Hace ya veinte años, el conocido sociólogo y economista estadounidense, Jeremy Rifkin, publicó un libro titulado “El Sueño Europeo: cómo la visión europea del futuro está eclipsando al sueño americano”.
Rifkin hacía hincapié en lo que distinguía a los valores europeos de los norteamericanos y hablaba del potencial que tenía la Unión Europea en convertirse en una superpotencia capaz de superar incluso a EEUU.
Alemania fue sin duda el país más beneficiado en su día por la moneda común europea, creada según los criterios de estabilidad de ese país, lo que llevó en un momento de euforia a su ministro de Finanzas Theo Waigel a proclamar: “el euro habla alemán”.
En 2017, el Centro para la Política Europea de Friburgo calculó que gracias al euro, Alemania ingresó 1,9 billones que si no hubiese introducido esa moneda mientras que Francia perdió a su vez 3,6 billones e Italia, 4,3 billones.
La ampliación de la UE a los antiguos países comunistas del este de Europa proporcionó a Alemania por un lado fuerza de trabajo barata e importantes mercados para sus exportaciones.
Llegó a hablarse en los años noventa de una “Europa alemana”, capaz de medirse con Estados Unidos.
Pero ocurrió la guerra de Ucrania y los pronósticos de Rifkin no sólo no se han cumplido, sino que otro historiador y sociólogo, el francés Emmanuel Todd, habla hoy del “suicidio” de Europa.
Un suicidio al que no es ajeno EEUU, que logró gracias a Ucrania su viejo objetivo de separar a Europa del “hinterland” natural ruso, fuente de gas, petróleo y otras materias primas baratas.
La misteriosa voladura de los gasoductos rusogermanos del Báltico, atribuida por el periodista estadounidense Seymour Hersh a EEUU fue determinante para la ruptura definitiva del suministro energético ruso.
Estados Unidos y sus aliados del este de Europa, como Polonia y los Bálticos, nunca vieron bien los estrechos lazos económicos entre Berlín y Moscú, que beneficiaban tanto a Rusia como a la industria exportadora germana, sobre todo la química.
Tras la ruptura por imposición de Washington de los acuerdos comerciales con Rusia, Alemania se vio obligada a sustituir el gas barato que obtenía de ese país por el mucho más caro y contaminante – por proceder del fracking– de EEUU.
Como consecuencia de esa sustitución, que beneficiaba sobre todo a las grandes petroleras y gasistas norteamericanas y a algunas dictaduras árabes, la producción química alemana cayó un 25 por ciento en un plazo de sólo dos años.
Al mismo tiempo, con la guerra aumentó también la dependencia militar de toda Europa del gran aliado transatlántico ya que hubo que sustituir los arsenales vaciados por la ayuda militar a Kiev y comprar cada vez más armas fabricadas en EEUU al no dar abasto la industria armamentista europea.
Así se disipó el viejo sueño de una autonomía estratégica de Europa, que se convirtió por culpa sobre todo de la falta de visión de sus dirigentes en una especie de apéndice de Washington.
Pero no se puede culpar de todo a los norteamericanos, sino que hay también razones endógenas que impiden que no se hayan cumplido los pronósticos optimistas de Rifkin.
El ex primer ministro italiano y ex presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, se refirió a algunas de ellas en el informe que publicó el pasado 9 de septiembre sobre “el futuro de la competitividad europea”.
Europa, por ejemplo, y sobre todo su país central, Alemania, ha perdido, según Draghi, el tren de la revolución digital y las ventajas en materia de productividad que de ella se derivan.
A lo que se suma una regulación excesiva: en los últimos cinco años, la Comisión Europea ha emitido 13.000 nuevas leyes o disposiciones frente a sólo 3.000 en Estados Unidos.
Europa se ha quedado así prácticamente estancada en cuanto a estructuras industriales y, como señalaba Draghi, ninguna empresa europea con un valor bursátil superior a los 1.000 millones de euros se ha creado en los últimos cincuenta años.
Por no hablar ya del desafío de China, durante años conocida por su ropa de confección barata y los productos de plástico, pero que ha pasado a dominar sectores de alta tecnología como el de la telefonía de quinta generación, la energía solar o, para envidia de Alemania, el de los coches eléctricos.
Y si Europa no ha podido convertirse tampoco en la potencia militar que muchos deseaban, tampoco se puede culpar de ello a otros sino que tiene que ver también con la rivalidad entre sus principales actores, en especial Francia y Alemania.
El presidente francés, Emmanuel Macron, hablaba hace más de un año de la urgencia de que Europa ganase en soberanía y se dotase de “las capacidades geopolíticas para conformar el orden internacional”.
Y antes que Macron, el ministro alemán de Exteriores, el socialdemócrata Sigmar Gabriel, había ya hablado de la deseable “proyección exterior” de la UE, a la que no podía ser ajena su fuerza militar.
Pero los deseos de alemanes y franceses tropezaron una y otra vez con la realidad de los celos y los desacuerdos entre París y Berlín.
La rivalidad entre ambos gobiernos es también una de las causas de la lentitud del desarrollo de un nuevo caza franco alemán o de un carro de combate de nueva generación construidos por ambos países..
Esas diferencias son también responsables de que hasta ahora no se haya ratificado el acuerdo de libre comercio entre la UE y Mercosur: los intereses exportadores de la industria germana no coinciden con el proteccionismo agrícola galo.
Algo similar ocurre en política exterior en la que, por ejemplo, existen fuertes diferencias entre Hungría, que ocupa actualmente la presidencia de turno de la UE, y el resto de los socios sobre la ayuda militar a Ucrania.
Ocurre que las decisiones se toman en Bruselas por unanimidad, lo que permite a ciertos países bloquear las medidas con las que puedan no estar de acuerdo.
Eso se solucionaría recurriendo al voto mayoritario, pero ningún país, sobre todo si es pequeño, va a renunciar voluntariamente al poder de bloqueo que le da el actual sistema.
Y éste permite también a Estados Unidos ejercer una influencia desmedida en la UE a través de los países que le son más afines por su oposición radical a Rusia como Polonia o las pequeñas repúblicas bálticas. Y así estamos.