La paz no la construyen los ambiciosos de poder

Marià de Delàs

A veces tenemos la posibilidad de leer y/o escuchar a personas que se pronuncian clara y sinceramente en favor de la igualdad, la paz, en contra de la extensión de la injusticia y que lo hacen con especial elocuencia. Gente que tiene capacidad de promover solidaridad. Mujeres y hombres que demuestran más o menos abundancia de conocimiento pero que comunican bien y saben exponer ideas de contenido social, contrarias a la violencia, dirigidas a las colectividades. Algunas de estas personas, en algún momento, puede ser que ganen poder de convocatoria. Pueden resultar convincentes y esto las puede convertir en candidatas a ocupar determinados espacios dentro de las instituciones. De hecho, algunas ganan lo que se conoce como capacidad de liderazgo.

Necesitamos gente de este tipo, no cabe duda, siempre y cuando no pongan esta cualidad al servicio de ambiciones de acumulación de poder personal.

Esta decantación se produce a menudo y los efectos resultan nefastos para las entidades, organismos, sectores sociales y/o naciones que consiguen “liderar”, porque no solo quieren poder, sino que intentan incrementarlo y perpetuarse en sus cargos. Lo hacen a veces en nombre de “valores” siempre invocados por los autoritarios: la patria, los intereses reales de la ciudadanía, la seguridad, las razones de Estado, el bienestar… Se trata de personas que intentan monopolizar el derecho a la palabra, que difícilmente participan en movimientos o iniciativas que no encabecen, que sólo les interesa la presidencia, el ministerio, la alcaldía, la secretaría general, el cargo parlamentario, la magistratura, el mando, la dirección… y que desde estas posiciones no dudan en acusar a sus antagónicos de su propio mal, de querer poner sus proyectos personales por encima de los proyectos públicos de interés general.

Algunos de ellos manifiestan una acusada tendencia a perpetuarse en posiciones de control. Cuando les parece que se acerca o ha de llegar el momento de su relevo alegan que tienen que seguir en el cargo para terminar el «trabajo pendiente», a pesar de que sólo les pide su permanencia gente que ha hecho cierta carrera a su lado, personas que llevan tanto tiempo en la vida política o institucional que tienen dificultades para ejercer una profesión u oficio cualquiera. Si aparece algún discrepante le acusan de querer dividir, de romper la necesaria unidad.

Afortunadamente existen respetables excepciones, numerosas, pero el anhelo de poder, económico, administrativo, militar… es una plaga social contra la cual no se han encontrado fórmulas definitivas de curación. Es una enfermedad que transforma personas en “líderes”, más o menos carismáticos, inteligentes o preparados, que se sienten capacitados para marcar caminos a seguir al resto de la población y castigar violentamente o marginar a quién no siga sus directrices. Personajes que prescriben pensamientos y comportamientos, que interpretan el ejercicio de la libertad de los otros como un gesto de enemistad y que toman distancias con cualquier ser humano inclinado a reflexionar por su cuenta. Los celos en relación a personas que les puedan hacer sombra les lleva a construir un entorno de colaboradores grises, atemorizados, dóciles y sumisos, dispuestos a actuar contra el disidente o el contestatario.

La enfermedad se agrava a veces hasta el punto de hacer aparecer como ‘líderes’ a personas mediocres, incapacitadas para transmitir ni el más mínimo conocimiento, sin otra virtud que la habilidad para utilizar márgenes de maniobra dentro de los aparatos.

Convendría que dentro de la vida política y social exploráramos caminos para corregir estos comportamientos. A lo largo de la historia hemos visto dirigentes que se han presentado a sí mismos como ‘proyectos políticos’ en sí mismos. Los vemos también en la actualidad. ‘Proyectos’ sin ideas, sin propuestas ni modelos que puedan generar, razonablemente, esperanzas en un futuro pacífico e igualitario, sin amenazas, en el cual los comportamientos solidarios no sean la excepción, donde no se imponga la ley del más fuerte.

Hay que desconfiar de los individuos que esperan encarnar de alguna manera en su cuerpo y alma lo que desea la población y que aspiran a convertirse en autoridades facultadas para restringir libertades y pedir lealtad y respeto por el poder que han logrado. Su discurso a menudo se encuentra muy vacío de contenido, pero lo tienen que llenar de palabras y tienen que buscar adjetivos. Entonces dicen que representan algo diferente, patriótico, nuevo, moderno, amplio, muy grande, progresista… No precisan en qué sentido hay que progresar y cuando lo hacen a menudo se constata que se adaptan a los objetivos del poder principal, el económico.

Lamentablemente a menudo estos personajes también identifican el ejercicio de su autoritarismo con la defensa de la democracia. Y de la libertad y de la paz. Incluso de la solidaridad. Lo hacen sin complejos y procuran hacerse con el aparato comunicativo suficiente para extender esta idea. Si les hace falta y pueden, silencian al disidente, lo criminalizan, lo expulsan o lo reprimen.

Por fortuna hay gente que practica el pensamiento libre, y crítico, que propicia el debate como fuente de conocimiento, que no ambiciona ningún tipo de poder personal y no permite que ninguna autoridad invada su cerebro.

Gente que explica en estos días lo que es obvio, que la democracia es incompatible con el capitalismo, que la paz no se construye con armamento y que denuncia que la industria militar no desaprovecha ocasión para crecer, en base a la destrucción de medios de subsistencia y al empobrecimiento de franjas cada vez más amplias de población.

La nueva guerra trae consigo y traerá más pobreza y sufrimiento, dentro y fuera de Ucrania y de Rusia y a la vez más enriquecimiento de los más ricos. “Las armas exigen guerras y las guerras exigen armas”. Para hacerlas, tal como señaló de forma bastante elocuente el periodista Eduardo Galeano, “siempre se invocan nobles motivos, se mata en nombre de la paz, de Dios, de la civilización, del progreso”.

Resulta imposible no recordar hoy a un pacifista radical, impulsor de la economía social y solidaria, respetado por sus argumentos sobre la existencia de otro mundo posible basado en la justicia social y el respeto por los derechos humanos. Nos dejó ahora hace un año. Arcadi Oliveres, tan elogiado por todo el mundo y al mismo tiempo tan ignorado por muchos de quienes le aplaudieron, no aspiraba a ninguna posición de poder. Denunciaría a todos aquellos que ante la guerra en Ucrania recetan más gasto militar. Denunciaría a los beneficiarios y a sus cómplices, pero no dejaría de explicar que los habitantes de nuestro planeta podemos encontrar caminos para gobernarnos de otro modo.

¿Cuándo llegará este momento?

Notas:

*Foto destacada: Devastación en Borodyanka, cerca de Kíiv, Ucrania — Oleg Petrasyuk / EFE