La cuestión de si, para combatir la corrupción, necesitamos mejores hombres y mujeres o mejores leyes es tan antigua como Platón, Aristóteles o Marco Tulio Cicerón. La pleonexía que mueve a los corruptos —ese insaciable apetito de poder o de dinero— no sólo era vista, como escribió Giacomo Leopardi, como una muestra de dudoso gusto sino que denotaba un muy escaso amor por la patria y por el bien común. Y lo que es aún peor: un pueblo corrompido no puede vivir en libertad. Cuando no hay ni leyes ni estamentos que puedan poner freno a la corrupción, las mordidas y sobrecostes acabarán parasitando los precios de todo, los mejores para cada tarea nunca serán promovidos, y las ambiciones privadas terminarán poniendo límites al derecho de los pueblos a decidir cómo darse una vida mejor en el futuro. Se trata de unos lodos muy difíciles de limpiar.
Cierto filósofo florentino sabía que el dilema de los antiguos no tenía fácil solución: para mantenerse —escribió Maquiavelo— las buenas costumbres necesitan de buenas leyes; y para que sean observadas, las buenas leyes necesitan de buenas costumbres (Discorsi I: 18). De modo que sin buenas leyes no tendremos mejores ciudadanos, pero sin buenos ciudadanos nunca podremos tener buenas leyes.
Muchos podrían querer inferir de este dilema irresoluble el patente desprestigio de la política que ha ido dado lugar en nuestros tiempos a tanta y tan peligrosa demagogia impolítica debajo de la cual se encuentra siempre celado el odio más primario a la democracia. Estamos hartos de oírlo: “todos los políticos son iguales”, y claro, ello implica que la actividad política pierde la legitimidad que le quedaba. ¿Culpa de la corrupción? No está tan claro. La relación entre la corrupción y la deslegitimación de la política no siempre tiene el sentido que solemos creer que tiene. En la antigüedad, la política era la reina de los saberes prácticos. A día de hoy, ¿está la política desprestigiada porque hay corrupción o hay corrupción porque la política está desprestigiada?
Pensemos por un momento en los corruptos. Puede que, además de yonquis del dinero —como dijo hace unos años aquel político del País Valencià refiriéndose a sí mismo— los corruptos sean también gentes amables, campechanas y con un fuerte y saludable sentido práctico. Para ser un corruptor hace falta tener pocos escrúpulos, y para ser un corrompido hace falta tener pocos principios. O viceversa. Los fanáticos y los exaltados pueden ser muy incómodos pero apenas se corrompen. Parece entonces que la corrupción es un asunto de empresarios campechanos o de políticos mediocres y con pocos principios. ¿Cómo hacer negocios si no?
Es muy probable que quienes prefieren políticos mediocres y sin principios sean los mismos que no soportan que los pueblos vivan en libertad. Es mucho más difícil hacer buenos negocios con un pueblo libre que sabe hacer frente a los abusos y defender sus derechos. De modo que habrá que preguntarse, una vez más: cui prodest?
Les interesa que la política esté desprestigiada a aquellos que querrían ver las instituciones llenas de hombrecillos de negocios, de esos que gustan llevar los puños de sus camisas cogidos con gemelos de plata, presentarse con un apellido compuesto y luego ser —eso sí— muy campechanos. Con esos —muy señoros y muy machirulos por lo general, y al abrigo de un buen brandy y buen un cigarro habano — sí se pueden hacer negocios. De modo que no es que la política esté desprestigiada porque hay corrupción, sino que la corrupción avanza porque el desprestigio de la política ha hecho posible que ésta sea colonizada por nuestros peores personajes, por la hez de la sociedad. Para desprestigiar la política sólo hacía falta el odio a la democracia y la peligrosa demagogia de la que ya hemos hablado. Los hombres de negocios, “libres de prejuicios ideológicos” y con fuerte sentido práctico para los negocios, vienen justo a continuación a llenar el vacío que dejaron las personas con principios, la mayoría de las cuales fueron expulsadas de la vida pública.
Si queremos tener, de una vez, una visión de estos asuntos desde una perspectiva de izquierda, nos convendrá observar más de cerca el modus operandi de los negocios. A saber: puede que la guerra no sea —como en cambio sí creyó aquel militar prusiano— la continuación de la política por otros medios. Mucho más probablemente, la política es la continuación de la guerra por otros medios; por medios ciertamente igual de violentos pero tal vez algo menos brutales. E igual que la política puede desarrollarse por medio de la guerra, incluyendo la guerra judicial (un fenómeno complejo de judicialización de la política y de politización de la justicia, que los de la brocha gorda quieren ahora llamar lawfare), también el mundo de los negocios puede moverse por medio de dispositivos extraeconómicos como la extorsión a los consumidores, el soborno a los legisladores o a los administradores y, en general, por medio de cualquier otra forma de manipulación de las voluntades que haga posible transformar el poder político en poder económico o el poder económico en poder político. A ese sistema, basado unas veces en la colusión silenciosa, otras en la extorsión menos amable, lo llamamos sistema de la corrupción.
Así que, igual que es posible hacer política por otros medios, también es posible hacer negocios por otros medios. A la política por otros medios que hacen políticos, jueces y medios de comunicación le corresponden, casi especularmente, los negocios por otros medios que hacen ciertos empresarios. Al lawfare de la política judicializada responde siempre —que William Shakespeare nos perdone— el unlawfare (el law breaking, quiero decir) de los negocios. En España, desde la última restauración borbónica de 1975, el sistema de colusión oligopolista entre los constructores de viviendas o de obra civil y los partidos del turno, ha alcanzado cotas estratosféricas que han dejado tras de sí, como es notorio, un rastro hediondo. ¿Cómo va a legislar el parlamento contra la especulación inmobiliaria si el veinte por ciento de los diputados son rentistas? ¿Cómo va el gobierno a defender los derechos de los inquilinos si hasta la ministra de vivienda es multi-propietaria? ¿Cómo van a ponerse los diputados y los ministros del lado de los derechos de los consumidores en medio de un sistema de puertas giratorias? Aunque el jefe de los empresarios españoles, Antonio Garamendi, dice ahora (lo dice después de una sentencia de prisión que pesa sobre otro jefe de la patronal, Gerardo Díaz Ferrán, por quiebra fraudulenta y apropiación indebida) que el sistema empresarial español es limpio, está claro que el viejo Maquiavelo tenía razón cuando afirmaba que la corrupción se origina invariablemente en las ambiciones privadas (Istorie Fiorentine, VII: 1).
Puede que se trate de una forma de gobierno, como alguno repite incansablemente cada vez que le ponen un micrófono delante. Pero la corrupción es mucho más que una forma de gobierno o incluso una forma de funcionamiento del estado. ¿Sólo del estado o también del tejido empresarial en la sociedad civil? Igual que algunos políticos buscan en la política por otros medios, es decir, en la instrucción de un procedimiento, en los autos, providencias y sentencias judiciales, lo que no pudieron conseguir en las urnas o en el parlamento, algunos hombrecillos de negocios también buscan en la competencia por otros medios, es decir, en la judicialización, en el soborno/cohecho, en la extorsión, en el manejo de información privilegiada, en el tráfico de influencias o en cualquier otra variedad de colusión o componenda, lo que no pudieron conseguir en los mercados. La corrupción tiene indudablemente una función de oferta, pero no debemos olvidar que tiene también su función de demanda. Por ello, además de una forma de gobierno, la corrupción es una forma de organización de la sociedad. Es una forma de hacer negocios de la que los emprendedores españoles parecen entender mucho más que sus homólogos en otras latitudes. Se trata de una forma de sociación, por usar la célebre fórmula de aquel sociólogo berlinés de hace un siglo: por eso es tan difícil de erradicar. Comienza siempre por las elites, es verdad: a fin de cuentas, para iniciar el ciclo de la corrupción es preciso o bien tener dinero o bien tener poder. Pero una vez podrida la cabeza, se termina pudriendo todo el cuerpo social. Por eso es de una ingenuidad asombrosa creer que se puede acabar con ella suprimiendo los aforamientos de los cargos electos o montando una de esas ridículas “comisiones de investigación” en el Congreso de los Diputados.
Después está el asunto de la ejemplaridad. Todos los corruptos son poco ejemplares, pero no todos los que son poco ejemplares son corruptos. Debido a sus infracciones fiscales en el pasado, hubo un ministro del primer ejecutivo de Pedro Sánchez que tuvo que salir del gobierno apenas unos días después de haber entrado en él. ¿Lo recuerdan? Poco ejemplar, sin duda. Pero no es lo mismo ser un evasor fiscal que un comisionista que vive de inflar contratos que van a ser pagados con dinero público español… o de cualquier otro país. El evasor fiscal no es ejemplar igual que no lo es el que abandona sus obligaciones para, digamos, cazar elefantes. El comisionista que se forra vendiendo mascarillas de mala calidad con sobreprecio mientras sus compatriotas se asfixian en los hospitales —o fuera de ellos— con neumonías bilaterales de etiología vírica, ese es, en cambio, un sinvergüenza y un corrupto. Y, por supuesto, se puede ser a la vez poco ejemplar y sinvergüenza. ¿Necesito mencionar algún ejemplo?
Hay quien cree que la regeneración democrática vendrá con el reforzamiento de la llamada agenda social. Algunos parecen incluso creer que ambas cosas son equivalentes. Pero no es así. Los derechos sociales son ciertamente deseables pero no garantizan la calidad de la democracia. La calidad de la democracia se cuida cuando se mantienen razonablemente separados los circuitos del dinero y los circuitos del poder. Usar la corrupción como una palanca para torcer el brazo del gobierno y obligarlo a “relanzar” la agenda social es igual de necio que querer avanzar la agenda independentista aprovechando la debilidad del ejecutivo. En cuanto se verifique la vuelta a la normalidad y demos la espalda al gobierno al que queremos chantajear, el gobierno hará lo que le parezca. El chantaje no es una forma de hacer avanzar causa alguna, social, independentista o la que sea. Puede que se trate de una manera de negociar intereses inmediatos, pero los intereses no son un buen material con el que construir el futuro, que es de lo que trata la política. Los intereses de hoy podrían no ser los intereses de mañana y ya se sabe lo difícil que es la comparación inter-temporal de utilidades. Ninguna agenda social, feminista, ecologista —o lo que sea— puede estar en función de que hayamos pillado al partido mayoritario de la coalición de gobierno con las manos manchadas en el fango de la corrupción. Las causas justas han de hacerse avanzar porque son justas, no porque uno de los partidos del gobierno esté contaminado por la corrupción y, en consecuencia, debilitado. De lo contrario, ¿qué haremos cuando un gobierno limpio de corrupción venga a desmantelar lo que queda de nuestros derechos sociales? Ni tampoco puede el chantaje ser una forma de hacer frente a la propia corrupción. La vicepresidenta del Gobierno y Ministra de Trabajo se equivoca si cree que una agenda de reformas laboristas podrá por sí sola regenerar la vida pública. Hará falta algo más.
Los ciclos de corrupción suelen suceder a los ciclos de indignación popular. Y viceversa. Cuando cesa la polarización y se extingue el conflicto viene la paz social. La paz social tiene ciertamente efectos saludables, como, entre otros, el florecimiento del dulce comercio, o así decían algunos liberales decimonónicos como Benjamin Constant. Ahora bien, nada hay más favorable a la colusión y a la componenda que el buen rollo de la paz social. Por eso tal vez necesitemos volver a las calles a llamar ladrones a los ladrones y sinvergüenzas a los sinvergüenzas. Sólo la reapertura de un nuevo ciclo de indignación popular —y no una estúpida comisión de investigación parlamentaria— podrá barrer a los corruptos del sistema. El viejo sabio florentino lo tenía claro cuando escribió (Discorsi, I: 4) que se equivocaban quienes, en nombre de la tranquilidad, condenaban los tumultos y altercados entre los nobles y la plebe, pues el ruido y el griterío que alumbraban esos altercados tenían muy buenos efectos en favor de la libertad de todos. Las leyes que se promulgan a favor de la libertad —creía el florentino— nacen de la desunión entre los poderosos y los desvalidos, especialmente cuando estos últimos ven con claridad que la corrupción no es solamente una forma de explotación económica de los más pobres sino también una forma de opresión política que —para facilitar los negocios privados— busca siempre para el pueblo el peor gobierno posible.


