“Los sueños son buenas historias, pero todo lo importante sucede cuando estamos despiertos.”
Un planeta cubierto de arena, bello pero hostil, no hay agua, la luz ocre lo envuelve todo, un mundo inhóspito donde la humanidad resiste, a duras penas, luchando, en algún lugar del universo, lejos de la Tierra.
Dune parece una profunda ensoñación, es como vivir una fantasía, pero a medida que uno se sumerge en la historia, todo parece familiar, todos sus habitantes son como nosotros, humanos, con sus imperfecciones y soportando el irrefrenable descontrol de sus emociones. La nueva película de Denis Villeneuve, adaptación de la novela homónima de Frank Herbert, te transporta en las entrañas de la compleja mente de nuestra especie.
La trama se desarrolla en un lejanísimo futuro, alrededor del joven Paul Atreides, heredero del ducado de la Casa Atreides. Su padre recibe del Emperador la orden de trasladarse al planeta Arrakis, la única fuente en el universo conocido de la especia “melange”, materia primera esencial para la salud de los humanos y combustible imprescindible para las naves espaciales. Paul, interpretado por Timothée Chalamet, debe enfrentarse a la traición del Emperador, temeroso de la ascendencia del poder de la Casa Atreides y de la Casa Harkonnen, enemigos de los Atreides. El libro de Herbert es considerado una de las obras primordiales de la literatura de ciencia ficción, inspiradora de Star Wars y Juegos de Tronos entre otras. La obra se mueve entre la ficción utópica que proyecta pocas veces un futuro prometedor y la ficción distópica que vislumbra a menudo un porvenir opresivo y violento.
Dune somos nosotros, y resulta desesperante ver lo poco que vamos a evolucionar dentro miles de años. Los mismos errores, los mismos pecados, las debilidades de siempre. No cambiaremos porque siempre nos sentiremos atrapados por el miedo:
“No debo sentir temor. El temor mata la mente. El temor es la pequeña muerte que nos lleva a la extinción total. Haré frente a mi temor. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Cuando el miedo se haya ido, no habrá nada. Solo yo permaneceré”.
Lo dice Paul Atreides, en una letanía recurrente, que pone de relieve la profunda incapacidad para combatir los conflictos más profundos que ponen en jaque nuestra civilización. Él quiere luchar contra el miedo, contra las falsas creencias, los oráculos y las mentiras, creando un nuevo “yo” y una nueva subjetividad. Combate en un mundo del Universo futuro que parece regirse por los mismas estructuras de poder de siempre. El feudalismo, el colonialismo y el capitalismo como motor de progreso. A decir verdad, no parece que hayamos aprendido de la toxicidad de sus consecuencias, de la imposibilidad de combinar la vida, la libertad y la prosperidad para todos. Los pecados se repiten, la codicia, la vanidad, la ira en forma de desconfianza. Los habitantes de Arrakis, los Fremen, son indígenas que han vivido oprimidos desde hace siglos bajo el poder de los colonizadores que explotan sus recursos naturales… Más de lo mismo:
“Los forasteros devastan nuestra tierra frente anuestros ojos. Su crueldad hacia mi gente es todo lo que he conocido. ¿Qué será de nuestro mundo, Paul?
Son escépticos y precavidos, no creen en el otro, luchan por sus tierras y tienen la ayuda de los gusanos de arena gigantes, seres extraordinarios que recuerdan animales mitológicos, guardianes de las esencias y protectores de los justos. Los colonizadores por su parte son implacables, y aunque en algún momento intentaron hacer el planeta habitable para todos, son crueles y avaros. Nada nuevo.
La novela de Herbert ya había sido trasladada al cine. Alejandro Jodorwskylo intentó sin éxito en la década de los 70, con la ayuda de Jean Giraud, más conocido como Moebius, con Orson Welles, MickJaggery Salvador Dalí como actores y la banda sonora que debía componer Pink Floyd. Finalmente fue David Lynch en 1984 quien finalmente rodó “Dune”, un film fallido, incomprendido, que fue un fiasco absoluto en taquilla.
Casi 60 años después de su publicación, Denis Villeneuve se propuso rodar esta obra, de muy difícil adaptación, como también lo ha sido siempre el Quijote. Son obras complejas, repletas de un imaginario intrincado. El espacio de los sueños y la fantasía, pertenecen sobre todo al mundo de lo narrado, luego escrito. Cuesta construir en imágenes este mundo irreal. Pero Villeneuve, que ya había hecho la difícil secuela de Blade Runner, sale airoso del reto. La película es magnífica, bella y profunda, rodada al límite, en el ocaso, como una metáfora de la oscuridad a la que se ve sometida la civilización. El diseño de producción es a menudo majestuoso, el vestuario, las localizaciones en Jordania, Noruega y la Península Arábiga espectaculares.
El rodaje convertido en pinturas crepusculares, el gusano transformado en un dragón omnipresente y poderoso. La arena se transfigura en un elemento acuoso, fluye como un río, crea oleaje, en un océano infinito. El sílice convertido en un mineral protector. La historia es épica, no puede ser de otra manera, la lucha entre el bien y el mal. Paul Atreides es un humanista, no sabe que es el nuevo Mesías, tiene poderes, pero como todos los héroes tiene que luchar contra la violencia y la injusticia. No existen dioses en aquel universo, pero sí superhombres que viven en unos paisajes llenos de símbolos sobrenaturales. Dune contiene toda la historia existencial que hemos construido. Es una epopeya humana, hija de la Odisea odel Mahabharata. En la mayoría de los relatos fundacionales de nuestras civilizaciones, la guerra se erige como eje transmisor del poder, del supremacismo cultural y de la sumisión. Paul es el salvador, como Ulises, un ser sobrehumano, contradictorio también, que deberá salvar unos mundos que sus habitantes, atrapados en sus paradojas, son incapaces de redimir.
Dune nos hace reflexionar sobre la fragilidad de la vida y del entorno natural, sobre un futuro incierto en el que la Tierra ya no existe. El mañana se proyecta inseguro, allá la supervivencia es difícil y nuestra especie vaga por el espacio sin rumbo, esperando un nuevo Prometeo que nos rescate al fin de nuestra inmadurez. ¿Cómo ahora?
“El misterio de la vida no es un problema para resolver, sino una realidad que hay que experimentar”.