Conversación de Lourdes Lucía con Laura Freixas
Ante todo quiero decir que conozco a Laura Freixas, que he aprendido mucho de ella sobre el valor del feminismo y que admiro su sinceridad y su honestidad. Valga esta introducción para afirmar también que yo no hablaría en este espacio de su último libro A mi no me iba a pasar, recién publicado por Ediciones B, sino me hubiera parecido un gran libro, que merece la pena ser leído y comentado. En esta obra no hay impostura, lo que dice es lo que piensa, lo que siente Laura Freixas. Las vivencias narradas son muy individuales, tanto como la vida de cualquier persona. Pero hay también algo extrapolable a otras muchas mujeres. De ahí que le haya propuesto a la autora mantener esta conversación.
LOURDES LUCÍA (LL). Tu libro es un recorrido por tu infatigable búsqueda de saber qué quieres, quién eres. Desde tu estatus de hija de una familia burguesa con un padre absorbente y dominante al de mujer casada, madre, escritora… lo que describes en el libro es una lucha constante contra el papel que veías tenías asignado por ser mujer. ¿Cómo has conseguido esa sinceridad tan brutal? ¿Te ha dolido escribirlo?
LAURA FREIXAS (LF). Dolido… no demasiado. Escribir este libro lo que ha supuesto es un enorme esfuerzo para entender. Para discernir los conflictos básicos, para identificar los momentos cruciales. Para encontrar el tono. Para no caer ni en victimismos ni en didactismos. En cuanto al dolor, fue lo que sentí, intensamente, en su momento: dolor, desgarro, vergüenza, desconcierto… pero la escritura, tengo la sensación de que por el hecho de confesar (mi cobardía, mis contradicciones…), me absuelvo. Escribiendo me hago dueña de mi vida, en vez de soportarla. Es terapéutico, casi diría: milagroso.
LL. En el libro afirmas: “Da miedo equivocarse sola. Mejor fracasar acompañada, con protección, consuelo, bendiciones, mejor eso, mucho más llevadero, que soportar, encima del fracaso la soledad y el reproche”. ¿Cuánto de miedo a la soledad te ha impedido o frenado tu camino hacia conseguir tu independencia, estar contenta contigo misma?
LF. Mucho. Me daba miedo enfrentarme a mis padres y que dejaran de quererme y protegerme, me daba miedo llevar la contraria a mi marido por la misma razón, me daba miedo ir a contracorriente de la sociedad, desafiarla, decidiendo no tener hijos, por ejemplo… El miedo a la soledad es mecanismo poderosísimo, y uno de los que más nos afectan a las mujeres. Los hombres construyen fratrías, grupos muy sólidos, de todo tipo: partidos políticos, empresas, cofradías, ejércitos, academias… es decir, grupos que comparten el poder y les sirven para reforzarse entre sí, mientras que nosotras estamos solas y aisladas si no estamos dentro de una familia. Y para estar dentro de una familia tenemos que ser la buena hija, la buena esposa, la madre amantísima. Esa situación nos hace dependientes de los hombres, nos fragiliza.
LL. Eres una mujer que tanto por la familia de la que procedes, como por tu matrimonio, tienes un estatus social y económico acomodado. Tus contradicciones, tu lucha personal se da entre tu deseo de ser escritora, de seguir tu instinto para hacer lo que realmente deseas, y el papel que la sociedad te ha adjudicado: buena hija, fiel esposa, madre perfecta, servicial ama de casa. Pero hay muchas mujeres con problemas similares y que además viven en condiciones económicas muy precarias. En el libro se ve claramente que no eres indiferente a la pobreza ajena. ¿Cómo creen que afrontan estas mujeres, que carecen de recursos económicos, su lucha por la igualdad?
LF. Veo a mujeres con pocos recursos saliendo adelante a base de inteligencia práctica y de eso que ahora se llama “inteligencia emocional”, y también del apoyo afectivo que encuentran en otras mujeres, o en sus hijas e hijos. Pero tienen muy pocos recursos -dinero, formación, poder…-, muchos menos, en general, que los hombres de su misma clase, por una serie de motivos ligados al estatus de la mujer; por ejemplo, al hecho de que ellas se responsabilizan de las hijas e hijos mucho más que ellos. Es que el ejercicio de la maternidad, para las que son madres, es obligatorio, mientras que el ejercicio de la paternidad, para los que son padres, se considera optativo. Dicho eso, no puedo ni quiero hablar en nombre de ellas.
LL. Algunos de los mejores momentos, que están constantemente en el libro, son aquellos en los que te refieres a la maternidad. “No es que yo no quisiera tener hijos. Sí querría tener hijos, lo que no sabía si quería era ser madre. Prefería ser padre”. Pero más adelante, cuando ha nacido tu hija: “Era un milagro, un maremoto, un zafarrancho. Era un deslumbramiento, una revelación, un amourfou. Era un idilio, una enormidad… Yo era feliz, feliz, feliz; la felicidad no me cabía, me estallaban las costuras, no podía expresarla con palabras” “Una especie de borrachera de ternura”, citas a Carmen Laforet. Ser madre es como ser Dios, dices en el libro, para después reconocer que la maternidad no es la panacea que lo llena todo, que ser una mujer es algo más. Me gustaría que comentes un poco más este tema.
LF. La maternidad es una experiencia absolutamente crucial en la vida de las mujeres (en un sentido amplio, que incluye la decisión de tener o no hijos, los problemas de la fertilidad, los embarazos no deseados, etc.) y por motivos obvios, es crucial también para la Humanidad. Sin embargo, la cultura apenas ha examinado la maternidad. Las madres en la literatura son vistas desde fuera, por los hijos (últimamente también por las hijas). Ellas no hablan, no escriben, o si lo hacen no queda rastro de sus palabras en la cultura. Todo esto lo fui descubriendo, como cuento en el libro, a partir de mi desconcierto de no encontrar novelas que hablaran del embarazo, del parto, de la experiencia de convertirse en madre. Y esas novelas, obras de teatro, películas… son imprescindibles para que las mujeres podamos construir la maternidad tal como la queramos. Ese vacío contribuyó a que yo viviera la maternidad con mucho asombro. Al principio me deslumbró; luego se fue convirtiendo en una carga. Entre otras cosas porque fue -como he visto después que lo suele ser- el momento en que claramente se marcó la división de roles entre mi marido y yo; un punto, desgraciadamente, que ya no tuvo retorno.
LL. Me ha gustado mucho ese paralelismo que estableces entre escribir, crear y la maternidad: “Y ser madre tenía todavía otra cosa en común con escribir, pintar o componer: era empezar de cero, sacarse de dentro algo nuevo, algo que una misma no conoce hasta que lo extrae y lo despliega”. ¿Piensas que el proceso de creación intelectual tiene que ver con la creación biológica?
LF. La cultura patriarcal está basada en dicotomías: hombre=cultura, mujer=naturaleza, hombre=razón, mujer=emoción, hombre=sujeto, mujer=objeto… y una de ellas es la que atribuye a los hombres en exclusiva la creación artística y no reconoce en cambio en las mujeres otra forma de creación legítima que no sea la procreación. Hay que entender que esas dicotomías son arbitrarias, falsas (y además, jerárquicas: el término asociado al varón siempre se considera superior). Por mi parte, creo que creación y procreación no son opuestas ni incompatibles, sino dos facetas de lo mismo. Producen la misma satisfacción, la de poner algo nuevo en el mundo, algo que lleva nuestra marca pero que a la vez es autónomo, y que no morirá con nosotras.
LL. Tienes una hija biológica y un hijo adoptado, Sasha. El capítulo en el que describes el viaje a Rusia y todas las peripecias para finalizar la adopción es estremecedor, una descripción de la angustia que sufriste paralela a la narración de la agonía del naufragio del Kursk como telón de fondo. ¿Fue tan duro como lo escribes?
LF. Sí, la adopción fue para mí, y sospecho que lo es en general, una experiencia tremenda, muy angustiosa. Pasa como con la maternidad biológica, que tiene muy poco que ver con esa versión idealizada y edulcorada que se nos han dado de ella.
LL. Hay algo que queda claro en todo el libro: el egoísmo de los hombres en una sociedad machista. Tu padre con tu madre, tu tío con tu abuela, tu marido contigo. Ofreces ejemplos literarios muy bien traídos al caso (El libro de mi madre, de Albert Cohen). ¿Piensas que es posible acabar con tantos estereotipos machistas?
LF. En una sociedad machista y clasista, los privilegiados (por su sexo o por su clase) se acostumbran a pensar que sus privilegios son naturales, o que no son privilegios; que quienes les sirven, lo hacen porque quieren, porque les gusta, porque es su naturaleza o su cultura o porque no son capaces de nada mejor, o que no les sirven realmente sino que tienen una relación de intercambio igualitario con ellos… Yo he vivido este proceso desde los dos lados: como mujer soy discriminada, como perteneciente a la burguesía tengo privilegios. Y mi conclusión es que la desigualdad no se combate solo con leyes y políticas públicas, sino que hace falta entender y cuestionar la subjetividad de unos y otros. Hace falta un examen de conciencia personal y colectivo.
LL. No quiero olvidarme de tu profesión, eres una mujer culta que ha trabajado en el mundo de los libro como editora, traductora, escritora… Cuando hablas de la editorial que te contrató vemos que el machismo (y el clasismo) abundan también en el mundo de las letras. Tienes que ser un hombre para que te reconozcan, para que te vean. “Yo no quería mandar, quería crear, confiesas en un momento determinado. ¿Crees que el machismo dominante invade también estos espacios culturales?
LF. La idea de que la cultura se salva, de alguna manera misteriosa y milagrosa, del machismo y del clasismo reinantes, la idea de que es un reino donde solo imperan la libertad, la calidad, la excelencia, la meritocracia… daría risa si no fuera tan perjudicial. Por supuesto, la cultura reproduce, amplifica y legitima la desigualdad, tanto en sus estructuras (ausencia o escasez de mujeres y sobrerrepresentación masculina en todos los espacios de poder cultural, como en los espacios de poder en cualquier otro ámbito) sino en sus contenidos. Películas, novelas, anuncios, libros infantiles… glorifican las fratrías masculinas, ningunean a las mujeres, justifican la violencia contra ellas, exaltan su sufrimiento… Y en cuanto abrimos la boca para criticarlo, saltan todas las alarmas: nos acusan, como un solo hombre, de fanáticas, censoras, inquisidoras… Vaya, ¿desde cuándo no se puede analizar, criticar, sugerir otras lecturas, otros relatos…? A mí me gustaría que la cultura y sus protagonistas fueran un poco más humildes y autocríticos.
Por último, me ha parecido un libro muy bien escrito, estupendamente estructurado. Hay mucho respeto hacia quien lo lee y eso es de agradecer. Como lectora me gusta que no se hagan concesiones gratuitas, que no se trate de agradar, de complacer por encima de todo. Creo que has escrito un gran libro. Enhorabuena.
¡¡Gracias, Lourdes!! Yo te admiro mucho como editora, intelectual, activista… y es un honor para mí lo que dices de mi libro.