Entusiasmo

Leo Moscoso

Lo sospechábamos. Al menos desde la época aquella de tanto ex abrupto, codo con codo con lo más granado del entonces existente Partido Popular del País Vasco, en contra del Lehendakari Ibarretxe y de su malograda propuesta soberanista. Éramos muchos los que sospechábamos desde hacía tiempo que el filósofo vasco era, en realidad, de derechas. Muy de derechas. Aunque le está pasando al profesor un poco como al cómico ese que cambia de partido con más frecuencia de lo que exigirían la coherencia y el recato. Cada día era más difícil saber dónde estaba Savater, pero ahora ya lo sabemos: está en el PP. Él mismo lo dice con inusitado entusiasmo.

No es que tenga nada de malo estar con el PP, aunque en España, la verdad, un poco de malo sí tiene alinearse con una derecha como la española que no ha sido capaz de condenar con firmeza los crímenes del franquismo o de rendir el debido tributo a sus centenares de miles de víctimas y a sus deudos. Nuestra todavía mediocre democracia les debe mucho a todos aquellos luchadores antifascistas de las más diversas persuasiones ideológicas. Está un poco feo y no es, que se diga, muy patriota no reconocerlo.

Es cierto que si miramos en la otra dirección, hacia el “centro izquierda”, tampoco lo que asoma por el horizonte tiene mejor pinta. Tiene gracia escuchar a los de la generación que ha monopolizado el poder político y la influencia durante los últimos cuarenta años: ahora quieren pagarles el primer mes de alquiler a los menores de treinta. Aunque es posible que en este momento estén pensando en sus propios hijitos, la verdad es que hace más de cuarenta años que conocían los problemas de la juventud para acceder a la vivienda, y nunca se les había ocurrido mover un dedo y hacer algo para remediarlos. Al contrario, en su partido las hubo incluso partidarias de “agilizar los desahucios”.

Unos y otros tienen mucho en común. En seguida han adoptado ese gesto tan característico de una oligarquía que lleva decenios creyendo que el país es suyo y que quienes no comulgamos con sus planteamientos no tenemos derecho a existir o se nos puede insultar impunemente. Los del “centro izquierda” nos llaman cabezones; los del  “centro-derecha” nos dicen cosas mucho peores. Y ahora el filósofo vasco de derechas llama “cráneos privilegiados” a los que hemos firmado un manifiesto que, entre otras cosas, dice que el último cuarto de siglo de hegemonía electoral del Partido Popular en Madrid ha sido una “época infernal”.

Pero fue, en efecto, una época infernal: regalos fiscales a los ricos, dumping fiscal frente a otros territorios, privatizaciones fraudulentas, recortes y corrupción. Y cuando han llegado los que no se llevaban su quiñón del botín de los fondos públicos en forma de propiedades inmobiliarias, o los que no dejan que las tramas universitarias corruptas les expidan títulos académicos sin haber estudiado, o simplemente cuando han llegado los que no roban en los supermercados, entonces ha llegado Ayuso. Es la expresión perfecta de esa especie de ley de hierro de la sociología de la corrupción: como los negocios exigen cierto pragmatismo y no principios, los corruptos no suelen ser muy fanáticos; de manera recíproca, los muy fanáticos tampoco suelen dejarse corromper. Es lo que tienen las convicciones.

Ayuso marca un cambio de época. Es verdad que presenta un fuerte parecido de familia con el resto de los liberales españoles: les parecen mal las subvenciones y el crédito público barato excepto si son para las personas y empresas de su entorno. Pero al menos está claro que esta luminaria del liberalismo español no trafica con apartamentos en la costa del sol, ni guarda un millón de euros en el altillo de la casa de sus suegros, ni obtiene títulos universitarios por la cara. Tampoco, por lo que parece, roba en los supermercados. Ha traído aviones con material sanitario, y está apoyando a los hosteleros de Madrid, o eso dicen ellos.

Convendrá no olvidar que Ayuso también ha dejado extraviar remesas de material sanitario, o fondos públicos contra la pandemia que no se sabe bien dónde han ido a parar, ha sobre-financiado la construcción de un centro de reclusión de infectados que parece una granja de pollos, y que no habría hecho falta hacer funcionar si se hubieran dotado las plantas vacías, las camas sin ocupar y los contratos del personal sanitario necesario dentro de la red asistencial ya existente. Ha abandonado a su suerte a los mayores que no disponían de un seguro médico privado, y los ha dejado morir sin cuidados dignos en residencias no medicalizadas convertidas en auténticos morideros. Ha dejado marchar a sus consejeros de salud más coherentes y ha nombrado en su lugar a consejeros y vice-consejeros de salud tan necios que ni siquiera han entendido que no son las relaciones sociales voluntarias (familiares) sino las forzosas (transporte hacinado, prestaciones laborales presenciales, etc.) las responsables de los contagios.  Esos políticos mediocres y técnicos ineptos han tenido la desfachatez de contar al pueblo de Madrid la fábula idiota de que el virus se origina espontáneamente en nuestros cuartitos de estar, y que por eso es mucho mejor —¡dónde va a parar!— ir a ver a la abuela en una cafetería. Y lo peor: se ha servido de la tragedia sanitaria que vivimos para enfrentar a los ciudadanos de Madrid con el gobierno de la nación y está dispuesta a gobernar con esa escisión del Partido Popular que es actualmente el mejor remedo del viejo fascismo made in Spain.

Por todas estas cosas, francamente —y de cráneo a cráneo— querría volver a decirle al profesor vasco —no a Gabilondo, sino al otro— que el dilema no es comunismo o libertad, sino democracia o fascismo. Eso es justo lo que hay que recordar, porque algunos estamos hartos de tanta brocha gorda: ni a todos los comunistas les falta compromiso con la democracia, ni todos los campeones de las libertades privadas están libres de connivencia con el fascismo. Lo que socava la fuerza de nuestras democracias son los discursos de odio contra las mujeres, contra el colectivo LGTBI, contra las minorías racializadas o contra los pobres. Si eso no es el fascismo, la verdad es que se le parece mucho. Y esa, la del fascismo, sí que era una mala idea.

Llegados a este punto cabría preguntarnos qué podemos hacer con las convicciones. Si no las tenemos, podemos sentirnos huérfanos de principios y buscarlas. Es posible que algunos (generalmente los que menos presumen de ello) incluso las tengan, pero lo que no podemos hacer con ellas es emplearlas para arrojárselas a nadie a la cara. Si principio es lo que va primero, nuestros principios han de ser la premisa de la acción. De ningún modo pueden ser su objetivo. Estaríamos frente a una cruzada moral y las cruzadas morales sólo conducen hacia esas sociedades fanáticas y rotas en las que todos acaban haciendo lo contrario de lo que dicen y diciendo lo contrario de lo que piensan. Si queremos vivir con principios necesitamos lazos de solidaridad. Es difícil imaginar el entusiasmo sin la fraternidad. Por eso es poco creíble el entusiasmo de un liberalismo que en lugar de la solidaridad prescribe la competencia a degüello entre los seres humanos.

Me parece que fue el poeta William Butler Yeats quien escribió aquello de que mientras los mejores pierden toda convicción, los peores se hinchan de ardor apasionado. Nada más peligroso que un cretino convencido de tener razón. Por ello deberíamos andar con cuidado de tanto lobo solitario del entusiasmo: el método del entusiasmo, que es la esperanza, no puede estar suspendido de la nada, sino que ha de encontrarse radicado en una acción mancomunada. De lo contrario, lo más probable es que lo que tenemos enfrente seguramente no sea un entusiasta sino un exaltado idiota.