“Nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo”. Ludwig van Beethoven
Es difícil de encontrar. Se esconde, escurridizo, tímido. No se manifiesta, parece ausente. Habita en los lugares más insospechados, no se siente a menos que se busque, se oculta no por recelo, sino por descuido. Y aun así, deambula por todas partes, es omnipresente en espacios naturales, pero también en la intimidad, cerca, tan cerca, allá donde tanto cuesta hallarlo.
Lo cierto es que el silencio medra por nuestro mundo, en todas partes, pero parece inasequible, ausente. No existe si no es rastreado, es invisible cuando se ignora, desaparece cuando no es cuidado. Vive oculto, en zonas poco exploradas, en los márgenes de nuestro mundo ensordecedor. Ha sido expulsado como un proscrito, como un ogro irritante e incómodo, desterrado de lo cotidiano. Siempre cede, vencido por el ruido. Una lucha desigual donde la fragilidad del silencio sucumbe al poder omnipresente del bullicio, la victoria del más fuerte, del más estridente.
Existimos rodeados de sonidos, siempre. Donde hay vida hay murmullo constante, el latir del corazón, el crujir de las plantas, el aire que se mueve, el agua que ruge, el cielo que proyecta los ecos del espacio. La vida susurra, grita y silba. La naturaleza lanza truenos y chasquidos, un continuo de sonoridad latente, indispensable y necesaria. Y el silencio, a veces, parece rendirse ante la vida. Finge desaparecer, pero sigue allí, acurrucado, esperando ser capturado de nuevo.
Los humanos tenemos una relación ambivalente con el silencio. Al no ser habitual, lo asociamos a menudo al vacío, a algo incómodo, tedioso. Es el Horror Vacui que emerge en esos momentos tensos de una conversación, donde la ausencia de palabras genera desasosiego. Quedarse sin decir nada produce aversión y vergüenza; una sensación desagradable que se intenta paliar con sonidos y gestos innecesarios.
El silencio también paraliza, infunde pánico, y en algunos casos puede tornarse patológico: la cenofobia, el miedo psicológico al vacío. Pero más allá de este terror tangible, el silencio enfrenta a otro temor más profundo: el miedo a la introspección. Escucharlo es abrirse en canal, mirarse con honestidad, en contacto con nuestra conciencia. Aquí radica el verdadero temor: la confrontación con las heridas, miedos y sombras de nuestro interior que nos perturban, que no sabemos cómo habitar y que suelen transformarse en complejos y fobias. El silencio nos coloca frente al espejo, solos, sin filtros, sin disfraces, expuestos e indefensos. Y es en esta desnudez donde acechan nuestros fantasmas, donde muchos tememos mirar.
Para escapar del silencio, elegimos el ruido intentando huir de los espectros de la memoria, para vencer el vértigo de la nada y el abismo de la muerte. Nos aterra conocernos, tememos enfrentarnos a las preguntas que nos interpelan en lo más profundo. Ruido ensordecedor que nos cierra también las puertas al mundo sensible; al asombro, a lo extraordinario, a lo sublime. Ruido que ahuyenta la belleza, y que se desvanece cuando permanecemos distraídos entre un exceso de palabras.
Lo divino emerge en el silencio, en la reflexión, en la observación, en el recogimiento. Enmudecer para percibir lo que el mundo está dispuesto a decirte. Hablar mientras caminas por las montañas te roba la oportunidad de admirar su majestuosidad, de sentir la eternidad de lo sagrado y lo inexplicable. Es mejor no decir nada, prestar atención y escuchar cómo la naturaleza nos transmite su energía, su equilibrio y su armonía. Ya lo afirmaba Ludwig Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, es mejor callar«. El silencio no es ausencia de comunicación, es la conexión con lo intangible, es el camino para abordar lo inexpresable, aquello que trasciende los límites del lenguaje y del pensamiento conceptual, cruzando los velos que ocultan otras realidades.
O como cantaba Manolo García: “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo vayas a decir”. Las palabras son ruido. Nos distraen, dificultan la capacidad de enfocarnos, de trascender el presente especialmente en aquellos instantes que exigen atención sensorial, explorando el pensamiento profundo.
Hablar durante un concierto de música, además de ser una molestia insoportable para muchos, rompe la conexión con la magia del directo, con las emociones, con el milagro del arte que sublima lo inmaterial. La comunicación verbal está sobrevalorada cuando invade espacios que requieren contemplación, pausa, introspección. Hay experiencias que no pueden ser explicadas; el lenguaje tiene sus límites. Nadie apreciaría un Velázquez hablando, leería un poema o iría al cine conversando.
Del mismo modo, resulta absurdo mirar el cielo y las nubes con música techno atronando, o escuchar el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler dentro de un mercado. Resulta incongruente. El silencio es imprescindible. Es el lienzo sobre el cual se dibuja la música, con sus melodías flotando suspendidas en el vacío. Y en ese espacio liminal ocurre el asombro, el escalofrío de lo inesperado. Ya lo decía Miles Davis: «El silencio es el ruido más fuerte«. Las pausas sin sonido generan tensión, dinamismo, expectativa y profundidad, intensificando el impacto emocional de cada nota. El compositor John Cage llevó el silencio a su expresión más categórica y provocadora en su obra 4’33»: cuatro minutos y 33 segundos en los que los intérpretes no tocan sus instrumentos, y así abandonan al oyente sumido en un espacio deshabitado, abierto a descubrir significados nuevos y transgresores. Toda fascinación requiere quietud, delicadeza, curiosidad y sigilo. Solo desde el silencio es posible captar la verdadera esencia de lo sublime.
Nuestro mundo es estridente, bullicioso, acelerado y hoy sucumbe sin remedio al gran destructor del silencio, la bomba H del ruido: el móvil. Este artefacto omnipresente y alienante nos separa del universo sensible, obligándonos a sumergirnos en un mundo concreto, limitado, colonizado, diseñado para maximizar nuestra dependencia y ansiedad. Ruido y más ruido, estímulos, likes, noticias falsas, mentiras, algoritmos, manipulación: un cosmos predeterminado construido para subyugar la personalidad en un hermanamiento fingido y adulterado. El estruendo digital ahoga la poesía, lo hermoso, la metáfora y nos convierte en seres manipulables cegados por una ficción emocional. No existe el silencio en las redes, Instagram o YouTube son pura algarabía, alboroto constante, distracción, obstáculos que anulan la reflexión, que nos aísla en burbujas autocomplacientes que distorsionan la realidad, lo auténtico. Todo es sobreestimulación. Todo es ruido.
Apaguemos el móvil. Desconexión digital para retomar las riendas de nuestra aventura vital, alejado de las redes. Capturar el silencio que no solo habita en el exterior, sino también en nuestro interior. Disfrutar de ese instante preciado que puede hallarse incluso entre los sonidos, en medio del bullicio de la calle, liberando la mente y disipando esa interminable, superflua y tóxica verborrea que invade nuestros pensamientos. Permitirse el placer de aburrirse, sin hacer nada, escuchar con atención y meditar. Es difícil derrotar el desasosiego de nuestra era envueltos en el caos y el desorden de los contenidos virales. La incertidumbre se vence en la quietud, como se ha ido experimentando desde la noche de los tiempos.
En la tradición filosófica y espiritual, el silencio se considera un estado necesario para la reflexión y la conexión con el todo. En la teoría socrática, «conócete a ti mismo», el silencio es el terreno donde se cultiva la auto-indagación (lo que andas buscando está dentro de ti), es una pausa del ruido externo y mental, un espacio para contemplar la verdad y la esencia del ser. En los escritos místicos de San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Ávila, el silencio es una forma de abrirse a la experiencia de Dios más allá del lenguaje. Entre el sueño y la vigilia. En las filosofías orientales como el budismo y el taoísmo, el silencio es una expresión de armonía con la naturaleza y el cosmos. Es un estado en el que se trascienden las dualidades del lenguaje y se accede a una experiencia directa de la realidad.
Vivir en silencio es una práctica sensorial y performativa asequible, subversiva y transformadora, que se encuentra al margen, lejos del ruido y de las pantallas. Aquí es donde el cambio germina y se nos permite soñar de nuevo. El silencio es tránsito, flujo, libertad, belleza y contemplación. Un espacio alternativo de escucha y emoción, donde las preguntas son aceptadas, un refugio para el conocimiento, la introspección y la expresión de lo inefable. El silencio invita a valorar lo que no se dice, a cultivar espacios de quietud para descubrir lo esencial y reconocer la riqueza que reside en las pausas, los intervalos y los vacíos.
“Ahora me quedaré callado, y dejaré que el silencio distinga lo que es verdad de lo que es mentira”. Yalāl ad-Dīn Muhammad Rumi (místico sufí).