La educación pública española libra en nuestros días una batalla contra quienes se han propuesto acabar con ella para mayor beneficio del capitalismo. Lo que debería ser un derecho garantizado universalmente, una educación pública de calidad e inclusiva, lo es sólo en el papel, porque el sistema no permite, deliberadamente, que se den las condiciones que lo aseguren.
De una educación reservada a una minoría privilegiada, donde el nivel de estudios completado se relacionaba de forma directa con la cualificación del trabajo que se desempeñaba y con el consiguiente nivel de vida, se ha pasado en varias décadas a una escolarización prácticamente universal donde es la propia escuela la que efectúa el trabajo de cribado y ordenación social en clases, determinando el futuro de los estudiantes desde las edades más tempranas.
Se constata una mercantilización de la enseñanza por dos vías, principalmente, la imitación de las prácticas empresariales en la gestión de los centros y la introducción descarada de las empresas en todos los niveles educativos, abarcando desde los servicios no educativos (comedores, extraescolares, etc.) hasta, en los peores casos, la entrada de empresas en el diseño del currículo, pasando por los exámenes externos y por la golosina que supone para las grandes tecnológicas la introducción masiva de tecnologías digitales, entre otros ejemplos.
Toda esta degradación de la calidad de un servicio público como es la educación no sería posible sin una serie de herramientas facilitadoras, la primera de ellas el mantenimiento en el tiempo de un modelo que nació como solución coyuntural, la doble red de centros financiados con fondos públicos. La creciente creación de centros concertados, la mayoría en manos de la Iglesia católica, a los que se regala suelo público, a los que se permite el cobro de ciertos servicios y la selección encubierta de alumnado contribuye claramente al abandono de los centros públicos y a su creciente degradación.
A la hora de segregar alumnado, no menos importante está siendo en los últimos veinte años la creación de programas mal llamados bilingües, que están potenciando el efecto clasificador de la propia escuela al impedir el progreso de los alumnos con situaciones de vulnerabilidad, ya sea social, económica o de otro tipo.
El aparato de la propaganda, al servicio del capital, contribuye igualmente con su lógica comercial basada en el lucro, vendiendo a las familias, ahora clientes, los beneficios de diferentes programas, tecnologías, “valores y misiones” como imprescindibles para la educación de sus hijos y, lo que es más importante, su progreso en una sociedad profundamente individualista.
Los discursos populistas que repiten el mantra de la libertad de elección de centro calan en la masa social que muchas veces no es consciente de las jugadas, nada inocentes, que los encaminan a pagar por servicios que deberían estar garantizados. A modo de ejemplo, se incumplen las promesas de construcción de centros públicos en barrios y pueblos mientras se multiplican los centros concertados, se reduce la oferta de plazas en las universidades públicas, se disparan los precios de los créditos de máster, un nivel académico ya casi “obligatorio” para la inserción en un puesto laboral no precario, sin ser garantía de ello.
Es imprescindible alzar la voz contra lo que es claramente una mercantilización de la educación, una conversión de un derecho en un objeto de consumo, abogando por una educación pública de calidad, que contribuya a una educación integral y humanista de las personas, otorgándoles los medios para comprender el mundo que les rodea y los valores que les impulsen a mejorarlo.