Desde hace ya algunos años los movimientos negacionistas del cambio climático (o retardistas de sus soluciones) ven un supuesto «enemigo del sistema» a  la Agenda 2030 de NNUU y sus Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).

Por supuesto que sea un slogan completamente falso no les impide continuar la demagogia contra una Agenda que se conformó en su origen para consensuar caminos para transitar hacia una sociedad más equilibrada en lo ambiental y más equitativa en lo social . Contra esto es la arremetida de estos negacionistas de nuevo cuño post fascista porque lo que realmente temen es una sociedad ecosocialmente más igualitaria.

Sin embargo es una paradoja sorprendente el acusar de los supuestos grandes males que acucian a nuestra sociedad a algo que realmente no se está aplicando tal y como debiera, pues lo realmente preocupante es la falta de aplicación de la Agenda 2030 que amenaza con convertirla en un mar de buenas intenciones que terminan en papel mojado.

Esto es lo que podría deducirse fácilmente si tomamos en consideración el último Informe de evaluación sobre su operatividad realizado por Naciones Unidas, promotor de la Agenda. En efecto, ya en mitad de camino desde 2015 en que se enunciaron los citados ODS de la Agenda 2030, sus resultados son manifiestamente mejorables, “sonando una música” ya pasada como fue el fracaso de los Objetivos de Desarrollo del Milenio instrumento análogo implementado anteriormente .

La propia evaluación de NNUU indica que: “Los últimos datos y evaluaciones a nivel mundial de los organismos custodios dibujan un panorama preocupante: de las aproximadamente 140 metas que pueden evaluarse, la mitad presentan desviaciones moderadas o graves de la trayectoria deseada. Además, más del 30% de estas metas no experimentaron ningún avance o, peor aún, retrocedieron por debajo de la línea de base de 2015. Esta evaluación subraya la urgente necesidad de intensificar los esfuerzos para garantizar que los ODS mantengan su rumbo y avancen hacia un futuro sostenible para todos”.

La inobservancia en la puesta en marcha de las  acciones expresadas en la Agenda 2030 y que en si justificarían su existencia, está trayendo graves consecuencias en las personas y el planeta. Algunas las vemos a continuación:

Seguirá un aumento de la pobreza extrema que podría llegar a 1000 millones de personas en 2030 con una brecha de desigualdad entre pobres y ricos cada vez más amplia. El deterioro ambiental se intensifica con permanentes incrementos de emisiones de CO2 que agudizan la crisis climática de consecuencias devastadoras para la biodiversidad, la seguridad alimentaria y los recursos hídricos (el cambio climático es un multiplicador de amenazas) y ello podría conducir a un aumento de conflictos y crisis humanitarias agravando la situación actual de desplazados y refugiados ambientales.

Poner en marcha las acciones que impregnan la Agenda 2030 no se puede quedar en enganchar en nuestro vestuario un hermoso pin, sino en impregnar en nuestro cerebro y en nuestra voluntad la necesidad de cambiar nuestro modelo desarrollista. Debemos hacerlo así si no queremos que la Agenda 2030 se asemeje a las cínicas Cumbres por el clima con sus “evoluciones” involutivas y sus “esperanzas” desesperanzadas, acercándose a las políticas lampedusianas (“cambiar” todo para que nada cambie) tan usadas en temas ambientales. Un riesgo real de que la Agenda 2030 se convierta pues en la Agenda 3020, es decir, que sus objetivos cifren resultados 90 años más tarde, si es que seguimos en el Planeta Tierra.

Llamando a la acción

Para que esto no ocurra y revertir la actual situación se precisan acciones urgentes de los gobiernos estatales y locales, así como incrementar las exigencias en debida diligencia a las entidades privadas. Entre las medidas clave se incluyen:

  • Aumentar la inversión para una transición ecológica real de la economía: los gobiernos y las instituciones financieras internacionales deben aumentar significativamente la inversión en los ODS.
  • Fortalecer la cooperación internacional: es necesario un mayor compromiso y coordinación entre los países para abordar desafíos globales. Esto implica que los países desarrollados deben cumplir e incrementar sus compromisos de ayuda oficial al desarrollo y apoyar a los países en desarrollo contemplando la condonación de deuda.
  • Reducir las desigualdades: se deben implementar políticas que promuevan la inclusión social y económica, empoderen a las mujeres y las niñas y protejan a los más vulnerables.
  • Abordar la crisis climática con urgencia: se requieren acciones ambiciosas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y construir resiliencia para adaptación al cambio climático. Esto implica amplias medidas fiscales que graven la producción energética con fuentes fósiles así como la disminución drástica programada de financiación de la Banca Internacional y la eliminación de subsidios a la producción (incluyendo la nuclear).
  • Promover la paz y la seguridad: la prevención de conflictos y la resolución pacífica de disputas son esenciales para el desarrollo sostenible, eliminando las inversiones en material bélico.

El reto real es, sin dobles morales, si estamos dispuestos a este cambio. La sociedad civil tiene (tenemos) un papel crucial que desempeñar para exigir cuentas a gobiernos y empresas y para movilizar a las comunidades para la acción.

El tiempo se agota para alcanzar los ODS. Se necesita un cambio radical en la forma en que pensamos y actuamos. Todos tenemos un papel que desempeñar para construir un futuro más sostenible y equitativo. Los gobiernos, las empresas, las organizaciones de la sociedad civil y las personas individuales deben unirse y actuar con urgencia si no queremos que la Agenda 2030 se convierta en la Agenda 3020.

«Biólogos, climatólogos, oceanógrafos, edafólogos y otros muchos científicos de las diversas disciplinas que se dedican a auscultar el pulso de nuestra maltrecha biosfera llevan decenios aterrados: y basicamente seguimos sin hacerles caso» [1]. «Hay una gran probabilidad de que la mayor parte de la humanidad sea exterminada antes de que finalice el siglo XXI«.

El filósofo y politólogo ecologista Jorge Riechmann lo afirma rotundamente y lo ratifica en uno de sus últimos libros, Simbioética. ‘Homo sapiens’ en el entramado de la vida, con una exposición ordenada y exhaustiva de datos y argumentos.

«La distopía que Susan George esbozó con su Informe Lugano en 1998 se ha ido haciendo más probable en los años transcurridos desde su publicación», señala el ecologista sin ánimo alguno de deprimir a sus lectores.

«Nuestro sistema actual es una máquina universal para arrasar el medio ambiente y para producir perdedores con los cuales nadie tiene ni la más mínima idea de que hacer», escribió George en su premonitorio libro hace 25 años [2].

Hoy el grito de alarma también lo da el secretario general de la ONU, que se hace eco del último informe de la Organización  Mundial de Meteorología, y reconoce que las temperaturas récord ya queman la Tierra y que los fenómenos meteorológicos extremos, cada vez más virulentos, empujan a millones de personas hacia el hambre. Se prevé que 670 millones de habitantes del planeta quedarán sin alimentos a finales de la presente década.

«Hemos abierto las puertas del infierno», insistió más recientemente António Guterres en un nuevo llamamiento ante la Asamblea General de Naciones Unidas para referirse a las temperaturas más altas de la historia, a las sequías de larga duración, a los incendios que no se pueden extinguir, a las inundaciones catastróficas, a las tierras que se vuelven inhabitables y a los efectos terribles de todo ello sobre la vida en nuestro planeta.

Poco a poco parece que más y más personas, gobiernos, actores políticos y sociales, incluso grandes empresas, asumen que la crisis climática existe, y reconocen en cierta medida la gravedad de sus efectos, pero los gobiernos siguen empecinados en políticas de «desarrollo sostenible» y de crecimiento económico; a los inversores, naturalmente, lo que les interesa son las oportunidades de negocio que pueda ofrecer la llamada «transición energética», los hábitos de consumo no cambian, las invocaciones en favor de la utilización de energías renovables ignoran tanto la escasez de materias primeras como los daños que causan sobre el territorio los macroparques eólicos y fotovoltaicos, y en las cumbres internacionales nunca se ha abordado el problema de raíz: la extralimitación en la explotación de los recursos del planeta.

Ahora el gran problema es que aquello que sería «ecológicamente necesario es cultural y políticamente imposible», explicó Riechmann en entrevista realizada por Crític. Lo necesario sería, ha escrito, “salir a toda prisa del capitalismo, redistribuir radicalmente la riqueza, olvidarnos de la hipermovilidad y del turismo, reducir rápidamente la población humana, construir sistemas productives biomiméticos, desarrollar una cultura de simbiosis con la naturaleza… Cultivar la música en vez del crecimiento económico, el amor en lugar de la competitividad, la espiritualidad en vez de la mercantilización, la educación en lugar del poder militar…” [3].

Pronósticos escalofriantes

En su libro Simbioética cita infinidad de trabajos, informes y tomas de posición de reconocidos investigadores y pensadores, entre ellos el antropólogo Bruno Latour, que falleció ahora hace un año: «… si uno estudia seriamente cuál será la trayectoria del planeta en los próximos treinta años, la certeza del desastre es de tal magnitud que resulta comprensible que algunos se nieguen a creerla. Es como si te dicen que tienes cáncer, o bien te puedes someter a un tratamiento y luchas, o bien no te lo crees y te vas de vacaciones al Caribe para aprovechar el tiempo que te queda” [4].

Todos los datos recogidos por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, IPCC, «vistas en conjunto, indican una tendencia común acelerada, síntoma de una biosfera que se dirige hacia el colapso, lo cual significa que la especie humana se perderá«.

«Hoy, ya, en el tercer decenio del tercer milenio, por desgracia hay que constatar que el Business As Usual nos lleva al exterminio de la gran mayoría de la humanidad, si no a su extinción total, y no a largo plazo»[5].

Se dice rápido, pero la lectura de afirmaciones como estas provoca una sensación difícil de describir. ¿Desasosiego? ¿Angustia? ¿Desazón? ¿Espanto? ¿Horror? ¿Pánico? Cuesta encontrar una palabra suficientemente fuerte, porque las enfermedades que sufre el planeta en el que vivimos, como consecuencia del derroche y de la explotación excesiva de recursos realizados por las últimas generaciones de seres humanos, hacen prever que, más allá del miedo y el sufrimiento que podamos sentir las personas mayores en los últimos años de nuestras vidas, nuestras hijas e hijos, o nuestras nietas y nietos se verán abocados, en la menos mala de las previsiones, a una dolorosa lucha para sobrevivir, compartida con millones y millones de seres vivos. Un escenario de pobreza y de necesidades elementales no satisfechas en el cual se pueden extender todavía más los conflictos armados y la más descarnada insolidaridad.

También hay quien mira hacia otro lado, se encoge de hombros y confía en que el desarrollo tecnológico y el crecimiento económico aportarán soluciones. La tecnolatría paraliza las mentes de demasiada gente. «El capitalismo y la tecnociencia se han declarado en rebeldía ante el principio de realidad».  «La racionalidad económica dominante, movida por el dinero, nos arrastra hacia una catástrofe planetaria. Y las propuestas alternativas -bien trabadas, rigurosas, convincentes- existen desde hace decenios, pero no son atendidas», escribe Riechmann [6].  Y a propósito de la lógica del dinero y de la crisis ecosocial recuerda una contundente afirmación del antropólogo Jason Hickel: «Lo extraordinario del capitalismo es que produce el apocalipsis y después intenta venderse como la única solución razonable al apocalipsis«.

«Desarrollo sostenible» o cambio de sistema

No faltan negacionistas de los efectos devastadores del calentamiento global. Buena parte de la población mundial parece que prefiere escucharlos -y votarlos!-, pero a veces también parece como si existiera cierto consenso entre mucha otra gente, incluso entre algunos partidarios del «desarrollo sostenible», en torno a que la causa de la contaminación, del agotamiento de recursos y de minerales escasos, del calentamiento global, de la pérdida de biodiversidad, del riesgo de exterminio de la megafauna, de la desaparición de suelo fértil, de la extensión de partículas de plástico por todos los rincones del planeta y de sus organismos vivos, de la pérdida generalizada de acuíferos… se encuentra en la irracionalidad del sistema dominante de relaciones económicas y sociales. Incluso personajes como Joe Biden o Pedro Sánchez han llegado en algún momento a lamentar los efectos del enriquecimiento progresivo de unos pocos sobre la vida de la mayor parte de la gente. Lo que costa de entender es el motivo por el cual el número de personas que apuestan por un cambio de sistema y que se proclaman abiertamente dispuestas a hacer todo el posible para poner fin al capitalismo es hoy todavía tan pequeño. Mucho más pequeño incluso que en otros momentos de la historia contemporánea, en los cuales la conciencia sobre los límites del crecimiento era insignificante.

El pasado agosto, la organización Anticapitalistas dedicó buena parte de los ciclos, charlas y debates de su Universidad de Verano a tratar sobre la actual crisis ecosocial. ‘Un proyecto ecosocialista para un mundo en llamas’, fue el significativo titular de la XIII edición, en la cual Jorge Riechmann, más allá de señalar los efectos catastróficos que tiene sobre la biosfera de nuestro planeta la explotación de materias combustibles fósiles, habló ampliamente sobre la necesidad de un «cambio cultural profundo» en la concepción humana del mundo. Una transformación de la mentalidad dominante en Occidente desde hace dos siglos.

Una cultura amiga de la tierra

«Hay que ir a las raíces» de las crisis entrelazadas actualmente existentes, para las cuales «no hay solución técnica». «Estamos obligados a poner en cuestión la concepción de dominación del hombre por encima de todo«, insiste, y se pronuncia en favor de la consideración de la teoría Gaia, o Sistema Tierra, como camino para la toma de «conciencia de nuestra ecodependencia”. Se trata de «construir una cultura amiga de la tierra». La concepción del mundo que prevalece actualmente, «es muy negativa». Hay que «poner en cuestión el antropocentrismo moral’ y eso no quiere decir desconocer la singularidad humana. Explica, con abundantes referencias a los autores que han trabajado a fondo y desde diferentes puntos de vista sobre el comportamiento de la biosfera, que todos los seres vivos colaboran entre ellos y que el planeta Tierra se autorregula. Un planeta ‘simbiótico’, así denominado por la bióloga norteamericana Lynn Margulis para destacar que la simbiosis entre seres vivos prevalece por encima de la competencia y la «selección natural» darwiniana.

Lo que reclaman Riechmann y otros ecologistas es la asunción de una cultura de simbiosis con la naturaleza, «como seres vivos que a lo largo de millones de años hemos coevolucionado con el resto de organismos con los cuales compartimos la biosfera». «Nos va la vida» en esta asunción. Si seguimos con el Business As Usual, «las perspectivas apuntan hacia un genocidio que no tiene comparación posible en los doscientos mil años de existencia nuestra especie». Una cultura de simbiosis en contraposición a la antropocéntrica, que lo que se plantea es el dominio de los humanos sobre la naturaleza.

El homo sapiens, que es un ser complejo y que no deja de ser resultado de la coordinación entre bacterias preexistentes, no es independiente del comportamiento de la naturaleza. Es «el único animal que ha sido capaz de escribir la ‘Divina Comedia’ y de fabricar bombas atómicas», dice el ecólogo para remarcar la excepcionalidad de la condición humana. Tan excepcional, también, que en sus últimas generaciones «ha desequilibrado la capacidad de autorregulación de la Tierra».

Riechmann, sin embargo, considera Gaia («conjunto de todos los seres vivos de la Tierra, más su influencia sobre las condiciones de habitabilidad de nuestro planeta») como «un gran organismo que se autorepara» y que restablece sus equilibrios a lo largo del tiempo. No consuela demasiado, sin embargo, advirtió cáusticamente, la idea de que en un plazo de veinte millones de años la tierra haya sido capaz de autorregularse una vez desaparecido el género humano.

Él y otros significados ecologistas son, cotidianamente, objeto de ataques por parte de personajes adaptados a los intereses del poder corporativo. Ante los defensores del Green New Deal (capitalismo verde), que les descalifican y les acusan de catastrofistas y apocalípticos, Riechmann afirma: «El problema de fondo es que los sectores sociales que reconocemos que no hay posible solución de la crisis ecosocial dentro del capitalismo (y que esto del capitalismo verde es un oxímoron), y que nuestras sociedades siguen una trayectoria hacia el colapso, somos una ínfima minoría». «¿Cómo se llegó a convertir la economía, no en el arte del mantenimiento humano, sino en la gestión del crecimiento del PIB?», pregunta. «Sin hablar de combustibles fósiles, de capitalismo y también de irracionalidad humana, nada se entiende …»[7]. Él prescribe que hace falta «1) seguir el rastro a las mercancías desde la cuna hasta la tumba; 2) explorar vías para desglobalizar y relocalizar como forma de tomar T(t)ierra aterrizar (a-Tierra-r); y 3) dar pasos para salir de la ley del valor, lo cual, en realidad significa: salir del capitalismo».

Fracaso de la humanidad

El calentamiento global demuestra que la humanidad ha fracasado en su intento de dominar la naturaleza. Los humanos «interferimos en casi todo en la natura, pero no controlamos casi nada».

«El problema de los ecologismos», afirma Riechmann en libro más reciente, es que «durante demasiado tiempo nos acomodamos en exceso al posibilismo del desarrollo sostenible«[8]. «Necesitaríamos una izquierda no productivista, pero esto prácticamente no existe», lamenta.

La catástrofe medioambiental, además, no se puede entender sin tener presentes las desigualdades sociales y económicas. La batalla contra la degradación del planeta no se puede librar en el mercado. El «derecho» a contaminar no se tendría que poder vender ni comprar. Hay que recordar tantas veces como haga falta que las emisiones de gases de efecto invernadero generadas por las sociedades más ricas afectan sobre todo a la población más pobre del planeta, a la cual no se puede atribuir ninguna responsabilidad en la tragedia climática.

Herramientas del ecologismo

La izquierda, en general, tiene cierta conciencia de esta realidad, pero según Riechmann, «la crisis ecológico-social contemporánea es tan profunda que nos invita a considerar los fundamentos mismos de las ideologías y el sentido común dominante» [9]. Nos invita a «construir concepciones contra-hegemónicas». Para hacerlo posible haría falta que muchos izquierdistas revisaran a fondo sus herramientas de análisis y de intervención. De esto se discutió tanto en la Universidad de Verano de Anticapitalistas como en la más reciente Escola d’Estiu de la CUP. En uno y otro lugar se expusieron estrategias para hacer frente en la crisis ecosocial y catálogos de propuestas tácticas y de experiencias del activismo realmente existente.

En las diferentes charlas se habló sobre las posibilidades de favorecer la “desmercantilización” de la vida económica, la planificación democrática de la economía, la democratización de la participación en medios de producción, la extensión de la economía social y solidaria, el crecimiento en sectores como la educación, la sanidad y los cuidados, la implementación de cambios profundos en los sectores del transporte y la energía…

Pero no faltó quién pusiera de manifiesto que muchas de estas ideas se plantean desde hace décadas y que ahora hace falta que el ecosocialismo incorpore un factor de importancia descomunal: «el choque con las limitaciones físicas de nuestro planeta».

El ingeniero y divulgador científico Ferran Puig, que ya hace un año se declaraba “escalofriado” con la lectura del informe del grupo II del IPCC sobre la situación actual del planeta, en todo el que hace referencia a los niveles de contaminación y a los datos actuales sobre extinción de especies, pero sobre todo ante la probabilidad de fenómenos extremos mucho más graves y frecuentes de lo que se pensaba, lanzó preguntas clave: «¿Cuánto tiempo puede durar la vida en estas condiciones?«, «¿dónde se encuentra la defensa de la vida?».

Activar el «freno de emergencia»

La negativa a emprender el camino del decrecimiento nos ha conducido hacia la destrucción de vida civilizada, a eliminar otras formas de vida y a degradar radicalmente la biosfera, mantienen los estudiosos de los ecosistemas.

¿De cuánto tiempo disponemos todavía para evitar el colapso? Riechmann comparte con Antonio Turiel la idea de que «nunca es tarde» para evitarlo, pero al mismo tiempo asegura sin tapujos que «nos empobreceremos colectivamente por las buenas o por las malas”. Hay que impulsar, dice, «dinámicas de decrecimiento material y energético, redistribución masiva, educación en libertad e igualitarismo, relocalización productiva, tecnologías sencillas, retorno en el campo de nuestras sociedades, renaturalización de zonas extensas de la biosfera, cultivo de una Nueva Cultura de la Tierra…”[10].

Otro gran interrogante, sin embargo, se encuentra en si hay manera de conseguir que la población adquiera conciencia sobre la necesidad de poner fin a dos siglos de crecimiento económico acelerado. ¿Qué se puede hacer para que en las sociedades industrializadas se produzca la interrupción del viaje hacia la catástrofe? ¿Cómo activar el necesario «freno de emergencia» que ya reclamaba Walter Benjamin? «¿Qué partido político con voluntad de obtener representación en las instituciones estará dispuesto a defender en sus campañas electorales que hay que reducir radicalmente el consumo?», preguntó un militante de larga trayectoria, Joxe Iriarte, Bikila, en una de las mencionadas charlas.

La elevación del nivel de conciencia y la salida de la cultura antropocéntrica hacen necesaria la actividad de los movimientos sociales, las luchas. «La conciencia no precede a la acción», «la principal tarea de nuestro tiempo es la de construir un bloque ecosocialista popular, diverso pero sólido, con capacidad de actuar estratégicamente y de golpear de forma conjunta desde diferentes frentes», mantiene el investigador ecosocialista, Martín Lallana. Él mismo y Júlia Martí Comas, doctora en Estudios de Desarrollo, explicaron que el momento actual de eco-crisis exige actuaciones urgentes, y aunque no nos encontremos en una  coyuntura de grandes movilizaciones hay que favorecer la existencia de movimiento de base «que interpele a las instituciones». Un movimiento que se conserve a sí mismo y resista, que utilice las «palancas institucionales», que tenga capacidad de actuar y de bloquear operaciones que atentan contra los ecosistemas, que pueda explicar sus objetivos al conjunto de la sociedad, que se implique en el cooperativismo y en actividades de la economía social y solidaria, que fortalezca su retaguardia y que plante la semilla para futuras luchas.

Más en concreto, presentan como referencias muy actuales el movimiento Soulèvements de la Terre, o la organización sindical del campesinado Confédération Paysanne, radicalmente opuestas a la agroindustria, a los macroproyectos energéticos, a las empresas contaminantes, al extractivismo irresponsable y a las operaciones nocivas de carácter especulativo.

Soulèvements de la Terre, que agrupa a un centenar de entidades defensoras del territorio de diferente perfil, se ha hecho especialmente conocido a lo largo de los últimos años por su capacidad creciente de actuar localmente y en todo el territorio del Estado francés, a pesar de la dureza de la represión ejercida por el Gobierno de Emmanuel Macron, que además de ordenar actuaciones policiales de extrema brutalidad ha querido ilegalizar este movimiento. Entre las iniciativas más celebradas de Soulèvements, explicó en la Escuela de la CUP uno de sus activistas, se encuentra la creación de las llamadas ZAD (Zonas A Defender), para «intentar construir desde ya el mundo que queremos«.

Esta idea, la de un activismo ecologista, descentralizado, arraigado a localidades y a zonas concretas, la valora especialmente el economista catalán Joan Martínez Alier, conocido internacionalmente y desde hace muchos años por sus estudios sobre cuestiones agrarias y sobre el ecologismo político. Él habla de la existencia de un «movimiento mundial de ecologismo ambiental, que  no tiene politburó, como tampoco lo tiene el feminismo», «un ecologismo popular que crece y que se vincula con otros movimientos».

Martínez Alier dirige una iniciativa de investigación de l’Institut de Ciència i Tecnologia Ambientals (ICTA) de la UAB para catalogar y situar geográficamente «miles de casos de resistencia contra proyectos perjudiciales para el medio ambiente y la población«.

La multiplicación de estas plataformas de resistencia es, seguramente, una condición indispensable para que se produzca la necesaria «contracción económica de emergencia, sustanciada en una salida rápida e igualitaria del capitalismo, acompañada de la renaturalización masiva del planeta Tierra». Es lo que se reclama desde el ecosocialismo.

Referencias:

1. Jorge Riechmann. Simbioética. Madrid. Plaza y Valdés Editores, 2022 p. 330

2. Susan George. Informe Lugano. Barcelona. Icaria, 2001, p. 254

3. Riechmann. op. cit. p 184

4. Cita de Jorge Riechmann en Simbioética  (p. 307) a entrevista con Bruno Latour. El Mundo, 19 de febrero de 2019. La modernidad está acabada

5. Riechmann. op. cit. p. 306

6. Riechmann. op. cit. p. 137

7. Riechmann. op. cit. p. 151

8. Jorge Riechmann. Bailar encadenados. Vilassar de Dalt. Icaria, 2023. p. 250

9. Jorge Riechmann. Simbioètica. Madrid, Plaza y Valdés Editores, 2022 p. 231

10. Jorge Riechmann. Bailar encadenados. Vilassar de Dalt. Icaria, 2023. p. 255-256