moderado por:

  • Bruno Estrada

    Economista, adjunto al Secretario General de CCOO

  • Albert Recio Andreu

    Economista

Conclusión del debate

Recientemente se ha publicado en Espacio Público, marco habilitado para el debate por el diario Público, el artículo ¿Es posible salir del hoyo del paro? En este artículo señalábamos que las políticas que impone la Troika a los distintos países de la Unión Europea –y muy en particular a los periféricos– están resultando un fracaso a la hora de solucionar el principal problema de nuestras economías: el desempleo. Las políticas de recortes fiscales y devaluaciones salariales no sólo no han ayudado a frenar la destrucción de empleo, sino que durante los últimos dos años han colaborado a que el paro siga aumentando.

Frente a esta orientación de Bruselas y de los distintos gobiernos europeos, el artículo habla de la necesidad de propiciar un giro radical en la política económica. La creación de empleo debe ser la vara que mida el éxito de la política económica. Para ello es necesaria una nueva política fiscal –basada en un fuerte aumento del gasto público y en una reforma que grave más a quien más tiene–. En segundo lugar, se plantaba también la necesidad de incrementar de forma generalizada los salarios y reducir la jornada laboral, como mecanismos para impulsar la demanda agregada, invertir el patrón de distribución de la renta imperante y repartir el empleo. Finalmente, sin quitas significativas sobre la deuda de los hogares –particularmente sobre la deuda hipotecaria de la primera vivienda– difícilmente será posible salir de la actual situación de estancamiento y cuasi deflación, y crear empleo.

Las respuestas y reacciones que han tenido lugar en el foro de Espacio Público ante dicho artículo son muy interesantes. Dedicamos las siguientes líneas a revisar y discutir estas aportaciones.

Trataremos de agrupar estas contribuciones en cuatro grandes líneas de debate: 1) calidad del empleo, 2) sostenibilidad ecológica y renta básica, 3) viabilidad del pleno empleo en la actualidad y, finalmente, 4) democratización de la economía.

Una primera cuestión, ciertamente ineludible cuando hablamos de creación de empleo, remite a la calidad del empleo generado. Difícilmente podremos decir que se ha salido de la crisis de forma beneficiosa para el conjunto de la población –y en particular, de la población trabajadora– si, aunque se cree empleo de forma sostenida, este empleo resulta inestable, de mala calidad y mal remunerado.

La formidable extensión que han alcanzado fenómenos como la precariedad laboral, o la existencia de trabajadores pobres, cuestiona abiertamente lo que otrora fuera el pasaporte básico de ciudadanía en las sociedades occidentales: el trabajo como vehículo de inserción social en una colectividad. Hoy día tener un trabajo ya no es condición suficiente para poder desarrollar una vida relativamente independiente y autónoma, en la medida en que las sucesivas reformas laborales de nuestro ordenamiento jurídico han ido progresivamente traspasando el riesgo económico y empresarial desde los accionistas a los trabajadores. Un giro en la política económica debiera tener en cuenta, por tanto, no sólo la necesidad de crear empleo, sino también la prioridad porque este sea de calidad. Re-regular el mercado de trabajo, aboliendo su “flexibilidad”, contribuiría a resituar el riesgo económico y empresarial en quien la teoría económica lo ha situado históricamente –en el empresario–, garantizando con ello condiciones de trabajo y de vida más estables y dignas.

La segunda línea de debate remite a un tema que ya el artículo original consideraba: la sostenibilidad ecológica. De acuerdo con la teoría de la demanda efectiva, tal cual fue formulada por Kalecki en la década de 1930, un gobierno puede aumentar el nivel de demanda de la economía –y por tanto el nivel de producción de bienes y servicios, y la creación de empleo– siempre y cuando existan recursos ociosos de fuerza de trabajo. En esos casos, los aumentos del gasto público no se transforman en inflación. La batalla por el pleno empleo puede encontrar así en el Estado un instrumento útil, si se pone al servicio de la creación de empleo.

No obstante, y como se señalaba tanto en el artículo original como –con mayor insistencia aún– en algunas aportaciones al debate, no es viable –en términos ecológicos– que el pleno empleo se alcance únicamente, ni principalmente, por la vía de un incremento de la producción.

Frente a la lógica de crecer debe imponerse la lógica de distribuir. Así, además de que la demanda pública se oriente hacia los servicios sociales –intensivos en fuerza de trabajo cualificada, y poco consumidores de energía–, las distintas contribuciones al debate señalan la prioridad por adoptar otras dos medidas: reducciones generalizadas de la jornada laboral y/o una renta básica universal sufragada por una fiscalidad justa y progresiva.

Aunque ambas medidas no son excluyentes entre sí, e incluso pueden reforzarse como vía para construir un modelo alternativo de trabajo, entendemos que una sociedad basada en criterios de igualdad y reciprocidad debería primar el que los incrementos de productividad derivados del avance tecnológico permitan “trabajar menos para trabajar todos”, y avanzar así hacia una sociedad del tiempo libre.

Aun reconociendo la utilidad de una reivindicación como la renta básica para hacer pivotar la lógica desde el crecimiento hacia la distribución, para incrementar sustancialmente el poder de negociación de los trabajadores, y para terminar con la precariedad laboral y la pobreza, consideramos que presenta dos grandes problemas. En buena medida, la aportación del individuo a la sociedad difícilmente puede dejar de ser la base de los derechos colectivos y, además, un ingreso universal garantizado haría inevitable una sociedad dual (por un lado, los “liberados” del trabajo que perciben una renta garantizada y, por otro, los asalariados que, a cambio de elegir trabajar, se ven compensados por una renta superior).

La tercera línea de debate tiene que ver con una pregunta trascendental: ¿es posible el pleno empleo en el marco de la actual zona Euro? Es más, ¿es posible el pleno empleo en sociedades capitalistas?

Hay quien plantea que el giro en la política económica planteado en el artículo original –importante aumento del gasto público, gratuidad y universalización de los servicios públicos, incrementos salariales, reducción de la jornada laboral, quitas sobre la deuda hipotecaria–, en la medida en que no cabe en el actual marco de la zona euro, obliga –antes de nada– a romper con la unión monetaria. Siendo cierto que dichas políticas no caben en la actual conformación del sistema-euro, parece más lógico señalar cuáles deben ser las prioridades en materia de empleo, y desvelar las propias contradicciones de la unión económica y monetaria, que limitarse a identificar la salida de la zona euro como la única solución viable. Diversas “salidas” o “rupturas” de la zona euro son posibles y, desde luego, no todas conducen al pleno empleo. Del mismo modo, la refundación integral del proyecto europeo –que democratice sus instituciones, restituya la soberanía política y garantice la solidaridad interterritorial– no debe excluirse como exigencia política sobre la que articular la política de empleo.

Por otro lado, existe sobrada evidencia empírica, así como fundamentación teórica, para defender que efectivamente el paro resulta consustancial a la sociedad capitalista. ¿Quiere eso decir que no podemos debatir o articular una estrategia para intentar alcanzar el pleno empleo en la situación actual? En primer lugar, se debe ser consciente de que, aunque el pleno empleo no es una realidad que haya existido en las sociedades capitalistas –salvo casos muy puntuales–, las diferencias entre unas economías y otras, y entre unos momentos históricos y otros son enormes: poco tienen que ver las reducidas tasas de paro de las economías desarrolladas durante las décadas de 1950 y 1960, con las experimentadas a partir de 1980, momento en el que empiezan a subir sustancialmente. Poco tiene que ver la tasa de paro que actualmente ostenta la economía española (del 26,6%) con la que presenta la economía alemana (5,4%). Y la política económica –junto a, por supuesto, otros factores económicos– resulta crucial para entender tales diferencias.

Los factores que explican estas diferencias son diversos: entre otros, el grado de desarrollo de una determinada economía, su inserción externa o la dimensión y el vigor de la demanda agregada. En cualquier caso, entre estos factores ocupa un papel importante también la política económica que se aplique. De hecho, en las sociedades capitalistas los factores que explican la oferta y la demanda de trabajo responden a determinantes distintos y, por lo tanto, difícilmente coincidirán y “vaciarán” el mercado. Con ello, el empleo queda, en términos generales, al albur de las exigencias de la rentabilidad empresarial. Precisamente por ello, la exigencia de pleno empleo delimita una batalla política de primer orden entre las distintas clases sociales –centrada en la apropiación que los distintos grupos sociales hacen de la riqueza producida–. En dicho contexto, la política económica resulta un instrumento primordial al servicio de un grupo social u otro.

Y es este argumento el que nos lleva directamente hasta la cuarta cuestión que aparece en el debate: la necesidad de democratizar la economía. De nuevo, aunque la democracia económica no puede ser plenamente alcanzada en el marco del capitalismo, poner la política al servicio del pleno empleo entrañaría avanzar en dicha democratización. No es fácil identificar a qué nos referimos cuando hablamos de “democratizar” un ámbito que, por definición, no es democrático. Resulta evidente sin embargo que aquellas medidas que van en la línea de limitar la gestión de la propiedad privada en aras del bienestar colectivo conllevan incrementos de igualdad, libertad y solidaridad (y, también, de eficiencia económica) que redundan en una mayor democracia. Así, que se regule por ley la calidad del empleo, o que los incrementos de productividad sirvan para reducir el tiempo de trabajo, evidencia cómo la política económica puede contribuir no sólo a la creación de empleo, sino también a la democratización de la economía.

Ponencia inicial

¿Es posible salir del hoyo del paro?

¿Es posible salir del hoyo del paro?

La actual crisis económica ha disparado las cifras de desempleo en Europa, convirtiendo el paro en el principal problema económico y social del momento: en España hemos pasado de 1,8 a 6,1 millones de desempleados entre 2007 y 2013, mientras que en la UE se ha pasado de 16,8 a 26,7 millones durante estos años. La reducción del desempleo debiera ser por tanto el referente que guíe el conjunto de la política económica.

El gobierno español, al igual que las instituciones de Bruselas, defienden su política de recortes del gasto público y de reducción de los salarios como la condición necesaria para que nuestras economías capten financiación externa, ganen competitividad y se produzca con ello la recuperación del crecimiento económico. Se fía la salida de la crisis por tanto al supuesto papel estabilizador que el “saneamiento” del sector público tendrá sobre la inversión privada, así como al motor de las exportaciones.

Sin embargo, comprobamos cómo esta política resulta un autentico fracaso en términos de creación de empleo y de recuperación económica. Los recortes del gasto público no están propiciando una reducción paralela del déficit de las administraciones, ni una recuperación de la inversión privada, en la medida en que los gobiernos han ignorado el papel del multiplicador fiscal: la reducción de las partidas del presupuesto impacta negativamente –y en mayor medida de lo esperado– en la actividad económica, lo que se traduce no sólo en un menor crecimiento económico sino también en una intensa caída de la recaudación y en nuevos gastos (desempleo, ayudas sociales, etc.). En este contexto, la inversión privada se reduce y, con ello, retroalimenta la propia contracción de la demanda agregada.

Por otro lado, los recortes salariales en las empresas no se han traducido en una mejora de las exportaciones capaz de compensar el efecto recesivo que dichos recortes tienen sobre el consumo privado. Es más, cuando estas políticas de “devaluación interna” se aplican de forma simultánea por el conjunto de los socios de la UE, como es el caso, los efectos depresivos se amplifican, en la medida en que el crecimiento de las exportaciones se ve limitado por la política de los vecinos.

Ante este fracaso resulta imprescindible propiciar un giro radical en la política económica. No obstante, una nueva política económica que tome la creación de empleo como referente fundamental debe tener en cuenta que la crisis que vivimos es sistémica y que, además de los aspectos económicos, otras dos cuestiones deben ser consideradas: la dramática situación ecológica que atravesamos y la crisis del actual modelo reproductivo. Necesitamos crear empleo urgentemente y necesitamos hacerlo sin que ello entrañe un incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero –que amenazan con hacer inviable la vida en el planeta como consecuencia del calentamiento global–. Y, además, necesitamos también que –desde una perspectiva de género– la nueva política de empleo camine en la dirección de propiciar un reparto efectivo del trabajo familiar.

Señalamos tres posibles pilares en torno a los que hacer pivotar esta nueva política económica: una nueva política fiscal, una nueva política laboral y de rentas y, por último, una nueva estrategia respecto al problema del sobreendeudamiento.

En primer lugar, y tal y como reza el conocido proverbio, para salir del hoyo lo primero es dejar de cavar. Es imprescindible poner fin a la estrategia de austeridad sine die de Bruselas. Los recortes del gasto público deben dar paso a una política de intensa expansión del presupuesto dedicado a servicios públicos. No sólo para reconstruir un “escudo social” que blinde las principales necesidades de la mayoría de la población frente a los efectos de la crisis, sino también porque en un contexto de recesión de balances como el actual, en el que buena parte de los actores privados permanecen constreñidos por el peso de la deuda y por tanto sin capacidad para invertir o consumir, el sector público es el único que puede actuar como motor económico.

La expansión del gasto público debiera centrarse en determinados ámbitos que faciliten la recuperación del empleo y el crecimiento de la renta de los hogares, sin ocasionar con ello un incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero. Resultarían así prioritarios los servicios de atención a la dependencia, la sanidad, la educación o la rehabilitación inmobiliaria, todos ellos intensivos en fuerza de trabajo y de limitado consumo energético. Es más, el propio sector público debiera ser quien impulsase la transición energética necesaria para avanzar hacia una economía sostenible, asegurando tanto las inversiones necesarias para ello como la correspondiente “transición justa” para los trabajadores de los sectores más contaminantes. Además, la financiación de tales políticas debiera producirse fundamentalmente con cargo a una intensa reforma fiscal –que grave más a quien más tiene y que persiga el elevado fraude fiscal de las rentas más elevadas– coordinada a nivel europeo.

El segundo pilar de una política económica verdaderamente encaminada a crear empleo debiera pasar por una reducción generalizada de la jornada laboral, para hacer frente al desafío del desempleo sin comprometer con ello la sostenibilidad del planeta. Así, el reparto del empleo ya no haría necesaria la consecución de elevados ritmos de crecimiento y consumo material para ocupar a la población desempleada. Valga como ejemplo, a pesar de todas las limitaciones que el proyecto presentó, el caso francés: la reducción de la jornada laboral a 35 horas legislada por el gobierno de Jospin supuso la creación de más de un millón de empleos netos durante el bienio 2000-2001 en Francia.

Es más, una política de reparto del empleo, al reducir la jornada laboral diaria, sería la base para el avance en el reparto del trabajo doméstico. Un avance efectivo en la igualdad de género exigiría no obstante inversiones públicas adicionales, posibles en un contexto de nueva fiscalidad como el señalado: permisos de paternidad y maternidad iguales e intransferibles, así como la universalización de la educación infantil desde los cero años.

En paralelo a la reducción de la jornada laboral, una nueva política de rentas debiera impulsarse. Esta política de rentas tiene que partir del hecho de que en las décadas anteriores hemos asistido a un deterioro del peso de los salarios en el PIB que es necesario contrarrestar, si no queremos que crecientes volúmenes de liquidez alimenten continuamente burbujas inmobiliarias, bursátiles y financieras. Para ello deberían articularse incrementos en los salarios reales superiores al crecimiento de la productividad. Resulta por tanto necesario derogar las últimas reformas laborales, que han quebrado la capacidad de negociación sindical. De hecho, el crecimiento salarial debe coordinarse a nivel europeo, facilitándose incrementos más intensos en las economías del centro para contribuir así a limitar los desequilibrios de balanza de pagos e impulsar la recuperación de la periferia. Esta estrategia de “recuperación liderada por los salarios” vendría a reforzar la política expansiva del gasto público anteriormente mencionada.

Por último, el tercer pilar de la política económica que aquí proponemos pasa por retirar la losa económica que pesa en este momento sobre buena parte de los hogares, acometiendo quitas de las deudas privadas mediante una reducción significativa en el valor facial de las hipotecas. Políticas similares se pusieron en marcha en EE.UU. durante la década de 1930, o en Islandia en el contexto de la crisis actual, y en ambos casos las quitas colaboraron a una recuperación progresiva de la renta disponible de los hogares y, con ello, a la dinamización de la actividad económica.

El saneamiento de las entidades bancarias que una medida de estas características podría conllevar debiera hacerse con cargo a gerentes, accionistas y acreedores, y no con cargo al erario como ha sucedido hasta la fecha en nuestra economía. En cualquier caso, las ayudas públicas que pudiesen hacer falta tras este saneamiento deberían acompañarse de la correspondiente toma de control accionarial de las instituciones financieras por parte del Estado.

El cambio de orientación en la política económica aquí defendido –necesario para que la salida de la crisis se pueda producir en beneficio de la mayoría social– tiene una virtud de la que carece la estrategia actual de Bruselas: mientras que esta última presenta un carácter competitivo que devalúa su implementación, la que nosotros proponemos es de naturaleza netamente cooperativa, de forma que cuantos más países la implementen tanto mejor funcionará. Así, mientras que las “devaluaciones internas” impulsadas por la Troika al aplicarse simultáneamente en varios países refuerzan los efectos depresivos a escala continental, una recuperación liderada por los salarios resultaría tanto más beneficiosa para Europa cuantos más países la llevasen a cabo.

A pesar de ello, hoy por hoy es precisamente en el ámbito supranacional donde una estrategia alternativa como la que aquí se propone encuentra su mayor dificultad: el marco institucional del euro y el diseño de la Unión Económica y Monetaria asfixian la posibilidad de implementar una política económica alternativa. Por ello, para aplicar estas medidas es precisa una refundación integral del proyecto europeo que democratice sus instituciones, restituya la soberanía política y garantice la solidaridad interterritorial. De lo contrario, aquellos gobiernos que, en caso de producirse vuelcos electorales, quieran apostar por aplicar reformas que garanticen verdaderamente el progreso social, el empleo y la defensa de los derechos adquiridos, puede que se vean abocados –para bien o para mal– a la ruptura con la UE y a la salida del euro.