‘La violencia es una veta miserable que cubrimos con canciones’ es el largo título de un breve pero intenso ensayo de la poeta, narradora y pensadora Marifé Santiago Bolaños. El libro inauguró recientemente una colección de ensayo creativo en la editorial Huso denominada ‘Palabras hilanderas’, que ella misma dirige. Pero antes fue un poema surgido de la conmoción y de la necesidad de entender cómo algunos mitos fundacionales de nuestra Cultura pueden estar rodeados de sombras. Y todo en torno a un hecho concreto: la primera sentencia del llamado juicio de La Manada, que en primera instancia (abril de 2018) condenó a los acusados por abuso sexual y no por agresión sexual. Una vez más, la autora de novelas como ‘Un ángel muerto sobre la hierba’ o ‘El tiempo de las lluvias’; de poemarios como ‘Nos mira a piedad desde las alambradas’ o ‘Celebración de la espera’ y de numerosos ensayos sobre las relaciones entre filosofía y creatividad, nos invita a reflexionar, desde un hecho puntual y de actualidad, sobre temas fundamentales, como civilización, barbarie y democracia.

–Fue una sentencia judicial que nos conmocionó porque nos sentimos huérfanas y desprotegidas, afirma la autora. Parecía que todo daba igual, nos sentimos vulnerables desde el punto de vista democrático, parecía que todo nuestro sistema democrático estaba asentado en unos cimientos muy endebles y que todo podía venirse abajo con facilidad. Entonces escribí este poema en el que me preguntaba qué imaginario colectivo podía permitir acontecimientos de este calibre.

–Y eso le llevó a La Ilíada.

–Sí, a ese texto fundacional de la cultura de Occidente que parece una exaltación de la guerra y que, sin embargo, para mí es un texto lleno de sombras. Quizá Homero quien quiera que fuese estaba tratando de decirnos otra cosa. Para mí hay varias escenas que me hacen reflexionar, pero sobre todo esa escena a la que conduce el texto y que enfrenta a Príamo, el padre de Héctor, y a Aquiles, el vencedor. Príamo tiene que humillarse para pedirle al que ha dado muerte a su hijo que le permita recuperar su cadáver, porque la muerte no es suficiente, porque el vencedor necesita la humillación del vencido.

Y, sin embargo, cuando nada parece conducir a ese final, Príamo y Aquiles se abrazan y lloran. Y entonces Casandra, Andrómaca, las mujeres de La Ilíada que clamaban contra la guerra podían tener razón. Y por qué no pensar que el texto fundacional de Occidente no exalta la guerra, sino que es una llamada al pacto, a la piedad y el perdón, parafraseando al presidente de la República Manuel Azaña cuando clamaba por el fin de la guerra.  Así, la violencia es una veta miserable que cubrimos con himnos de todo tipo pero que nunca podrán justificarla.

 Marifé Santiago (Fotografía de Ana Lavesa de Santiago)

–“Si hacemos el ejercicio desprejuiciado de que sean las mujeres las que relaten”, dice en la presentación del libro, muchos estereotipos y lecturas se vienen abajo. Se está dando en muchos estudios de la Historia y de la Historia de la Cultura un cambio de lectura en la medida en que las mujeres están tomando la palabra.

–Es lo que yo llamo la caída del velo, la caída del telón. A veces aceptamos sin pensar relatos asumidos en cualquier tema que no cuestionamos. Pero un día te das cuenta de que no te encuentras cómoda en ese relato porque te han dicho cómo tienen que ser las relaciones entre hombres y mujeres, como si los valores entre los seres humanos fueran una fórmula matemática. Incluso puedes estar cómoda hasta que un día, como digo, cae el telón. Yo he contado muchas veces cómo fue en mi caso.

Yo era una joven profesora de filosofía que creía tener todo muy claro, que, por supuesto no aceptaba el papel que a las mujeres se les había asignado a lo largo de la historia, y que yo no estaba siguiendo los estereotipos. Pero un día una alumna, en el contexto de amistad y confianza que había en la clase, me dijo: Marifé, ¿cómo es que hemos llegado a febrero y no nos has hablado de ninguna filósofa? ¿Es que no había mujeres pensadoras? Me quedé parada. Podía haber contestado siguiendo el canon, siguiendo lo que hasta ese momento no se había cuestionado. Pero fui consciente de que yo misma, que me creía de vuelta de todo, eso estaba repitiendo los mismos estereotipos, el mismo relato heredado. Y me propuse estudiar y trabajar para sacar a la luz todas esas pensadoras silenciadas.

–Una de las muchas reflexiones que condensa el libro es sobre el desgaste de las palabras “a las que la violencia deja heridas y hasta llega a asesinar”. ¿Estamos viviendo una época en que ciertas palabras como ‘libertad’, ‘democracia’, están desgastadas, manoseadas?

–Las gastamos porque las palabras tienen poder. Cuando salen de nuestra boca, de nuestra alma, y caen a tierra pueden fructificar o caer en un estercolero, dar en un espacio yermo. No puede haber nada liberador donde crece la desigualdad. Desgraciadamente las palabras se convierten en un disfraz que justifica acciones que ni son democráticas ni son liberadoras porque nace del odio y la desconfianza. El discurso de la violencia utiliza palabras que son el disfraz de algo que no significan. Y, como digo en el libro, “acariciar el alma de las palabras deja una delicada sensación de verdad en la punta de los dedos, como mirarle a los ojos a los relatos bíblicos”.

No puede haber nada liberador donde crece la desigualdad

–Una de las pensadoras que aparecen en el texto es María Zambrano, una mujer a la que ha estudiado con frecuencia y a la que vuelve una y otra vez. En este caso para recordar que ella nos avisa de que la democracia es ese orden social donde no sólo está permitido ser persona, sino que ser persona es una obligación.

–El concepto de persona es social y político. El concepto nos remite al término máscara-papel-rol. Y solo en democracia ese rol se ejerce en un espacio compartido en términos de igualdad. Si el concepto persona se desvirtúa entramos en la posverdad, en el final de la historia. La libertad tiene sentido en un contexto donde todos estamos capacitados para elegir.

–Otro de los pilares del libro es la educación, la educación frente a la barbarie, la educación para la igualdad y la democracia.

–Como ciudadana demócrata creo que la educación ha de ayudar a solventar las desigualdades inevitables que, en lo social y también en lo biográfico personal, arrastramos. Imagino siempre esa cultura, esa civilización en la que no hay niños ni niñas que tienen que dejar la escuela porque en casa necesitan su trabajo. Imagino ese espacio escolar donde los niños y las niñas aprenden que la libertad y la belleza existen y, además, les pertenecen. Y trabajo, desde que tenía 24 años de un modo profesional, en conseguir que esa cultura y esa civilización existan.

–Se antoja un largo camino.

–Es un camino larguísimo y lentísimo, casi cósmico en su temporalidad. Pero cuando se mira hacia atrás, encontramos el cambio sustancial, ético por tanto, que España ha logrado a este respecto. No tengo que remontarme al siglo XIX y traer a colación la Institución Libre de Enseñanza, aunque lo hago. Es suficiente con ver a mi madre o pensar en mi padre, que forman parte de esos miles, millones de niños y niñas esclavos que entregaron sin preguntas su infancia, su adolescencia y su juventud sin tener claro un para qué, puesto que las cosas eran de ese modo, en ciertos entornos, en la posguerra española. Ellos son la mayoría. Salieron adelante, incluso se formaron cuando tuvieron conciencia y posibilidad, porque tenían claro que solo la educación permite elegir, que la libertad es ese horizonte al que nunca llegamos, pero nos guía.

–La educación pública es fundamental en este aspecto, pero ¿se la apoya suficientemente?

–Es crucial que la educación pública sea encomiable, y que quienes nos ocupamos de ella seamos vistos como algo más que primeros auxilios. La educación en sus versiones concertada o privada son siempre opciones, y está muy bien que las haya para que se pueda elegir. Pero socialmente hablando, el apoyo a la educación pública significa estar partiendo de un principio, desde mi punto de vista, innegociable: la igualdad, en todos los ángulos, solo será tal cuando se expliciten espacios de justicia, de dignidad, donde no sean obstáculos las marcas de punto de partida, esa es su grandeza: en un aula no hay orígenes ni hay vetos ni hay clases sociales; hay presente y hay porvenir. La educación es cimientos y es, a la vez, cumbre. Y entre los cimientos y la cumbre está la cultura, que es algo parecido al aire, a la savia de la educación. Una educación “difusa”, que decían los Institucionalistas. De modo que teniendo cada una su obligación, podemos decir que dialogan constantemente porque la una enciende a la otra.

Notas:

*Marifé Santiago es escritora y profesora de Filosofía