El margen para la disidencia es, incluso en nuestras democracias, cada vez más estrecho, lo cual representa, no hace falta decirlo, una grave amenaza para todos.

Cuando hay un intento generalizado por parte de los gobiernos de silenciar cualquier opinión que no coincida con la que interesa al poder, una voz discordante sorprende y rechina.

Estamos ya tan deshabituados a escuchar otras voces, por ejemplo, las que hablan de paz en medio del coro político y mediático a favor del rearme de Ucrania, que casi nos escandalizan.

La psicóloga y escritora francesa Ariane Bilheran, autora de varios libros sobre la manipulación y la psicología del poder (1) nos advierte del peligro que todo ello supone.

Bilheran habla de tres tipos de personas capaces de resistir un mundo que tiende a convertirse en “totalitario”.

El primero es el de quienes creen en el más allá, no se dejan impresionar por nada y no temen por tanto siquiera la muerte.

El segundo lo forman las personas que trabajan con las manos, con la materia: por ejemplo, los artesanos y los agricultores, siempre apegados a la tierra.

Finalmente el tercer tipo es el de los que han vivido experiencias totalitarias, por ejemplo, en regímenes comunistas o fascistas y ven asomar un nuevo peligro.

Ello explica, por ejemplo, que en el caso de Alemania, la oposición al Gobierno del canciller federal Olaf Scholz sea mayor en los “laender” del este, que vivieron bajo un régimen comunista y desconfían más del poder que quienes siempre han vivido en la Alemania capitalista.

Los germano-orientales parecen intuir mucho antes que los de la parte occidental del país que algo no funciona: que hay una fuerte discordancia entre lo que dicen los políticos, en su mayoría gente de formación académica y con poca experiencia vital, y la realidad que ellos viven diariamente.

En sus estudios sobre el totalitarismo, la famosa filósofa judía alemana Hanna Arendt hablaba de que para que triunfe esa ideología es imprescindible cortar el vínculo entre cabeza y estómago.

Así se habla hoy cada vez más de lo que se conoce como “desarraigo psicológico”, es decir, la pérdida de las raíces familiares, sociales y culturales.

Algo que genera depresiones, un sentimiento de desorientación, de extrañamiento y de pérdida de sentido vital, lo que convierte a los individuos en mucho más vulnerables.

La digitalización aísla cada vez más a las personas y las separa del mundo real, el de las sensaciones y las emociones.

Es significativo que en Suecia, uno de los países donde ese proceso estaba más avanzado, las autoridades hayan decidido prohibir las tabletas y los móviles en las escuelas por considerar que afectan negativamente al rendimiento de los alumnos.

Notas:

[1] “Psychopathologie du totalitarisme” Guy Trédaniel Éditeur.

[2] “Psychopathologie de la paranoia”. Collection Psy, Éditeur Dunod