¿Por qué hoy son invasivas las llamadas, si son sonidos o vibración, como un mensaje de whatsapp o de instagram o de tiktok, ante las cuales uno es libre de responder o de ignorar según su voluntad?
Unos se preguntaban, durante la crisis pandémica de 2020, si a partir de entonces cambiarían algunos de nuestros usos, costumbres o rituales sociales para siempre: si dejaríamos de besarnos o de tocarnos, si nos saludaríamos con el codo o no dejaríamos de ir a ningún lado sin mascarilla.
Nada de eso ha ocurrido. Sin embargo, existen otros muchos otros rituales que, ajenos a la pandemia, impulsados tan sólo por las dinámicas económicas y tecnológicas del capitalismo contemporáneo, sí se han transformado en la última década y cuyas transformaciones son bien visibles. Una de ellas es la que se refiere al uso y al sentido social que damos a las llamadas telefónicas. Volviendo a la pregunta inicial: éstas se han vuelto invasivas porque las llamadas –es una forma de respuesta– no son una “notificación” (esa palabra que las empresas de comunicación tecnológica han diseñado –y que hemos incorporado, como tantos otros neologismos, en nuestro proceso de adaptación–). El hecho de no ser una notificación significa que es “demasiado humano”.
En nuestra percepción –transformada o, ella sí, ciertamente invadida– la vibración o el sonido de un mensaje es antes que nada y sobre todo un aviso de whatsapp, no de la persona que nos escribe. De más está decir que cualquier estudio demostraría, incluso en términos de eficacia –de tiempo,
comprensión y resolución–, la ventaja relativa de las llamadas (o video-llamadas) frente a los otros tipos de comunicación tecnológica, cuyo umbral de malentendido es, desde el punto de vista afectivo y de la comunicación interpersonal no-formal, o espontánea, mucho menor en comparación al de la comunicación escrita o diferida. (Exactamente al contrario de lo que ocurre en la comunicación formal, que trasciende lo exclusivamente personal, sea política, administrativa o bélica). Sin embargo, cuando nos llaman, tenemos la sensación de algo así como un asalto que, de ser aceptado, permitiría, convocaría o invitaría a una posible restricción de nuestra libertad.
Esto ocurre porque los mediadores tecnológicos, como membranas epidérmicas protectoras, parecen derrumbarse o desaparecer, aunque de hecho sigan existiendo. Al sonar, adviene un salto, una confrontación: acceder –¡directamente!– a la voz actual del otro, desde nuestra voz actual, ahora –y
nos sentimos en una completa desnudez–. Tal es una muestra más, un síntoma de nuestro devenir cuerpos-tecnológicos, y del devenir la tecnología antes órganos que herramientas de nuestros cuerpos. (Otro, dentro del mismo ámbito, podría buscarse en la expresión popular “me abrió” o “le abrí”, común entre los jóvenes españoles, para significar la acción de iniciar una conversación por vía móvil. No tanto la naturaleza del verbo en sí –por cierto un abrir sin cierre, irreversible–, sino sobre todo su uso intransitivo –por el que se da una omisión total del objeto (la luz que es el mensaje), como una especie de contracción esquelética, y se enfatiza así el valor pronominal y pasivo (o sufrido) de la oración–, resulta particularmente ilustrativa de la nula o escasa distancia en la que se sitúa ese umbral respecto a la corporalidad).
En el bolsillo o en el bolso, a la misma distancia de nuestros cuerpos, la llamada toma la apariencia de algo mucho más ajeno: exógeno y, por tanto, amenazante. Es la puerta que da a la voz del otro; un paso más cerca de lo viscoso y lo espeso que constituye el cuerpo de otro.
Yo quiero rescatar la frase hermosa con la que comenzaba el segundo volumen de sus memorias Maria Aurèlia Capmany: “Això era i no era, era un món feliç i no ho era, potser en realitat tot era tristíssim, però, tampoc, ningú no et podia robar el sol i el mar ni la pell de l’altre”.
PD. Llámenme.
Addenda (en el contestador)
¿Qué es lo que no se abre ni se cierra en este mundo con los dedos de una mano? Todavía: muchas cosas. Pero los amigos se pierden en el des-contacto. Parece que estar en contacto es la única manera de estar cerca. Y aparecer (repetidamente), el único modo de permanecer en contacto.
Si pienso en la palabra “contacto”, lo primero que se me viene a la cabeza es un número (en el teléfono) o un punto (en el cuerpo). Si pienso más allá, diría que es un píxel, un fragmento en el espacio, una unidad informativa y no simbolizada. Un índice (de la mano, al dedo). Un interruptor. Una entre tantas intermitencias.
Hoy he llamado a tres amigas y ninguna ha respondido. Es algo normal en estos años. El otro día me sorprendí cuando, al cabo de unos tonos, respondió una amiga al otro lado. La había dejado de llamar. Oír aparecer su voz fue como un gol, como una suerte. A alguna gente le sorprende, o así me parece, cuando digo: “sólo llamaba para saludarte”.
Pienso en la palabra como es hoy, tanto más ancha, generalizada como paradigma de las relaciones. Si pusiéramos ante ella la palabra “lazo”, creo que todos gritaríamos: “¡Dios mío!” de vergüenza. Suena tan desfasada y vieja como una metáfora mala, incluso errónea. Demasiado atada, demasiado metáfora. El contacto es, en cambio, pura concomitancia capilar. Aquí bailamos.
Somos amigos. Estamos en contacto.
Somos contacto. Estamos en amigos.