Hay que esforzarse por debatir más de políticas que de meritocracia en público
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Carlos Gil
Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por el Instituto Universitario Europeo (Italia), con la tesis Cracking Meritocracy from the Starting Gate (2020), premiada por el European Consortium for Sociologial Research (ECSR).
Uno de los principales problemas en la acalorada discusión pública sobre la meritocracia es la confusión generalizada sobre su significado y el papel del esfuerzo. Hay dos interpretaciones que hay que aclarar antes de tener un debate serio sobre las políticas y acuerdos necesarios para mejorar la igualdad de oportunidades: (1) la meritocracia como mecanismo de selección y (2) la meritocracia como ideología cargada de (pre)juicios morales. Una vez aclaradas, veremos que la meritocracia es una concepción muy pobre de la igualdad y que hablar de ella en público agita el avispero ideológico, desviando así la atención de las políticas indispensables para construir sociedades más justas.
La meritocracia como mecanismo de selección
Por un lado, la meritocracia puede entenderse como un mecanismo de selección o asignación de las posiciones y recompensas valoradas en una sociedad basado en el mérito del individuo, sea lo que sea el mérito, quién lo define y si es posible medirlo — un debate clave que abordaré más abajo.
Nadie dijo que no haya que esforzarse. Ya desde las revoluciones liberales del siglo XIX se hacía énfasis en la carrera abierta al talento en las burocracias estatales para derribar las sociedades aristocráticas donde la posición social era directamente heredada por linaje familiar, tradición o propiedad. En las democracias actuales, la mayoría de los ciudadanos prefiere que el sistema educativo, el mercado de trabajo o las instituciones públicas se rijan por los criterios más transparentes y objetivos posibles en los procesos de selección, evaluación y promoción — como la capacidad y el trabajo duro. Pocas personas consideran que esforzarse no sirva para nada y que no haya que hacerlo para salir adelante. Que se recompense —eso sí, de forma igualitaria— el esfuerzo es necesario para motivar e incentivar a la gente para, por ejemplo, cursar estudios más difíciles o trabajar en ocupaciones con mayor responsabilidad. Esto es lo mínimo que se espera del capitalismo: una competición justa en la que se recompense a cada uno según sus méritos individuales y lo que el mercado valore en ese momento histórico, independientemente de si vienes de abajo o de arriba, de tu género, orientación sexual u origen étnico.
Últimamente se ha desviado interesadamente el debate sobre la meritocracia hacia el peligro de cuestionar la sacrosanta trinidad de levantarse temprano, trabajar duro y ser resilientes y difundir así la cínica idea de que esforzarse no vale para nada a nuestros ingenuos jóvenes. ¡A ver si van a quedarse en casa de brazos cruzados a esperar la “paguita”! Así, se desvía la atención de una segunda interpretación de la meritocracia menos idílica: la meritocracia como caballo de troya del liberalismo extremo, el statu quo y la legitimación de desigualdades injustas para aquellos desafortunados en la lotería social y genética. Nadie elige ni merece las (des)ventajas de nacer en una familia con menos o más recursos o heredar unos u otros genes que influencian el desarrollo de las habilidades productivas que valora el mercado.
Para que quede negro sobre blanco: esforzarse es importante para conseguir los objetivos que uno se proponga y sobre todo si vienes de abajo. Por algo se llama clase trabajadora. Dicho esto, si vienes de clase obrera, tener talento y trabajar duro no te garantiza los mismos resultados que a alguien que venga de la elite y también se esfuerce, o incluso no dé palo al agua — que se lo digan a Froilán. Que el mismo esfuerzo no tenga la misma recompensa según la clase social en la que has tenido la fortuna de nacer no quiere decir que el esfuerzo no tenga valor, sino que la meritocracia es un timo. El esfuerzo solo podría justificar desigualdades entre personas que han nacido en las mismas circunstancias de clase y, como no podemos cuantificar todas estas circunstancias, quizá podríamos centrar nuestros esfuerzos en ofrecer más oportunidades en lugar de juzgar quién merece qué antes de ofrecerlas. Podemos aspirar a más como sociedades democráticas que competir en una carrera amañada desde el pitido de salida para repartir los trabajos y bienes que valoramos.
La meritocracia como sistema ideológico
En su segunda interpretación, la meritocracia es un sistema ideológico de legitimación de la desigualdad que da por hecho el hollywoodiense sueño americano de que hay igualdad de oportunidades. El sueño de que, si te levantas muy temprano, te esfuerzas mucho y te buscas un buen coaching, no habrá obstáculo que te impida conseguir aquello que te propongas: ya sea ser astronauta, millonario, influencer, jugador de fútbol, CEO de una multinacional o estrella del trap, tú lo vales. Si no lo consigues, podrás culparte solo a ti mismo por tus malas decisiones y por tu falta de habilidad, empeño o carácter. Tuviste poco autocontrol y te comiste la golosina de la mesa en lugar de esperar media horita más para tener dos. Cada uno recibe lo que se merece, ni más ni menos ¡Espera, la meritocracia no siempre fue así, me la han cambiado!
El origen distópico de la meritocracia y su metamorfosis liberal. La palabra meritocracia es joven y nació como una sátira distópica del sociólogo Michael Young para denunciar los peligros de una sociedad que aplicara a rajatabla la fórmula mérito = habilidad + esfuerzo para elegir a sus elites gobernantes. En esta sátira ambientada en Gran Bretaña, las posiciones en la estructura de clase se deciden desde la escuela primaria sin tener en cuenta las desigualdades socioeconómicas de partida entre las familias para puntuar más alto o bajo en esta fórmula meritocrática. No en vano, el término meritocracia se acuñó como una crítica a la reforma del segregador sistema educativo inglés de 1944, que introdujo la diferenciación temprana de itinerarios curriculares —el equivalente español del bachillerato o formación profesional— basada en una prueba de cociente intelectual a los 10 años. El cuento de la meritocracia acabó como el rosario de la aurora, con una rebelión de las clases sociales perdedoras en 2033, despreciadas por el desdén de la oligarquía ganadora. En lugar de una sociedad eficiente y justa, la meritocracia derivó en una tiranía cruel y despiadada con los menos afortunados.
Poco a poco, pero sobre todo desde los años 80, la meritocracia sufrió una dulce metamorfosis hasta derivar en un sistema ideológico que justifica las desigualdades y pone el foco en la responsabilidad del individuo. Se moraliza la desigualdad y no se reconoce ni las circunstancias materiales ni los factores estructurales que la explican. Como consecuencia de este martillo pilón ideológico y en paralelo al incremento de la desigualdad de ingresos y riqueza, ha crecido también la creencia en que nuestras sociedades son meritocráticas. Ya se sabe, “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”.
Así, casi sin darnos cuenta, la meritocracia se convirtió en un slogan vacío de políticas que promete el sueño americano para todos. Un ebrio brindis al sol tal y como ya lo expresara Tony Blair, ex primer ministro británico y máximo exponente de la tercera vía socialdemócrata tras la caída del bloque comunista. De estar a años luz de ser una meritocracia en 1995, Blair se regocijaba de que, solo dos años después, mientras se desmantelaban los estados de bienestar y se privatizaba la economía, ya lo habían conseguido:
“Estamos a años luz de ser una verdadera meritocracia” (Julio de 1995). “Quiero una sociedad basada en la meritocracia” (Abril de 1997). “La Gran Bretaña de las elites se ha acabado”. “La nueva Gran Bretaña es una meritocracia” (Octubre de 1997). “El antiguo establishment está siendo reemplazado por una nueva, más grande y más meritocrática clase media” (Enero de 1999). T. Blair
Aunque Michael Young se tirara de los pelos, apelar a la meritocracia se convirtió en un comodín aspiracional, una cortina de humo tanto liberal como socialdemócrata (de tercera vía), para vender la moto del ascensor social y no abrir el melón del frigorífico: ¿qué políticas públicas y grandes acuerdos entre fuerzas políticas hacen falta para reducir las desigualdades de clase y conseguir mayores niveles de igualdad de oportunidades? ¿A qué privilegios tendrían que renunciar las elites para tal envite?
No hay lugar ni momento justo para evaluar el mérito. La carrera es una metáfora recurrente para ilustrar cómo se reparten las posiciones sociales y recompensas económicas valoradas en una sociedad bajo la meritocracia. Imaginemos una carrera de velocidad en la que se dibuja la línea de salida en la misma posición para todos los participantes y así compitan en igualdad de partida. A partir del pistoletazo de salida, las posiciones finales y los trofeos serían solo una función de la habilidad (velocidad) y el esfuerzo (entrenamiento previo) de los corredores.
Si aplicamos esta metáfora a nuestro sistema educativo o mercado de trabajo, ¿cuándo sería justo dibujar la línea para que empiece la carrera por el estatus socioeconómico en igualdad de condiciones y evaluar el mérito? ¿Al nacimiento, en la educación primaria o en el mercado de trabajo? ¿Cómo diferenciamos el mérito individual de las circunstancias familiares que escapan a nuestro control y que ayudan o dificultan desarrollar este mérito? ¿Cómo separamos nuestras decisiones responsables de las circunstancias materiales que las preceden y posibilitan?
Desde el nacimiento, e incluso antes, ya empiezan a gestarse desigualdades de clase, a través de los recursos culturales y económicos familiares, en el desarrollo de aquellas habilidades productivas —cognitivas y socioemocionales— que luego serán recompensadas con calificaciones y sueldo por los evaluadores del mérito en el sistema educativo y mercado de trabajo: los profesores y los empleadores. La educación es el principal canal para la movilidad social de los hijos de la clase trabajadora, al no contar con un capital y patrimonio considerable que heredar. En la meritocracia liberal, se da por sentado que los sistemas educativos públicos son suficientes para compensar las desigualdades de partida e igualar las oportunidades de acumular las competencias que más recompensa el mercado. A pesar del meritorio esfuerzo de la comunidad educativa en hacer que estas desigualdades no fueran aún más grandes, si no existiera la escuela pública, estás desigualdades de clase en el desarrollo del mérito académico se mantienen casi intactas a lo largo del sistema educativo y no se han reducido significativamente en las últimas décadas.
Así, se pone todo el peso y la culpa de la política social en el sistema educativo público y la (falta de) habilidad individual. El papel de la escuela pública como igualador social es crucial, pero es solo condición necesaria, ya que, por cada acción política para igualar el terreno de juego, habrá una reacción de las clases privilegiadas para ir varios pasos por delante. Por ejemplo, a través de la educación privada, que no para de crecer. ¿De verdad somos tan ingenuos de creer que solo por facilitar el acceso a la universidad pública a las clases trabajadoras vamos a erradicar la desigualdad de oportunidades? Hay una infinidad de canales por los que los hijos de clases altas seguirán aún en ventaja para conseguir una mejor posición en el mercado de trabajo: la formación privada y en el extranjero, la transmisión de capital y patrimonio, los contactos, la información privilegiada o el know-how de cómo funcionan las bambalinas de las instituciones.
Volviendo al ejemplo de la carrera, imaginemos que el ganador tiene la línea de salida adelantada con respecto al resto de corredores partiendo así con varios metros de ventaja, empieza a correr cinco segundos antes del pitido de salida, calza las mejores zapatillas del mercado y ha entrenado en el mejor club de atletismo con Usain Bolt como instructor personal. El resto de los corredores, además, afronta una calle llena de obstáculos en la pista. Obviamente, aunque genéticamente nuestro hipotético personaje no goce de ventajas considerables, gana la carrera y se le recompensa con un premio en metálico 50 veces superior al segundo clasificado. Además, nuestro aventajado corredor recoge el trofeo henchido de orgullo mientras los espectadores y medios de comunicación ensalzan su gran habilidad y esfuerzo para ganar la carrera, llevándose todo el prestigio y reconocimiento social.
¿A quién le puede parecer esto justo? Probablemente solo a quien parta de una situación de privilegio y quiera conservarla para él mismo y los suyos. Es racional mirar por el interés propio, sí, pero no es justo bajo ninguna óptica moral. La investigación psicológica ha mostrado que hasta los niños de 3 años saben reconocer la injusticia y tienen una preferencia universal por la equidad. Quizá esto nos diga algo sobre el rol evolutivo que ha tenido la cooperación para que el ser humano progrese como especie y sociedad, en lugar de resignarnos a que el hombre sea un lobo para el hombre. Si más gente que nace o llega a situaciones de privilegio lo reconociera también y estuviera dispuesta a cambiar el statu quo no sería del todo hipócrita, sino solidario con quienes no tuvieron la misma suerte. Ahí queda la llamada de multimillonarios como Warren Buffet a tasar más a los ricos al pagar un porcentaje ridículo de impuestos en términos relativos con respecto a un trabajador medio de su empresa.
Incluso cuando es un hecho científico que gran parte de nuestros logros está condicionada por las (des)ventajas de nacer en una familia con más o menos recursos, así como por las instituciones, inversiones e infraestructuras públicas, muchos atribuyen su éxito única y exclusivamente a su esfuerzo y valía personal. Investigaciones experimentales indican que, al jugar al Monopoly, si se lanza una moneda al aire para determinar al azar qué jugador empezará la partida con más dinero que el resto y tirará con dos dados, el jugador que por pura suerte y sin ningún mérito ha empezado la partida con ventaja suele racionalizar las causas de su victoria a través de sus brillantes dotes estrategas ¡Oye, que a mí nadie me ha regalado nada!
Dos mitos fundacionales de la meritocracia desmontados por la evidencia
La igualdad de oportunidades no existe, son los padres. La ideología liberal meritocrática da por hecho que ya hemos llegado a la igualdad de oportunidades y todos navegamos en el mismo barco, el de la clase media, sea lo que sea. La acumulación de riqueza de las elites goteará hasta que suba la marea y eleve todos los barcos. El sueño americano se parece más a la utopía socialista sin clases sociales que a las sociedades capitalistas de alta desigualdad de ingresos y riqueza heredada en las que vivimos. Es una visión tremendamente distorsionada que no refleja los altos niveles de desigualdad realmente existentes.
En España no hay meritocracia. Si la entendemos como una sociedad en la que haya igualdad de oportunidades y la clase social de nuestros padres no influya en nuestro nivel educativo, ocupación, ingresos y riqueza, y sean solo nuestro esfuerzo y habilidad los responsables. ¿Y la europea? Es un hecho empírico que la igualdad de oportunidades no se cumple ni en las sociedades contemporáneas que han hecho mayores esfuerzos por reducir las desigualdades durante décadas a través de amplios acuerdos políticos, estados de bienestar universalistas, redistribución y dinamismo económico, como los países nórdicos. La igualdad de oportunidades solo existe sobre papel mojado, basta abrir cualquier constitución o declaración de derechos. Ni en la España de hoy, ni en ninguna sociedad industrial o posindustrial de la historia moderna ha existido la igualdad de oportunidades plena hasta la fecha. Ni siquiera en las sociedades comunistas.
Los monopolios privados, los beneficios empresariales desorbitados, el fraude fiscal, la corrupción pública y la transmisión de (des)ventajas de padres a hijos implican que no haya una competición justa. Si no queda más remedio que competir, si no hay otra alternativa, que al menos la competición no sea una pantomima.
No hay igualdad de oportunidades, ni se la espera. La igualdad de oportunidades es una utopía. El punto clave del debate es que sin igualdad de partida nunca puede haber una “verdadera” meritocracia en la que las circunstancias de la cuna sean irrelevantes, solo legitimación de la desigualdad. Aun más importante, la igualdad de oportunidades es imposible de conseguir por cuatro razones: (1) falta de consenso político y del votante en las políticas para combatir la desigualdad de resultados por los juicios morales que la consideran como justa o injusta; (2) la fractura de la meritocracia por parte de las clases altas con la transmisión intergeneracional de sus privilegios; (3) los límites de intervención del estado; (4) la imposibilidad de igualar los resultados en la generación de los padres dentro de sociedades capitalistas avanzadas tecnológicamente con una gran división técnica del trabajo.
Esto no quiere decir que haya que tirar la toalla y abandonar la política social, sino todo lo contrario: políticas universalistas, redistributivas y compensatorias que no beneficien solo a las clases medias-altas son esenciales para acercarnos a la utopía de la igualdad de oportunidades en su segunda acepción: “una representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano”.
Consenso político. Dado el grado de polarización política en materia fiscal y educativa, es muy difícil remar en la misma dirección y construir un estado de bienestar fuerte con mayor recaudación, redistribución y generosas políticas sociales durante décadas. La búsqueda de la igualdad de oportunidades no es cuestión de una legislatura y esta es precisamente una de las principales líneas rojas entre la derecha y la izquierda, entre el liberalismo y la socialdemocracia.
Los límites de intervención del estado y las familias. El estado no puede inmiscuirse en que los padres inculquen a sus hijos habilidades, aspiraciones y preferencias específicas para sus estudios o carrera profesional. Las familias más aventajadas, como todas, siempre querrán lo mejor para sus hijos, cosa legítima y natural, pero romperán así con la meritocracia y la carrera comenzará ya desvirtuada desde la cuna. La familia es incompatible con la igualdad de oportunidades y aquí el estado poco puede hacer, pero hay canales de transmisión de la desigualdad entre padres e hijos que pueden considerarse más injustos, como la transmisión directa de riqueza y los enchufes.
Además, hay un punto fundamental del que no se habla. Dependiendo del punto de vista ideológico, se centra el relato en la falta de oportunidades de los que vienen de abajo para subir o en su falta de habilidad, esfuerzo o motivación para conseguirlo. Sin embargo, ¿qué pasa con los de arriba? Para que existiera una meritocracia o la movilidad social fuera “perfecta”, los hijos de familias aventajadas deberían caer en ocupaciones no cualificadas o renta baja si no se esfuerzan lo suficiente o muestran talento.
En la realidad, las clases altas tienen recursos económicos, culturales y sociales para garantizar que sus hijos no se despeñen en la escalera social: gozan de un suelo de cristal, red de seguridad o paracaídas. Son solo ellos quienes pueden permitirse el lujo de equivocarse, no esforzarse o tener bajas habilidades productivas. Tienen más segundas oportunidades y por ello las clases altas rompen la meritocracia con sus privilegios. Un ilustrativo ejemplo reciente es el escándalo Varsity Blues por los sobornos de familias de alto estatus para que sus hijos, que no eran muy brillantes, fueran admitidos a universidades americanas de élite.
Si de verdad tanto quieren una meritocracia, las clases sociales más aventajadas deberían estar dispuestas a renunciar a parte de sus privilegios para igualar el terreno de juego y que haya una competición sin trampas. Solo si esto sucediera, que no lo hará, tendría sentido hablar de meritocracia.
La pescadilla que se muerde la cola. La meritocracia sufre una contradicción intrínseca que la convierte en una falacia circular: no cuestiona el nivel de desigualdad de ingresos o de riqueza en la sociedad, lo que se conoce como desigualdad de resultados o premios en la carrera. Esta desigualdad incentivaría en cambio el trabajo duro, la creatividad y la innovación. En una meritocracia perfecta, habría movilidad social hacia abajo y hacia arriba: los hijos de las elites bajarían en el ascensor social con la misma probabilidad que los hijos de clases trabajadoras subirían. Habría un cambio de cromos en la estructura de clases sociales, pero la pobreza, la precariedad y las desigualdades económicas y de riqueza seguirían intactas.
Ya sabemos que es imposible en la práctica, pero incluso si hubiera igualdad de oportunidades en la generación de los padres, estos conseguirían resultados muy diferentes en términos de recursos culturales y económicos que después transmitirían a sus hijos. Esta desigualdad de resultados sin límite, que consiente la meritocracia, imposibilita la igualdad de oportunidades en la generación de los hijos. Combinar mucha movilidad social o igualdad de oportunidades y mucha desigualdad de resultados es incompatible en la práctica. Las sociedades modernas más igualitarias del planeta, las nórdicas, dan buena cuenta de ello. Aunque el expresidente demócrata de Estados Unidos, B. Obama, no prometía la igualdad de resultados, sí que sabía que la combinación de desigualdad y baja movilidad social deja desvelado al sueño americano:
“La premisa de que todos hemos sido creados iguales es la razón de ser de la historia americana. Y dado que nosotros no prometemos igualdad de resultados, nos hemos esforzado por dar igualdad de oportunidad a todos – esta es la idea de que el éxito no depende de haber nacido en la riqueza o el privilegio, sino que depende del esfuerzo y el mérito”. […] “Las tendencias combinadas del aumento de la desigualdad y la disminución de movilidad amenazan fundamentalmente el Sueño Americano, a nuestra forma de vida, y lo que representamos alrededor del mundo”. B. Obama (2013).
La meritocracia como una pobre concepción de la igualdad
Lo podemos pensar como una pregunta que nos tenemos que hacer como sociedad: ¿queremos vivir en un rascacielos sin ascensores ni escaleras donde una subclase malvive en el sótano sin luz ni agua mientras la elite del ático bebe champagne en el jacuzzi? Los del ático y los del sótano serían siempre hijos de las mismas dinastías familiares ¿O preferimos vivir en un edificio más bajo, horizontal y abierto en el que las plantas estén conectadas por escaleras mecánicas de subida y de bajada?
Bajo las lentes de la meritocracia liberal, la sociedad se entiende como una competición por la distribución de los recursos, por los trabajos más prestigiosos y mejor pagados. La otra pregunta que debemos hacernos como sociedad es si lo que valora el mercado, los premios que se dan a los ganadores de la carrera, son los mejores criterios para determinar nuestro bienestar colectivo. Que el mercado recompense un trabajo con un salario 500 veces más alto que otro no implica que este trabajo sea 500 veces más útil o beneficioso para la sociedad, que esta persona se haya esforzado 500 veces más, que su esfuerzo valga 500 veces más, que su trabajo tenga 500 veces más responsabilidad o que sea 500 veces más difícil de desempeñar. Repítelo 500 veces conmigo. Quizá sería hora de dignificar el trabajo y su valor también por debajo y mejorar las condiciones económicas y laborales de la mayoría, la de los trabajadores. La igualdad no está reñida con el crecimiento económico, hasta el Fondo Monetario Internacional lo ha reconocido.
Al César lo que es del César: tampoco sería justo que hubiera igualdad total de resultados o recompensas, ya que no habría ningún incentivo para esforzarse o asumir responsabilidad. Cómo dijo M. Rajoy allá por 1984, no es cuestión de “equiparar a quien por capacidad, trabajo y méritos son claramente desiguales”, pero tampoco es que se pretenda, cómo también temía Rajoy, “explotar la envidia y el resentimiento para asentar sobre tan negativas pulsiones la dictadura igualitaria”. Se trata de otra cosa, de la última pregunta que tenemos que responder: ¿cuánto queremos (re)compensar y tasar a los “ganadores” y a los “perdedores” de la carrera si no podemos separar sus circunstancias de sus méritos? Aunque hasta hace poco la respuesta del liberalismo y la socialdemocracia era relativamente unánime, esta pregunta es un dilema moral que hoy representa una gruesa línea roja entre la izquierda y la derecha. De cómo resolvamos este dilema dependerá nuestra capacidad para construir sociedades con mayor igualdad de oportunidades y despertar del sueño americano porque, cómo decía el cómico George Carlin, que en paz descanse: “se llama sueño americano porque hay que estar dormido para creérselo”.
La meritocracia es una meta e ideal político muy pobre, vacío de contenido, un canto de sirena que nos distrae de las políticas públicas realmente necesarias para construir sociedades más justas y que exploten el potencial personal y productivo de todos sus ciudadanos, independientemente del accidente de nacimiento ¡Despertemos y manos a la obra!
Notas:
Carlos Gil es doctor en Ciencias Políticas y Sociales por el Instituto Universitario Europeo (Italia), gracias a la beca Salvador de Madariaga del Ministerio de Educación, con la tesis Cracking Meritocracy from the Starting Gate (2020), premiada por el European Consortium for Sociologial Research (ECSR). El artículo está basado en esta tesis y un capítulo del libro La movilidad social en España (2015), coescrito con Ildefonso Marqués y publicado por Catarata.
Crisis de las clases medias. De la promesa meritocrática al resentimiento existencial
13/03/2023
Antonio Gómez Villar
Profesor de Filosofía en la Universitat de Barcelona (UB)
En 2020 el filósofo Michael Sandel publicaba el ensayo La tiranía del mérito: ¿qué ha sido del bien común? En él trataba de dar respuesta al porqué del surgimiento de los llamados «populismos autoritarios» y las tonalidades emotivas de odio y resentimiento que los acompañan. Según el autor, tanto las comunidades locales como las nacionales están atravesadas hoy por la dicotomía ganadores/perdedores de la globalización y por el consiguiente distanciamiento social entre ambos. En esta dicotomía, la posibilidad de tener éxito depende de la formación y la educación adquirida, que otorgan la preparación necesaria para poder competir en el marco de una economía global. Y la función de los diferentes gobiernos consiste en procurar las mismas oportunidades de recibir esa formación y educación en la que se fundamentan las posibilidades de tener éxito.
Desde esta lógica meritocrática, basada en la supuesta igualdad de oportunidades, quienes logran el éxito, quienes alcanzan los lugares privilegiados de la sociedad, son considerados merecedores de aquello que poseen; y, de la misma manera, quienes han quedado rezagados, quienes han perdido, también son considerados merecedores del lugar que ocupan. Los ganadores creen que su éxito es merecido, creación suya; los perdedores, por su parte, acumulan ira y resentimiento, emociones y afectos que, según Sandel, están a la base del surgimiento de los «populismos autoritarios».
Esta radiografía le lleva a concluir que quienes apoyan hoy a las nuevas formaciones de extrema derecha son aquellos que quedaron al margen de la competencia meritocrática, los votantes carentes de títulos universitarios, atravesados por un sentimiento de inferioridad. El auge del mérito y sus formas de reproducción, que no sólo se refiere a un agravio económico sino también moral y cultural, habrían provocado el surgimiento de líderes políticos autoritarios.
En lo que sigue, trataré de argumentar que las formas del «resentimiento sin conciencia de clase» a las que se refería M. Fisher, que están a la base del surgimiento de las nuevas formas políticas autoritarias, esto es, un imaginario inmunitario, una expresión reactiva e individual, ponen en el centro no una crítica a las consecuencias del privilegio otorgado a la lógica meritocrática, sino un anhelo por tornarla operativa, para que vuelva a regir, a estar disponible. Parte de las actuales clases medias precarizadas observan que el ascensor social se ha averiado, está lento y errático, pero el de las nuevas minorías continúa operativo a través de las políticas de discriminación positiva.
La humillación que experimenta esa sociología a la que Sandel se refiere no es el resultado de la manera en que la meritocracia responsabiliza a los individuos de sus fracasos, sino del hecho de sentirse humillados porque consideran que las nuevas minorías les han adelantado sin pasar por la casilla de salida del esfuerzo y el mérito. Critican que la cultura del mérito, el esfuerzo y el talento haya sido sustituida por la de la representación. Las minorías raciales o de género constituyen una nueva jerarquía aristocrática, cuyas diferencias operan como privilegios de reconocimiento que han de ser preservados.
Es un resentimiento tanto material como simbólico, referido tanto a las posibilidades en el acceso a bienes como a la ausencia del reconocimiento que la sociedad en su conjunto profesaba otrora a las clases medias como sujeto hegemónico del orden. Ello constituye una forma de resentimiento construida sobre la percepción de una injusticia: la promesa del mérito se ha roto y tiene que ser reconstruida, para que la posición social que se ocupe esté determinada por el mérito. Sólo el esfuerzo puede representar la clave del éxito social; y la movilidad social sólo puede depender de la iniciativa individual.
Las clases medias no experimentan hoy un daño específico, no existe una huella evidente de aquello que les duele, ni señalan de manera clara y distinta a un sujeto concreto como responsable de su situación. El otro es una proyección imaginaria, la construcción de un otro inaceptable que, al tiempo que desposee a las clases medias de su estatus, excede las fijaciones establecidas. «Resentendio» proviene de «re-sentir». Declinado como «resistir», su raíz latina es «resistere» [«quedar atrás», «detenerse»]. Resistir, etimológicamente, significa «volver a estar», reclamar la vigencia del estatus perdido. He aquí el proyecto de las clases medias en crisis que politizan las nuevas extremas derechas: la salvaguarda de las jerarquías en las que se fundaba su posición de privilegio social para poner fin a su progresivo desclasamiento.
En el momento en el que las categorías que han articulado la clásica clase media, sus valores e ideales, han sido vaciadas de valor, el mundo mismo se le presenta como carente de valor. Una vez que esos valores –meritocracia, defensa del statu quo, capacidad de consumo, estatus, distinción, igualdad de oportunidades, «sueño americano», «igualdad social europea», etc.– entran en crisis, toda esa sociología que hasta entonces había sostenido el orden adquiere también una valoración muy precisa, son «nada».
El sistema de afectos que atraviesa el proyecto de las nuevas extremas derechas no señala a un segmento sociológico concreto. Su proyecto no nace con el objetivo de reparar una situación de desigualdad, sino de conservar una pretérita situación de privilegio desde una lógica antagonista, señalando como enemigo a quienes atenten contra él o lo imposibiliten. Se trata de una fuerza reaccionaria que necesita del retorno a un privilegio antes tenido para seguir siendo.
Las clases medias apuntan a un agravio comparativo: otros (las minorías) le han arrebatado aquello sobre lo que creían tenían derecho. La clase media, el sujeto que encarnaba el sueño de la igualdad de oportunidades y la meritocracia, se ha roto. Consideran que no merecen caer a los lugares de la marginación, pues no es su lugar natural. Por eso encuentran eco en las nuevas formas políticas reaccionarias: todas sus demandas comienzan con «recobrar», «restaurar», «devolver». El reverso de conseguir éxito a través de la meritocracia es el intento de evitar el fracaso. Es preciso restaurar la justicia para restaurar su bien. El objetivo es que los códigos de dominio de las clases medias vuelvan a regir. De ahí su rencor, defensivo y reaccionario, y la pulsión por la restauración de algo perdido. El futuro es anhelado como promesa de retorno.
Thomas Jefferson, el tercer presidente de EE. UU., dijo a principios del siglo xix que «la naturaleza es la que asigna las clases». La clase media siempre fue hija de esta concepción y reacciona hoy contra la desnaturalización del estatus que por naturaleza les corresponde. Ninguna otra clase hizo tan suya la lógica meritocrática, la posibilidad de progresar en función de las aspiraciones, el talento y la disciplina individual. La expresión «clase media en crisis» es el nombre que recibe hoy la identificación con unas sociedades dañadas por esos «otros», «extraños», minorías que invaden el espacio del sujeto legítimo de la nación por antonomasia. A la clase media le han arrebatado su legado y ha sido relegada al córner de la historia al erosionar sus «legítimos privilegios». Los «otros» no sólo ponen en peligro aquello que se considera propio. La verdadera amenaza reside en la posibilidad de que ocupen su otrora lugar de privilegio. De ahí la nostalgia de una jerarquía natural deshecha, de una prosperidad asociada al imaginario del emprendimiento y el esfuerzo combinada con una política fiscal de bajos impuestos. Por eso reclaman mecanismos restauradores que permitan recuperar lo perdido frente al «orden natural» alterado por las luchas de las minorías.
Lo que las clases medias en su declinación reaccionaria ansían es el retorno de la ficción jurídica de la igualdad de oportunidades, la meritocracia, que el mercado de opciones de vida sea neutro y que no se privilegien otras formas de vida. En ello consiste la rebelión contra la igualdad por parte de las antiguas clases medias hoy en crisis, una lucha contra la democratización en el acceso al consumo, bienes, estatus y reconocimiento de quienes otrora habitaban en los márgenes. Padecen la angustia colectiva ante la decadencia y agonía de un mundo que se resiste a morir.
Desde esta desorientación política, material y afectiva, las nuevas extremas derechas introducen un antagonismo horizontal, los de abajo contra los de abajo. Proyectan rabia, ira y resentimiento contra los de abajo, contra las minorías: éstas se han beneficiado de la globalización neoliberal y la clase media ha acabado perdiendo. Sienten que les han quitado aquello que por derecho natural les corresponde: los inmigrantes les quitan el trabajo y las mujeres les quitan los derechos. Las minorías, en fin, impiden el curso recto de la historia: sólo la lógica neutra de funcionamiento del mercado capitalista posibilita la permanencia de la lógica meritocrática.
Que en este nuevo antagonismo no se apunte hacia arriba, a capitalistas o políticos del status quo, sino a los que consideran más abajo del estrato social, se debe a que la clase media siempre consideró que los de arriba están en su legítimo derecho de estar arriba. Es una lógica de la adecuación, un sentido platónico de la justicia, el derecho natural a ser ricos y poderosos y el derecho a ser pobre. Aceptan a los ricos porque entienden que existe una correspondencia meritocrática entre esfuerzo y recompensa. No cuestionan los privilegios de los ricos porque el sueño de la clase media es aspiracional: ellos también pueden llegar ahí; con esfuerzo, pueden llegar a ser lo que quieran. Cualquier otra escena de igualdad es vivida como una humillación y una ofensa. La lucha de las minorías es el punto simbólico que muestra a las clases medias la inversión competitiva de nuestra época: aquéllas son unas privilegiadas y las clases medias en crisis las nuevas minorías oprimidas. De resultas, el fin de la promesa meritocrática se convierte en un narcisismo herido.
Políticas para una transición postmeritocrática
06/03/2023
Daniel Turienzo
Adscrito en la red educativa española en el exterior (Tangér). Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Madrid.
Albert Arcarons
Subdirector de la Oficina del Alto Comisionado contra la Pobreza Infantil. Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por el Instituto Universitario Europeo.
En ocasiones, el debate sobre el sistema educativo plantea este como un ente aislado. Sin embargo, la igualdad de oportunidades y la equidad educativa también está en manos de los aciertos en las medidas contra la pobreza y la desigualdad.
Las democracias liberales, y específicamente sus sistemas educativos, se basan en una suerte de contractualismo. Un contrato social, en el que se asume que una vez facilitado el acceso al sistema educativo son las decisiones individuales, el talento y el propio esfuerzo lo que determina el resultado. Bajo esta premisa, la igualdad de oportunidades garantizada a través de políticas públicas equipararía las posibilidades de todos.
La creencia de que los derechos formales están asegurados, unido a la idealización de que las personas son capaces de sobreponerse a sus condicionantes de origen a través de respuestas individuales, llevan a que en ocasiones no se perciban o se minimicen las barreas que han de afrontar las personas que se encuentran en una situación desfavorecida. Incluso en ocasiones se deja de percibir la pobreza como una problemática real.
Si los resultados educativos dependieran únicamente de las características individuales tales como la capacidad o el esfuerzo, estos no diferirían notablemente entre los diferentes grupos sociales. Sin embargo, el propio acceso al sistema ya está condicionado por las características familiares. Las hijas e hijos de los hogares con más ingresos tienen un 28% más de probabilidades de estar escolarizados en Educación Infantil o bajo cuidados profesionales que los que viven en hogares con un menor nivel de renta. Si tenemos en cuenta el nivel de estudios, las diferencias en este sentido son incluso mayores. En cuanto a la intensidad del uso de este servicio, los últimos datos disponibles de la Encuesta de Condiciones de Vida muestran una diferencia de en torno a ocho horas semanales tanto si comparamos entre niveles de ingresos del hogar como de educación de la madre.
Posteriormente, las desigualdades de origen se acentúan como consecuencia de la segregación escolar. La segregación no se produce de manera azarosa ni como resultado exclusivo de la segregación residencial, sino que es consecuencia de determinadas políticas (planificación escolar, sistemas de asignación, etc.). La segregación escolar es en sí misma un problema puesto que dificulta la vida en común y limita la cohesión social. Hoy en día sabemos que el hecho de tener compañeros procedentes de diferentes grupos sociales contribuye a que los estudiantes valoren más la justicia social y la equidad.
España es el séptimo país de la OCDE con más centros privados subvencionados con fondos públicos lo que tiende a reforzar dinámicas de segregación escolar y estratificación social, ampliando las desigualdades educativas. La escuela pública acoge 2,2 veces más alumnado de bajo nivel socioeconómico (cuartil más pobre) y 1,6 veces más estudiantes de origen migrante que la red concertada. La nueva ley de educación, la LOMLOE, ha señalado por primera vez este problema y algunas comunidades están tratando de desarrollar iniciativas para paliar la segregación escolar.
Más de medio siglo de investigación relacionan el nivel socioeconómico, tanto de las familias como de los compañeros de pupitre, con los resultados académicos. El peso del capital económico, cultural y social se hace notar en todos los sistemas educativos, si bien con importantes diferencias. El sistema educativo español destaca por ser capaz de mitigar en gran medida el impacto del nivel socioeconómico sobre el potencial rendimiento en términos de nivel competencial. No obstante, los estudiantes de contextos más desfavorecidos tienen 5,6 veces más probabilidades de tener un bajo rendimiento en las pruebas PISA que sus compañeros procedentes de entornos socioeconómicos favorecidos.
El problema radica en que el nivel competencial demostrado en pruebas como PISA no se traduce de manera inmediata en promoción y desarrollo. Así los estudiantes españoles repiten con un nivel que en otros países les permitiría continuar sus estudios. En la mayoría de comunidades autónomas, cerca del 50% del alumnado repetidor posee un nivel competencial suficiente en al menos dos, de las tres competencias evaluadas. La repetición, que ha afectado al 29% del alumnado con 15 años (la cifra más alta de UE) es especialmente injusta puesto que, con el mismo nivel competencial y grados de motivación similares, los estudiantes con un nivel socioeconómico y cultural bajo tienen 3,9 veces más probabilidades de repetir (llegando en algunas comunidades a 6 veces). Estos datos permiten vislumbrar la idea de que se repite más por estar en situación de pobreza que por la falta de competencias.
La repetición, en muchas ocasiones, es la antesala del fracaso administrativo o del abandono educativo temprano. La tasa de abandono temprano es 12 veces superior cuando la madre solo tiene estudios primarios (31,8%) que cuando tiene estudios superiores (2,5%). El abandono no solo se relaciona con factores culturales y educativos sino también con la renta familiar. Las familias que encuentran mucha dificultad para llegar a fin de mes tienen una tasa media de abandono ocho veces más alta que las familias que llegan a fin de mes con mucha facilidad (36,6% frente al 4,9%). El indicador relativo al abandono educativo temprano se ha reducido drásticamente, y medidas como el PROA+, la mayor inversión en becas y ayudas al estudio o la reforma integral de la FP pueden generar avancen significativos. Sin embargo, sigue siendo preocupante que el 14% del alumnado no continúe su formación sin finalizar FP o Bachillerato, especialmente para los chicos que abandonan en mayor medida y en determinadas regiones. Recordemos que la diferencia entre comunidades es de 13 puntos porcentuales, con comunidades que han alcanzado los objetivos fijados por la EU para 2030 (9%) y otras que todavía no han superado la marca establecida para 2020 (15%).
En este contexto, la herencia de muchas niñas y niños es la desventaja educativa a través de la transmisión intergeneracional. El 45% del alumnado cuyos progenitores poseen un nivel formativo bajo, solo han alcanzado ese mismo nivel, frente al 10% y al 7% de los estudiantes cuyos progenitores tienen un nivel formativo medio o alto respectivamente. Lógicamente esta situación lleva a que hijas e hijos de hogares con ingresos altos tengan hasta el doble de probabilidades de cursar estudios superiores. El origen social no solo condiciona los recursos dispuestos en la educación, sino también el acceso a bienes culturales, el uso del tiempo libre o la posibilidad de participar en actividades extraescolares.
El sistema educativo no puede concebirse como un ente aislado puesto que influye en las trayectorias futuras del alumnado al mismo tiempo que se ve condicionado por toda una serie de factores sociales, demográficos e históricos. La educación es a su vez causa y consecuencia de la pobreza y la desigualdad. Al igual que la riqueza, la pobreza se hereda. Se hereda cuando las oportunidades vitales tienen más que ver con el origen social que con el mérito individual.
La evidencia nos muestra que España es uno de los países europeos en los que el peso del origen social es más elevado y que el sistema educativo, a pesar de su importante contribución, no funciona plenamente como un elemento igualador. España tiene niveles altos de inmovilidad y el origen social protege sobre todo a los que se encuentran en una posición social más alta de acabar en posiciones sociales más bajas. Según los últimos datos disponibles sobre movilidad intergeneracional, mientras que una de cada dos personas que crecieron en un hogar con una situación económica “muy mala” se encuentran en riesgo de pobreza en la adultez, solo algo más de uno de cada diez que crecieron en un hogar con una situación económica “muy buena” se encuentran en esta situación.
Ante estos datos, son necesarias medidas para evitar que las brechas sociales se transformen en brechas educativas. Romper el círculo de la pobreza es un reto complejo que desafortunadamente no depende del acierto en una política concreta, como por ejemplo la educativa, sino de varios aciertos en varias políticas al mismo tiempo y de forma persistente y prolongada en el tiempo. Si bien la evidencia nos muestra que la educación es el elemento más importante para romper el círculo de la pobreza, para que así sea y las políticas educativas sean efectivas estas deben formar parte de un conjunto más amplio de redes de protección. Dentro de este conjunto podemos distinguir al menos tres grupos de políticas clave: transferencia de rentas, mejora de las condiciones en el mercado laboral y acceso a servicios básicos de calidad.
En cuanto al primer grupo, encontramos medidas de transferencia de rentas a los hogares para, por ejemplo, revertir su situación de pobreza severa -como es el caso del Ingreso Mínimo Vital- o aliviar la carga económica que supone la crianza mediante prestaciones o ayudas fiscales. El segundo grupo incluye medidas como la adecuación del salario mínimo interprofesional a unos estándares de vida dignos o la regulación sobre tipos de contratos y condiciones laborales.
En cuanto a las medidas que garanticen el acceso en condiciones de igualdad a servicios básicos o derechos fundamentales, la reciente recomendación del consejo de la Unión Europea sobre la Garantía Infantil establece que, a parte de la educación formal, se garantice el acceso al primer ciclo de educación infantil (0-3 años), las actividades escolares y extraescolares -incluyendo el verano-, la sanidad, la vivienda y la nutrición saludable -destacando la importancia de ofrecer a los niños, niñas y adolescentes una comida saludable al día mediante una apuesta clara por el acceso a comedores escolares de calidad-.
La suerte de la igualdad educativa está por tanto en manos de los aciertos en el campo de juego más amplio de la pobreza y la desigualdad. Por muy buenas políticas educativas que pongamos en marcha, si los estudiantes van a clase sin desayunar o tienen problemas para ver la pizarra, presentan problemas psicosociales o emocionales, no tienen un entorno protector y estimulante al salir de clase o no viven en un hogar que pueda mantener una temperatura adecuada, para decir solo algunos de los factores que correlacionan claramente con la pobreza infantil, es mucho menos probable que tengan éxito educativo comparado con estudiantes con las mismas capacidades pero con condiciones más favorables.
En este punto cabe preguntase qué medidas deberíamos adoptar una vez asumidas las profundas limitaciones del paradigma meritocrático. Consideramos que, al menos, es necesario avanzar en cuatro líneas de acción complementarias y no excluyentes. Por una parte, mejorar la relación entre esfuerzo y resultados. Esto implica poner los medios para eliminar las barreras que impiden tanto el acceso como el progreso en el sistema educativo. Además de reforzar las políticas compensatorias, es necesario determinar factores de riesgo para apoyar a quienes más lo necesitan incluso antes de que surjan dificultades. En segundo lugar, son necesarias políticas de segunda oportunidad que permitan que ante las eventualidades exista una red de soporte para superarlas.
En tercer lugar, es necesario desarrollar políticas pensadas explícitamente para los que se quedan abajo en el ascensor social. Es decir, garantizar y expandir los derechos existentes y generar nuevos, de tal forma que las personas puedan desarrollar sus proyectos vitales independientemente de su posición social. Finalmente, urge asumir un nuevo paradigma dadas las limitaciones del mérito como principal herramienta para distribuir recompensas. Esto no supone renunciar al mérito, sino cuestionar la meritocracia como paradigma hegemónico sobre el que se articulan las instituciones. En el caso de la educación debe existir una clara significación de las etapas obligatorias (incluso las consideradas básicas) como comprensivas, donde se priorice desarrollar todas las potencialidades del individuo frente a las labores de certificación y ordenación social.
Seguiremos diciéndole a nuestras hijas e hijos, al alumnado, que se esfuerce. No porque el esfuerzo vaya a garantizarles el maná, sino justo por lo contrario, incluso con esfuerzo el futuro es incierto. Estudiar en España sigue siendo rentable en términos de empleo, salario y salud y tiene efectos importantes y persistentes a lo largo de la vida.
¿Meritocracia o democracia en el ámbito biosanitario?
27/02/2023
José Eduardo Muñoz Negro
Profesor de Psiquiatría de la Universidad de Granada y médico de la sanidad pública
Michael J. Sandel en su espléndido La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, previamente a desarrollar las contradicciones democráticas del credencialismo, explica las tres maneras de entrar en las prestigiosas universidades de élite en EEUU: por la puerta delantera aprobando el exigente examen SAT; por la puerta de atrás mediante una poderosa donación; y ¡oh, maravillosa innovación!, la no menos interesante puerta lateral del soborno y del fraude en las puntuaciones de acceso. Además, para desesperación de los amantes de la equidad, la puntuación en el examen SAT ha demostrado ajustarse bastante bien a la renta familiar.
Centrado en la sociedad estadounidense, explica cómo la desigualdad económica y social erosiona radicalmente no solamente la posibilidad de medir y acreditar con justicia el mérito, sino la misma posibilidad de una sociedad democrática. Si todo se puede comprar con dinero o poder, nada vale. Los más desfavorecidos tienen sólo la puerta delantera para entrar, los más ricos no sólo tienen más facilidad de acceso a la puerta delantera, sino que también tienen el acceso exclusivo a las otras dos. Méritos falsos que otorgan poder, y déficit de reconocimiento que provoca resentimiento. Una élite más o menos presunta que tiene acceso a los beneficios de la globalización, y un pueblo con niveles decrecientes de renta, bienestar e identidad, que no ve reconocida su dignidad trabajadora y no puede acreditar su mérito. En Europa ese conflicto se ve atemperado por una mayor igualdad social, pero ese descrédito y ese resentimiento late en capas sociales que sienten que hay menos movilidad ascendente, y además creen que compiten con la inmigración para no descender.
Surgen así diversas preguntas: la primera, si es justo y democrático erigir una sociedad sobre el mérito; una vez respondida adecuadamente esa cuestión podemos determinar qué lugar debería ocupar el mérito en nuestras sociedades, si es posible medirlo, de qué manera y por quién. ¿Es por tanto justo establecer según el mérito individual el acceso a los bienes primarios y fundamentales que permiten la reproducción de la vida individual y social?, ¿puede el mérito determinar de una manera justa el lugar que cada uno ocupa en la sociedad? Después de 2500 años de tradición occidental la respuesta a esa pregunta parece francamente negativa.
El acceso a bienes básicos como la alimentación, la salud, la educación, la vivienda o la participación política no pueden basarse en el mérito, sino en la igual dignidad de los seres humanos. Asegurado ese acceso a los bienes básicos queda en pie la pregunta del papel del mérito en el acceso a una distribución escalar del resto de los bienes. Sin embargo, las sociedades “meritocráticas” tienen una menor movilidad social que aquellas más igualitarias. Al igual que pasaba con las bulas papales que aseguraban el cielo a quiénes podían pagarlas y poder a la Iglesia, el credencialismo otorga poder a los que pueden comprar el acceso a esos méritos, y a las instituciones que lo establecen como norma para establecer diferencias por encima de la democracia. Por tanto, la meritocracia no es en absoluto un ideal democrático de sociedad, ni en la práctica funciona así. Sin embargo, ¿significa eso que debamos renunciar a la medición y la acreditación del mérito? No en absoluto, ese extremo también sería injusto.
Precisamente la llamada meritocracia, a los ojos de Sandel y otros, parece más bien lo contrario que el justo reconocimiento del mérito, una sociedad encubridora del privilegio mediante el credencialismo. Sin igualdad, el reconocimiento del mérito deviene en privilegio. Está empíricamente demostrado que las sociedades más igualitarias son las que tienen mayor movilidad social. Queda pendiente la pregunta de cómo medir el mérito y su relación con el valor. Pero en todo caso, la posibilidad de medirlo reside en la condición de posibilidad de una igualdad mínima, de lo contrario el mérito está sesgado por el privilegio.
En el mundo de la sanidad, tanto en el ámbito asistencial como en el académico existe una importante preocupación por la adquisición y evaluación de méritos, y en qué medida esa evaluación distribuye el acceso a puestos laborales y académicos. Retomando lo anterior, la primera consideración es que la salud no debe ser mercantilizada. En relación al conocimiento, debemos tener en cuenta que el derecho a la propiedad intelectual se asienta sobre un suelo público. Somos herederos de la tradición intelectual del pasado. Sin tener en cuenta esta consideración, el debate sobre la evaluación del mérito queda reducida a una mera discusión escolástica y corporativa, a una lucha de poder, un compromiso y una reivindicación de que el baremo incluya “lo mío”. Hay que denunciar así la escasez artificialmente creada por aquellos que extraen plus salud y plus conocimiento del resto. Sin esto, la evaluación del mérito se convierte en una competición por las migajas (Don’t look up!), y una fase más de la neoliberalización de las clases profesionales, sanitarias en este caso.
En el caso de la asistencia sanitaria, la medición del rendimiento y mérito profesional con frecuencia empieza y acaba en el nihilismo, con un burocratismo que no tiene nada que envidiar a ningún denostado plan quinquenal soviético. Una fase degenerativa de meritocracias más calvinistas. En sociedades más mediterráneas y más clientelares, la búsqueda de la objetividad del mérito se intenta llenar con criterios aparentemente muy objetivos y estrictos. Pero no por mucho medir amanece más temprano. Especialmente frustrante para la mayoría y poco útil para el bien común, es un sistema vetusto y obsoleto de oposiciones masivas que además se utiliza para justificar la precariedad. ¿Por qué no una laborización justa e inmediata de todos los puestos estructurales? Especialmente cuando faltan sanitarios en todos los servicios públicos de salud.
Otro elemento fundamental en la evaluación del mérito en los sistemas de asistencia sanitaria es su incapacidad para tener en cuenta adecuadamente todo lo “subjetivo”, los valores, la motivación, la calidad humana y ética de los profesionales, las competencias psicosociales y otros aspectos que diferencian de una manera decisiva a los buenos profesionales de los no tan buenos. Es fundamental buscar fórmulas que incluyan esos aspectos e ir más allá de la mera evaluación “técnica”, con mucha frecuencia confundida con conocimientos teóricos o acreditaciones. Qué mejor manera de evaluar el mérito de alguien que mediante el juicio ponderado de un grupo de expertos sujeto a la publicidad y al control democrático ciudadano.
El mundo académico sanitario también se caracteriza por el mandato de “Don’t look up!” y de la lucha por las “plazas”, no sabemos si plazas de soberanía o públicas. Sólo que en este caso el dedo es la ANECA, y la luna, las redes clientelares, la endogamia, la precariedad y los bajos presupuestos. La ANECA no ha podido evitar, tampoco es su función, que haya quién compre méritos y construya currículos fantasmas, pero sí ha posibilitado el reconocimiento del mérito de aquel que lo tiene. En ese sentido, a pesar de todos sus defectos, es una institución claramente más democrática que meritocrática. Una mayor justicia en el reconocimiento del mérito no responde al voluntarismo del cambio de los criterios de evaluación. Sólo será posible con la transición hacia un modelo de ciencia abierta y ciudadana, con sustitución de las agencias de impacto privadas por otras con criterios públicos, junto a estructuras más cooperativas que cuestionen monopolios organizativos y epistemológicos.
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