El líder

Marià de Delàs

Periodista

Parece una persona convencida de tener la facultad de prescribir el comportamiento y el camino que hemos de seguir el resto de la ciudadanía. Su convicción puede llegar hasta el punto de expresar hostilidad contra cualquier discrepante o persona que no quiera recorrer la senda que él ha trazado.

Se le reconoce con facilidad. Se cita constantemente a sí mismo. Fuera o dentro de la vida política, cuando se planta ante cualquier tribuna, se pone detrás de un atril o tiene un micrófono ante sí, abusa del empleo de verbos en primera persona del singular. «Me gustaría que…», «espero que…», «yo prometo que…», «yo ya dije que…», «yo soy quién…» «votaré en contra de…», «yo no quiero que…», como si su personalidad y voluntad personal estuvieran por encima de la de cualquier «nosotros».

Su egolatría le lleva a no participar casi nunca en coloquios o actos públicos como un oyente más. Si hace acto de presencia ha de ser porque tiene espacio en primera fila. Él va a los lugares donde puede hablar o donde quiere ser visto. Se puede pronunciar a veces en favor de causas justas, pero en raras ocasiones sale a la calle entre gente trabajadora normal, entre pacifistas, feministas, ecologistas, antirracistas o defensores de derechos elementales. Va allá donde piensa que puede impartir doctrina o que puede aparecer junto a otro ‘líder’ más mediático. Lo hace para aplaudirle o para que se note que forma parte de su círculo más próximo. Una vez hecha la foto, se va. Se diría que no siente necesidad alguna de acudir a cualquier acto para prestar atención, observar y aprender.

En algún momento debió perder la capacidad de escuchar y de intercambiar argumentos. No conoce la discreción. Cuando participa en un ‘debate’ pierde los papeles con cierta frecuencia y se embarranca en una discusión incomprensible con otros ‘líderes’, en la cual abundan los insultos, las descalificaciones rotundas y las interrupciones que dificultan cualquier exposición más o menos ordenada de ideas.

Algunos, pocos, suficientemente inteligentes, saben guardar la compostura. Otros han ganado la fama de tener la habilidad de decir y hacer en cada momento aquello que les permite conservar el grado de poder que ya han alcanzado. Pero también abunda la mediocridad, la de los ‘líderes’ que han recibido tal calificación a pesar de su falta de sentido del ridículo y de conciencia de su pobreza intelectual.

El ‘líder’, estúpido o no, es dócil. Sabe seguir la agenda y el guion determinados por quien considera que le puede mandar, a la espera de que le lleguen momentos de más gloria.

En general, quien se considera a sí mismo como ‘líder’ tiene cierta tendencia a confundir desacuerdo con enemistad. Hay que suponer que es por eso que les vemos a menudo como personajes enfadados, con las cejas fruncidas o con sonrisa forzada, dispuestos para el lanzamiento de exabruptos sin ton ni son contra quienes consideran competidores o adversarios. Entonces levantan la voz y no dudan en utilizar alguna palabra altisonante.

El ‘líder’ y sus fans tienen la costumbre de despreciar el contraste entre puntos de vista diferentes. El coloquio que más les gusta es el que han organizado ellos mismos entre personas con las que están de acuerdo, para darse la razón mutuamente.

Hablan con mucha frecuencia del diálogo y de su necesidad.

El diálogo es, efectivamente, una de las herramientas más valiosas que tiene el ser humano para convivir en sociedad, y también para adquirir conocimiento y poder tomar decisiones adecuadas a la realidad, pero se practica mucho menos de lo deseable. Es una palabra desgastada, porque demasiado a menudo se apela a su conveniencia para tener la oportunidad de predicar y de imponer el criterio del jefe o dirigente por encima de cualquier otra persona. El ‘líder’ normalmente no dialoga. En todo caso, negocia.

Es la ausencia de diálogo auténtico entre iguales lo que facilita el avance del autoritarismo, abre el camino para las arbitrariedades, las decisiones interesadas, la restricción de libertades y la represión o marginación del disidente.

El concepto ‘autoridad’, no obstante, conserva bastante prestigio. Es una palabra que se pronuncia con cierto respeto. A menudo se pueden oír referencias al mismo en sentido positivo. «Hay que reservar este lugar para las ‘autoridades'» o «lo que falta en esta casa es alguien que mande» o «esta organización necesita una autoridad» o «nuestra sociedad tiene un problema de liderazgo» o «el país necesita un buen líder»…  ¿Cuántas veces hemos podido escuchar frases como estas? En el mejor de los casos se formulan para destacar la necesidad de contar con personas con cierto grado de genialidad, especialmente eruditas, inteligentes o estudiosas, o quizás con otras con buenas cualidades para la comunicación, pero su actividad no tendría que obstaculizar la reflexión colectiva y las decisiones colegiadas.

Las luchas por el liderazgo y los cultos a la personalidad han tenido y tienen efectos indeseables, y demasiadas veces espantosos. La falta de confianza en el debate, en el intercambio reposado de argumentos entre unos y otros hace dudar sobre las convicciones democráticas de quien pone tanto esfuerzo en dar instrucciones, pero también de quien se humilla, obedece y sistemáticamente se muestra de acuerdo con quien ostenta algún tipo de poder.

Los clásicos griegos tenían claro que «el diálogo es infinitamente más elevado que cualquier otro camino hacia la verdad». Para practicarlo, sin embargo, hace falta que los interlocutores se escuchen, se respeten, busquen acuerdos y renuncien al dogmatismo o a la imposición de un criterio.

Sabemos desde hace tiempo que la mayor parte de las llamadas ‘tertulias’ televisivas y radiofónicas si sirven para algo es para llenar horas de programación barata y para escenificar cotidianamente confrontaciones absurdas entre predicadores. Son conversaciones o discusiones o entre hipotéticos famosos, o ‘expertos’ sobre cualquier tema, en las que abunda la desinformación. Los espacios dedicados a los análisis serios son la excepción.

Pero durante estos días hemos asistido a debates entre candidatos a representarnos en el Parlamento Europeo y el espectáculo que nos han ofrecido en muchos momentos, particularmente los machos, ha sido más bien lamentable. Los participantes de la derecha extrema tienen por costumbre recurrir a la crispación y a la provocación. No fallan. Hacen lo que se espera de ellos. Lo que cuesta entender es la facilidad con la que consiguen distorsionar la deseable interlocución entre personas que, hipotéticamente, tendrían que intentar enriquecer la vida política y explicar la utilidad del voto a sus partidos con propuestas efectivas de mejora real de la vida en común.

Todos ellos, incluso los ultraderechistas, apelan sin rubor en sus panfletos y discursos a conceptos de gran valor, como la libertad, la verdad, la justicia, la igualdad, las soberanías o la seguridad, pero apenas hablan sobre qué condiciones son imprescindibles para que toda la ciudadanía pueda ejercer derechos elementales.

Haría falta, por ejemplo, que en algún momento, más pronto que tarde, aparezcan colectivos políticos o actores sociales con capacidad y voluntad real de poner fin, por ejemplo, a los beneficios crecientes y los privilegios de los que ya son ricos, que pongan en cuestión la benevolencia de la mano invisible del mercado y den mucha más relevancia al sector público de la economía y los servicios, dejen de hacer la vista gorda ante la pobreza y la precariedad laboral,  denuncien la farsa de la «sostenibilidad» del crecimiento económico indefinido, exijan la reducción al mínimo de los gastos en armamento, hagan respetar el derecho a tener derechos de las personas migrantes, pongan fin a las brutalidades policiales, democraticen el poder judicial y detengan su intervención partidaria en la vida política, hagan efectivo su republicanismo y se opongan frontalmente a la permanencia de un monarca al frente de la jefatura del Estado…

El ascenso de la extrema derecha en toda Europa y en buena parte del mundo asusta a todos los demócratas y se hacen llamamientos a la unidad para parar impedir su crecimiento. Parece, sin embargo, que los ‘líderes’ del progresismo no ven necesidad de análisis en torno a las causas del éxito que consiguen los ultras con sus discursos de odio y no se atreven a iniciar otro camino que no sea el de la promesa de administrar por más tiempo y de la misma forma lo que ya administran, para de ese modo «seguir mejorando la vida de la gente».

Qué poca gente formula en nuestro tiempo propuestas que permitan que crezcan las esperanzas en un futuro pacífico y en el cual las personas puedan sentirse efectivamente libres, solidarias, iguales y convencidas de que existe una perspectiva de vida para todo el mundo con razonable dignidad.

El ‘líder’ del cual hablamos tiene una agenda demasiado apretada y no tiene tiempo para pensar en la posibilidad de otro mundo.