresarial en su conjunto ni por la “dirección del barco”.
Y ello ocurre incluso en las empresas públicas que, por definición, son un instrumento del interés general en el que los trabajadores no son una parte más, sino una de las principales partes interesadas en vigilar que el producto de su trabajo se materialice en la dirección deseada a largo plazo. Ya es hora de romper con esa lógica tradicional en la que los directivos asumen la empresa “como si fuera propia” y los trabajadores “como si fuera ajena”, algo imposible de entender cuando nos referimos a empresas públicas.
Cambiar la mirada del mundo del trabajo y la misión de los representantes de los trabajadores sería acceder a un nuevo estadio en el que «sus intereses de parte» encuentran un acomodo vigilante mientras muestran interés en participar en el “cómo producir” y “qué producir”.
Ese escenario nos dibuja un proceso de cambio social que nos lleva a repensar la sociedad que queremos. Confrontar el gobierno actual de las empresas con una alternativa que incorpora una nueva institucionalización de los intereses en disputa, debería ser uno de los motivos que marcaran las prioridades estratégicas del mundo del trabajo.