La democracia liberal, en peligro de extinción

Joaquín Rábago

Soldados sostienen la bandera de la Unión Europea. Parlamento Europeo

¿Se acuerda el lector de aquel politólogo tan ensalzado en su día en todo Occidente por su ensayo titulado “El fin de la historia y el último hombre”?

El estadounidense Francis Fukuyama sostenía en él que la democracia liberal acabaría extendiéndose por el planeta: todos los países acabarían rendidos a ella, convencidos de su superioridad sobre cualquier sistema de gobierno del pasado.

Contagiado de ese mismo optimismo, el periodista del diario The New York Times Thomas L. Friedman publicaría  algunos años después su libro “La tierra es plana”, donde describía cómo las innovaciones tecnológicas, adoptadas por todos los países gracias a la globalización, terminaría nivelándolos también a todos.

Y está asimismo el llamado “índice Big Mac”, ideado por el semanario británico The Economist, que permitía comparar el poder adquisitivo de distintos países por el precio de las hamburguesas de McDonald`s; signo por excelencia, al igual que la Coca Cola, de la entrada en ellos del capitalismo norteamericano.

La edición original del libro de Fukuyama es de 1992 y, sin embargo, con la aceleración de la historia y los cambios ocurridos desde entonces en todo el planeta, sobre todo en los países del que ahora llaman Sur Global, parece pertenecer casi a la prehistoria.

¿Quién iba a imaginarse entonces el surgimiento con fuerza de ese grupo de países llamado BRICS –por las iniciales de sus fundadores: Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica-, cuyo poder económico supera ya, con tendencia creciente, al de los miembros del G7?

Se trata en casi todos  los casos de países que celebran, eso sí, elecciones pero con gobiernos en su mayoría autoritarios como los del chino Xi Jinping, el ruso Vladimir Putin o el indio Narendra Modi, por citar sólo a algunos.

Gobiernos decididos a seguir cada uno su propio camino y que no se dejan imponer las recetas del llamado “Occidente colectivo” y rechazan su “orden basado en reglas”, que no son otras que las del sistema diseñado por Washington en defensa de sus intereses.

Y que permite a la superpotencia castigar a los países díscolos no ya con intervenciones militares, que también, como ocurrió en Irak, Libia o Afganistán, sino cada vez más con el arma económica: drásticas sanciones que Washington además obliga a cumplir a sus aliados e incluso a quienes tratan de mantenerse neutrales.

Vemos últimamente cómo países de nuestra órbita más cercana como Hungría o Eslovaquia o Turquía, miembro de la OTAN aunque no de la UE, se han consolidado gobiernos ultranacionalistas que se niegan obstinadamente a aceptar la disciplina de Bruselas en materia de refugiados o en relación con Rusia y su invasión de Ucrania. Gobiernos a los que llamamos “iliberales”.

Pero vemos al mismo tiempo cómo en países que presumen de plenamente democráticos se sostienen a duras penas gobiernos que, una vez instalados en el poder, optan por apenas escuchar a sus ciudadanos en la persecución de políticas impuestas desde otros centros de poder como son Washington o Bruselas.

Me refiero concretamente a lo que sucede en países como Alemania, el Reino Unido o Francia, con gobiernos cada vez más débiles por culpa de políticas que prefieren olvidarse de las necesidades de sus ciudadanos en aras de consideraciones geoestratégicas ajenas.

Todo lo cual resulta en lo que el politólogo y demógrafo francés Emmanuel Todd ha calificado de “suicidio” de Europa y que propicia de modo natural como reacción el auge de movimientos y partidos populistas de extrema derecha, expertos en pescar en río revuelto.

Algo contra lo que los partidos tradicionales no parecen encontrar otras armas que la de atribuir todo lo que sucede a la injerencia de potencias exteriores como la Rusia de Putin, a la que ya se culpó en su día de la primera llegada de Donald Trump a la Casa blanca.

La prensa alemana, por ejemplo, tradicionalmente atlantista y rusófoba acusan estos días también a la Rusia de Putin de infundir miedo al electorado para debilitar la democracia e influir en las próximas elecciones a favor de partidos como Alternativa para Alemania.

Cuanto no se ajusta allí a la versión que interesa al Gobierno, a Washington o a Bruselas, ya se trate de la guerra de Ucrania o del conflicto israelí-palestino, se descalifica como simple “desinformación”, y a quienes lo propagan, de “putinistas” o “antisemitas”, respectivamente.

Los gobiernos y no sólo el alemán, sino el de muchos países de Occidente, han establecido oficinas para detectar las que llaman “mentiras” en las redes, a las que culpan del auge de los partidos de extrema derecha, como si ellos mismos no tuviesen nada que ver, por su propia inacción, con ese fenómeno.

Crece al mismo tiempo en todas partes y de modo preocupante el control de los ciudadanos, con lo que cada vez más nuestras democracias parecen aproximarse en la práctica diaria a esos sistemas que al mismo tiempo atacamos como “antidemocráticos” o “iliberales”.

¿Puede alguien explicarnos por qué, por ejemplo, desde que empezó la guerra de Ucrania, Bruselas decidió que los ciudadanos europeos no tuvieran acceso a ningún medio ruso y hayan de creer a pie juntillas sólo la versión que dan Kiev o la propia OTAN de ese conflicto?

Un país, Rusia, con el que supuestamente no estábamos directamente en guerra, y a cuyo “régimen autocrático” sólo tratábamos de debilitar utilizando para ello nuestras armas y la carne de cañón de varias generaciones de ucranianos.

¿Cómo es posible que el simple hecho de que un gobernante europeo como el húngaro Viktor Orbán fuese a Moscú a entrevistarse con el presidente Putin para hablar de paz fuese considerado por el resto de los países como una doble traición a Bruselas y a Ucrania?

¿No son las libertades de opinión y expresión pilares básicos de esa democracia que decimos defender? ¿Y qué se ha hecho por otro lado de “nuestros valores europeos” cuando al mismo tiempo asistimos sin mover un dedo al genocidio de Gaza?

Y si nos fijamos en EEUU, lo sucedido con el regreso triunfal del megalómano y chantajista Donald Trump a la Casa Blanca es tan sólo el resultado de las equivocadas políticas de esa pseudo izquierda que ha devenido el Partido Demócrata de los Clinton, Obama y Biden.

¿Puede seguir calificándose de “plenamente democrático” un sistema de gobierno que genera cada vez más desigualdad y en el que un Estado fuerte se dedica a la defensa de los intereses de las grandes empresas y de los inversores?

El de EEUU es ciertamente un sistema liberal en el sentido clásico de la palabra, pero con unos grandes señores tecnofeudales y paleolibertarios como Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg o Peter Thiel que influyen abiertamente en política y que parecen sólo preocupados de eliminar la competencia a sus empresas.