Hay que esforzarse por debatir más de políticas que de meritocracia en público
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Carlos Gil
Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por el Instituto Universitario Europeo (Italia), con la tesis Cracking Meritocracy from the Starting Gate (2020), premiada por el European Consortium for Sociologial Research (ECSR)
Uno de los principales problemas en la acalorada discusión pública sobre la meritocracia es la confusión generalizada sobre su significado y el papel del esfuerzo. Hay dos interpretaciones que hay que aclarar antes de tener un debate serio sobre las políticas y acuerdos necesarios para mejorar la igualdad de oportunidades: (1) la meritocracia como mecanismo de selección y (2) la meritocracia como ideología cargada de (pre)juicios morales. Una vez aclaradas, veremos que la meritocracia es una concepción muy pobre de la igualdad y que hablar de ella en público agita el avispero ideológico, desviando así la atención de las políticas indispensables para construir sociedades más justas.
La meritocracia como mecanismo de selección
Por un lado, la meritocracia puede entenderse como un mecanismo de selección o asignación de las posiciones y recompensas valoradas en una sociedad basado en el mérito del individuo, sea lo que sea el mérito, quién lo define y si es posible medirlo — un debate clave que abordaré más abajo.
Nadie dijo que no haya que esforzarse. Ya desde las revoluciones liberales del siglo XIX se hacía énfasis en la carrera abierta al talento en las burocracias estatales para derribar las sociedades aristocráticas donde la posición social era directamente heredada por linaje familiar, tradición o propiedad. En las democracias actuales, la mayoría de los ciudadanos prefiere que el sistema educativo, el mercado de trabajo o las instituciones públicas se rijan por los criterios más transparentes y objetivos posibles en los procesos de selección, evaluación y promoción — como la capacidad y el trabajo duro. Pocas personas consideran que esforzarse no sirva para nada y que no haya que hacerlo para salir adelante. Que se recompense —eso sí, de forma igualitaria— el esfuerzo es necesario para motivar e incentivar a la gente para, por ejemplo, cursar estudios más difíciles o trabajar en ocupaciones con mayor responsabilidad. Esto es lo mínimo que se espera del capitalismo: una competición justa en la que se recompense a cada uno según sus méritos individuales y lo que el mercado valore en ese momento histórico, independientemente de si vienes de abajo o de arriba, de tu género, orientación sexual u origen étnico.
Últimamente se ha desviado interesadamente el debate sobre la meritocracia hacia el peligro de cuestionar la sacrosanta trinidad de levantarse temprano, trabajar duro y ser resilientes y difundir así la cínica idea de que esforzarse no vale para nada a nuestros ingenuos jóvenes. ¡A ver si van a quedarse en casa de brazos cruzados a esperar la “paguita”! Así, se desvía la atención de una segunda interpretación de la meritocracia menos idílica: la meritocracia como caballo de troya del liberalismo extremo, el statu quo y la legitimación de desigualdades injustas para aquellos desafortunados en la lotería social y genética. Nadie elige ni merece las (des)ventajas de nacer en una familia con menos o más recursos o heredar unos u otros genes que influencian el desarrollo de las habilidades productivas que valora el mercado.
Para que quede negro sobre blanco: esforzarse es importante para conseguir los objetivos que uno se proponga y sobre todo si vienes de abajo. Por algo se llama clase trabajadora. Dicho esto, si vienes de clase obrera, tener talento y trabajar duro no te garantiza los mismos resultados que a alguien que venga de la elite y también se esfuerce, o incluso no dé palo al agua — que se lo digan a Froilán. Que el mismo esfuerzo no tenga la misma recompensa según la clase social en la que has tenido la fortuna de nacer no quiere decir que el esfuerzo no tenga valor, sino que la meritocracia es un timo. El esfuerzo solo podría justificar desigualdades entre personas que han nacido en las mismas circunstancias de clase y, como no podemos cuantificar todas estas circunstancias, quizá podríamos centrar nuestros esfuerzos en ofrecer más oportunidades en lugar de juzgar quién merece qué antes de ofrecerlas. Podemos aspirar a más como sociedades democráticas que competir en una carrera amañada desde el pitido de salida para repartir los trabajos y bienes que valoramos.
La meritocracia como sistema ideológico
En su segunda interpretación, la meritocracia es un sistema ideológico de legitimación de la desigualdad que da por hecho el hollywoodiense sueño americano de que hay igualdad de oportunidades. El sueño de que, si te levantas muy temprano, te esfuerzas mucho y te buscas un buen coaching, no habrá obstáculo que te impida conseguir aquello que te propongas: ya sea ser astronauta, millonario, influencer, jugador de fútbol, CEO de una multinacional o estrella del trap, tú lo vales. Si no lo consigues, podrás culparte solo a ti mismo por tus malas decisiones y por tu falta de habilidad, empeño o carácter. Tuviste poco autocontrol y te comiste la golosina de la mesa en lugar de esperar media horita más para tener dos. Cada uno recibe lo que se merece, ni más ni menos ¡Espera, la meritocracia no siempre fue así, me la han cambiado!
El origen distópico de la meritocracia y su metamorfosis liberal. La palabra meritocracia es joven y nació como una sátira distópica del sociólogo Michael Young para denunciar los peligros de una sociedad que aplicara a rajatabla la fórmula mérito = habilidad + esfuerzo para elegir a sus elites gobernantes. En esta sátira ambientada en Gran Bretaña, las posiciones en la estructura de clase se deciden desde la escuela primaria sin tener en cuenta las desigualdades socioeconómicas de partida entre las familias para puntuar más alto o bajo en esta fórmula meritocrática. No en vano, el término meritocracia se acuñó como una crítica a la reforma del segregador sistema educativo inglés de 1944, que introdujo la diferenciación temprana de itinerarios curriculares —el equivalente español del bachillerato o formación profesional— basada en una prueba de cociente intelectual a los 10 años. El cuento de la meritocracia acabó como el rosario de la aurora, con una rebelión de las clases sociales perdedoras en 2033, despreciadas por el desdén de la oligarquía ganadora. En lugar de una sociedad eficiente y justa, la meritocracia derivó en una tiranía cruel y despiadada con los menos afortunados.
Poco a poco, pero sobre todo desde los años 80, la meritocracia sufrió una dulce metamorfosis hasta derivar en un sistema ideológico que justifica las desigualdades y pone el foco en la responsabilidad del individuo. Se moraliza la desigualdad y no se reconoce ni las circunstancias materiales ni los factores estructurales que la explican. Como consecuencia de este martillo pilón ideológico y en paralelo al incremento de la desigualdad de ingresos y riqueza, ha crecido también la creencia en que nuestras sociedades son meritocráticas. Ya se sabe, “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”.
Así, casi sin darnos cuenta, la meritocracia se convirtió en un slogan vacío de políticas que promete el sueño americano para todos. Un ebrio brindis al sol tal y como ya lo expresara Tony Blair, ex primer ministro británico y máximo exponente de la tercera vía socialdemócrata tras la caída del bloque comunista. De estar a años luz de ser una meritocracia en 1995, Blair se regocijaba de que, solo dos años después, mientras se desmantelaban los estados de bienestar y se privatizaba la economía, ya lo habían conseguido:
“Estamos a años luz de ser una verdadera meritocracia” (Julio de 1995). “Quiero una sociedad basada en la meritocracia” (Abril de 1997). “La Gran Bretaña de las elites se ha acabado”. “La nueva Gran Bretaña es una meritocracia” (Octubre de 1997). “El antiguo establishment está siendo reemplazado por una nueva, más grande y más meritocrática clase media” (Enero de 1999). T. Blair
Aunque Michael Young se tirara de los pelos, apelar a la meritocracia se convirtió en un comodín aspiracional, una cortina de humo tanto liberal como socialdemócrata (de tercera vía), para vender la moto del ascensor social y no abrir el melón del frigorífico: ¿qué políticas públicas y grandes acuerdos entre fuerzas políticas hacen falta para reducir las desigualdades de clase y conseguir mayores niveles de igualdad de oportunidades? ¿A qué privilegios tendrían que renunciar las elites para tal envite?
No hay lugar ni momento justo para evaluar el mérito. La carrera es una metáfora recurrente para ilustrar cómo se reparten las posiciones sociales y recompensas económicas valoradas en una sociedad bajo la meritocracia. Imaginemos una carrera de velocidad en la que se dibuja la línea de salida en la misma posición para todos los participantes y así compitan en igualdad de partida. A partir del pistoletazo de salida, las posiciones finales y los trofeos serían solo una función de la habilidad (velocidad) y el esfuerzo (entrenamiento previo) de los corredores.
Si aplicamos esta metáfora a nuestro sistema educativo o mercado de trabajo, ¿cuándo sería justo dibujar la línea para que empiece la carrera por el estatus socioeconómico en igualdad de condiciones y evaluar el mérito? ¿Al nacimiento, en la educación primaria o en el mercado de trabajo? ¿Cómo diferenciamos el mérito individual de las circunstancias familiares que escapan a nuestro control y que ayudan o dificultan desarrollar este mérito? ¿Cómo separamos nuestras decisiones responsables de las circunstancias materiales que las preceden y posibilitan?
Desde el nacimiento, e incluso antes, ya empiezan a gestarse desigualdades de clase, a través de los recursos culturales y económicos familiares, en el desarrollo de aquellas habilidades productivas —cognitivas y socioemocionales— que luego serán recompensadas con calificaciones y sueldo por los evaluadores del mérito en el sistema educativo y mercado de trabajo: los profesores y los empleadores. La educación es el principal canal para la movilidad social de los hijos de la clase trabajadora, al no contar con un capital y patrimonio considerable que heredar. En la meritocracia liberal, se da por sentado que los sistemas educativos públicos son suficientes para compensar las desigualdades de partida e igualar las oportunidades de acumular las competencias que más recompensa el mercado. A pesar del meritorio esfuerzo de la comunidad educativa en hacer que estas desigualdades no fueran aún más grandes, si no existiera la escuela pública, estás desigualdades de clase en el desarrollo del mérito académico se mantienen casi intactas a lo largo del sistema educativo y no se han reducido significativamente en las últimas décadas.
Así, se pone todo el peso y la culpa de la política social en el sistema educativo público y la (falta de) habilidad individual. El papel de la escuela pública como igualador social es crucial, pero es solo condición necesaria, ya que, por cada acción política para igualar el terreno de juego, habrá una reacción de las clases privilegiadas para ir varios pasos por delante. Por ejemplo, a través de la educación privada, que no para de crecer. ¿De verdad somos tan ingenuos de creer que solo por facilitar el acceso a la universidad pública a las clases trabajadoras vamos a erradicar la desigualdad de oportunidades? Hay una infinidad de canales por los que los hijos de clases altas seguirán aún en ventaja para conseguir una mejor posición en el mercado de trabajo: la formación privada y en el extranjero, la transmisión de capital y patrimonio, los contactos, la información privilegiada o el know-how de cómo funcionan las bambalinas de las instituciones.
Volviendo al ejemplo de la carrera, imaginemos que el ganador tiene la línea de salida adelantada con respecto al resto de corredores partiendo así con varios metros de ventaja, empieza a correr cinco segundos antes del pitido de salida, calza las mejores zapatillas del mercado y ha entrenado en el mejor club de atletismo con Usain Bolt como instructor personal. El resto de los corredores, además, afronta una calle llena de obstáculos en la pista. Obviamente, aunque genéticamente nuestro hipotético personaje no goce de ventajas considerables, gana la carrera y se le recompensa con un premio en metálico 50 veces superior al segundo clasificado. Además, nuestro aventajado corredor recoge el trofeo henchido de orgullo mientras los espectadores y medios de comunicación ensalzan su gran habilidad y esfuerzo para ganar la carrera, llevándose todo el prestigio y reconocimiento social.
¿A quién le puede parecer esto justo? Probablemente solo a quien parta de una situación de privilegio y quiera conservarla para él mismo y los suyos. Es racional mirar por el interés propio, sí, pero no es justo bajo ninguna óptica moral. La investigación psicológica ha mostrado que hasta los niños de 3 años saben reconocer la injusticia y tienen una preferencia universal por la equidad. Quizá esto nos diga algo sobre el rol evolutivo que ha tenido la cooperación para que el ser humano progrese como especie y sociedad, en lugar de resignarnos a que el hombre sea un lobo para el hombre. Si más gente que nace o llega a situaciones de privilegio lo reconociera también y estuviera dispuesta a cambiar el statu quo no sería del todo hipócrita, sino solidario con quienes no tuvieron la misma suerte. Ahí queda la llamada de multimillonarios como Warren Buffet a tasar más a los ricos al pagar un porcentaje ridículo de impuestos en términos relativos con respecto a un trabajador medio de su empresa.
Incluso cuando es un hecho científico que gran parte de nuestros logros está condicionada por las (des)ventajas de nacer en una familia con más o menos recursos, así como por las instituciones, inversiones e infraestructuras públicas, muchos atribuyen su éxito única y exclusivamente a su esfuerzo y valía personal. Investigaciones experimentales indican que, al jugar al Monopoly, si se lanza una moneda al aire para determinar al azar qué jugador empezará la partida con más dinero que el resto y tirará con dos dados, el jugador que por pura suerte y sin ningún mérito ha empezado la partida con ventaja suele racionalizar las causas de su victoria a través de sus brillantes dotes estrategas ¡Oye, que a mí nadie me ha regalado nada!
Dos mitos fundacionales de la meritocracia desmontados por la evidencia
La igualdad de oportunidades no existe, son los padres. La ideología liberal meritocrática da por hecho que ya hemos llegado a la igualdad de oportunidades y todos navegamos en el mismo barco, el de la clase media, sea lo que sea. La acumulación de riqueza de las elites goteará hasta que suba la marea y eleve todos los barcos. El sueño americano se parece más a la utopía socialista sin clases sociales que a las sociedades capitalistas de alta desigualdad de ingresos y riqueza heredada en las que vivimos. Es una visión tremendamente distorsionada que no refleja los altos niveles de desigualdad realmente existentes.
En España no hay meritocracia. Si la entendemos como una sociedad en la que haya igualdad de oportunidades y la clase social de nuestros padres no influya en nuestro nivel educativo, ocupación, ingresos y riqueza, y sean solo nuestro esfuerzo y habilidad los responsables. ¿Y la europea? Es un hecho empírico que la igualdad de oportunidades no se cumple ni en las sociedades contemporáneas que han hecho mayores esfuerzos por reducir las desigualdades durante décadas a través de amplios acuerdos políticos, estados de bienestar universalistas, redistribución y dinamismo económico, como los países nórdicos. La igualdad de oportunidades solo existe sobre papel mojado, basta abrir cualquier constitución o declaración de derechos. Ni en la España de hoy, ni en ninguna sociedad industrial o posindustrial de la historia moderna ha existido la igualdad de oportunidades plena hasta la fecha. Ni siquiera en las sociedades comunistas.
Los monopolios privados, los beneficios empresariales desorbitados, el fraude fiscal, la corrupción pública y la transmisión de (des)ventajas de padres a hijos implican que no haya una competición justa. Si no queda más remedio que competir, si no hay otra alternativa, que al menos la competición no sea una pantomima.
No hay igualdad de oportunidades, ni se la espera. La igualdad de oportunidades es una utopía. El punto clave del debate es que sin igualdad de partida nunca puede haber una “verdadera” meritocracia en la que las circunstancias de la cuna sean irrelevantes, solo legitimación de la desigualdad. Aun más importante, la igualdad de oportunidades es imposible de conseguir por cuatro razones: (1) falta de consenso político y del votante en las políticas para combatir la desigualdad de resultados por los juicios morales que la consideran como justa o injusta; (2) la fractura de la meritocracia por parte de las clases altas con la transmisión intergeneracional de sus privilegios; (3) los límites de intervención del estado; (4) la imposibilidad de igualar los resultados en la generación de los padres dentro de sociedades capitalistas avanzadas tecnológicamente con una gran división técnica del trabajo.
Esto no quiere decir que haya que tirar la toalla y abandonar la política social, sino todo lo contrario: políticas universalistas, redistributivas y compensatorias que no beneficien solo a las clases medias-altas son esenciales para acercarnos a la utopía de la igualdad de oportunidades en su segunda acepción: “una representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano”.
Consenso político. Dado el grado de polarización política en materia fiscal y educativa, es muy difícil remar en la misma dirección y construir un estado de bienestar fuerte con mayor recaudación, redistribución y generosas políticas sociales durante décadas. La búsqueda de la igualdad de oportunidades no es cuestión de una legislatura y esta es precisamente una de las principales líneas rojas entre la derecha y la izquierda, entre el liberalismo y la socialdemocracia.
Los límites de intervención del estado y las familias. El estado no puede inmiscuirse en que los padres inculquen a sus hijos habilidades, aspiraciones y preferencias específicas para sus estudios o carrera profesional. Las familias más aventajadas, como todas, siempre querrán lo mejor para sus hijos, cosa legítima y natural, pero romperán así con la meritocracia y la carrera comenzará ya desvirtuada desde la cuna. La familia es incompatible con la igualdad de oportunidades y aquí el estado poco puede hacer, pero hay canales de transmisión de la desigualdad entre padres e hijos que pueden considerarse más injustos, como la transmisión directa de riqueza y los enchufes.
Además, hay un punto fundamental del que no se habla. Dependiendo del punto de vista ideológico, se centra el relato en la falta de oportunidades de los que vienen de abajo para subir o en su falta de habilidad, esfuerzo o motivación para conseguirlo. Sin embargo, ¿qué pasa con los de arriba? Para que existiera una meritocracia o la movilidad social fuera “perfecta”, los hijos de familias aventajadas deberían caer en ocupaciones no cualificadas o renta baja si no se esfuerzan lo suficiente o muestran talento.
En la realidad, las clases altas tienen recursos económicos, culturales y sociales para garantizar que sus hijos no se despeñen en la escalera social: gozan de un suelo de cristal, red de seguridad o paracaídas. Son solo ellos quienes pueden permitirse el lujo de equivocarse, no esforzarse o tener bajas habilidades productivas. Tienen más segundas oportunidades y por ello las clases altas rompen la meritocracia con sus privilegios. Un ilustrativo ejemplo reciente es el escándalo Varsity Blues por los sobornos de familias de alto estatus para que sus hijos, que no eran muy brillantes, fueran admitidos a universidades americanas de élite.
Si de verdad tanto quieren una meritocracia, las clases sociales más aventajadas deberían estar dispuestas a renunciar a parte de sus privilegios para igualar el terreno de juego y que haya una competición sin trampas. Solo si esto sucediera, que no lo hará, tendría sentido hablar de meritocracia.
La pescadilla que se muerde la cola. La meritocracia sufre una contradicción intrínseca que la convierte en una falacia circular: no cuestiona el nivel de desigualdad de ingresos o de riqueza en la sociedad, lo que se conoce como desigualdad de resultados o premios en la carrera. Esta desigualdad incentivaría en cambio el trabajo duro, la creatividad y la innovación. En una meritocracia perfecta, habría movilidad social hacia abajo y hacia arriba: los hijos de las elites bajarían en el ascensor social con la misma probabilidad que los hijos de clases trabajadoras subirían. Habría un cambio de cromos en la estructura de clases sociales, pero la pobreza, la precariedad y las desigualdades económicas y de riqueza seguirían intactas.
Ya sabemos que es imposible en la práctica, pero incluso si hubiera igualdad de oportunidades en la generación de los padres, estos conseguirían resultados muy diferentes en términos de recursos culturales y económicos que después transmitirían a sus hijos. Esta desigualdad de resultados sin límite, que consiente la meritocracia, imposibilita la igualdad de oportunidades en la generación de los hijos. Combinar mucha movilidad social o igualdad de oportunidades y mucha desigualdad de resultados es incompatible en la práctica. Las sociedades modernas más igualitarias del planeta, las nórdicas, dan buena cuenta de ello. Aunque el expresidente demócrata de Estados Unidos, B. Obama, no prometía la igualdad de resultados, sí que sabía que la combinación de desigualdad y baja movilidad social deja desvelado al sueño americano:
“La premisa de que todos hemos sido creados iguales es la razón de ser de la historia americana. Y dado que nosotros no prometemos igualdad de resultados, nos hemos esforzado por dar igualdad de oportunidad a todos – esta es la idea de que el éxito no depende de haber nacido en la riqueza o el privilegio, sino que depende del esfuerzo y el mérito”. […] “Las tendencias combinadas del aumento de la desigualdad y la disminución de movilidad amenazan fundamentalmente el Sueño Americano, a nuestra forma de vida, y lo que representamos alrededor del mundo”. B. Obama (2013).
La meritocracia como una pobre concepción de la igualdad
Lo podemos pensar como una pregunta que nos tenemos que hacer como sociedad: ¿queremos vivir en un rascacielos sin ascensores ni escaleras donde una subclase malvive en el sótano sin luz ni agua mientras la elite del ático bebe champagne en el jacuzzi? Los del ático y los del sótano serían siempre hijos de las mismas dinastías familiares ¿O preferimos vivir en un edificio más bajo, horizontal y abierto en el que las plantas estén conectadas por escaleras mecánicas de subida y de bajada?
Bajo las lentes de la meritocracia liberal, la sociedad se entiende como una competición por la distribución de los recursos, por los trabajos más prestigiosos y mejor pagados. La otra pregunta que debemos hacernos como sociedad es si lo que valora el mercado, los premios que se dan a los ganadores de la carrera, son los mejores criterios para determinar nuestro bienestar colectivo. Que el mercado recompense un trabajo con un salario 500 veces más alto que otro no implica que este trabajo sea 500 veces más útil o beneficioso para la sociedad, que esta persona se haya esforzado 500 veces más, que su esfuerzo valga 500 veces más, que su trabajo tenga 500 veces más responsabilidad o que sea 500 veces más difícil de desempeñar. Repítelo 500 veces conmigo. Quizá sería hora de dignificar el trabajo y su valor también por debajo y mejorar las condiciones económicas y laborales de la mayoría, la de los trabajadores. La igualdad no está reñida con el crecimiento económico, hasta el Fondo Monetario Internacional lo ha reconocido.
Al César lo que es del César: tampoco sería justo que hubiera igualdad total de resultados o recompensas, ya que no habría ningún incentivo para esforzarse o asumir responsabilidad. Cómo dijo M. Rajoy allá por 1984, no es cuestión de “equiparar a quien por capacidad, trabajo y méritos son claramente desiguales”, pero tampoco es que se pretenda, cómo también temía Rajoy, “explotar la envidia y el resentimiento para asentar sobre tan negativas pulsiones la dictadura igualitaria”. Se trata de otra cosa, de la última pregunta que tenemos que responder: ¿cuánto queremos (re)compensar y tasar a los “ganadores” y a los “perdedores” de la carrera si no podemos separar sus circunstancias de sus méritos? Aunque hasta hace poco la respuesta del liberalismo y la socialdemocracia era relativamente unánime, esta pregunta es un dilema moral que hoy representa una gruesa línea roja entre la izquierda y la derecha. De cómo resolvamos este dilema dependerá nuestra capacidad para construir sociedades con mayor igualdad de oportunidades y despertar del sueño americano porque, cómo decía el cómico George Carlin, que en paz descanse: “se llama sueño americano porque hay que estar dormido para creérselo”.
La meritocracia es una meta e ideal político muy pobre, vacío de contenido, un canto de sirena que nos distrae de las políticas públicas realmente necesarias para construir sociedades más justas y que exploten el potencial personal y productivo de todos sus ciudadanos, independientemente del accidente de nacimiento ¡Despertemos y manos a la obra!
Notas:
Carlos Gil es doctor en Ciencias Políticas y Sociales por el Instituto Universitario Europeo (Italia), gracias a la beca Salvador de Madariaga del Ministerio de Educación, con la tesis Cracking Meritocracy from the Starting Gate (2020), premiada por el European Consortium for Sociologial Research (ECSR). El artículo está basado en esta tesis y un capítulo del libro La movilidad social en España (2015), coescrito con Ildefonso Marqués y publicado por Catarata.