Prostitución

Beatriz Gimeno

Este artículo surge a partir de una colaboración con el taller ‘Debates feministas contemporáneos: una breve aproximación’ del Instituto de Derechos Humanos ‘Gregorio Peces Barba’ de la Universidad Carlos III de Madrid.

En realidad, es cada vez más difícil -y no más fácil- para mí escribir sobre prostitución. Muchos años, décadas de debates, algunos muy agrios, y miles de páginas leídas y escritas me han producido una sensación de sobresaturación de significados que resulta cada vez más complicado resumir. Con el tiempo, además, es que la propia institución de la prostitución se ha ido haciendo más compleja al tener que incorporar a su estudio mucho de lo aportado por el feminismo interseccional. Ya no se puede hablar de prostitución sin hacerlo de cuestiones como el racismo, el colonialismo, las migraciones el funcionamiento global del mercado neoliberal con todas sus derivadas de clase, así como de cuestiones más culturales como la sociedad de consumo o el imperio de nuevas subjetividades nacidas al amparo del neoliberalismo.

Estamos hablando de una institución poliédrica y cambiante que se ha ido adaptando a cada sociedad a la que tiene que ser funcional. A pesar de todo ello, la comprensión social de lo que es la prostitución no ha cambiado tanto; todo el mundo sabe lo que es o cree saberlo, al fin y al cabo lleva con nosotras miles de años. Pero ese “todo el mundo cree saber” es uno de sus problemas, que la prostitución, quizá, ya no es eso que la gente piensa que es. Eso genera que en algunos de los debates sociales y políticos acerca de la prostitución se combatan fantasmas o, peor aún, que a veces no se tengan en cuenta cambios que se han producido en cuestiones relacionadas con ella: el sexo; el dinero, el trabajo, el cuerpo, la moral, el consentimiento sexual, el feminismo, los estados mafiosos y paralelos…la manera de entender esas cuestiones y otras muchas ha cambiado y no tenerlo en cuenta puede hacer que equivoquemos el discurso. Cuando escucho a mi madre criticar la prostitución siento que sus argumentos no serían hoy compartidos por mucha gente. Pero lo que no ha cambiado es su función: reforzar, reafirmar la desigualdad, aunque haya cambiado la manera en que lo hace.

Una vez explicado esto, que no es más que un intento de explicar mis propias limitaciones al disponer de este espacio, comentaría tres aspectos que creo importantes para el actual debate, pero que podrían perfectamente ser otros tantos, y muchos más.

La prostitución es una institución social y política y como tal ha de ser comprendida y debatida. Es una institución de orden (como todas). Ha servido para marcar un adentro y un afuera entre las mujeres y su disponibilidad para los hombres, unas para el sexo, otras para la procreación; unas buenas y otras malas pero todas sometidas. Y, según la ideología masculina tradicional, ha servido también para evitar que los hombres fueran por ahí violando a las mujeres de otros. Era, por tanto, una institución importante para el mantenimiento del orden social. Tan importante que siempre ha estado, al contrario de la creencia tradicional, protegida por los diferentes poderes: la iglesia, el estado, el rey. Por eso, además, ha estado casi siempre regulada (aunque las putas sufrieran estigma y marginación). En la historia de Europa ha estado prohibida en cortísimos períodos de tiempo, especialmente durante las guerras de religión. La mayor parte del tiempo no sólo ha estado permitida sino intensamente regulada y protegida. Sólo con la llegada del sufragismo, del feminismo organizado como movimiento, la hasta entonces incuestionable necesidad social de la prostitución empieza a cuestionarse y comienza el proceso de deslegitimación política que alcanza, por primera vez, a los pensadores de la izquierda. Hasta el siglo XIX, estos pensaban que esas mujeres lo hacían por vicio. Que la pobreza es un condicionante determinante, aunque parezca mentira, se les había ocurrido respecto a los hombres, pero no respecto a las mujeres; esto no se les ocurrió hasta que las feministas lo pensaron y lo denunciaron.

La situación legal de la prostitución, históricamente, pues puede leerse como la protección de un privilegio masculino, quizá uno de los mayores: el de poder acceder a cuantas mujeres se quiera, cuando se quiera y por un precio accesible a todos los hombres, a todos. Los niños crecen sabiendo que todos los hombres del mundo, tengan el dinero que tengan, poco o mucho, cuando quieran, tendrán cuerpos de mujeres a su disposición. Sólo por ser hombres estarán en ese lado y ellas, sólo por ser mujeres (en este caso pobres, muy a menudo racializadas) estarán en el otro lado; lados, por cierto no intercambiables. Esto configura mucho del mundo: del mercado, de las subjetividades, del privilegio y la opresión, de las desigualdades en las que se cruzan varios ejes: de raza, de clase, de sexo, de origen.

Para empezar determina que la subjetividad masculina es inseparable del conocimiento de esta realidad. Se podrá usar o no, pero está ahí. Desde ahí construye emociones en torno al sexo. El feminismo es un movimiento que ha conseguido politizar lo sensible, como dice Sara Ahmed, es decir, los afectos, los aspectos emocionales –cuestiones complicadas de introducir en el ámbito de la política– por eso no podemos continuar fingiendo que las emociones masculinas en torno al sexo no tienen importancia, cuando sabemos de sobra que el funcionamiento de las economías sexuales regula en gran parte las relaciones patriarcales. Y no podemos continuar negando que la existencia de la prostitución y todo lo que gira en torno a ella es un enorme configurador de emociones masculinas y también de políticas sexuales. 

Es un privilegio puro: el de sentir deseo y tener un supermercado de cuerpos accesible a cualquier economía personal. Y es un privilegio puro la sensación que eso procura, sobre ellas, de control del mundo, de potencia, de poder. Esto es especialmente importante en un momento en el que las identidades masculinas tradicionales se están fragilizando porque el neoliberalismo global ha significado, entre otras cosas, una emasculación simbólica para la masculinidad hegemónica. Se ha roto aquello que ha configurado desde el nacimiento del capitalismo la identidad masculina: poder en la familia, sobre las mujeres; autoestima proporcionada por un salario capaz de mantener a su familia. Eso se ha acabado. Pero la prostitución sirve también para que la situación no estalle. Al fin y al cabo, recordemos que lo que hacen siempre los ejércitos, los tiranos, los empresarios explotadores, es proporcionar mujeres para acallar el conflicto. Falte lo que falte, lo que no faltan son mujeres

Finalmente, ese privilegio masculino, tiene un coste en términos de igualdad. Es incompatible con la igualdad. Ese enorme mercado, esa enorme industria global de miles de millones de dólares, necesita producto para seguir funcionando. Y el producto son las mujeres. Y ninguna industria puede presumir de ser tan rentable y de obtener mayor plusvalía. Las mujeres son inacabables, no requieren costes de transformación, todo es ganancia. Pero para eso, tiene que haber suficientes mujeres pobres y desiguales.

Hay países, continentes, cuyo PIB depende en gran parte de la llamada industria del sexo. Si esos países invierten en igualdad, si hacen políticas públicas feministas, si se esfuerzan en educar a las niñas, habrá menos materia prima. ¿Para qué invertir en igualdad si lo que da dinero es mantener un contingente de mujeres en la pobreza que puedan ser convertidas en la mercancía necesaria? El inmenso negocio de la prostitución -uno de los mayores del mundo- necesita mujeres pobres y sin alternativa. La industria necesita también alimenta la demanda; por eso necesita alimentar el machismo, combatir la igualdad, o de lo contrario la demanda disminuye. Todo eso tiene un coste: en igualdad. La prostitución es una institución profundamente contaminante, de la igualdad, de su posibilidad siquiera. Hoy es una institución convertida en un dique de contención del patriarcado frente al feminismo. Hay otros, pero este crece aupado por un enorme caudal de dinero y por complicidades políticas e institucionales. Acabar con ella no será fácil y no será con una ley, aunque la ley sea imprescindible.