El próximo 30 de abril la ciudadanía paraguaya está llamada a las urnas para elegir presidente y vicepresidente/a (que ejercen el poder ejecutivo del Estado), los 45 senadores/as y 80 diputados/as que conforman el Congreso Nacional de la República del Paraguay (una asamblea bicameral —Senado y Diputados— que desempeña el poder legislativo), además de los cargos y juntas departamentales (algo parecido a las provincias en España).
Ese domingo 30 de abril las urnas distribuirán en Paraguay el poder institucional tanto central como regional de este país latinoamericano de régimen político presidencialista y unitario, fuertemente centralizado, que cuenta con alrededor de siete millones de personas y que tiene una superficie algo mayor que la de Alemania y menor que la de España. Entre las candidaturas presentadas solo una “chapa electoral” —término con el que se conoce a la dupla conformada por los aspirantes a presidente y vicepresidente— lleva a una mujer como candidata a presidenta (aunque sin ninguna opción real de ser elegida); de las dos candidaturas con posibilidades de lograr atraer el voto popular mayoritario —el conservador Partido Colorado (actualmente en el gobierno) y la Concertación Nacional (progresista y aspirante a gobernar)— solo la segunda lleva a una mujer en la chapa: la candidatura opositora conformada por Efraín Alegre y Soledad Núñez (con posibilidades reales de conseguir la victoria).
No hay lugar aquí para explicar toda la historia política del Paraguay, ni siquiera la reciente, pero sí podemos indicar ciertos aspectos históricos que resultaron clave para configurar su régimen político y su sistema electoral actual: Paraguay es un país con una escasa —siendo incluso generosos— experiencia democrática a lo largo de su historia y, como también sucedió en España, padeció durante la Guerra Fría un gobierno dictatorial militar fuertemente autoritario y personalista: el régimen del general Alfredo Stroessner, que inició en 1954 y finalizó en 1989 con un golpe de Estado interno, producido desde las entrañas del propio régimen.
Durante todo ese periodo, el dictador se apoyó en un partido político para sustentar lo que se denominó la “unidad granítica” que controló el país, conformada por el propio presidente Stroessner al frente del poder ejecutivo, las Fuerzas Armadas para mantener el orden manu militari, y la Asociación Nacional Republicana (ANR), popularmente conocida como “Partido Colorado”, para controlar el ámbito legislativo. Este el mismo partido que hoy, en 2023, sigue gobernando el país. Por entonces, en dictadura, había en Paraguay una “democracia de fachada” que permitía al régimen mantener hacia el exterior la ilusión óptica de tener una institucionalidad democrática (algo que los datos y las fuentes históricas no permiten corroborar).
No obstante, el poder de este partido y su fuerte implantación social no nace con la dictadura, sino antes: desde hace 75 años el país es dirigido por la misma organización política, la ANR o Partido Colorado, una institución corporativa con una férrea implantación en las instituciones estatales que con la dictadura se acrecentó y se consolidó, perfeccionando el modelo político de dominación y cooptación —cuando no parasitación— de las instituciones públicas. La ANR solo fue desalojada del poder ejecutivo en una ocasión durante los últimos 75 años: fue en 2008, cuando Fernando Lugo Méndez alcanzó la presidencia del país encumbrado por una concertación de partidos y movimientos de oposición que se denominó Alianza Patriótica para el Cambio; aquella coalición política de partidos de izquierda (sobre todo de partidos socialistas y socialdemócratas), incluía también al otro gran partido histórico del país, el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA), que alberga en su interior varias almas políticas (entre otras, la socialdemócrata, la socioliberal, y también la neoliberal). En este 2023, la oposición ha reeditado el modelo de candidatura de concertación de aquella Alianza Patriótica para el Cambio, victoriosa en 2008.
Sin embargo, aquella interrupción de la hegemonía colorada lograda por la coalición progresista en 2008 terminó de forma abrupta en 2012, cuando todavía no había finalizado el periodo de gobierno de Fernando Lugo (los mandatos presidenciales en Paraguay duran 5 años). Menos de cuatro años después de ser elegido por el voto popular, Lugo fue destituido mediante un golpe parlamentario (pueden llamarlo también juicio político, golpe blando, impeachment… les dejo que elijan el término que más les guste), golpe que fue orquestado por la ANR —entonces en la oposición— y también por un sector del propio PLRA.
Así, en la única ocasión en que el sistema político paraguayo tuvo la oportunidad de cambiar la organización política que venía gobernando desde décadas atrás —incluyendo todo el periodo dictatorial— y de alternar con ello el signo ideológico en el gobierno del Estado, la experiencia acabó en trauma: el presidente fue destituido en apenas 48 horas sin mayor motivo que un nuevo cálculo político de las élites, la coalición de gobierno quedó deshecha, y todo el campo de la oposición histórica paraguaya estalló por los aires, con reproches más que justificados de traición política y con una izquierda ideológica, en consecuencia, empujada de nuevo hacia la atomización y la marginalidad electoral, en una sociedad en la que no se habla de ideología ni de proyectos de país, y donde los dos partidos tradicionales copan prácticamente entre el 60% y el 90% del padrón electoral.
Pero hoy, a diez años vista, aquella ruptura parece olvidada entre la oposición, sabedora de la necesidad de concentrar el voto en una “chapa” con posibilidades de victoria, bien conocedora también del resultado invariable de una concurrencia dividida a los comicios. La oposición asumió en 2022 que si quieren tener una oportunidad de ganar deben acudir detrás de un proyecto común que combine tres elementos: un programa económico riguroso y coherente, para captar el voto la clase media paraguaya y de una juventud mucho mejor formada e informada que antes; un programa social ambicioso, para convencer a las clases populares de que asumirán el reto de alterar su durísima e incomprensible situación; y finalmente un proyecto político que respete, incorpore y ofrezca espacio de participación a todos los actores, sectores partidarios y colectivos sociales que se han implicado en ese proyecto —para no romper la unidad de la Concertación—, y quizá también algunos independientes externos para ampliar el apoyo en el último tramo de la campaña o incluso después —si ganaran— para gobernar.
Sin esos tres elementos no existe oportunidad, porque enfrente se encuentra un partido-Estado (la ANR) que aunque dé muestras de desgaste interno y a pesar de todos los desastres de su gestión, rehúsa perder el poder, sencillamente porque perder el poder es perder su casi único canal de financiación. La ANR es una organización muy antigua (fue fundada en 1887), tiene mucho arraigo social, con cerca de dos millones de afiliados de los siete millones de personas del país (lo que representa el 40% de la población y el 60% del padrón electoral). Sí, han leído bien: alrededor del 60% de los electores en Paraguay están afiliados al mismo partido que gobierna desde hace 75 años (lo que no significa que invariablemente todos ellos voten por “su” partido).
¿Por qué ocurre esto? El crecimiento o mantenimiento de la masa afiliada a la ANR se produce principalmente por vía de la adscripción comunitaria o identitaria de la militancia, una incorporación que las más de las veces es familiar: “soy colorado porque mi familia es colorada”, así se afilian muchos jóvenes en Paraguay. Por fortuna, otras y otros paraguayos ya no lo hacen, lo que permite atisbar luz en el horizonte. Pero esta afiliación identitaria no valdría por si sola para mantener la lealtad del militante y del votante: “para todo lo demás, Mastercard” (como decía el anuncio), o sea, billetera. Y es que el Partido Colorado es la organización que mejor maneja los mecanismos propios del funcionamiento clientelar y prebendario en las instituciones públicas; además, el control de las mismas durante tanto tiempo, así como el modelo de manejo e incorporación de funcionarios, asesores, contratos de servicios públicos, etc., han dotado al partido de un aparato y un músculo económico y social descomunal.
Básicamente, y mirado con cierta perspectiva histórica, desde que comenzó el proceso de democratización en Paraguay —y ya hace más de tres décadas de aquello— en la ANR jamás dejaron de participar “dopados” en las elecciones (y no estoy hablando de droga, al menos no todavía). Si quieren conocer más y mejor sobre cómo funcionan los partidos políticos paraguayos recomiendo a las lectoras y lectores acudir a los investigadores que más y mejor están abordando el asunto: Lorena Soler, Marcello Lachi, Raquel Rojas Scheffer, Marcos Pérez Talia, Fernando Martínez Escobar, Magdalena López, Félix Pablo Friggeri o Benjamín Arditi, entre otros y otras especialistas.
Pero el dopaje electoral crea adicción, y parece que en la ANR ya no supieran escapar de la trampa en la que se metieron; no es raro, en consecuencia, que cuando en 2008 perdieron el poder perdieran también una buena parte de ese músculo económico, lo que explica que el partido terminara cayendo en el encantamiento del dinero, derretido en los brazos del empresario Horacio Cartes Jara, en un gran “abrazo colorado” que puso también colorada a la propia democracia paraguaya (pero en otro sentido). El poder económico de Cartes y algunos otros socios permitió al partido sobrevivir tras los años de sequía del torrente de billetes que otrora fluían desde las arcas públicas merced a la presencia de la ANR en las principales instituciones del Estado. Basta con googlear las palabras clave “Horacio-Cartes-negocios-droga-corrupción” para hacerse una idea de la dimensión de la situación, porque Cartes no solo logró entrar y presidir el Partido Colorado (del que no era militante) sino que además fue presidente del país desde 2013 hasta 2018. Presidente del país, que no es cualquier cosa…
El partido todavía hoy vive y necesita de su liquidez, pero la soga empezó a estrecharse cuando, a comienzos de este año, la Oficina de Control de Activos Extranjeros del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos sancionó al expresidente Horacio Cartes y al actual vicepresidente del país, Hugo Velázquez Moreno (también de la ANR) por “participación en corrupción desmedida que socava las instituciones democráticas en Paraguay” (según rezaba el comunicado de prensa del 26 de enero de 2023 de la Embajada norteamericana en Asunción). Para empezar a entrar en esa materia les recomiendo este trabajo del portal digital independiente paraguayo El Surti.
Como afirmaba recientemente la periodista paraguaya Estela Ruiz Diaz, la decisión estadounidense de señalar a Cartes es una medida que “pone en jaque todos sus proyectos porque el pedido de extradición pende como espada de Damocles”, y continuaba señalando que la grave acusación internacional de corrupción genera “una interrogante que lacera las carpas coloradas, ya que tanto la presencia como la ausencia de Cartes tendrá fuerte impacto». Estela Ruiz se mostró muy tajante a este respecto: “Horacio Cartes, el salvador de la ANR en el 2013, el poderoso empresario que puso bajo sus pies a medio Estado, a empresarios y a políticos a base de dinero, se está convirtiendo en un peso muerto para la ANR, mientras Santiago Peña busca desacoplarse de su controvertida figura”.
Santiago Peña es el actual candidato de la ANR para la presidencia (comparte chapa con el también colorado Pedro Alliana), y a día de hoy compite casi en pie de igualdad de oportunidades de victoria con la chapa conformada por Efraín Alegre (PLRA) y Soledad Núñez (independiente, aunque afiliada desde mayo de 2022 a la Concertación Nacional, la fórmula electoral que reúne a más de una decena de partidos de oposición para estas elecciones). No obstante, a diferencia de la chapa opositora (con mucha mejor imagen política y social), el candidato de la ANR carga a sus espaldas varios hándicaps nada desdeñables.
En primer lugar, Santiago Peña no es colorado de cuna —pertenecía antes al Partido Liberal—, pues se afilió a la ANR para ser el delfín de Cartes (toda vez que éste no podía ser reelegido porque en Paraguay está constitucionalmente prohibida la reelección presidencial), algo que le resta abolengo colorado (y ser colorado añeteté —en lengua guaraní, “colorado verdadero”— es una baza con la que no cuenta Peña para convencer a una parte de la militancia de la ANR); en segundo lugar, que precisamente ser el delfín de Cartes en estos momentos es un gran problema político por la imagen de corrupción ya difícilmente disimulable; en tercer lugar, que una chapa electoral conformada solo por hombres puede tener un cierto coste político a pesar del conservadurismo de la sociedad paraguaya; y en cuarto lugar, porque flaco favor se hace el candidato veleta cuando, como hizo en unas recientes declaraciones de finales de febrero, elogia la dictadura de Stroessner —aunque fuera con matices— ante los medios de comunicación.
Es difícil destruir más la imagen de un candidato que pretende ganar unas elecciones democráticas que cambiando de partido como de chaqueta, asociándose con la corrupción, abanderando el machismo institucional y blanqueando la dictadura; demasiado peso para tan poco carro. Sobre todo si, como parece que va a ocurrir, esta vez tanto la Unión Europea como la Organización de Estados Americanos van a tomarse en serio su Misión de Observación Electoral en Paraguay, que puede impedir las tradicionales artimañas electorales antidemocráticas —algunas de carácter expresamente fraudulento— a las que tanto se ha recurrido desde los partidos en el gobierno.
¿Pero cuál es la alternativa a la ANR? Todos los especialistas consultados apuntan a una única opción real: la chapa conformada por Efraín Alegre y Soledad Núñez, o sea, la Concertación Nacional, coalición progresista de centro izquierda con la incorporación de algunos grupos de derecha moderada cansados de la corrupción y la mala gestión del coloradismo. Si la ANR es la “espada”, ellos son la “pared”, literalmente un lienzo en blanco. ¿Qué podrían hacer? Esa es una buena pregunta. Por lo pronto, renovar el espíritu democrático, abrir las ventanas, y airear; lo que no es poca cosa en la situación actual. El país necesita un cambio: en algunos indicadores internacionales Paraguay aguanta el tirón general de América Latina —sin poder alardear, pero aguanta—, mientras que en otros va mal, o de mal en peor, y entre estos figuran la educación, la sanidad y la confianza en la democracia; nada más, y nada menos. En esta coyuntura cualquier cambio parece que tiene que ser, por fuerza, a mejor.
En las elecciones de 2013 la diferencia entre la ANR y la candidatura opositora de coalición (que también encabezó el propio Efraín Alegre) fue muy reducida, de apenas 75.000 votos (una diferencia inferior al 4%). Hoy, a la luz de los pocos datos y encuestas fiables de los que se puede disponer en Paraguay, esa diferencia se ha reducido, e incluso puede haberse revertido ya en intención de voto. Por su parte, en lo tocante al exterior, el voto paraguayo desde el extranjero a las candidaturas de oposición fue de hecho superior en 2013 al resultado obtenido por la ANR, y en 2018 la diferencia aumentó, cuando la alianza opositora recibió 4.444 votos frente a los 2.849 obtenidos por los colorados; una superioridad manifiesta que muy probablemente se repetirá o se ampliará el mes que viene en las mesas electorales habilitadas en Argentina, España, Brasil y Estados Unidos.
Conviene tener en cuenta que en España están radicados decenas de miles de paraguayos y paraguayas, quienes tienen el derecho constitucional al voto desde el exterior. En las elecciones paraguayas de 2013 había en España unos 4.000 electores inscritos en el Registro Cívico Permanente (RCP) —y que en consecuencia podían participar en aquéllas— de los que votaron algo más de 1.600; cinco años después, en 2018, el número de electores paraguayos en España se había incrementado hasta los 6.500 inscritos, votando unos 2.100. Para las elecciones paraguayas del 30 de abril de 2023 hay 7.248 personas registradas en el RCP que son residentes en España; esas 7.000 personas constituyen el 10% de los votos que hubo de diferencia en 2018 entre la ANR y el cambio político.
Para las elecciones paraguayas del próximo 30 de abril, las encuestas revisadas y los especialistas consultados hasta la fecha vaticinan un resultado que puede oscilar entre un empate técnico entre las dos candidaturas principales y una victoria ajustada de la Concertación Nacional (la chapa progresista de Efraín Alegre y Soledad Núñez), que ganaría por un reducido margen de votos (entre un 1% y un 3% superior al resultado de la ANR). El ciclo progresista en América Latina puede tener la guinda con un cambio histórico y muy necesario en Paraguay. Como en los mejores partidos de fútbol habrá emoción hasta el último minuto, y contará cada voto.