China vive un momento clave de su largo proceso de modernización. En la agenda sobresalen asuntos de muy diversa naturaleza y todos con el denominador común de su profundo calado. Ciertamente, el cambio en el modelo de desarrollo económico es uno de ellos pero también las transformaciones derivadas de un vigoroso proceso de urbanización (que alcanzará al 70 por ciento de la población en la próxima década), los cambios demográficos, la reducción de las desigualdades y la lucha contra la pobreza (de 700 millones al inicio de la reforma a 0 el año próximo, según los objetivos del XIII Plan Quinquenal) o, en otro orden, la consolidación de una nueva legitimidad en torno al imperio de una norma que preceptúa la hegemonía indiscutida del PCCh. Xi Jinping quiere cerrar el ciclo de decadencia arrastrado desde el siglo XIX, aupando a China en todos los ámbitos, confirmando el regreso histórico de la China de siempre.
Toda esa transformación interna se produce en un contexto caracterizado en lo global por la identificación de una oportunidad estratégica que Beijing desea aprovechar al máximo para colmar sus aspiraciones. Si la China de Hu Jintao pedía paso, la de Xi Jinping ha decidido dar el salto a la cima completando las cuatro modernizaciones reivindicadas por Zhou Enlai en 1964 (industria, agricultura, defensa, ciencia y tecnología). Esa ambición, por otra parte, difícilmente evitable en condiciones normales a la vista de las dimensiones de un Estado-continente, genera tensiones y resistencias en otros actores en la medida en que obedece a un proyecto autónomo que con sus activos y contradicciones se resiste a una homologación dependiente de Occidente y determina incertidumbres respecto a su hipotético comportamiento futuro en el orden global.
La vía en curso y elegida complementa la transformación interna con un programa global sin precedentes. Es el fin definitivo de aquella modestia preconizada de Deng Xiaoping en una China que se antoja ya lejana, cuando entonces se situaba en la posición 38ª del ranking global. La China actual, segunda potencia económica desde 2011, capaz de convertir el éxito económico en la esencia de su proyecto, abraza ahora el impulso tecnológico como la clave para liderar el mundo en las próximas décadas. Por otra parte, con la Iniciativa de la Franja y la Ruta tiene a su alcance un poderoso argumento desarrollista para incrementar su presencia e influencia en todo el mundo.
La China híbrida
Cumplidos 98 años y a las puertas de su primer centenario, el PCCh, con más de 90 millones de miembros, ha logrado plasmar un eclecticismo ideológico que tanto se fundamenta en el canon clásico, hoy centrado en la para algunos sorprendente reivindicación del marxismo, como en la singularidad civilizatoria china. Asimismo, persiste en su propósito de consolidar un modelo en permanente evolución pero que se sustenta en la gestión de cuidados equilibrios entre el mercado y la planificación o entre lo público y lo privado, sin renunciar a la orientación de origen, es decir, un proyecto nacional que pretende de signo no liberal.
Siguiendo una vía propia y diferenciada, tantas veces difícil de catalogar y entender desde nuestros parámetros, China aspira a conformar un liderazgo de nuevo tipo trasladando sus incrementadas capacidades económicas y comerciales a la gobernanza global habilitando para ello un conjunto de nuevos acrónimos (desde la Organización de Cooperación de Shanghái a los BRICS o el BAII, etc.) que reflejan sus alianzas prioritarias. Ante ello, mientras Europa duda y Japón se lo piensa, EEUU le señala ya como el principal rival estratégico para preservar su hegemonía.
China también se la juega con Xi Jinping
Iniciado en 2012, el liderazgo de Xi ha supuesto la apertura de una nueva fase política en la China contemporánea. A partir del XIX Congreso, en 2017, el xiísmo ha adoptado carta de naturaleza en el frontispicio ideológico del PCCh, junto al maoísmo y el denguismo.
Eliminado el límite de dos mandatos consecutivos (de cinco años cada uno) y concentrado el máximo poder en sus manos, Xi, considerado como “núcleo” de casi todo, ha acentuado en los últimos años su control sobre la práctica totalidad de los estamentos y procedimientos del aparato partidario-estatal.
Enarbolando la necesidad de un liderazgo fuerte para el actual y decisivo momento histórico, Xi ha prestado enorme atención al fortalecimiento del PCCh, instituido como viga estructural del sistema en todos los ámbitos en permanente estado de alerta. El centralismo y la superación del principio de dirección colegiada han extendido su poder situándole muy por encima de otros dirigentes. Trazando diferentes círculos de lealtades, sus aliados predominan en los principales estamentos, desde el Consejo de Estado a la Comisión Militar Central. Y en el poder provincial, hasta un 85 por ciento de los cuadros dirigentes formarían parte de su red de poder. El culto a la personalidad y la exigencia de lealtad le procuran una imagen omnipotente que, sin embargo, como demuestra la historia de la propia República Popular, pudiera ser engañosa y efímera.
Un mal paso
Las fragilidades del proceso chino son conocidas. El mayor temor es la vorágine de la inestabilidad política y esta puede tener orígenes diversos: la división en la cúpula del poder, un freno acusado del crecimiento, el fracaso de las reformas clave, el estallido de conflictos sociales, un reventón territorial de cierta magnitud…
La reivindicación nacionalista del sueño chino ofrece un consenso amplio en el PCCh pero subsisten también las diferentes visiones respecto al rumbo de la economía y el modelo final resultante o al ritmo a imprimir en cuestiones clave como la reunificación con Taiwán, la política exterior y las relaciones con EEUU o, en el plano interno, la liquidación de algunas normas esenciales de la vida partidaria instituidas por Deng Xiaoping en los años 80 precisamente para evitar repetir graves errores del pasado.
China y Xi parecen haberlo apostado todo a un último esfuerzo. Pueden haber medido bien sus fuerzas. O no. Las críticas pueden silenciarse apelando a una obligada devoción pero esta puede agrietarse si las cosas se tuercen. Un mal paso, aquí o allá, puede desencadenar una pesadilla en el sueño chino.