Inventariar el crimen

Laura Gómez Hernández

Politóloga, sus trabajos de investigación giran en torno a la democratización institucional, el feminismo y la literatura contemporánea. Actualmente es técnica superior de igualdad en la Diputación Foral de Gipuzkoa.

En Visceral el último libro de María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) publicado por Páginas de Espuma en 2024, hay muchos muertos. Y ella está muy sola. Todo lo sola que puede estar quien vive entre fantasmas.

La escritora se fuga del relato ficcional y se estrena con el género autobiográfico en una obra formada por veintiún relatos, que suman apenas 170 páginas, y en los que navega ignorando cualquier frontera formal entre la ficción y la no ficción. Ampuero dinamita las convenciones, que es como decir que niega cualquier autoridad para reconstruir una verdad que no pase por su cuerpo representado por el uso del pronombre “yo”. 

El resultado es un ensayo que toma la forma de un atroz trabajo de duelo. Porque lo ha escrito cargando con el peso de los muertos. De los suyos y de los nuestros. Muy cerca del dolor de la ausencia de los cuerpos que ha amado: el de su padre, el de su amante y el del hijo que no gestó. Muy cerca de los muertos de la pandemia de la Covid; de las muertas por feminicidio, de las muertas por abandono, hambre, sed y enfermedad; y de las que casi están muertas pero que, como ella, siguen aquí pariendo monstruos: depresión, culpa, dismorfia, desamor. 

María Fernanda se asfixia y escribe. Y porque escribe, no se asfixia.

No es un libro que oculte el drama. No trata de exorcizar el vacío que deja el reguero de muertos, sino “el trauma sin cuerpos”. El trauma individual y colectivo de los muertos sin testigos. De las muertas sin nombre. De todos los muertos sin sepultura. Sin embargo, el duelo es, como diría Vivian Gornick, la situación, las circunstancias que organizan una trama dramática y se ponen al servicio de la historia que la escritora quiere contar. 

Porque María Fernanda Ampuero ha venido a hacer inventario del crimen: “todas las veces que me han arruinado la autoestima, la seguridad en mí misma y me han convertido en la persona que soy”. Ha venido a registrar todos los paisajes de la crueldad por los que caminan las mujeres y las hacen vivir cerca del infierno sin que se den cuenta. 

Y, sin embargo, el catálogo de hechos que reconstruyen las múltiples escenas del crimen no acaba de captar la verdad de su impulso. En Visceral hay un darse permiso para poner palabras a lo innombrable. Un confiar en la furia como fuente vital. Un liberarse del silencio que, como ella misma señala, hace crecer la rabia como el moho crece en los lugares oscuros para gritar: “les he sobrevivido a todos, hijueputas”. En Visceral hay un pedido de explicación de todas las puñaladas recibidas. Un deseo de indagar, de entender, de discernir quién o quiénes son los verdugos. Una pulsión que demanda vengar el crimen. Un refugiarse en la literatura como arma, cuando se es pacifista en un mundo aterrorizado que, sin embargo, se está rearmando. Porque María Fernanda Ampuero se quiere viva y le importa el mundo.

Probablemente por eso ni cae en el pozo del confesionalismo ni en el ombliguismo descarnado, ni cree en el mágico poder terapéutico de la palabra. Contempla sus pasiones furiosas con un desprecio visceral pero reflexivo, contenido, teñido de la ternura de quien se mueve entre el fango de sus experiencias más horrendas para mantener viva la promesa del descubrimiento de otro deseo, de otro yo, de otros mundos. 

Ampuero pica piedra como lo haría una arqueóloga para desenterrar los huesos de los muertos. Y mientras lo hace tritura los espejos que asesinan la imaginación de las mujeres y las convierte en una proyección de los terrores y los deseos de otros. Esos que hacen que no haya ni un cumpleaños en la vida de la niña María Fernanda en el que no pida adelgazar mientras sopla una vela. Esos que la hacen caminar encorvada, mientras reza para hacerse transparente. O esos que le roban la voz, la hacen aguantar aterrorizada, hacerse la dócil y esperar a que un arquitecto “que parece inteligente, parece gracioso, parece normal” sólo la viole. 

El ensayo de María Fernanda Ampuero es un atroz trabajo de duelo que se realiza reconstruyendo las escenas del crimen. Ya lo hemos dicho. La atrocidad consiste en volver a mirar lo que el instinto de supervivencia pide dejar atrás por insoportable. La escritora ecuatoriana mira la herida y la organiza. Mirar en Ampuero es descender a los orígenes y al corazón del daño, y forzar a que el ojo lector retenga el parpadeo frente al dolor corporal y psíquico que provoca la crueldad de los otros.

La escritora ecuatoriana mira y soporta que la herida sangre. Deja que la memoria espectral, el trauma del pasado que la asedia, se asome en el presente. Y se sienta a hablar con los fantasmas. Con esas presencias que están muertas, pero que se le aparecen, mutilan su cuerpo en las fotos, la ceban con tortas de chocolate y gallinas criollas, se le meten en la cama, y caen como gusanos blancos con cabecita negra en la mesa de la cocina. Por eso su narración visceral discurre saltarina entre tiempos. 

En un paisaje narrativo sin tiempo histórico preciso, solamente la voz de la escritora nos orienta entre los fragmentos dispersos de su memoria. Pero no es una sola voz, es una polifonía de voces la que cose para dar un sentido a las ruinas de ese pasado que modela el presente. Ampuero le da voz a todos los yoes que tiene a su disposición. A veces es la escritora de cuentos o de ensayos la que habla. Otras veces es la extranjera que vive en el “imperio” español o la ecuatoriana que huye de su Guayaquil natal; o la adulta gorda que se dirige a la niña gorda que fue y le dice cosas como eso de “Qué bonitas éramos, carajo. No lo sabíamos” o “A nuestro cuerpo no le pasaba nada […] Con nuestro cuerpo le pasaban cosas a otros”; o la de aquella adolescente inocente vampirizada por su profesor de literatura, aspirante eterno a poeta, mientras nadie decía nada; o la de la hija que recibe la angustia sin consuelo como herencia paternal y la morbilidad como legado maternal; o la de la mujer yerma que pide a gritos un semen que no llega a destino; o la de la mujer que añora el cuerpo de quien le decía bienvenida a mi día y que, sin embargo, ahora sabe que el vínculo entre dos cuerpos alimentados por vacíos nace moribundo; o la voz de esa “otra” María Fernanda que se ha ido de todos los lugares habitados hasta entonces y que ha perdido la cabeza.

En diálogo con todos esos personajes narradores, con todos los yoes que ha sido la escritora, otro yo renace autorizado, deseante, desafiante. Uno que se quita de encima kilos de autodesprecio y culpa, asume lo siniestro que le acompaña, y rescata del vertedero de su vida aquello que, nos dice, “es mío porque me lo gané con ingenio y ternura y tiempo y lágrimas y valentía”. 

La María Fernanda que irradia una fuerza nueva es esa que reescribe el pasado y, que, con ese gesto convaleciente, permite que el futuro pueda regresar del tiempo en el que quedó bloqueado.

Visceral no es un simple cementerio de recuerdos personales plagados de hostilidad y violencia. No es sólo un testimonio valiente en el que la escritora se deja ver con una vulnerabilidad extrema. En Visceral María Fernanda Ampuero despierta a los muertos porque aspira a recomponer el destrozo en el que ha convertido su vida la cultura patriarcal. No sólo para redimir un destino profundamente infeliz, sino para rescatar a todas sus innumerables víctimas. Desde esta perspectiva, su ensayo es un artefacto literario que aspira a hacer de la narrativa personal una cuestión política. 

Ampuero escribe para las mujeres porque sabe que la escuchamos. Hay algo de todas nosotras en ella. Pero también algo de todos los hombres en los hombres que se pasean por los relatos.

En cualquier caso, no hay forma de que nadie salga de su lectura sin que su experiencia personal le interpele éticamente. Y en ese efecto catártico, además, nos enseña a lidiar con los muertos que son un poco de todas. Con el horror que nos rodea. Y con una memoria que, negada, solo anuncia un fin individual y colectivo autodestructivo. En Visceral, María Fernanda Ampuero vuelve la mirada atrás, hace inventario del crimen y de la mano de las furias romanas lo reconstruye y lo reescribe. Su venganza no castiga a nadie, pero hace daño. Su venganza es elevar el crimen a la dignidad de la poesía y, claro, seguir aquí.

Bibliografía: 

Ampuero, María Fernanda. Visceral. Ed. Páginas de Espuma, Madrid, 2024.

Navarro, Isabel. “Cuando somos niñas nos quitan los superpoderes con espejos”. El Diario.es, 29 de abril de 2024. 

Lacasa, Blanca. “La gorda ha de ser divertida. La delgada puede permitirse ser borde, su belleza lo compensa”. El País, 30 de junio de 2024. 

Entrevista a María Fernanda Ampuero en El Ojo Crítico, 15 de marzo de 2024.