Otra Administración es posible

Marià de Delàs

Periodista

Inmigrantes a la espera de poder realizar trámites en comisaria - EFE

Algunos organismos de la Administración no se cansan de difundir notas según las cuales la ciudadanía consigue cada vez más facilidades para llevar a cabo todo tipo de trámites a distancia. A principios de agosto, el Departament de Polítiques Digitals del gobierno catalán proclamaba que Catalunya “consolida un destacado grado de digitalización y avanza a un ritmo superior a la media europea en la transformación digital de la sociedad y la economía”. “La Conectividad continúa siendo la dimensión en la que Catalunya obtiene la mejor posición”, decían los responsables de la Generalitat en este ámbito.

El pasado mes de enero, el conseller d’Empresa i Treball de la misma administración autonómica firmó un convenio de colaboración de la Generalitat con el Ajuntament de Barcelona, las diputaciones de Barcelona, Tarragona, Girona y Lleida, la Associació Catalana de Municipis i Comarques  (ACM), la Federació de Municipis de Catalunya y el Consorci AOC para “establecer un punto de relación único entre autónomos y empresas, y administraciones públicas que facilite, simplifique e integre la gestión de todos los trámites vinculados a su actividad económica”.

Desde instancias gubernamentales diversas se ha anunciado reiteradamente a lo largo de los últimos años la implantación de fórmulas de cooperación innovadoras entre las diferentes entidades, en base a un mejor conocimiento de técnicas de gestión documental, con voluntad de transparencia y con el fin de conseguir la completa digitalización de los procedimientos.

Imposible recordar, además, cuántas veces se ha hecho propaganda sobre la creación de “ventanillas únicas” como presuntos servicios para la presentación de solicitudes, escritos, comunicaciones, acreditaciones ante cualquier organismo de la Administración del Estado, de las autonomías o de cualquier entidad de titularidad pública.

El aspecto más pintoresco de este concepto se encuentra, no obstante, en la cantidad de ‘garitos’ que han recibido la misma denominación. Hemos oído hablar de ventanilla única empresarial, ventanilla única de la abogacía, ventanilla única de la agencia tributaria, ventanilla única de trabajo social, ventanillas únicas de los colegios profesionales, ventanillas únicas de los ayuntamientos, de las comunidades autónomas… Todas son “únicas”, pero las hay por docenas y en conjunto es tan amplia su función que se podría decir que cuando pagamos por sus servicios a las gestorías lo hacemos casi por capricho.

Se diría que todo el trajín de relaciones entre la ciudadanía y las administraciones se puede simplificar a través de la “ventanilla única” y conocemos demasiados ejemplos muy conocidos en sentido contrario. Un ciudadano, por ejemplo, que se quiera comprar un piso o un apartamento, después de ponerse de acuerdo con el vendedor tendrá que ir al notario, que certificará el cambio de propiedad y el pago. Probablemente el comprador necesitará dinero y pedirá un crédito en un banco, que también exigirá otro documento notarial. Las escrituras quedarán redactadas en unos términos que no son nunca fáciles de interpretar, porque los datos esenciales se encontrarán en no se sabe en qué páginas. Lo que diga la escritura, además, hace falta que quede reflejado en el Registro de la Propiedad. La misma notaría hará la gestión, no siempre, a cambio de una cantidad adicional de dinero. En caso contrario, si se quiere hacer por propia iniciativa habrá que ir al registro en el cual los registradores y los funcionarios que les ayudan es probable que pidan alguna enmienda. Si es así, habrá que volver a casa del notario, para ir de nuevo al registro, los datos del cual a menudo no se corresponderán con los del Catastro, controlado por el ministerio de Hacienda. La lectura de los documentos correspondientes exigen un buen esfuerzo de exégesis, que el común de los mortales no está en condiciones de realizar.

Es solo un ejemplo de la indefensión y del gasto gratuito de tiempo que genera el papeleo de las instituciones.

¿Se pueden gestionar trámites electrónicamente, a distancia? Algunos sí, pero si las interesadas son personas que nunca han podido superar la brecha digital, ya pueden ir directamente al gestor. Al resto, usuarios “conectados”, les resulta a menudo más que complicado moverse por los portales web oficiales, llenos de terminología que no conocen y de un elevado grado de ruido informativo. A menudo acaban buscando alguna manera de obtener apoyo telefónico de la oficina que corresponda, que con un poco de suerte conseguirán que les faciliten cita presencial con un funcionario o empleado público. ¿Hay manera de simplificar trámites a través de una de tantas “ventanillas únicas”? Es evidente que las probabilidades son muy pocas.

Todo el mundo sabe de qué va esto y que las dificultades de relación de la ciudadanía con las administraciones se extienden cotidianamente por casi todos los espacios de la vida en sociedad. Por no cansar, nos limitaremos a enumerar unos cuantos ámbitos, sin entrar en detalles: Juzgados, Hacienda y Agencias Tributarias, departamentos o ministerios de Trabajo y Seguridad Social, ayuntamientos, departamentos de Seguridad, Ministerio del Interior, cuarteles y comisarías; escuelas, facultades, centros penitenciarios, oficinas de Correos, juntas electorales… Y de estos lugares emanan sentencias ilegibles, llenas de argot pretendidamente jurídico; papeles para hacer liquidaciones de IVA, pagos de tributos, tasas, impuestos de renta, transmisiones, patrimonio y sucesiones, con documentación casi incomprensible y con la obligación de presentar datos perdidos entre cajones y archivadores; hojas de salarios casi ininterpretables para los perceptores, documentos enviados por correo certificado que raramente se consiguen a través de entregas directas a domicilio, procesos de pago de multas engorrosos, que demasiado a menudo impiden evitar los recargos; anuncios de subvenciones previstas para determinadas actividades, que parecen destinadas a no ser otorgadas; concursos, oposiciones, solicitudes de becas, titulaciones, licitaciones predestinadas, matriculaciones, permisos, visitas a centros penitenciarios, actas… Todo parece pensado para dificultar la comprensión de los documentos necesarios para realizar cualquier trámite, sea qué sea el nivel de estudios de la persona implicada. El tiempo del ciudadano o ciudadana importa muy poco. Y si se busca atención personalizada, además de los obstáculos que se interponen para obtenerla, cuando se supera la barrera de los contestadores automáticos y/o los tiempos de espera a las puertas de los despachos, al otro lado del teléfono, o de la mesa-mostrador si se concierta visita, a veces, solo a veces, se encuentra un servidor público cordial, dispuesto a facilitar y agilizar las gestiones, pero no es lo más frecuente.

¿Y para que sirven pues los altos niveles de “digitalización” y “conectividad” si lo que generan las conexiones, comunicaciones y gestiones directas es frustración en infinidad de circunstancias?

Hay que tener presente, además, que una parte más que importante de la sociedad, que no ha tenido manera ni ocasión de familiarizarse con las nuevas tecnologías, encuentra dificultados adicionales para realizar cualquier diligencia, lo cual acentúa las desigualdades sociales ya preexistentes. El calvario interminable que sufren los extranjeros sin papeles para regularizar su residencia y hacer valer su derecho a tener derechos es, probablemente, la demostración más clara y evidente de la injusticia de nuestro sistema.

El funcionario, agente o empleado público que tiene que atender al ciudadano está habitualmente demasiado preocupado por el organigrama de su negociado, por las dimensiones de su despacho o mesa, por el temor al estado de ánimo de su jefe, por el número de subordinados… y entonces cae en la tentación de añadir requisitos antes de realizar una tarea… “No es mi obligación”. ¿Cuántas veces hemos oído esta expresión en boca de algún chupatintas?

A ciertos niveles de “responsabilidad” administrativa, lo que menos importa entre determinados cargos altos y medios de los departamentos de Salud son los enfermos. En Agricultura los burócratas y “especialistas” raramente se ponen en la piel de un campesino o un ganadero. En Interior lo que más preocupa es el estado de ánimo de comisarios, inspectores, guardias y agentes, demasiado a menudo malcarados, sistemáticamente elogiados, hagan lo que hagan, como sacrificados profesionales dedicados al mantenimiento de la orden. En Justicia lo que impera es la resignación ante la triste realidad de los juzgados, marcados por el despotismo de un cúpula de fiscales, jueces y magistrados de talante conservador. En Industria y Territorio lo que se impone con excesiva frecuencia es la capacidad de presión de grandes empresas y el trato de privilegio con sus directivos. En Educación, a menudo parecen empecinados en mantenerse a distancia de los claustros de profesores y de la realidad del las aulas. Las prioridades y los presupuestos de Defensa no se discuten: vienen determinadas por la industria bélica, la banca armada y los intereses económicos y estratégicos de potencias económicas y militares. En Exteriores concentran su atención en conseguir que otros estados detengan y repriman a las personas migrantes que huyen de la miseria, el hambre y la guerra.

¿Es todo eso una fatalidad? Deberíamos decir que no, porque todavía podemos imaginar que llegue un momento en el cual estén mal vistos los comportamientos de los individuos que se lanzan encima de cualquier pedazo de poder y que compiten entre ellos como si fueran bestias hambrientas en disputa por unas piezas de carne. Tiene que llegar el día en el cual el aparato administrativo esté ocupado por personas indiscutiblemente altruistas. Será entonces cuando la ambición de acumular poder en pocas manos y la voluntad de mantenerlo indefinidamente caerá en el más absoluto desprestigio.

Algo se ha hecho a lo largo de la historia en contra de la concentración de poder económico. Muy poca cosa. De hecho, la mano invisible del mercado potencia cada vez más la acumulación de riqueza en manos de menos personas. Y cuando se llevaron a cabo determinadas colectivizaciones, los esfuerzos igualitaristas acabaron destrozados por el autoritarismo, la restricción de libertades elementales y la represión más brutal.

Parece que cuesta encontrar recetas que permitan humanizar el ejercicio del poder administrativo y poner límites a las arbitrariedades de los administradores, pero hay que confiar en que las personas sabremos encontrar formas de gestión racionales, que hagan más fácil la vida de todo el mundo y propicien la convivencia entre iguales.

Habrá que ponerse en ello. Será preciso que los movimientos y entidades de carácter social civilicen a la burocracia y obliguen a sus representantes institucionales y gobernantes a tomar conciencia de su función asistencial. El debate entre políticos tendrá que servir para reflexionar y deliberar, y no para hacer daño al adversario. Los dirigentes políticos tendrán que abandonar sus ridículas y enfermizas peleas por el control de tal o cual institución y los burócratas del Estado tendrán que entender que son subordinados de la ciudadanía, a la que deben servir con mucho cuidado y atención. La Administración tiene que ser por encima de todo un entramado de entidades facilitador de servicios, amable, próximo, transparente y útil. La sociedad lo tiene que percibir de este modo, porque en caso contrario lo que se genera es ineficacia, insolidaridad y miedo.