¿Es la indignación un fenómeno político sólo reactivo?
Con el ciclo de movilización ciudadana abierto desde el 15-M, la indignación centra los discursos procedentes de la sociedad civil. Lo que sigue abierto es el sentido, la amplitud y la perduración del fenómeno.
La crisis ha hundido la credibilidad de las instituciones del gobierno representativo y ello está afectando también a las principales organizaciones de canalización de demandas políticas, los partidos. La enmienda a la totalidad lanzada contra la denominada “clase política” tiene mucho de explosión visceral frente a la corrupción y la exhibición de intereses de poderosos que amenazan la integridad de la “gente decente”. Pero la impresión es que más allá del repudio moral hay en marcha toda una repolitización que no sólo fomenta el reencuentro de militantes de izquierda de diversas generaciones sino que alcanza también a amplios sectores antes “apolíticos” o con conciencia política débil. En suma, una cuestión elemental es si estamos ante un fenómeno puramente reactivo o ante el comienzo de un nuevo ciclo de mayor implicación de la ciudadanía en la política.
¿Veremos desaparecer los partidos políticos?
Hay motivos para la indignación contra los políticos profesionales. Mientras la democracia parlamentaria se muestra incapaz de velar por los derechos sociales de ciudadanía, cuando los partidos políticos tradicionales esgrimen defensas del Estado del bienestar éstas son cada vez más percibidas como retóricas y puntuales. Lo que no está claro es que la postura aparentemente radical de suprimir o superar los partidos contenga un diagnóstico acertado acerca de si es posible otra política libre de ellos.
Es cierto que por primera vez los partidos evidencian dificultades para lograr mayorías electorales. La cuestión es si esto es señal suficiente de que los partidos políticos vayan a desaparecer. Pues no está claro que su continuidad dependa sólo de su función en el sistema parlamentario. Los partidos parecen jugar otro papel más básico y complejo, del que el bipartidismo postfranquista es un elocuente ejemplo: la estabilización de los posicionamientos políticos. Detrás de esta no hay siempre credos ideológicos muy definidos ni intensos, pero el fenómeno apunta a toda una dimensión situada más allá de la canalización política de intereses.
Ya en origen, en el siglo XIX, “partido” indicaba a “los que toman tal o cual partido” ante una determinada encrucijada en la naciente historia del autogobierno ciudadano. Desde esta perspectiva, vinculada a la libertad de adscripción ideológica constitutiva del ser ciudadano, los partidos funcionan como comunidades que compiten por el alma política de los ciudadanos por mucho que parezca que sólo lo hacen por su voto. Desplegando esta actividad de producción y reproducción de identidad seleccionan y acumulan valores, símbolos, principios y convicciones (aunque sin duda también arraigados prejuicios), imaginarios de memoria y de utopía, tradiciones de pensamiento-acción, procedimientos, estilos y culturas de acción, etc.
Aunque incumplan sus programas una vez en el poder, los partidos garantizan que siga existiendo un lenguaje que habla de izquierda y de derecha. El apolítico declarado que desearía la superación de esas divisorias pierde de vista que, si puede permitirse el lujo de declararse ajeno a la política, es precisamente porque existe dicha divisoria izquierda/derecha. Todo indica que mientras sigamos en un mundo en el que las ideas políticas cuentan para el gobierno de la cosa pública, existirán mapas sobre la organización de las afinidades ideológicas al servicio de esa amplia mayoría de habitantes de un país para quienes en algún tramo de su trayectoria biográfica el plano político ha pesado, o sigue pesando, en sus decisiones vitales.
¿Son el pluralismo y la alternancia garantías de calidad democrática?
No está claro que sean los partidos el principal problema. La pregunta que contiene la crítica a los políticos profesionales es más bien si, con la elección entre opciones de partido, la democracia parlamentaria que se ha establecido en una parte creciente del mundo tiene garantizada por sí sola su continuidad en el tiempo. Durante décadas ha dominado el supuesto de que el pluralismo político y la concurrencia de opciones de voto garantizaban la reproducción, por medio de la alternancia, de un círculo virtuoso entre la ciudadanía y la política. El problema que se está haciendo manifiesto es que esos principios y mecanismos no son un seguro contra la desafección y la corrupción en el sistema que avanzan en la era de la globalización y amenazan con hundir el parlamentarismo democrático.
Visto así, es el sistema que reduce la ciudadanía política al voto lo que está en crisis. Y lo está en gran medida porque se ha enrocado en sí mismo, además, de manera que lejos de identificar sus debilidades y reinventarse se mantiene aferrado a un ideal normativo que convierte en vicio la virtud de la representación política. El reto de la indignación social está en cómo canalizar la virtud cívica sin rendirse ante la representación como ideología excluyente. Es aquí donde la cuestión de la participación ciudadana aparece como crucial.
¿Es posible reproducir la virtud cívica desde dentro del sistema político?
Hay acuerdo en que la única garantía contra la corrupción de la vida política y el predominio de las oligarquías económicas sobre las mayorías ciudadanas está en la promoción del interés colectivo por encima de los intereses particulares. El problema es que sabemos poco sobre cómo establecer condiciones institucionales que reproduzcan la virtud cívica. Normalmente se hace hincapié en esferas como la educación en valores, pero ésta, además de insuficiente, se sitúa fuera del sistema político.
Si existe una actividad a la indispensable para la virtud ciudadana, legítima y relativamente interna al sistema —pues ejerce como gozne entre las culturas políticas y las instituciones democráticas— es la participación. Ahora bien, lo cierto es que ésta permanece como una especie de caja negra que no se sabe bien cómo pone en marcha su mecanismo interno, ni cómo deja de ponerlo. Con todo, si hay algo evidente es que la manera más segura de aumentar la participación es por medio de participación: no conocemos otros recursos fiables para lograr implicarnos políticamente que haciéndolo.
Esta respuesta puede parecer circular, pero tiene la virtud de dar reconocimiento a la indignación en lo que esta ha sido hasta el momento capaz de activar y reactivar: un conjunto de prácticas e instituciones —asambleas, redes sociales, etc — cuyo rasgo común es el fomento de la participación. Y de la participación entendida además como remedio ante los riesgos de reducir la política de los ciudadanos a la representación.
¿De quién son los partidos políticos, de sus militantes o de sus votantes?
Cuando se observan más allá de la rentabilidad electoral, los partidos aparecen como suministradores de cosmovisiones para sus seguidores y de costumbres y estilos para sus miembros. La pregunta es si entre unas y otros se encuentra la participación.
La respuesta es sin duda variada, pero se puede decir que en general no centra sus filosofías ni sus programas. Ni siquiera está claro que los partidos sean conscientes de a quién han de rendir cuentas, es decir, cuál es su verdadera comunidad de referencia, si la de dentro o la de fuera de sus fronteras. Por un lado los partidos cuentan con simpatizantes, sus potenciales votantes. Por otro están sus militantes, un tipo de votante más identificado con la organización y que trabaja en o para ella. En la lógica electoral son los simpatizantes los que marcan los límites de expansión del partido. Pero en la vida política rutinaria dependen de sus cuadros y militantes.
A estas afirmaciones se puede contraponer que la militancia puede resultar todavía un valor decisivo en la confrontación electoral y en la reproducción de la organización a largo plazo. Esto vale para democracias de larga trayectoria o con una cultura nacional homogénea, como Francia o Suecia. Pero en España, el largo hiato de la dictadura en libertades de asociación y opinión y el establecimiento de un sistema generalizado de concertación –un buen ejemplo es el sindicalismo– hace que en la fisonomía de los partidos prime la representación sobre la implantación por medio de cuadros y militantes afiliados. En ese sentido los partidos parecen hechos a imagen y semejanza de un sistema representativo, el postfranquista, que se muestra sumamente excluyente: con altos costes a la participación y con altos grados de discrecionalidad en el manejo de recursos, funciona como un auténtico inhibidor de frecuencias para la participación ciudadana.
Y sin embargo, en la percepción social no parece dominar la idea de que los partidos representan a sus simpatizantes y potenciales votantes. Esto no quiere decir que, al igual que se dice de los sindicatos y cada vez más también de las asociaciones del tercer sector, estén en manos de una minoría de cuadros profesionales. Pues existe también toda una cultura de militantes hiperactivos de larga duración en partidos así como en colectivos y movimientos sociales y en diversas organizaciones extraparlamentarios históricamente marginadas, cuyas bases suelen desconfíar abiertamente de la gestión de los recursos institucionales. En su compromiso cotidiano, con gravosos costes personales en una sociedad individualista, los afiliados realizan enormes sacrificios. Al menos cuando se les compara con todo un magma de ciudadanos en general desmovilizados y sólo excepcionalmente participantes más allá del voto.
Es hasta cierto punto normal que existan culturas con posturas bastante contrarias ante el compromiso político. La cuestión es si se da entre ellas una comunicación capaz de impulsar sinergias de participación. Hay motivos para pensar que no es así.
Los militantes y cuadros trabajan en escenarios dominados por la concertación entre partidos y administración y a menudo en contextos de desmovilización, consumiendo buena parte de la energía de la organización en acuerdos a espaldas del electorado y luchas intestinas que oscurecen el trabajo de sus militantes y su imagen pública. Cabe preguntarse qué es lo que los ciudadanos con un mínimo de conciencia pueden legítimamente reclamar a los cuadros y militantes de los partidos. Pues frente a la sociedad éstos aparecen a menudo como incapaces de anteponer los fines colectivos de la comunidad a los propios de una organización percibida como privatizada y que corre el riesgo de cerrarse sobre sí misma con un relato que se aleja de la realidad. En suma, lo que el contexto parece pedir a los militantes es una actitud que permita a los que les observan desde fuera comprobar que anteponen el todo a la parte.
¿Por qué no está unida la izquierda española y cómo puede lograr su reunificación?
Si los partidos aspiran a beneficiarse de la participación ciudadana, han de reconocer no sólo problemas de comunicación con una sociedad civil variada y cada vez más consciente sino también desencuentros con otras organizaciones. La compleja rearticulación del campo de la izquierda española en la transición postfranquista hace que hayan perdurado conflictos entre partidos. La expresión culmen de esto es la histórica incomunicación entre el PSOE e IU. Cabe preguntarse si ello revela la sensibilidad dominante entre sus respectivos votantes o más bien la mutua exclusión de sus directivas. Pues desde 1977 llevan competiendo por el mismo espacio político entre sí pero también contra todas las demás opciones ideológicas a su izquierda, constatando así la máxima de que la identidad propia se construye demonizando las ajenas. Incluso a costa de alejar a potenciales simpatizantes y militantes.
Lo singular de la izquierda política española procede de que el principal baluarte de la lucha contra la dictadura franquista no consiguió hacerse con la mayoría electoral durante la transición. La perspectiva histórica nos hace comprender cada vez mejor que ese fracaso se debió en buena medida a que, en la práctica y retóricas aparte, el programa político del PCE era bastante análogo al del PSOE durante y después de la transición. Conviene recordar que el liderazgo comunista aceptó entonces el establecimiento de una democracia continuista con los poderes del franquismo y promovió una desmovilización estratégica hasta hoy deficientemente explicada a unas bases que se siguen viendo como vanguardistas, mientras que su gestión municipal no ha marcado importantes diferencias con las mayorías socialistas.
Por su parte, con las peripecias geopolíticas del socialismo español en la transición, a muchos ciudadanos les cuesta creer que el PSOE sea un partido de izquierdas tras el abandono del socialismo como horizonte de expectativa y sobre todo tras liderazgos y políticas de gobierno que han socavado la sostenibilidad del Estado de bienestar que las propias mayorías socialistas permitieron asentar. Sin embargo, este veredicto corre el riesgo de tirar al niño con la bacinilla si se concluye que su base electoral más fiel no forma ya parte de la comunidad de la izquierda. Porque además la crisis está demostrando que la ciudadanía posfranquista española tiene por referentes innegociables los derechos sociales, lo cual anticipa que las polémicas ideológicas se seguirán jugando en el espacio tradicional de la socialdemocracia en los próximos años.
Así planteado el asunto, la recreación de la utópica “casa común de la izquierda” no parece ser sólo un problema de programa, sino también de comprensión de las condiciones de posibilidad de la unificación. Cabe reclamar que la evaluación que se haga del contexto actual incluya una hipótesis acerca del marco organizativo más adecuado para alcanzar ese objetivo. Lejos de seguir tratando de señalar en el mapa “dos orillas” para ahondar en ellas, la única izquierda que merece la pena es una que tenga éxito estableciendo puentes entre tradiciones, sensibilidades y formaciones legítimas en el mapa actual. No parece fácil desde luego que algo así salga del interior de unas organizaciones en las que ha arraigado una cultura de exclusión mutua. Pero la competencia electoral puede tener rendimientos inesperados.
¿Qué representan los ciudadanos activistas que no votan, y quién les puede representar?
En el contexto de la creciente participación ciudadana en movilizaciones contra la crisis se está tejiendo una trama conexión concéntrica entre círculos de militantes, simpatizantes y ciudadanos sin clara afiliación política. Los partidos, en su doble condición de engranajes del gobierno representativo y comunidad de adscripción política, pueden aprovecharla o no. Una de las claves para ello está en la comprensión de los fundamentos del desencanto.
Del formato partidocrático que tenemos deriva un fenómeno complejo, pero rastreable desde la transición, como es el de la abstención activa. Esa amplia franja del electorado que no vota, en su margen izquierda incluye una minoría extensa y cada vez menos desdeñable de ciudadanos que no acuden a las urnas porque han dejado de creer que el “supermercado” de las opciones electorales refleje mínimamente su conciencia política. Mantienen no obstante un elevado grado de compromiso con la participación cívica, sea en campañas o protestas puntuales, colaborando con movimientos, asociaciones y ONGs del tercer sector, o promoviendo debates y agendas intelectuales críticas.
Hemos tenido que esperar al 15-M para que se produzca una reivindicación del valor de los no-votantes participantes. Tal vez este sea el cambio de énfasis que menos esperaban las formaciones políticas exteriores al bipartidismo (IU y UPyD a nivel estatal), confiadas en arañar votos a las mayoritarias en su desgaste por su pésima gestión de la crisis. La cuestión es si dicha estrategia ha quedado sobrepasada por un nuevo escenario en el que recupera valor la participación ciudadana. Lo que parece claro es que el espacio histórico de los abstencionistas no sigue ya circunscrito a los márgenes del escenario. Su relevancia no sería además de orden meramente cuantitativo, sino sobre todo simbólica aunque no por ello menos contante y sonante electoralmente. Pues puede que aquel partido que más y mejor consiga atraer abstencionistas potenciales sea el que termine presentándose ante la opinión pública como más libre de rémoras del pasado de menosprecio ciudadano, corrupción y degradación de la vida política. Dicho de otra manera, cabe preguntarse si se puede ya producir un vuelco electoral en forma de “voto útil” a favor de ninguna formación lastrada por prácticas de discriminación positiva hacia sus militantes y votantes seguros.
¿Qué función puede tener el liderazgo en la renovación de la izquierda?
Con la crisis, el mundo de ciudadanía social y estatus mesocrático formateado en la posguerra se encuentra en la encrucijada; mas, lejos de reducir la movilización política a su defensa, es posible simultanear ésta con luchas que apunten hacia otros imaginarios sociales. A este respecto, algunas dinámicas posteriores al 15M dan motivo para tomarse en serio la posibilidad de construir un nuevo imaginario colectivo para mayorías que, por ejemplo, pase por una adaptación crítica de las coaliciones populares que han promovido el último ciclo político de gobiernos progresistas en América latina. Una cuidadosa reflexión en este sentido puede contribuir a la hibridación selectiva de sus experiencias de gobierno, y sobre todo a llevar a cabo su traducción a los marcos conceptuales y de praxis de las democracias del Sur de Europa. Esto a su vez podría producir un rearme identitario de la izquierda española y activar un recambio ideológico en la izquierda europea, por el momento incapaz de rearticularse con su propio repositorio de referentes.
En este escenario, la cuestión es si ese objetivo ha de ser el resultado de una lenta convergencia de formaciones en torno de un programa consensuado o si el liderazgo adquiere unas posibilidades estratégicas excepcionales de cara a la reunificación de la izquierda. En cualquier caso, todo indica que la clave sigue estando en establecer condiciones institucionales para que los liderazgos se vean forzados a renovar sus bases de apoyo, innovar en sus propuestas frente a la crisis y a reformular discursos y relatos para ganar la atención de públicos internos y externos.
¿Qué tipo de primarias pueden maximizar la participación?
Ante la pérdida de legitimidad de la representación partidocrática, las diferentes formaciones se plantean las primarias como método para configurar sus listas electorales. El problema es que en general éstas se presentan ante todo como una opción para aumentar la participación hacia dentro de los partidos. Todas ellas deberían cuando menos plantearse abiertamente la cuestión de si las primarias han de servir también para activar y redimensionar esa comunidad que marca los confines de los partidos hacia fuera.
Una democratización de los partidos a la altura de sus problemas heredados de aislamiento social y atrofia institucional parece pasar por unas primarias abiertas que otorguen derecho de voto no solo a militantes, sino también a los ciudadanos con un mínimo de simpatía hacia los valores, propuestas y sensibilidades de las formaciones que se plantean vehiculizarlos. Si las primarias no son abiertas, probablemente ahondarán en la desafección.
Dicho esto, es probable que el modelo de primarias, importado de un contexto como el estadounidense sin marcas significativas de partidos tradicionales de clase, no sea en sí mismo garantía para una recomposición organizativa verdaderamente unificadora. Para remozar esta comunidad de referencia parece obligado actualizar además los vínculos de relación de los partidos con otras redes socio-culturales y políticas activas.
¿Es intervenir en política desde los medios hacerlo desde afuera o desde arriba?
Al igual que el sistema político, el sistema mediático construido a la salida de la dictadura pivota sobre los consensos excluyentes de los pactos transicionales. La renuncia del comunismo postfranquista a contar —a diferencia de la mayoría de sus homólogos europeos— con un medio escrito propio, así como la subordinación estratégica del espacio socialista al grupo comunicacional PRISA —forjado en el seno de la esfera de opinión del franquismo desarrollista— ha derivado en una abrumadora sobrerrepresentación mediática del conservadurismo neoliberal en nuestra esfera pública.
Sin embargo, con la progresiva incorporación a internet por parte de las redes militantes (Nodo50, Rebelión, Diagonal, Sin Permiso, Madrilonia etc), y la reconfiguración de los medios informativos comerciales tras el cierre de la edición en papel de Público en 2012 (con nuevas cabeceras como eldiario.es, La Marea, , Mongolia, Infolibre, etc) por primera vez se cuenta con un espacio de información crítica con suficiente proyección pública como para concurrir en las disputas por las hegemonías discursivas.
Los capitales mediáticos y los recursos comunicativos son ya herramientas ineludibles para la acción política. Cabe preguntarse si podrán rellenar el histórico hueco entre minorías militantes y mayorías ciudadanas pasivas, y hacia dónde se orientarán sus posibles convergencias. Hay una parte de todo esto que sigue siendo de experimentación. Pero parece que esas nuevas formas de poder están ya en condiciones de disputar al establishment sus estrategias también mediáticas de desmovilización, o de movilización reaccionaria. Lo cierto es que con la nueva configuración mediática no sólo se han roto las divisorias entre dentro y fuera, sino también entre hacer política desde arriba y desde abajo. Ello pone en evidencia aún más a los partidos y sus fronteras y jerarquías. Una propuesta tecnopolítica como la del Partido X, tras la ciberexperimentación desarrollada en el marco de las movilizaciones del 15M, intenta dar cuenta de esta nueva lógica activista.
Otro interesante ejemplo es el “movimiento de ficha” realizado por “Podemos”, apoyado en la trayectoria de compromiso mediactivista de Pablo Iglesias que se ha abierto hueco en el masivo espacio televisivo promoviendo tertulias propias y ajenas. No parece casual que el fenómeno esté resultando un revulsivo en el quieto estanque en el que las fuerzas parlamentarias miraban autocomplacientemente su devenir electoral.
De la indignación a un nuevo pacto social de participación
La reunificación de la izquierda puede darse o no darse. Tal vez el peor escenario no sería sin embargo el de la continuidad en la desunión sino uno en el que la unificación lograse una mayoría parlamentaria pero a costa de no conseguir detener la erosión de la legitimidad democrática. Todo parece indicar que, para reunir la izquierda refundando la ciudadanía, es imprescindible amalgamar perspectivas ideológicas diversas con sensibilidades de corte republicano que subrayan el valor de la virtud ciudadana en la vida política y económica. En este contexto, la promoción entre la ciudadanía movilizada de la emoción política aparece como una baza imprescindible para alcanzar una subjetividad colectiva empoderadora que garantice una salida de la crisis social y políticamente inclusiva.
Lo que está en juego tiene que ver con un sueño que otros han vivido ya. España no ha conocido desde los años treinta, salvo si acaso un breve período en la primera mayoría absoluta del PSOE hasta el engaño del referéndum de la OTAN (en la práctica los años 1983-1984), un escenario en el que unas bases ciudadanas movilizadas orienten su acción colectiva al apoyo crítico de una coalición por la extensión en clave radical de los derechos ciudadanos y la economía social. Lo que ha conocido ha sido, en el mejor de los casos, movilizaciones puntuales de oposición más o menos exitosa seguidas de períodos más largos de reflujo en la implicación y la movilización ciudadana. Siempre se habla de la capacidad de la derecha de movilizar desde el poder a sus bases, y esta es desde luego la asignatura pendiente de la izquierda española posterior a la derrota de la Segunda República. Es aquí donde más se nota que la ciudadanía crítica ha perdido incluso la capacidad de soñar.
Hacer realidad ese sueño sin duda comporta un cambio en las relaciones entre partidos, militantes y ciudadanos, que podemos definir como un “pacto por la participación” que genere un nuevo espacio de encuentro entre la organización y la acción políticas. Como todo pacto, éste comporta libertades y obligaciones. Los de los partidos y militantes ya han sido aquí exploradas. Falta decir algo de los de los ciudadanos.
Se habla mucho de falta de mecanismos de control y rendimiento de cuentas por parte de los políticos, pero no se señala a continuación que este reclamo debiera darse en un doble sentido: la responsabilidad de los ciudadanos para con las formaciones que votan o con las que se identifican debiera ir más allá del instante del paso por las urnas. Seguramente esto sólo puede plantearse a cambio de algún grado de reconocimiento por parte de las formaciones políticas más allá del pacto de votos a cambio del cumplimiento de los programas.
La encrucijada histórica reclama voluntad política y virtud cívica para activar nuevas hibridaciones entre formatos de representación y de participación ciudadana. Si los partidos quieren estar a la altura de los tiempos, deberían experimentarlas en sus propias carnes organizativas.