Hay que detener el progreso hacia la distopía

Marià de Delàs

Vista de diversos edificios destruidos en el barrio de Shujayya, en la Franja de Gaza, vista desde el sur de Israel. - Albir Sultan / EFE

¿Llegará un momento en el cual lo que tenga peso en la vida política y ocupe el primer plano de los debates sean propuestas de cambio económicas, sociales y culturales para hacer frente a los descomunales problemas que padece la humanidad?

Esperemos que sí, porque resultan decepcionantes y frustrantes las batallas vacías de contenido entre personas y grupos sin otro objeto que no sea el de dañar al competidor, con la única ambición de disputarle espacio dentro de las instituciones. Son rifirrafes particularmente lamentables cuando se producen entre representantes de formaciones hipotéticamente comprometidas en la defensa de los Derechos Humanos y de la igualdad. Parecen incapacitadas para generar esperanzas en un futuro de buena vida y de apoyo mutuo entre personas.

Las lideran individuos a menudo autoritarios, acompañados por grupos que buscan la hegemonía, pero que no contraponen ideas sino agravios, descalificaciones, reproches, acusaciones de deslealtad, desacuerdos puntuales sobre tal o cual cargo o lugar en una lista y, en el mejor de los casos, discusiones sobre la oportunidad de cualquier gesto o decisión burocrática, a menudo acompañadas de insultos. En este contexto los protagonistas se sienten autorizados para intercambiar favores con adversarios o para llevar a cabo cualquier tipo de maniobra por sorpresa en contra de anteriores aliados. Y actúan de esa manera como si fuera lo más natural del mundo. Actos que consideran consustanciales con la vida política y que a menudo justifican en base a no se sabe qué supuestas «discrepancias estratégicas».

¿Estrategias?

¿A qué líneas estratégicas se refieren? ¿Estrategias para llegar a qué estado de cosas?

Los diferentes bandos de la izquierda que se reivindica «transformadora» repiten desde hace tiempo que lo que pretenden es «mejorar la vida de la gente». No se puede restar importancia a la subida del salario mínimo, ni a la nueva promesa de mejora de estos sueldos, ni al incremento temporal del subsidio por desocupación, ni la anunciada reducción de la semana laboral a 37’5 horas, que habrá que considerar como una conquista histórica cuando se apruebe.

Y hay que reivindicar como victoria indiscutible la ley del «solo sí es sí», a pesar de que partidos diferentes han hecho todo lo posible para desacreditar a las autoras de la iniciativa, a propósito de algunos detalles sobre la aplicación de la norma, y han dejado en segundo término el comportamiento que exige la misma.

Hay que celebrar también y sin dudar la toma en consideración de la anunciada ley de Amnistía por parte de la mayoría en el Congreso de los Diputados. Ahora hemos de esperar a que se apruebe y se aplique, y entonces se podrá medir hasta qué punto se avanza en el respeto de libertades y derechos elementales, entre ellos el de expresión, el de manifestación y el de autodeterminación de los pueblos.

La vida de la gente también mejorará si los permisos de paternidad y maternidad tienen más duración. ¿Qué duda cabe?

No entraremos en este artículo en temas tales como la eficacia de la reforma de la reforma laboral, que los ‘progresistas’ habían asegurado que derogarían, ni en lo que supone la sustitución de contratos temporales por fijos discontinuos. No insistiremos tampoco en otras promesas olvidadas como la eliminación de la ley mordaza, que para vergüenza de cualquier demócrata bautizaron como ‘Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana’.

Convendría reflexionar a fondo sobre el poder de seducción de las instituciones, que empuja a “defensores de valores republicanos” a acoger con aplausos a la familia real, a la vez que ningunean o criminalizan a quienes se pronunciaron o pronuncian en favor del fin de la monarquía y de la proclamación de una República.

Instituciones que obligan a mirar hacia otro lado cuando se produce una matanza como la de Melilla, o a votar a favor del incremento de los presupuestos de Defensa, o a hacerse corresponsables de un Gobierno que mantiene relaciones diplomáticas con un Estado genocida como el israelí.

Brutalidad sin límites

Cualquier formación política o gobierno que se diga de izquierdas, o progresista, o como le quieran llamar, en el ámbito internacional, tiene que romper relaciones con el Estado sionista, responsable del asesinato masivo de palestinos, de la destrucción de sus poblaciones y de la expulsión de su tierra.

Seguro que habrá que esforzarse en levantar el nivel de conciencia sobre estas y otras muchas expresiones de brutalidad, pero en estas notas intentaremos escribir en positivo, con todo el respeto hacia los ‘progresistas’ defensores de las reformas del régimen actual y que prometen más del mismo. No podemos dejar de recordar las multitudes que en la década pasada y en otras más lejanas vivieron animadas con la posibilidad de conseguir un cambio social, para hacer realidad la democracia, económica y política. No nos conformábamos con las migas. Queríamos el pan entero, decíamos.

Ahora se ha extendido una nueva ola de escepticismo y desafección en relación a la vida política, pero aun así podemos atrevernos a recordar, en negro sobre blanco, una sintética lista de posibles ámbitos de actuación en las raíces del sistema, porque sobran los motivos para pensar en una manera alternativa de vivir y convivir.

Conviene que se explique la nueva legislación y la acción del Ejecutivo pero quien aprueba y aplica la normativa tiene que evitar la autocomplacencia, porque resulta insultante para todo aquel que padece el castigo ‘de la mano invisible del mercado’ en cualquier ámbito de la vida propia y ajena.

Tendría que parecer necesaria, conveniente, sensata y realista, por ejemplo, la renuncia al comercio de material bélico y la sustitución de las fábricas de armamento por centros civiles de investigación, ¿verdad?

Resulta perfectamente imaginable también que los estados del norte global garantizaran el derecho de cualquier persona de cualquier país a migrar sin tener que arriesgar la vida, y el derecho a tener derechos en el lugar donde quiera residir. Los gobernantes europeos celebran ahora, mira por dónde, la firma de un nuevo acuerdo en sentido contrario. La historia de la humanidad está repleta de movimientos migratorios. En el siglo XXI no podemos mantener por más tiempo la negación del derecho a tener derechos a personas migrantes, particularmente mujeres, que desde las sociedades del norte se les reclama para ofrecerles trabajos en precario en domicilios, en empresas de servicios y en explotaciones agrarias.

El trabajo no remunerado de las mujeres, además, ha sido y sigue siendo fundamental por el funcionamiento de la sociedad. Las feministas evidencian la necesidad urgente de poner punto final a este sistema extremo de explotación. Más allá de la exigencia, sin embargo, hace falta que nos arremanguemos para concretar formas efectivas de hacerlo, ¿no?

Nuestra salud tendría que dejar de representar una oportunidad de negocio para los inversores. Solo de este modo se puede garantizar que toda la ciudadanía pueda recibir asistencia sanitaria de calidad en igualdad de condiciones. Es perfectamente posible y tendría que formar parte del programa político de cualquier fuerza que se reivindique transformadora. ¿No es evidente?

La seguridad social está inventada desde hace mucho tiempo, sin embargo, muchas personas reciben una atención y una protección del todo insuficientes, y otros, si pueden, pagan cuotas a compañías privadas para sentirse “seguras” ante necesidades de atención sanitaria, accidentes, problemas en la vivienda u otras eventualidades adversas en la vida cotidiana. Este sistema de previsión, en manos del sector público, sin excepciones, tendría que garantizar igualdad de derechos y muchísima más tranquilidad al conjunto de la ciudadanía. ¿Qué tiene que pasar para que la “izquierda transformadora” reclame en algún momento la asunción por parte del Estado de todo el sistema de seguros?

¿Qué sentido tiene el mantenimiento de intereses privados en una parte más que significativa de las escuelas y universidades? La educación, en todos sus ciclos, tiene que ser considerada como un servicio público y laico, libre de la influencia de intereses económicos o religiosos.

Y en relación a las entidades de crédito, está más que dicho y repetido que lo que interesa a los banqueros no se corresponde en forma alguna con lo que necesitan las personas que viven de su trabajo o de su pensión. Hay que democratizar el sistema financiero y hacerlo significa desprivatizar la actividad bancaria.

Miles de personas se encuentran sin hogar. El mercado inmobiliario convierte en papel mojado la legislación que reconoce el derecho a la vivienda digna y adecuada. La construcción de vivienda social y las normas que ponen límites al alquiler son positivas. ¿Qué duda cabe? Resultan, no obstante, medidas del todo insuficientes ante la voracidad de las inmobiliarias. La necesidad de atacar el problema desde la raíz es una asignatura pendiente para todas las entidades sociales y políticas.

El calentamiento global, el agotamiento de los recursos, la pérdida acelerada de diversidad biológica, las sequías, la contaminación, los fenómenos meteorológicos extremos… comprometen el futuro de la vida sobre nuestro planeta. La responsabilidad de las empresas del oligopolio energético en la degradación del medio ambiente ya es más que evidente, pero los responsables políticos de los países más industrializados confían en qué quién evitará el colapso ecológico serán las mismas compañías que nos conducen hacia la catástrofe, ahora interesadas en el negocio que pueden encontrar en la explotación de fuentes de energía renovable. Ya han dejado claro que no abandonarán los combustibles fósiles y que explotarán a su manera las reservas minerales necesarias para las nuevas tecnologías.

Sería deseable que las administraciones, en vez de favorecer la actividad de estos consorcios, tomaran en sus manos el control de las principales empresas del sector, facilitaran y promovieran la creación de comunidades energéticas, hicieran posible la existencia de redes descentralizadas de generadores de energía limpia y racionalizaran el consumo.

Y así podríamos seguir y seguir… sobre la democratización necesaria de tantos y tantos otros ámbitos de la producción, de los servicios, de la vida cultural, de la seguridad ciudadana… Y de la Justicia. El cambio en la estructura y comportamiento de un poder judicial como el español, ideológicamente sesgado hacia la derecha extrema y decidido a intervenir en la vida política, representa en la actualidad una de las tareas más complicadas en la agenda de cualquier mayoría democrática.

Hay que pensar en una fiscalidad que deje de favorecer a quién más tiene, en potenciar decididamente la economía social y solidaria y el comercio de proximidad, en unos transportes públicos libres de intromisiones del capital privado, en un sistema de telecomunicaciones totalmente público, en propiciar la creación de redes sociales de comunicación cooperativas, que marquen caminos para quitarnos de encima lo más pronto posible la dictadura de Google, Amazon y otros gigantes de la industria digital.

Se trata de poner la actividad económica e institucional al servicio de las personas y no a la inversa. Se trata, obviamente, de ideas revolucionarias y ambiciosas, que nadie puede presentar como algo fácil, pero si no se formulan propuestas concretas en este sentido, si no empezamos a dibujar de nuevo un orden de cosas justo, democrático y racional, gobernado por leyes alternativas a las del mercado, será imposible detener el avance hacia la distopía.

Hay entidades, como las que se encuentran asociadas a ECAS, o Òmnium Cultural, o Coop57, que impulsan el Projecte Lliures, o tantas otras que trabajan “por un futuro libre de desigualdades”, día a día, sobre realidades sociales y personales concretas, que no pueden dejar de señalar que la pobreza se cronifica. La precariedad laboral persiste.

Cómo salir de la pobreza

Los datos asustan. Los informes y estudios que difunden las mencionadas entidades constatan que, en Catalunya, una de cada tres personas se encuentra en riesgo de exclusión social y la mitad de la población tiene dificultades para llegar a final de mes. El sesenta por ciento de los hogares en situación de pobreza severa no reciben ningún tipo de prestación social. En la ciudad de Barcelona, 4.800 personas se encuentran sin hogar y 1.384 duermen en la calle, según los datos recogidos por la Fundació Arrels.

En el Estado español, 12,3 millones de personas viven en situación de riesgo de exclusión social, y entre ellas 1,4 millones cuentan con educación superior.

Las medidas aplicadas y anunciadas por el “progresismo” para “mejorar la vida de la gente” no se pueden menospreciar en modo alguno, pero llegan donde llegan, que es muy poco en relación a la magnitud de la fractura social existente.

La realidad, ciertamente, es la que es. El triunfalismo que caracteriza el discurso de gobernantes «progresistas» no ayuda a cambiarla. Tal como señala el informe FOESSA, «vivimos en una sociedad en la cual la integración se asienta sobre bases más débiles y la exclusión se enquista en la estructura social».

Las interpretaciones según las cuales las posibilidades de reducción de la pobreza se encuentran directamente vinculadas al crecimiento de la actividad económica y a los niveles de ocupación son excesivamente simplistas. Las recetas de la izquierda que gobierna no consiguen ni pueden conseguir cambiar la percepción que tiene una parte más que importando de la población. Un sector enorme de nuestra sociedad no ve posibilidades de salir de la pobreza, ve el riesgo de caer en ella y sufre el deterioro constante de los sistemas de educación pública, de salud, de acceso a la vivienda, del transporte, del medio ambiente…

Una parte de la izquierda consiguió suficiente apoyo para parar a la derecha extremadamente neoliberal en su pretensión de hacerse de nuevo con el aparato del gobierno central, y esto es importante, pero del todo insuficiente.

Tal como dijo el ex-diputado del la CUP David Fernàndez en un entrevista concedida a este diario, «si el programa político para que no gobierne la extrema derecha se reduce simplemente a que no gobierne la extrema derecha, únicamente como proclama, esta es la vía más corta para que gane».
Los que en otro tiempo habían escrito y hablado sobre vías de transición hacia el socialismo hace muchos años que renunciaron a las ideas de democracia económica, Dimitieron de su compromiso más o menos radical con proyectos de cambio de las estructuras sociales.

Y la mayor parte de lo que hoy se considera izquierda de la izquierda parece más interesada en ganar batallas administrativas que en la formulación y explicación de propuestas que permitan imaginar un futuro de igualdad, solidaridad y vida armónica con la naturaleza.

«Sé que las películas y series distópicas se han puesto de moda. Habrá que decir a los guionistas que no elucubren tanto, que la mayor fantasía se encuentra en el capitalismo», escribe Gustavo Duch en sus Cuentos del progreso (1). Se diría que cada vez hay más gente que entiende que la mayor parte de los problemas que sufrimos son consecuencia del capitalismo. El que falta es demasiada crítica para trabajar en favor de un cambio de sistema. Nos encontramos en un buen momento para pensar en ello, pero hay que hacerlo con urgencia.

Notas:

Gustavo Duch. Cuentos del progreso. Pol·len edicions, 2021.