La actual Unión Europea se parece cada vez menos a la que soñó un grupo de intelectuales antifascistas italianos deportados por el régimen mussoliniano a la isla de Ventotene.

Me refiero al manifiesto que lleva el nombre de aquella isla –manifiesto de Ventotene (1941)- que redactaron, totalmente aislados del mundo, Altiero Spinelli, Ernesto Rossi y Eugenio Colomi.

De los tres, el más conocido hoy sin duda es Spinelli (1907- 1986) porque, tras la SGM, sería consejero de algunos de los padres del proceso de unificación europea como De Gasperi o Jean Monnet e incluso fue comisario de Política Interior de la UE y eurodiputado.

La revolución europea con la que soñaron los tres antifascistas debía ser social, permitiría la emancipación de la clase obrera y su acceso a mejores condiciones de vida gracias a la nacionalización de las grandes empresas y a la redistribución de la riqueza injustamente acumulada por los viejos privilegios.

El manifiesto, claramente de izquierdas, abogaba por una Europa “libre y unida” y sería adoptado como programa por el Movimiento Federalista Europeo.

Poco tiene que ver, sin embargo, aquel proyecto con la Unión Europea de hoy, que tiene como fundamento el Tratado de Maastricht, de 1992, culminación política de un conjunto normativo vinculante para todos sus  miembros, presentes y futuros.

Ese pilar fundacional de la actual UE es de corte hiperliberal, se basa en la plena libertad de mercados y de las finanzas, impulsa la libre competencia y condena la intervención pública en la actividad económica.

Desde el punto de vista de su construcción, la UE es un proyecto híbrido entre un Estado federado y una confederación: no existe un pueblo europeo sino ciudadanos de distintos Estados, y el Parlamento de Estrasburgo, fruto de elecciones celebradas en cada país, tiene poderes limitados.

Un Estado federal tiene un único Gobierno central, una moneda única –el euro convive actualmente con otras divisas-una política exterior también única –en la UE existen notables diferencias entre algunos de sus miembros- y por supuesto también un único Ejército, lo que está muy lejos de ser el caso.

Quien decide realmente en la UE es el llamado Consejo Europeo, que integran los jefes de Estado y de Gobierno. Junto a él está la Comisión Europea, órgano ejecutivo de carácter fuertemente burocrático nombrado por los Gobiernos y no por el Parlamento.

Fruto siempre de componendas como demuestra el caso de su actual presidenta, Ursula von der Leyen, la Comisión parece cada vez más decidida a sancionar a aquellos países que disienten de sus directrices como puede ser el veto actual cualquier negociación e incluso contacto con el Kremlin.

Las innegables diferencias en el seno de la UE sobre cómo comportarse frente a la Federación Rusa por su invasión de Ucrania, agudizadas desde que Donald Trump a la Casa Blanca, ponen de manifiesto las dificultades de la propia construcción europea.

Las sanciones impuestas a Rusia, muy lejos de cumplir el objetivo buscado- debilitar a Putin- han tenido un efecto de bumerán y han acabado desindustrializando a la propia Europa, obligada a gastar mucho más por una energía que le llegaba antes abundante del país considerado hoy enemigo y que era una de las claves de su competitividad frente a EEUU.

Y lejos de aceptar esa realidad, despechados por el menosprecio que además les muestra el que era hasta ahora su aliado transatlántico, los europeos, se empecinan en su política de enfrentamiento radical con Rusia.

Algo que justifican como un combate ineludible y definitivo a escala planetaria entre democracias y autocracias, de las que por desgracia pueden pasar a formar parte los EEUU de Donald Trump.

Y a tal fin –el rearme con vistas a una posible guerra con Rusia que algunos vaticinan para dentro de cinco años- no dudan en erosionar incluso muchas de las conquistas sociales de la larga posguerra europea, justificándolo por la necesidad de financiar ese combate por la democracia liberal que están decididos a ganar.

Y lo hacen con el apoyo ideológico de comentaristas como el británico Janan Ganesh, columnista del Financial Times, según el cual “ya no es posible el Estado social como en la posguerra”, al que, según él, los europeos se han acostumbrado como si fuese el modo natural de vida y no el producto de “extrañas circunstancias”.

¿A qué extrañas circunstancias se refiere Ganesh: tal vez a la existencia de un Estado como la hoy desaparecida Unión Soviética, con el que Occidente tenía que competir ofreciendo a los trabajadores conquistas sociales que impidiesen su captación por el “otro lado”?

Según Ganesh, para construir “un Estado de guerra” como parece que se pretende con el proyecto de keynesianismo militar, Europa tendrá que llevar a cabo recortes en el Estado social. Es, según ese comentarista, la única forma de defender al continente.

Los gobiernos, escribe, tendrán que ser más avaros con los ancianos. Y si esto es impensable dado el gran peso electoral de ese grupo en sociedades cada vez más envejecidas, habrá que recortar por otro lado aunque sea el más productivo.

Para otro columnista estrella del mismo periódico británico, Martin Wolf, si Europa no se moviliza rápidamente para su autodefensa, “las democracias liberales” podrían naufragar”. Ocurrió ya en los años treinta, sólo que hoy es peor porque EEUU parece estar con Trump “en el lado equivocado”.

En cualquier caso, según ese conocido analista económico, Gran Bretaña no debería preocuparse demasiado por tener que gastar más en defensa, sino que puede esperar realísticamente obtener “rentabilidad económica” precisamente de ese gasto..

Es decir que fabricar cañones o misiles que, a diferencia  de las máquinas herramienta, no producen nuevos bienes, sino que sólo sirven para destruir o acabar destruidos, es la clave para sacar a Europa de su actual estancamiento económico.

Otra periodista, la estadounidense Bronwen Maddox, directora de la londinense Chatham House, también conocida como Instituto Real de Asuntos Internacionales, cree que el Reino Unido debería y podría endeudarse para aumentar su gasto en defensa.

Según ella, han hecho falta décadas para acumular el gasto en sanidad, pensiones, ayudas por enfermedad, y podrían también tardarse años en invertir la marcha, pero es inevitable y hay que empezar a hacerlo.

Ésa es al parecer la Europa que se prepara y que nada tiene que ver con la que soñaron aquellos tres idealistas deportados por el régimen de Mussolini la pequeña isla del mar Tirreno. El sueño europeo se desvanece.

ALIANZA «MAS ALLA DEL CRECIMIENTO»

Un verdadero cambio de paradigma de civilización ha de apoyarse en una interpretación común de la evolución humana que permita relativizar y replantear las añejas ideas sobre las que hoy reposa el statu quo mental e institucional.

(José Manuel Naredo. La crítica agotada. Claves para un cambio de civilización. 2024).

Por encargo de la presidenta Von der Leyen, Draghi ha lanzado una apuesta trascendental de política económica que además compromete una inversión sin precedentes (5% del PIB, es decir 800.000 millones €/año). Surge una pregunta crucial: ¿están los fundamentos de esta iniciativa alineados con los desafíos vitales de la Unión Europea (UE)?

En su informe, Draghi realiza un diagnóstico que apunta a que el proyecto europeo está en peligro y que la principal razón de su declive reside en la pérdida de competitividad económica en los mercados globales respecto a Estados Unidos y China. A pesar de contar con 440 millones de consumidores y representar el 17% del PIB mundial, el informe imputa tal situación–más allá de a la fragmentación interna y el estancamiento demográfico– a una serie de factores. Entre ellos, destaca la débil presencia de sectores y grandes empresas impulsoras de tecnologías avanzadas, el alto coste de la energía, la ralentización del crecimiento de productividad, la menor rentabilidad de las inversiones respecto a otros campos/territorios y, como consecuencia de ello, la pérdida de atractivo para el capital privado de implicarse a fondo en el despliegue de la cuarta revolución tecno-industrial en Europa.

Continuar leyendo «Enmienda a Draghi. Por un debate urgente sobre Europa»

moderado por:

  • Teresa Carreras

    Periodista. Profesora UAB. Presidenta Associació Periodistes Europeus de Catalunya (APEC)

  • Olga Rodríguez

    Periodista y escritora especializada en asuntos internacionales

De: “Más Europa” a: «La UE, ¿para qué?»

No podrá decirse que la palabra crisis es ajena a la Unión Europea. Prácticamente desde su constitución los avatares de la construcción europea han ido vinculados a situaciones de estancamiento y/o de incertidumbre en el proceso de integración. Hasta ahora era normal considerar que esas situaciones se saldaban con algún progreso en el proceso de transferencia de soberanía nacional y de reforzamiento de las instituciones comunitarias, en una suerte de teleología del proceso de integración que ha mostrado toda su insustancialidad en estos momentos. El futuro de la UE no es necesariamente un modelo de estado federal al que caminamos inexorablemente de la mano fría, pero firme, del mercado único.

Por primera vez la idea de crisis sobrevuela Bruselas, proyectando una sombra amenazante sobre el futuro de Europa. No es que nadie haya propuesto o proyectado un futuro sin la UE, pero hay dudas más que razonables sobre lo que quedará del famoso modelo europeo tras la gestión de este tsunami económico.

La crisis y la gestión de la misma han puesto de relieve hasta qué punto el “mantra” neoliberal estaba interiorizado en la cabeza y en los corazones de las principales familias políticas en los estados nacionales. Resumiendo: tanto la tradición socialdemócrata como la democratacristiana, ambas abanderadas de este proceso de integración, se han señalado también como defensoras –con mayores o menores dosis de pasión- de la ortodoxia macroeconómica vinculada al pensamiento económico dominante y de las recetas de devaluación interna, estabilidad presupuestaria, privatizaciones y auxilio sin límites al sistema financiero que han caracterizado la salida a la crisis por doquier.

En lo que nos concierne, el resultado es una pérdida llamativa de derechos sociales y de retroceso de las políticas públicas en toda Europa. La intensidad mayor en la destrucción se la llevan los países del Sur de Europa, precisamente aquellos a los que los años de prosperidad sobrevenida solo habían llegado para construir un estado del “medio-estar”. Pero la dinámica general va en la misma dirección: desmantelar los estados del bienestar. Recientemente en Holanda, el príncipe llamaba, en un giro político-conceptual digno de ser reseñado, a transformar el “estado social en un estado participativo” (sic).

Aún en 2010, el Grupo de reflexión sobre el futuro de Europa presidido por Felipe González destacaba el hecho de vivir “un punto crítico de nuestra historia”, y llamaba a utilizar la crisis como una oportunidad, así como a resolver dos desafíos relacionados: “garantizar la continuidad de nuestro modelo social y económico, y desarrollar los medios de apoyar y defender dicho modelo”. Difícilmente podría seguir defendiéndose eso mismo hoy.

Pero este giro en los objetivos de la UE manifiesta un problema desde varias perspectivas: en primer lugar, está por ver si esta modificación de los objetivos originales de la UE, toda vez que la gestión de la crisis se ha llevado o se va a llevar por delante lo que queda de los estados del bienestar, mantiene el vínculo de las dos grandes familias políticas en relación con el proyecto europeo. En segundo lugar, obliga a la tradición socialdemócrata a reformular sus objetivos a corto y medio plazo. En tercer lugar, quiebra una seña de identidad sobre la que se había construido hasta ahora un icono que singularizaba a Europa frente a la globalización anglosajona, y con ello una de las razones de legitimación del proceso tecnocrático y despolitizado de integración.

En ausencia de legitimidad de origen –vinculada a procesos democráticos de decisión- la UE se había legitimado sobre la base de los efectos prácticos de sus políticas, en la medida en que parecía que el resultado de las mismas era tanto una mejora del bienestar general como un incremento del valor añadido específicamente europeo, consistente en un estado social que ofrecía perspectivas de integración, seguridad y bienestar creciente a la mayoría. Sin esa perspectiva de integración y bienestar, la UE ha comenzado a ser percibida por su ciudadanía como parte de los problemas y no como parte de las soluciones. En consecuencia su gestión ha adquirido naturaleza política, esto es conflictiva y partidaria y su popularidad ha caído a niveles desconocidos desde que se tiene noticia en los eurobarómetros (1974).

El último estudio demoscópico europeo (Eurobarómetro 79/2013) publicado señala que en España hemos pasado en 6 años de una valoración positiva de +42 puntos a una negativa de -58 puntos. Lo que significa que hoy hay un 17% de españoles que confían en la UE frente a un 75% que desconfía.

Una dimensión problemática más es que también las tradiciones alternativas de izquierda se ven interrogadas sobre sus propuestas. En este espacio nunca hubo unanimidad ni acuerdo respecto a qué pensar de la UE y ahora, ocupado el espacio del repliegue nacional e identitario por las fuerzas de extrema derecha, queda por ver qué harán las organizaciones situadas tradicionalmente a la izquierda de la socialdemocracia.

Es importante, a mi juicio, esta articulación de crisis económica, crisis inducida del modelo social europeo y pérdida de legitimidad del proyecto de integración mismo.

En realidad, algunos de los problemas que hoy se consideran más destacables no son nuevos, pero su notoriedad se ha acrecentado en este nuevo escenario.

Podríamos destacar, en primer lugar, el fin de la supuesta relación virtuosa entre Europa y la Unión Europea, que se han venido utilizando como conceptos equivalentes, en una confusión entre civilización (si la hubiere) y proyecto político, claramente excesiva. La crisis y la gestión de la misma han puesto de relieve la existencia de varias Europas que no necesariamente convergen y se encuentran, rompiendo con ello el mito de que el proyecto de integración acercaba tanto las economías como las sociedades europeas.

En segundo lugar, despojado de esta perspectiva civilizatoria, el proyecto de integración aparece como lo que realmente ha sido desde el comienzo: un diseño político y económico fruto de diversas y diferentes correlaciones de fuerza. Construido sin un propósito previo pero sí mediante un método que hacía de la despolitización y de las servidumbres tecnocráticas el motivo mismo de su existencia.

La lógica del proceso de integración ha funcionado mientras ha sido posible mantener la ficción de que la UE se encargaba de cuestiones que requerían de un saber técnico y la política seguía residiendo –con sus grandezas y miserias- en el espacio estatal-nacional. La crisis ha puesto especialmente de manifiesto la naturaleza infundada de esa creencia, y que la UE es un proyecto político de los pies a la cabeza, con una elevadísima capacidad decisional, pero también con un severísimo y crónico déficit democrático. Esto quiere decir que la UE toma decisiones sobre cuestiones relevantes y decisivas para la vida de las gentes, pero lo hace a través de procedimientos insuficientemente democráticos y escasamente controlables por instituciones representativas.

En efecto, desde sus orígenes, la UE como proyecto político cuenta con una asimetría estructural que condiciona su presente y su futuro. La centralidad acordada a la construcción del mercado único ha habilitado a las instituciones europeas para llevar a cabo una tarea minuciosa de voladura controlada de los estados del bienestar. Este objetivo económico es el que ha dado sentido al funcionamiento de las instituciones europeas y ha contado con el apoyo de los estados mismos, convencidos de la bondad y pertinencia de esta estrategia. Pero pronto se descubrió que remover los obstáculos que dificultaban la construcción del mercado único venía a significar limitar las capacidades de control de las administraciones públicas sobre el desarrollo económico en sus fronteras; favorecer el empoderamiento de la empresas en la determinación de los objetivos económicos y desmontar los derechos sociales y laborales, en el buen entendimiento de que se trataba de privilegios y obstáculos en la búsqueda de un bien mayor. No pocos sindicatos aceptaron con gusto esta dinámica.

Podrían haberse transferido a la UE las capacidades para reconstruir, en el espacio europeo, las condiciones de regulación pública del mercado desmontadas en los estados-nación, pero no fue el caso. O podrían haberse determinado objetivos sociales o laborales que acompañasen, moderasen o condicionasen la instauración del mercado único. Nada impedía que hubiera podido hacerse de esta manera, pero tampoco fue el caso. Así, la Comisión Europea y el Tribunal de Justicia Europeo se convirtieron en los motores del desmantelamiento de las políticas públicas de control del mercado, convertidas en los chivos expiatorios de todos los males de las economías europeas . Pero los ajustes necesarios para paliar –o intentarlo- los efectos de ese desmontaje sistemático de los estados sociales quedó en manos exclusivamente de los gobiernos. No se transfirieron capacidades de regulación en política social, ni se legisló a nivel europeo para asegurar umbrales homologables de protección social o indicadores exigibles de gasto social, por ejemplo.

El Tratado de Maastrich (1992) significó la consolidación de ese proceso histórico, y confundió a las opiniones públicas europeas, hasta entonces entusiastas del proceso de integración. El apoyo a la UE cayó por primera vez en más de diez puntos respecto al período anterior y, hasta ahora, no sólo no se han recuperado los niveles de aceptación previos a Maastricht, sino que se han deteriorado significativamente.

Según el eurobarómetro antes citado (79/2013), sólo el 31% de los europeos confían en la Unión Europea (en 2007, confiaban el 57%); los que tienen una imagen positiva de la UE son el 30% frente a un 29% que la tienen negativa; y el 67% de los encuestados considera que su opinión no cuenta en la UE.

Esa asimetría fundacional determina el funcionamiento mismo de las instituciones y sus capacidades, más allá de la voluntad coyuntural de algún actor político o institucional en particular. Además, las instituciones europeas y los estados miembros han sido protagonistas de ese diseño y defensores de sus consecuencias. Por alguna razón, se instaló el convencimiento generalizado de que la construcción del mercado único traería aparejada la instauración de un orden político democrático equiparable y equivalente a los modelos democráticos afirmados en el proceso histórico de construcción del estado nación, como si la politización fuera un proceso natural.

Pero las fuerzas que hicieron posible mantener el encantamiento respecto a las bondades inherentes al mercado único -el intergubernamentalismo, o la legitimidad de los estados; la propuesta federal, o un futuro político para este proyecto; y el mercado único, o una propuesta de prosperidad incremental- han agotado ya todas sus capacidades de embelesamiento. La gestión de la crisis ha revelado con contundencia tanto la disposición ideológica de la mayoría de los gobiernos a servir dócilmente a la globalización financiera y sus servidumbres, como la exquisita funcionalidad del proceso de integración en su actual configuración para esos fines.

En este punto, la actual arquitectura institucional de la UE ha revelado sus severas limitaciones democráticas y sus servicios prestados a la despolitización de decisiones sustancialmente políticas.

El frankestein institucional que conforman la Comisión Europea, el Consejo Europeo, el Parlamento Europeo y el Tribunal de Justicia Europeo, ha favorecido un marco decisional donde la participación ciudadana y la capacidad de control misma sobre lo que estas instituciones deciden están excluidas.

El modelo es ilegible políticamente para la mayoría de la sociedad europea y no existen condiciones para que instancias ajenas a las mismas instituciones puedan ejercer su capacidad de control y exigencia de responsabilidad.

La arquitectura institucional de la UE hace prácticamente imposible que puedan materializarse las exigencias de responsabilidad política, rendición de cuentas, control democrático y capacidad de escuchar a la sociedad, exigibles para cualquier institución democrática.

Esto permite que las instituciones de la UE –especialmente la Comisión Europea- puedan decir que no saben nada de las políticas de austeridad, y que los gobiernos nacionales a su vez culpen sistemáticamente a la Comisión Europea y sus exigencias de las mencionadas políticas. En este contexto un mero aumento de los poderes del Parlamento Europeo, aunque pudiera paliar parcialmente el problema, no resuelve la condición no democrática de este diseño institucional. Sirva como anécdota de este desencuentro entre intenciones y realidades, y como ejemplo (aquí ya sin consideraciones anecdóticas) de las dificultades sistémicas de la arquitectura institucional de la UE para ofrecer espacios de participación y control democrático, que este año 2013 ha sido declarado por la Comisión Europea como el año de la ciudadanía europea; y está a punto de terminar este momento señalado para la participación ciudadana, sin que la ciudadanía concernida se haya siquiera enterado de que estaba convocada para algo.

Debemos reconocer que aquí aparece un problema vinculado al tipo de respuesta que la ciudadanía dé a la pregunta de ¿qué queremos hacer con la UE? Si la respuesta es “marcharse a toda prisa”, el entramado institucional y sus complejidades serán solo preocupación de académicos y curiosos. Si la respuesta es “apoyamos la perspectiva del proceso de integración, pero esto no nos vale”, entonces tenemos que encontrar respuestas a la cuestión de cómo construir una democracia supranacional. Es decir, el entramado institucional existente hasta ahora reproduce y amplifica el déficit democrático de manera permanente y, por tanto, no nos sirve si nos preocupa hacer de la UE un proyecto democrático. Pero tenemos que construir un diseño democrático supranacional que hasta ahora, carece de modelo. Este diseño debería dar respuestas a las problemáticas de la participación ciudadana en el espacio europeo y la construcción de un espacio público europeo, y a la cuestión de si es necesaria alguna identidad europea para hacer posibles lógicas de participación y empoderamiento; de qué papel deben jugar los parlamentos nacionales en este diseño, y de cuánta transferencia de soberanía es soportable sin que se pierda la condición democrática de las decisiones políticas.

Un aspecto más e igualmente importante tiene que ver con la dimensión exterior de la UE. Hay razones relacionadas con la pérdida de peso y de dinamismo económico de esta región del planeta en relación con otras más pujantes. Pero además de esa dimensión económica, está la proyección exterior de la UE y su presumida condición de defensora de un nuevo paradigma en las relaciones internacionales. Hay que decir que la historia de la UE se compadece mal con esa voluntad de proponerse como una baluarte de los derechos humanos en un mundo hostil y hobbesiano. Lo cierto es que la política exterior de la Unión Europea ha sido un espacio más caracterizado por los discursos que por las prácticas. Éstas han quedado en manos de los estados, que a menudo han buscado complicidades en la UE, no siempre con éxito.. La evidencia del escaso interés que los países de la Unión daban a la política exterior común se sustanció en la elección de una Alta Representante (la señora Alhston), cuyo papel y funciones poca gente conoce y cuyo nivel de competencia técnica es puesto en cuestión regularmente.

En fin, los desafíos y preguntas que a día de hoy son pertinentes en relación con la UE tienen un calado sistémico. No son asuntos de matiz o de detalle, no se trata de mejorar una u otra política. La crisis económica y la gestión de la misma han desnudado el proyecto de sus ropajes tecnocráticos y despolitizados y han mostrado al emperador desnudo. La cuestión ha dejado de ser la de “empujar para hacer posible ‘más Europa’”. En realidad, habría que decir que esa formulación fue, en general, una manera de justificar el proceso de integración realmente existente eludiendo más preguntas sobre el mismo.

Lo pertinente e imprescindible hoy es responder a la siguiente pregunta: ¿necesitamos esta Unión Europea? Ninguna de las dos respuestas posibles nos conduce, necesariamente, a una sola alternativa. Tanto el “sí” como el “no” pueden sugerir propuestas que, en un caso serán pensadas como reformas mayores o menores, y en el otro como la necesidad de pensar en profundidad para refundar el proyecto europeo.