ALIANZA «MAS ALLA DEL CRECIMIENTO»

Un verdadero cambio de paradigma de civilización ha de apoyarse en una interpretación común de la evolución humana que permita relativizar y replantear las añejas ideas sobre las que hoy reposa el statu quo mental e institucional.

(José Manuel Naredo. La crítica agotada. Claves para un cambio de civilización. 2024).

Por encargo de la presidenta Von der Leyen, Draghi ha lanzado una apuesta trascendental de política económica que además compromete una inversión sin precedentes (5% del PIB, es decir 800.000 millones €/año). Surge una pregunta crucial: ¿están los fundamentos de esta iniciativa alineados con los desafíos vitales de la Unión Europea (UE)?

En su informe, Draghi realiza un diagnóstico que apunta a que el proyecto europeo está en peligro y que la principal razón de su declive reside en la pérdida de competitividad económica en los mercados globales respecto a Estados Unidos y China. A pesar de contar con 440 millones de consumidores y representar el 17% del PIB mundial, el informe imputa tal situación–más allá de a la fragmentación interna y el estancamiento demográfico– a una serie de factores. Entre ellos, destaca la débil presencia de sectores y grandes empresas impulsoras de tecnologías avanzadas, el alto coste de la energía, la ralentización del crecimiento de productividad, la menor rentabilidad de las inversiones respecto a otros campos/territorios y, como consecuencia de ello, la pérdida de atractivo para el capital privado de implicarse a fondo en el despliegue de la cuarta revolución tecno-industrial en Europa.

Ante la situación descrita, Draghi propone una estrategia para devolver el atractivo inversor a una economía innovadora, capaz de aprovechar su dimensión espacial y poblacional para crecer y competir con éxito en los mercados mundiales de capitales. Para ello, el informe plantea cuatro ejes (con 170 medidas en 10 sectores clave): 1) apuesta tecnológica, crecimiento económico y fortalecimiento de grandes empresas; 2) la descarbonización como opción energética más autónoma y económica, siempre de forma compatible con el objetivo anterior; 3) la seguridad entendida como acceso viable a recursos estratégicos y de defensa autónoma; y 4) la implementación de condiciones financieras y de gobernanza pública comprometidas con todo el proceso.

Existen diversas posibilidades desde las que evaluar el informe de Draghi, pero estas líneas se centran en una cuestión fundamental: ¿cuál sería su repercusión sobre sistemas vitales de la biosfera que son esenciales para la preservación de la vida tal y como la conocemos? La respuesta contenida en este texto es que las propuestas de Dragui, al no imputar el carácter sistémico de la crisis actual y la trascendencia de la cuestión ecosocial no reconoce la necesidad de reformular los relatos vigentes, incluso de aquellos que hoy representan el sentido del “éxito”. Tal apreciación cuestiona el fondo de las propuestas del informe y se sintetiza a partir de cinco consideraciones y testimonios de referencia.

1ª CONSIDERACIÓN. Es fundamental afrontar en toda su dimensión el cambio de ciclo histórico y la gravedad del desbordamiento ecológico de la biosfera

Estamos inmersos en un cambio de ciclo histórico, el Antropoceno, en el que enfrentamos retos existenciales y donde si no reformulamos urgentemente los paradigmas socioeconómicos vigentes, nos veremos abocados a un colapso civilizatorio ya anticipado por el Club de Roma y el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) hace más de 50 años. Se trata de una crisis sistémica, una policrisis, que afecta a los derechos humanos (DDHH),la democracia, las desigualdades, la economía o la convivencia en paz. Y, en el corazón de la crisis, existe un factor estructural que la condiciona: el desbordamiento de los límites críticos biofísicos de la Tierra.

En septiembre de 2023, el Secretario General de la ONU declaró que “la humanidad ha abierto las puertas del infierno”, subrayando que los esfuerzos realizados hasta la fecha son insuficientes y nos conducen hacia un mundo peligroso e inestable. A pesar de vivir en un entorno finito, se sigue priorizando el crecimiento y la acumulación ilimitada de capital, deuda y consumo como paradigmas inmutables, ignorando su incompatibilidad con la sostenibilidad de los ecosistemas clave del planeta.

En su informe de julio de 2024, Oliver De Schutter, Relator Especial de Naciones Unidas para la extrema pobreza y los derechos humanos, afirma: “debemos transitar de la economía del crecimiento a una economía de los derechos humanos. Durante décadas, hemos seguido la misma receta: hacer crecer la economía y luego utilizar la riqueza para combatir la pobreza. Esto ha conducido a un mundo al borde del colapso climático en el que una pequeña élite posee una fortuna escandalosa mientras cientos de millones de personas viven en pobreza extrema”.

Otro informe de la Comisión de la Tierra y la Salud Planetaria de la revista científica TheLancet (abril 2024) advierte que la salud planetaria está gravemente amenazada y que 9 millones de muertes anuales prematuras se vinculan con la contaminación del aire y del agua, 3,2 mil millones de personas se ven afectadas por la degradación de la tierra y muchos millones se ven afectados por enfermedades zoonicas, aumentos de las temperaturas y fenómenos meteorológicos extremos. La comisión concluye que: “las trayectorias de crecimiento económico (que dominan la política económica mundial) plantean riesgos aún mayores a través de la desestabilización de los bienes comunes globales, es decir, la biosfera, el clima y la criosfera y los ciclos de nutrientes y agua”.

Así mismo, el programa “The Planetary Boundaries”, coordinado por la Universidad de Estocolmo desde hace años, constata que, en 2023, seis de los nueve límites biofísicos que posibilitan la vida en la Tierra (el cambio climático solo es uno de ellos) ya han sobrepasado sus niveles críticos, anticipando escenarios difícilmente compatibles con los sistemas de vida actuales.

2ª CONSIDERACIÓN. Europa necesita políticas y transformaciones ecosociales más integrales y profundas para cumplir sus propios objetivos en 2050

El informe Draghi identifica fragilidades de la economía europea pero no aborda en profundidad la relación entre los paradigmas socioeconómicos vigentes y la extralimitación de límites biofísicos del planeta. Sus recomendaciones, que buscan fortalecer la competitividad del capital europeo, agravarían, aún más, las dificultades para cumplir los objetivos ecosociales establecidos para mediados de siglo por la propia UE. Lo paradójico de la situación es que nuestras vidas cotidianas dependen de la buena marcha de una economía que, a su vez, nos conduce hacia escenarios cada vez más críticos.

La Agencia Europea de Medioambiente (AEMA) en su último informe quinquenal “The Europeanenvironment – state and Outlook 2020 (SOER 2020)”, ya advertía que, a pesar del interés delos avances conseguidos, la perspectiva para el medioambiente europeo es “decepcionante”. En 2020, el 51% de los indicadores no ofrecían resultados alineados con los objetivos ambientales y las perspectivas a 2030 y 2050 son inquietantes. Dice la Agencia: “para ser claros, Europa no alcanzará su visión sostenible de vivir bien dentro de los límites de nuestro planeta, sencillamente promocionando el crecimiento económico y tratando de gestionar sus efectos colaterales con gestiones políticas ambientales y sociales. Por el contrario, la sostenibilidad necesita convertirse en el principio rector de políticas ambiciosas y congruentes que atraviesen toda la sociedad. Posibilitar un cambio transformador requiere que todas las áreas y niveles gubernamentales trabajen juntos y aprovechen la ambiciosa creatividad de ciudadanos, empresas y comunidades. SOER 2020”

Finalmente, hay que referirse a la publicación de la misma Agencia en 2024 “Europe’s changing climate hazards” en la que reconoce que, en un marco global en el que ya se han sobrepasado en 1,5ºc las temperaturas preindustriales, Europa es el continente que más se calienta, tendiendo a multiplicar los riesgos y crisis en curso y a comprometer el futuro de múltiples sectores y recursos básicos como la seguridad alimentaria, hídrica y, en consecuencia, la propia salud y estabilidad socioeconómica de la población.

3ªCONSIDERACIÓN. Las apuestas por la compatibilidad entre el crecimiento ilimitado de la economía y la preservación de la biodiversidad, se basan hoy en un optimismo tecnológico no contrastado.

En un entorno abierto de energía (solar) de baja intensidad, frágil en su naturaleza, finito en recursos materiales y sometido a las leyes de la entropía, la aspiración al crecimiento permanente de la economía sin deterioro ecológico, es hoy, sencillamente, una sin razón. Y, sin embargo, un aspecto fundamental implícito en las propuestas de Draghi, basado en un optimismo tecnológico desmesurado, es contar con la posibilidad de conseguir un desacoplamiento real, absoluto y en plazo, entre el crecimiento socioeconómico y sus impactos en los sistemas naturales.

El informe “Decoupling Debunked” publicado en 2019 por el European Environmental Bureau (la mayor red ambiental europea), tras una amplia investigación, advierte que no existe evidencia empírica que respalde la existencia de un desacoplamiento del crecimiento económico respecto de las presiones ambientales en una escala suficiente como para eludir el colapso ambiental. Es más, el informe afirma que “más precisamente, las estrategias políticas existentes que buscan aumentar la eficiencia deben complementarse con la búsqueda de la suficiencia, es decir, la reducción directa de la producción económica en muchos sectores y la reducción paralela del consumo que, en conjunto, permitirán una buena calidad de vida dentro de los límites ecológicos del planeta. […] Es una razón para tener serias preocupaciones sobre el enfoque predominante de los responsables políticos del crecimiento verde, un enfoque que se basa en que se puede lograr un desacoplamiento suficiente a través del aumento de la eficiencia sin limitar la producción y el consumo”.

4ª CONSIDERACIÓN. ¡Cuidado con los “grandes campeones empresariales”!

Draghi también manifiesta su preocupación por la debilidad de los “campeones empresariales” europeos a nivel internacional. Aunque, efectivamente, ello se percibe como muestra de fragilidad en el mundo actual, también es cierto que la presencia de grandes corporaciones refleja una concentración de capital y poder para anteponer sus intereses (incluso recurriendo al chantaje institucional) y determinar las reglas del juego en defensa de beneficios privados.

En la cúspide de ese poder omnímodo se sitúan hoy 10 grandes corporaciones con un valor bursátil en 2021 de 11,32 billones de dólares. Su capacidad para imponer sus planteamientos (solo las Big Tech controlan las tres cuartas partes del gasto mundial en publicidad on line) es bien conocida y su creciente dependencia de grandes fondos de inversión, ávidos de dividendos extraordinarios a corto plazo, también.

Oxfam internacional, en su informe “Desigualdad S.A.” (2024), afirma que afrontamos una era de dominio de la oligarquía global, constatando la creciente concentración de la riqueza en el accionariado de los grandes conglomerados empresariales (el 1% más rico de la población posee el 43% de los activos financieros mundiales, a través de los cuales multiplica los recursos realmente controlados). Afirma Oxfam: “estamos viviendo una era marcada por un poder monopolístico que permite a las empresas controlar los mercados, establecer los términos de intercambio y obtener beneficios sin temor a perder negocio. No se trata de un fenómeno abstracto, sino de una realidad que nos afecta a todos y todas de muchas maneras”.

Finalmente, cabe mencionar a D. Acemoglu y S. Johnson, del MIT y premios Nobel de Economía 2024, quienes en “Poder y Progreso, una revisión histórica de las relaciones entre poder, tecnología y prosperidad” afirman que disponemos de tecnologías que podrían potenciar las capacidades humanas en beneficio de la sociedad, pero “solo si conseguimos que estas herramientas trabajen por y para las personas y eso no va a ocurrir hasta que cuestionemos la visión del mundo que prevalece entre los actuales dirigentes tecnológicos”.

5º CONSIDERACIÓN. Por una Transición Ecosocial Justa.

Necesitamos reformular los paradigmas actuales y crear visiones alternativas. Enfrentar los procesos de desestabilización ecosocial requiere desplegar nuevos principios civilizatorios que preserven la vida (en su sentido más amplio), reequilibren la huella humana con los límites biofísicos del planeta y posibiliten existencias dignas y justas a todas las personas y comunidades.

Los trabajos de K. Raworth, en “Un espacio seguro y justo para la humanidad” (2012) expresan ese paradigma alternativo delimitado por un “suelo social” que garantiza unas condiciones de vida digna y un “techo ambiental” que plantea los límites críticos de la biosfera que no deben sobrepasarse. Su proyección sobre 151 países, realizada por la Universidad de Leeds en 2018, concluye que en ninguno de ellos se cumplen tales condiciones y que las mayores transgresiones ecológicas se relacionan con los patrones de desarrollo y estilos de vida vigentes en los países más ricos, especialmente en Estados Unidos y la Unión Europea.

Herrero, en “Sumar para una transición ecosocial justa” (2023) apunta: “al hablar de Transición Ecosocial Justa nos referimos a un proceso compartido, planificado y deseado de reorganización de la vida en común, que tiene por finalidad la garantía de condiciones dignas de existencia para todas las personas y comunidades, con plena consciencia de que ese derecho ha de ser satisfecho en un planeta con límites ya superados, que compartimos con el resto del mundo vivo y que estamos obligados a conservar para las generaciones más jóvenes y las que aún no han nacido”.

Priorizar la vida, los DDHH y la dignidad de las personas y comunidades en un planeta habitable requiere replantear las prioridades en la UE desde otros propósitos:

  1. Restaurar urgentemente la salud de los ecosistemas terrestres y marinos degradados para convivir con los límites biofísicos que sostienen la vida y la existencia de los seres vivos.
  2. Conseguir que todas las personas residentes en la UE puedan llevar una vida suficiente, digna,segura y justa,con acceso a los bienes y servicios que lo hagan posible.
  3. Reorientar y democratizar la economía y la ciencia para convertirlas en activoscorresponsables delcambio y crear una base material descarbonizada, naturalizada, más autónoma y territorial, capaz de sostener los objetivos anteriores.
  4. Concebir la integración europea en base a redes territoriales cooperativas, con criterios biorregionalesque establezcan nuevas relaciones de equilibrio y sostenibilidad entre el medio urbano, el rural y la naturaleza y que desplieguen con urgencia estrategias de resiliencia y adaptación al cambio global.
  5. Fortalecer una democracia más abierta, participativa, transparente y próxima a la ciudadanía, comprometida con el cambio,que promueva la inclusión social, la justicia y la redistribución de la riqueza, así como la defensa de los DDHH y la paz con justicia en el mundo.

Desplegando nuevos paradigmas, Europa podría propiciar un nuevo contrato social cargado de esperanza, capaz de ofrecer un sentido de la vida renovado a un amplio sector de la sociedad europea que hoy se siente marginado y desconfía de la política, pero sin cuya concurrencia no será posible abrir camino al cambio. Tal transformación solo es concebibles vinculada a profundas metamorfosis culturales y políticas construidas en el marco de la crisis de civilización. En todo caso, ello requiere afrontar los problemas europeos desde otras perspectivas más transformadoras en las que seamos capaces de alumbrar proyectos vitales más sencillos, satisfactorios y compatibles con el sostenimiento de la vida.

Notas:

Enmienda a Draghi, se refiere a “Una estrategia de competitividad para Europa” la primera parte del informe “El futuro de la competitividad europea”.

Este artículo forma parte de la recién creada plataforma Alianza «más allá del crecimiento».

moderado por:

  • Teresa Carreras

    Periodista. Profesora UAB. Presidenta Associació Periodistes Europeus de Catalunya (APEC)

  • Olga Rodríguez

    Periodista y escritora especializada en asuntos internacionales

De: “Más Europa” a: «La UE, ¿para qué?»

No podrá decirse que la palabra crisis es ajena a la Unión Europea. Prácticamente desde su constitución los avatares de la construcción europea han ido vinculados a situaciones de estancamiento y/o de incertidumbre en el proceso de integración. Hasta ahora era normal considerar que esas situaciones se saldaban con algún progreso en el proceso de transferencia de soberanía nacional y de reforzamiento de las instituciones comunitarias, en una suerte de teleología del proceso de integración que ha mostrado toda su insustancialidad en estos momentos. El futuro de la UE no es necesariamente un modelo de estado federal al que caminamos inexorablemente de la mano fría, pero firme, del mercado único.

Por primera vez la idea de crisis sobrevuela Bruselas, proyectando una sombra amenazante sobre el futuro de Europa. No es que nadie haya propuesto o proyectado un futuro sin la UE, pero hay dudas más que razonables sobre lo que quedará del famoso modelo europeo tras la gestión de este tsunami económico.

La crisis y la gestión de la misma han puesto de relieve hasta qué punto el “mantra” neoliberal estaba interiorizado en la cabeza y en los corazones de las principales familias políticas en los estados nacionales. Resumiendo: tanto la tradición socialdemócrata como la democratacristiana, ambas abanderadas de este proceso de integración, se han señalado también como defensoras –con mayores o menores dosis de pasión- de la ortodoxia macroeconómica vinculada al pensamiento económico dominante y de las recetas de devaluación interna, estabilidad presupuestaria, privatizaciones y auxilio sin límites al sistema financiero que han caracterizado la salida a la crisis por doquier.

En lo que nos concierne, el resultado es una pérdida llamativa de derechos sociales y de retroceso de las políticas públicas en toda Europa. La intensidad mayor en la destrucción se la llevan los países del Sur de Europa, precisamente aquellos a los que los años de prosperidad sobrevenida solo habían llegado para construir un estado del “medio-estar”. Pero la dinámica general va en la misma dirección: desmantelar los estados del bienestar. Recientemente en Holanda, el príncipe llamaba, en un giro político-conceptual digno de ser reseñado, a transformar el “estado social en un estado participativo” (sic).

Aún en 2010, el Grupo de reflexión sobre el futuro de Europa presidido por Felipe González destacaba el hecho de vivir “un punto crítico de nuestra historia”, y llamaba a utilizar la crisis como una oportunidad, así como a resolver dos desafíos relacionados: “garantizar la continuidad de nuestro modelo social y económico, y desarrollar los medios de apoyar y defender dicho modelo”. Difícilmente podría seguir defendiéndose eso mismo hoy.

Pero este giro en los objetivos de la UE manifiesta un problema desde varias perspectivas: en primer lugar, está por ver si esta modificación de los objetivos originales de la UE, toda vez que la gestión de la crisis se ha llevado o se va a llevar por delante lo que queda de los estados del bienestar, mantiene el vínculo de las dos grandes familias políticas en relación con el proyecto europeo. En segundo lugar, obliga a la tradición socialdemócrata a reformular sus objetivos a corto y medio plazo. En tercer lugar, quiebra una seña de identidad sobre la que se había construido hasta ahora un icono que singularizaba a Europa frente a la globalización anglosajona, y con ello una de las razones de legitimación del proceso tecnocrático y despolitizado de integración.

En ausencia de legitimidad de origen –vinculada a procesos democráticos de decisión- la UE se había legitimado sobre la base de los efectos prácticos de sus políticas, en la medida en que parecía que el resultado de las mismas era tanto una mejora del bienestar general como un incremento del valor añadido específicamente europeo, consistente en un estado social que ofrecía perspectivas de integración, seguridad y bienestar creciente a la mayoría. Sin esa perspectiva de integración y bienestar, la UE ha comenzado a ser percibida por su ciudadanía como parte de los problemas y no como parte de las soluciones. En consecuencia su gestión ha adquirido naturaleza política, esto es conflictiva y partidaria y su popularidad ha caído a niveles desconocidos desde que se tiene noticia en los eurobarómetros (1974).

El último estudio demoscópico europeo (Eurobarómetro 79/2013) publicado señala que en España hemos pasado en 6 años de una valoración positiva de +42 puntos a una negativa de -58 puntos. Lo que significa que hoy hay un 17% de españoles que confían en la UE frente a un 75% que desconfía.

Una dimensión problemática más es que también las tradiciones alternativas de izquierda se ven interrogadas sobre sus propuestas. En este espacio nunca hubo unanimidad ni acuerdo respecto a qué pensar de la UE y ahora, ocupado el espacio del repliegue nacional e identitario por las fuerzas de extrema derecha, queda por ver qué harán las organizaciones situadas tradicionalmente a la izquierda de la socialdemocracia.

Es importante, a mi juicio, esta articulación de crisis económica, crisis inducida del modelo social europeo y pérdida de legitimidad del proyecto de integración mismo.

En realidad, algunos de los problemas que hoy se consideran más destacables no son nuevos, pero su notoriedad se ha acrecentado en este nuevo escenario.

Podríamos destacar, en primer lugar, el fin de la supuesta relación virtuosa entre Europa y la Unión Europea, que se han venido utilizando como conceptos equivalentes, en una confusión entre civilización (si la hubiere) y proyecto político, claramente excesiva. La crisis y la gestión de la misma han puesto de relieve la existencia de varias Europas que no necesariamente convergen y se encuentran, rompiendo con ello el mito de que el proyecto de integración acercaba tanto las economías como las sociedades europeas.

En segundo lugar, despojado de esta perspectiva civilizatoria, el proyecto de integración aparece como lo que realmente ha sido desde el comienzo: un diseño político y económico fruto de diversas y diferentes correlaciones de fuerza. Construido sin un propósito previo pero sí mediante un método que hacía de la despolitización y de las servidumbres tecnocráticas el motivo mismo de su existencia.

La lógica del proceso de integración ha funcionado mientras ha sido posible mantener la ficción de que la UE se encargaba de cuestiones que requerían de un saber técnico y la política seguía residiendo –con sus grandezas y miserias- en el espacio estatal-nacional. La crisis ha puesto especialmente de manifiesto la naturaleza infundada de esa creencia, y que la UE es un proyecto político de los pies a la cabeza, con una elevadísima capacidad decisional, pero también con un severísimo y crónico déficit democrático. Esto quiere decir que la UE toma decisiones sobre cuestiones relevantes y decisivas para la vida de las gentes, pero lo hace a través de procedimientos insuficientemente democráticos y escasamente controlables por instituciones representativas.

En efecto, desde sus orígenes, la UE como proyecto político cuenta con una asimetría estructural que condiciona su presente y su futuro. La centralidad acordada a la construcción del mercado único ha habilitado a las instituciones europeas para llevar a cabo una tarea minuciosa de voladura controlada de los estados del bienestar. Este objetivo económico es el que ha dado sentido al funcionamiento de las instituciones europeas y ha contado con el apoyo de los estados mismos, convencidos de la bondad y pertinencia de esta estrategia. Pero pronto se descubrió que remover los obstáculos que dificultaban la construcción del mercado único venía a significar limitar las capacidades de control de las administraciones públicas sobre el desarrollo económico en sus fronteras; favorecer el empoderamiento de la empresas en la determinación de los objetivos económicos y desmontar los derechos sociales y laborales, en el buen entendimiento de que se trataba de privilegios y obstáculos en la búsqueda de un bien mayor. No pocos sindicatos aceptaron con gusto esta dinámica.

Podrían haberse transferido a la UE las capacidades para reconstruir, en el espacio europeo, las condiciones de regulación pública del mercado desmontadas en los estados-nación, pero no fue el caso. O podrían haberse determinado objetivos sociales o laborales que acompañasen, moderasen o condicionasen la instauración del mercado único. Nada impedía que hubiera podido hacerse de esta manera, pero tampoco fue el caso. Así, la Comisión Europea y el Tribunal de Justicia Europeo se convirtieron en los motores del desmantelamiento de las políticas públicas de control del mercado, convertidas en los chivos expiatorios de todos los males de las economías europeas . Pero los ajustes necesarios para paliar –o intentarlo- los efectos de ese desmontaje sistemático de los estados sociales quedó en manos exclusivamente de los gobiernos. No se transfirieron capacidades de regulación en política social, ni se legisló a nivel europeo para asegurar umbrales homologables de protección social o indicadores exigibles de gasto social, por ejemplo.

El Tratado de Maastrich (1992) significó la consolidación de ese proceso histórico, y confundió a las opiniones públicas europeas, hasta entonces entusiastas del proceso de integración. El apoyo a la UE cayó por primera vez en más de diez puntos respecto al período anterior y, hasta ahora, no sólo no se han recuperado los niveles de aceptación previos a Maastricht, sino que se han deteriorado significativamente.

Según el eurobarómetro antes citado (79/2013), sólo el 31% de los europeos confían en la Unión Europea (en 2007, confiaban el 57%); los que tienen una imagen positiva de la UE son el 30% frente a un 29% que la tienen negativa; y el 67% de los encuestados considera que su opinión no cuenta en la UE.

Esa asimetría fundacional determina el funcionamiento mismo de las instituciones y sus capacidades, más allá de la voluntad coyuntural de algún actor político o institucional en particular. Además, las instituciones europeas y los estados miembros han sido protagonistas de ese diseño y defensores de sus consecuencias. Por alguna razón, se instaló el convencimiento generalizado de que la construcción del mercado único traería aparejada la instauración de un orden político democrático equiparable y equivalente a los modelos democráticos afirmados en el proceso histórico de construcción del estado nación, como si la politización fuera un proceso natural.

Pero las fuerzas que hicieron posible mantener el encantamiento respecto a las bondades inherentes al mercado único -el intergubernamentalismo, o la legitimidad de los estados; la propuesta federal, o un futuro político para este proyecto; y el mercado único, o una propuesta de prosperidad incremental- han agotado ya todas sus capacidades de embelesamiento. La gestión de la crisis ha revelado con contundencia tanto la disposición ideológica de la mayoría de los gobiernos a servir dócilmente a la globalización financiera y sus servidumbres, como la exquisita funcionalidad del proceso de integración en su actual configuración para esos fines.

En este punto, la actual arquitectura institucional de la UE ha revelado sus severas limitaciones democráticas y sus servicios prestados a la despolitización de decisiones sustancialmente políticas.

El frankestein institucional que conforman la Comisión Europea, el Consejo Europeo, el Parlamento Europeo y el Tribunal de Justicia Europeo, ha favorecido un marco decisional donde la participación ciudadana y la capacidad de control misma sobre lo que estas instituciones deciden están excluidas.

El modelo es ilegible políticamente para la mayoría de la sociedad europea y no existen condiciones para que instancias ajenas a las mismas instituciones puedan ejercer su capacidad de control y exigencia de responsabilidad.

La arquitectura institucional de la UE hace prácticamente imposible que puedan materializarse las exigencias de responsabilidad política, rendición de cuentas, control democrático y capacidad de escuchar a la sociedad, exigibles para cualquier institución democrática.

Esto permite que las instituciones de la UE –especialmente la Comisión Europea- puedan decir que no saben nada de las políticas de austeridad, y que los gobiernos nacionales a su vez culpen sistemáticamente a la Comisión Europea y sus exigencias de las mencionadas políticas. En este contexto un mero aumento de los poderes del Parlamento Europeo, aunque pudiera paliar parcialmente el problema, no resuelve la condición no democrática de este diseño institucional. Sirva como anécdota de este desencuentro entre intenciones y realidades, y como ejemplo (aquí ya sin consideraciones anecdóticas) de las dificultades sistémicas de la arquitectura institucional de la UE para ofrecer espacios de participación y control democrático, que este año 2013 ha sido declarado por la Comisión Europea como el año de la ciudadanía europea; y está a punto de terminar este momento señalado para la participación ciudadana, sin que la ciudadanía concernida se haya siquiera enterado de que estaba convocada para algo.

Debemos reconocer que aquí aparece un problema vinculado al tipo de respuesta que la ciudadanía dé a la pregunta de ¿qué queremos hacer con la UE? Si la respuesta es “marcharse a toda prisa”, el entramado institucional y sus complejidades serán solo preocupación de académicos y curiosos. Si la respuesta es “apoyamos la perspectiva del proceso de integración, pero esto no nos vale”, entonces tenemos que encontrar respuestas a la cuestión de cómo construir una democracia supranacional. Es decir, el entramado institucional existente hasta ahora reproduce y amplifica el déficit democrático de manera permanente y, por tanto, no nos sirve si nos preocupa hacer de la UE un proyecto democrático. Pero tenemos que construir un diseño democrático supranacional que hasta ahora, carece de modelo. Este diseño debería dar respuestas a las problemáticas de la participación ciudadana en el espacio europeo y la construcción de un espacio público europeo, y a la cuestión de si es necesaria alguna identidad europea para hacer posibles lógicas de participación y empoderamiento; de qué papel deben jugar los parlamentos nacionales en este diseño, y de cuánta transferencia de soberanía es soportable sin que se pierda la condición democrática de las decisiones políticas.

Un aspecto más e igualmente importante tiene que ver con la dimensión exterior de la UE. Hay razones relacionadas con la pérdida de peso y de dinamismo económico de esta región del planeta en relación con otras más pujantes. Pero además de esa dimensión económica, está la proyección exterior de la UE y su presumida condición de defensora de un nuevo paradigma en las relaciones internacionales. Hay que decir que la historia de la UE se compadece mal con esa voluntad de proponerse como una baluarte de los derechos humanos en un mundo hostil y hobbesiano. Lo cierto es que la política exterior de la Unión Europea ha sido un espacio más caracterizado por los discursos que por las prácticas. Éstas han quedado en manos de los estados, que a menudo han buscado complicidades en la UE, no siempre con éxito.. La evidencia del escaso interés que los países de la Unión daban a la política exterior común se sustanció en la elección de una Alta Representante (la señora Alhston), cuyo papel y funciones poca gente conoce y cuyo nivel de competencia técnica es puesto en cuestión regularmente.

En fin, los desafíos y preguntas que a día de hoy son pertinentes en relación con la UE tienen un calado sistémico. No son asuntos de matiz o de detalle, no se trata de mejorar una u otra política. La crisis económica y la gestión de la misma han desnudado el proyecto de sus ropajes tecnocráticos y despolitizados y han mostrado al emperador desnudo. La cuestión ha dejado de ser la de “empujar para hacer posible ‘más Europa’”. En realidad, habría que decir que esa formulación fue, en general, una manera de justificar el proceso de integración realmente existente eludiendo más preguntas sobre el mismo.

Lo pertinente e imprescindible hoy es responder a la siguiente pregunta: ¿necesitamos esta Unión Europea? Ninguna de las dos respuestas posibles nos conduce, necesariamente, a una sola alternativa. Tanto el “sí” como el “no” pueden sugerir propuestas que, en un caso serán pensadas como reformas mayores o menores, y en el otro como la necesidad de pensar en profundidad para refundar el proyecto europeo.