Burgueses y plebeyos en el Madrid isabelino

Antonio Crespo Massieu

La fachada meridional de la puerta del Sol en 1849. A la derecha de la Casa de Correos, las Casas del Maragato.

La ciudad habitada. Tres miniaturas del Madrid isabelino (José Sierra Álvarez)

Estamos ante una rigurosa descripción de Madrid en la que se iluminan fragmentos esenciales de la ciudad en el primer tramo del reinado de Isabel II, un tiempo en el que, nos dice el autor, “para emplear la fórmula gramsciana, algo no termina de morir y otra cosa, lo nuevo, no acaba de nacer, un tiempo de aceleración, un tiempo vivace”. La ciudad que aquí vuelve a vivir es “la ciudad habitada”, el espacio donde se agitan hombres y mujeres concretos, muchos de ellos perdidos para la Historia, pero ganados para esta historia que rescata la verdad, pequeña y esencial, de unas vidas que fueron el latido de una ciudad edificada con sus sueños y esperanzas, tejida con la urdimbre de sus luchas.

Un memorable “Elogio de la miniatura” es prólogo y declaración de intenciones. Una cita de Walter Benjamin abre el libro: “Descubrimos entonces, en el análisis del pequeño momento singular, el cristal del acontecer total”. La miniatura encierra un mundo, imagen frágil que nos proyecta el pasado; es veraz como lo son las vidas pequeñas y nunca narradas que aquí encuentran una voz que, al nombrarlas, convocan algo de su presencia real. José Sierra Álvarez nos dice: “¿no cabe preguntarse si acaso no anidará en ella una posibilidad específica de narración histórica?” Y de esto se trata. El autor, en este libro en el que recurre con profusión a crónicas e imágenes de los periódicos y revistas del Madrid de la época, se nos presenta, además de como coleccionista, como un cronista. Tan cerca del que imaginara Walter Benjamin en sus Tesis de Filosofía de la Historia: “El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los pequeños, da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia”. Coleccionista (juntando fragmentos, teselas, miniaturas, documentos arrancados de manos del azar) cronista (narrador de lo pequeño, lo perdido en los márgenes de la historia): es decir historiador.

Las fuentes, imanes de sociabilidad plebeya (años 40 del siglo XIX).

Tres son las miniaturas que iluminan el Madrid isabelino. En la primera de ellas asistimos a la construcción de las casas del Maragato, junto a la Casa de Correos en la puerta del Sol, número 1 de la calle Mayor. Se nos dice: “quizás la historia de una manzana, de una casa (y tal vez de una escalera) permita iluminar de otro modo una sociedad y sus cambios.” Se dibuja así el ascenso de una clase social y las transformaciones que va imponiendo en el tejido urbano, a través de una de las figuras que más excitaron la imaginación del Madrid isabelino; Santiago Cordero, conocido como el Maragato.

La segunda miniatura se centra en los pasajes comerciales madrileños entre 1839, fecha en la que se construye el primero de ellos a 1848 en que cierra el único que por entonces sobrevivía. La crisis de 1847-48 arrasó con las estrategias especulativas que estaban en su origen y nuevas formas de organización del espacio comercial más próximas al gran bazar dieron al traste con una experiencia que estaba muy lejos de la demanda de productos de lujo que podía permitirse la exigua burguesía madrileña.

La calle plebeya: siete iluminaciones

La tercera y última miniatura es la que ocupa un mayor espacio en el conjunto del libro y, también, la más arriesgada. Se trata de “Siete iluminaciones sobre la calle plebeya de los años 40”. La calle como el espacio por excelencia donde se despliega la vida popular, su importancia estratégica en la formación de la experiencia de las clases trabajadoras, de ahí, señala José Sierra Álvarez, la necesidad de estudiarla, “de arrastrarla hacia el discurso historiográfico”. Hacerla un objeto de estudio específico que estaría, nos dice el autor, a caballo entre la Historia social y la Geografía histórica. Ante nosotros aparece el pueblo bajo de Madrid, “la plebe asquerosa” por utilizar la terminología de un cronista de la época. Lo que José Sierra Álvarez define como “una cultura de la pobreza y la supervivencia, defensiva, apoyada en vínculos de solidaridad, de cooperación e incluso de ayuda mutua” que tiene el barrio, la “aldea imaginaria” tan real como lo eran los barrios populares de Madrid, como el espacio generador de identidad colectiva. Lo que ahora se levanta ante nosotros son estas vidas sepultadas por el progreso, los desparecidos de la historia; apenas mención jocosa o tópicamente costumbrista en los gacetilleros de la época, en la sección de sucesos de los periódicos o en su presencia en las causas judiciales… fuentes que se manejan aquí con toda cautela por sus evidentes prejuicios de clase, pero también con la fina sensibilidad de quien rastrea y descubre las voces y las caras que allí palpitan.

Ganar para la historia estas vidas es el propósito que anima esta sección del libro. Lo que se nos enuncia así: “Estas gentes atropelladas por el incipiente desarrollo capitalista, zarandeadas por el flujo constante de la inmigración, recelosas de la sociedad y de la cultura burguesas en vías de instauración, estas gentes que aspiraban a vivir mientras sobrevivían, estas gentes son ahora nuestra gente.” Surgen así siete iluminaciones, fragmentarias, incompletas, que se nos muestran como una ventana, una visión fugaz de un mundo cuya restitución completa se nos escapa. O, como prefiere el autor, un friso arruinado donde faltan paneles y teselas esenciales, pero que, al menos, son una “quieta y profana iluminación.”

Interior del pasaje de Matheu en 1842-1843.

Las siete iluminaciones que nos propone el autor son las siguientes: algunos elementos de la política callejera del pueblo bajo, el trabajo en la calle, el espesor social y cultural de las fuentes, las músicas y ruidos de la calle, la ciudad nocturna, la experiencia y aprendizaje de los niños plebeyos en la calle: los ragazzi di vita del Madrid isabelino. Y, para terminar, la estratégica pelea cultural y política por la demarcación entre los espacios públicos y privados, por el control de la calle.

Clases sociales y espacio urbano

La última de estas “iluminaciones” viene a ser la formulación de una hipótesis que articula y da sentido al conjunto del libro. Aguadores, ciegos, músicos, prostitutas, niños… son estorbos que impiden la fluidez funcional del tráfico. Estamos, señala el autor, “ante una auténtica obsesión estratégica: la de la fluencia (…) la muy vieja (y siempre renovada) metáfora organicista de la ciudad, según la cual la calle habría de ser (solo) el sistema circulatorio que pusiese en relación funcional los espacios de la producción con los de la reproducción”. La plebe ocupaba la calle y, o por razones de orden público o de la fluidez funcional del tráfico, ha de ser desalojada.

En el Madrid de 1848, en el que circulaban 1.232 carruajes los accidentes son el pan de cada día y la mayoría de las víctimas son, claro está, las clases populares, ciegos, mendigos y los vulnerables reyes de la calle: los niños. Y, como una salmodia, como un necesario rescate, el autor enumera una larga -y, por supuesto, muy incompleta- lista de niños muertos y heridos, atropellados en las calles. El emergente orden burgués en lucha contra el viejo orden urbano, percibido como desorden y caos que se expresaba, sobre todo, en los usos plebeyos de la calle. Y el autor señala, la intuición que articula todo este ensayo: “Se trataba de desplazar la raya de lo público y lo privado (…) de extender al conjunto social la propia espacialidad burguesa”.

Nodrizas norteñas en la plazuela de Santa Cruz en 1846.

Tras estas tres miniaturas que componen el libro, aún se nos ofrece un epílogo en el que encontramos tres “Notas al margen”. “Qué cosa es la plebe asquerosa” sobre el concepto de lumpenproletariado, su formulación en Marx y Engels y su reformulación como categoría social en el siglo XX. “Fisiologías sociales” sobre los estereotipos fisiognómicos y su función de control social. “Niño delincuente, niño proletario” sobre la construcción discursiva de la infancia.

No es posible terminar esta reseña sin señalar dos características esenciales de este trabajo. La presencia constante de ilustraciones que, junto a la amplia documentación de textos, extraídos ambos de publicaciones de la época, son la base documental sobre la que se asienta la reflexión del autor; una documentación gráfica exhaustiva que los textos ilustran o con la que dialogan. Iluminaciones tanto en el sentido de estampas, miniaturas, imágenes, como en el benjaminiano de recuperación de fragmentos de vida, instantes luminosos, aunque efímeros, de toda una época; en ese sentido este ensayo, salvando las distancias, guarda, no sólo una filiación y una declarada deuda teórica con Walter Benjamin sino también una semejanza formal con el Libro de los pasajes.

La otra consideración hace referencia al estilo del autor. Escrito en un admirable castellano, en él encontramos humor, ironía y una extrema sensibilidad hacia el dolor o la injusticia; lo cual no suele ser frecuente en muchos trabajos académicos. En los “Agradecimientos” que se incluyen al final de la obra, José Sierra Álvarez nos dice: “El autor ha tratado de controlar su compasión, su enfado y su, a veces, indignación por la cotidiana y reiterada crueldad de clase que se destila de la documentación que ha manejado. Ha intentado modularla mediante el humor, esa forma de la distancia, pero no ha sabido ni querido eliminarla del todo. ¿Es que la diatriba de parte, se pregunta quien escribe, está reñida con la objetividad?; ¿y la parcialidad con el realismo? Filos de navaja”.

Bandas juveniles; aquí, «los de Maravillas» marcando su territorio en 1858.

En el filo de la navaja se mueve el autor. Fijemos nuestra atención en la descripción de una viñeta, en la que se muestra una reyerta de mujeres, con la que se cierra el ensayo. En esta blow-up, esta ampliación de lo que sin sus palabras sería un borroso negativo, apreciamos una mirada de un exacto realismo, sin duda parcial, y una prosa tan precisa como compasiva. “No hay estatuas que miren al cielo de Madrid; de hecho, en ligerísimo picado, no hay apenas cielo: solo la muestra de un zapatero observa la escena, colgada de un alambre atado a un madero. Pero no: un perro ladra, mira un niño, descalzo y con el pantalón precariamente sostenido por un solo tirante; tiene un pie adelantado y quizá duda si intervenir con sus brazos pequeños: aprende. Nosotros también miramos, mientras la pantalla va lentamente a negro”. Nosotros, como el niño de la viñeta, también aprendemos; miramos para aprender. La pantalla va a negro. Las imágenes, las instantáneas, las iluminaciones, los fogonazos de vida, desaparecen; el zootropo ha dejado de girar o la película, ya terminada, da vueltas en la bobina. Pero estas miniaturas han iluminado el pasado de una ciudad, las huellas de unas vidas que han sido rescatadas para la historia en esta crónica apasionada y lúcida que nos ofrece José Sierra Álvarez. Leemos y miramos. Para aprender.

Notas:

*Este artículo ha sido realizado por Antonio Crespo Massieu para Espacio Público. Una aproximación más amplia se puede consultar en Viento Sur, 7 de junio de 2022.

La ciudad habitada. Tres miniaturas del Madrid isabelino José Sierra Álvarez. 
Fundación Instituto de Historia Social, Valencia 2021.