Donald Trump habita la Casa Blanca por segunda vez no tanto por méritos propios como por fracaso inducido por parte del Partido Demócrata. Las pasadas elecciones estadounidenses de noviembre nos permiten ver que la política son emociones y no la racionalidad pura. Está bien que así sea, pero tenemos que comprenderlo para actuar desde nuestras trincheras y tener una brújula clara para transformar todo lo que merece ser cambiado y enterrar todo lo que merece ser enterrado.
El Partido Demócrata logró perder las elecciones al no movilizar a su propio electorado. No ofrecieron ni ilusión ni razones. Los jóvenes se abstuvieron porque la Administración Biden —una de las más progresistas en lo social y condición de posibilidad para el resurgir del sindicalismo radical en más de sesenta años— no hizo absolutamente nada por detener el genocidio que el Estado de Israel lleva perpetrando en Palestina desde octubre de 2023. Los votantes demócratas de mediana edad no salieron a votar porque el perfil de Kamala Harris no les llamaba, no interpelaba a un imaginario colectivo creíble. Su discurso era artificial y, para colmo, intentó distanciarse de lo mejor que tenía: la herencia de una administración, la de Biden, que había transformado los paradigmas de la política económica y laboral.
Sí, en las encuestas a pie de urna la gente dijo que votaba teniendo en la mente “la economía” y hubo cierto voto castigo por la inflación que había vivido el país. Hay quien sigue sin entender que las elecciones del 2024 no se perdieron por la economía, se perdieron por Palestina, por no interpelar a un electorado progresista, por no desplegar un proyecto de profundización de lo hecho por Biden en lo social y verde, y por quedarse en artificios discursivos no creíbles por quienes los emitían.
Por darle la vuelta al asunto. Trump gana, aumentando votos, con una campaña sin proyecto, basada en reforzar lo identitario de sus bases y en las emociones. Eso le sirvió para estar otra vez en la Casa Blanca y desplegar una guerra total contra las personas migrantes, trans y la clase trabajadora. Ellos cuando llegan no van uno por uno como el manido poema de Niemöller, llegan y van a por el todo y por todos, sin perder el tiempo. Hacen lo que en los manuales de guerra se describe como ofensiva total.
Pasando al panorama en España. Tenemos un gobierno de coalición progresista desde enero del 2020. Sin lugar a dudas, el mejor Gobierno que ha tenido el país desde la “vuelta” de la democracia en 1978. Primero motorizado por Unidas Podemos y los liderazgos de Pablo Iglesias y Yolanda Díaz y ahora motorizado por Sumar y el liderazgo de Díaz. También dividido en dos legislaturas, una en la que había una correlación parlamentaria mucho más amable para el campo progresista y otra legislatura en la que la correlación claramente mezcla el eje derecha e izquierda y el plurinacional democrático frente al autoritario centralista.
Las políticas que se lideraron desde los socios minoritarios del gobierno han cambiado el paradigma de política económica y de derechos en España y la vida la gente. La reforma laboral, las constantes subidas del SMI, el IMV, la ley trans o cómo se debía salir de la crisis de la pandemia -de manera radicalmente contraria a como se hizo con la crisis del 2008-. A día de hoy el SMI ha subido más de un 60% y, junto a la reforma laboral, ha sustituido -y destruido- la receta neoliberal hacia otro paradigma progresista y en clave de expansión de derechos. Los datos de mejora económica del país están ahí, incluso los datos autopercibidos: la mayoría de la gente piensa que su propia situación económica ha mejorado estos últimos años. Obviamente queda por hacer y se sabe hacia donde ir: reducción de la jornada laboral y control horario, prestación universal por crianza, subir el poder de compra de los salarios o el control de los algoritmos en los centros de trabajo.
Si la política fuese racionalidad, en la que dos espadachines se baten en un justo duelo, el Gobierno de Coalición Progresista tendría asegurada su renovación y la correlación de fuerzas interna entre los socios sería muy diferente a la de ahora teniendo la primera presidenta del país y Sumar siendo el socio mayoritario. Pero la política no va de racionalidad, va de emociones, identidades e imaginarios colectivos que friccionan entre ellos creando consensos, va de construir sentidos comunes y cambiarlos. El sentido común expresa los límites de pensamiento propio de una sociedad en un determinado momento.
Pasemos a la derecha y ultraderecha española. Ambas sin proyecto, pero sí con objetivos claros: los primeros, sentarse en la Moncloa y ver qué pasa después, los segundos, destruir todo lo hecho por el gobierno de coalición y despojar a los márgenes de todos los derechos posibles, hacer una ofensiva contra los derechos de la clase trabajadora y la sostenibilidad del planeta sin precedentes.
La demoscopia muestra a ambas fuerzas políticas, PP y Vox, y sus no-proyectos, con una base bastante rocosa. Llama la atención la ultraderecha, se mantienen estables sin apenas atención mediática, demostrando que no es lo que únicamente rige la política hoy en día, con un discurso refinado que activa de emocionalidades negativas (en el sentido de que contraponen o niegan lo existente) e imaginarios construidos para ciertas identidades que movilizan. Con eso les vale porque ese es su campo de actuación que les permite tener un suelo estable y construir a partir de ahí.
Por lo tanto, entendiendo el caso de Trump en el 2024 y lo que nos dice la demoscopia sobre la ultraderecha en España, el camino para el campo progresista debe de ser construir una política activadora de emociones positivas, de imaginarios colectivos que aticen a las diversas identidades a través de proyectos de país deseables y de seducción a los márgenes de los electorados y a los consensos activos en la sociedad para moverlos. Es pasar a la ofensiva total también.
Los manuales usados por el sindicalismo estadounidense dicen que cuando quieres sindicalizar un espacio de trabajo tienes que dividir a tus compañeros de trabajo en un semáforo: verde quienes quieren unirse, amarillos quienes dudan y rojo quienes se oponen. Donde se juega el éxito es en seducir a los amarillos que son los que representan mejor el sentido común social existente y todas sus contradicciones. Por ser prácticos, son gente que no está sindicalizada, tampoco se opone y que hay que convencer. La manera de convencerla no es cogiéndola del cuello y gritándole “qué demonios haces que no te sindicalizas si eres clase obrera”.
La actual tarea del espacio progresista es la del constructivismo político ofensivo: levantar imaginarios y hacer los consensos más porosos para desviarlos a la izquierda. Ya se ha conseguido, hay sentidos comunes en torno a que el SMI tiene que subir o que el futuro pasa por trabajar menos. Estas batallas se han dado seduciendo. La Alt-Right se podía permitir patear la ventana de overton, la izquierda no, siempre ha fracasado en este pateo y va a seguir siendo así. Quien diga desde la izquierda que se pueda patear la ventana de overton tiene otros intereses que no son los de transformar la sociedad.
Es sabido que hay diferentes proyectos políticos esperando un 15M de vivienda o pacifista… El tiempo del 15M pasó y dejó un reguero de cadáveres en los movimientos sociales como nunca. La hipótesis populista exigía la cooptación para su maquinaria. No era algo vil y calculado, era cuestión de contexto y de tesis políticas. Pero en este contexto, cualquiera que hable con gentes organizadas en la calle verá que un 15M por la vivienda o pacifista no es posible. Es más, si hay algún conato de surgimiento de 15Ms todos los movimientos sociales están vacunados, afortunadamente, contra la cooptación como la que se hizo hace una década.
El camino a esperar desde ciertas posiciones a que pase algo en vez de construirlo es un fracaso absoluto. Sobre todo, porque desde hace un par de años hay proyectos políticos radicales mucho más seductores como el Movimiento Socialista construyéndose con unas tesis políticas mucho mejor hilvanadas, que el enésimo intento de conquista de un espacio político institucional desde la hipótesis de la falsa radicalidad izquierdista.
Sí, la política es mover identidades a través de las emociones y construir imaginarios, pero hay que saber delimitar el campo de juego y la posición de cada uno de los actores. Ahora mismo lo urgente es revalidar el gobierno de coalición con una correlación de fuerzas interna diferente para seguir transformando la sociedad y que no estén en las instituciones quienes desencadenen una ofensiva contra todo lo conquistado. No es cuestión del mal menor, quien usa el termino malmeronismo está desubicado en la disputa, es cuestión de si habilitamos la condición de posibilidad de seguir transformando, cada actor donde le toque, o de si perdemos estrepitosamente el empuje.
Ahora toca levantar imaginarios colectivos que interpelen a las emociones e identidades de todos aquellos a los que hay que hay que convencer para que no sólo revaliden un gobierno de coalición progresista, sino que militen en la política y se construyan movimientos que empujen y cambien sentidos comunes, cada uno desde su lugar y autonomía. La atención política de la ciudadanía está bajo mínimos, hay que reconectar.
Estar en el gobierno sirve, da margen de maniobra, da políticas que cambian la vida y el paradigma político de décadas como la reducción de la jornada laboral o la prestación universal por crianza que se defiende desde Sumar. A partir de estas dos medidas se puede programar una ofensiva total progresista para conquistar sentidos comunes. La reducción de la jornada laboral es la conquista de más tiempo libre y, desde la óptica marxista, coger una tajada de la plusvalía y repartirla tiempo y salario. La prestación universal por crianza es una batalla que tiene más recorrido que lo que supone en la práctica, es dar el debate de la universalidad de derechos, es conquistar una parcela del sentido común muy importante. Y, en un momento de desesperanza climática, la lucha por el ecosocialismo y el imaginario que pone encima de la mesa es vital y disputa el futuro más próximo y el más lejano.
Pero todas estas medidas se conquistan y consolidan también cuando los movimientos sociales las reivindican y van más allá, exigiendo el siguiente paso, presionando y haciendo los consensos porosos hacia el campo de la izquierda. Toca hablar de cómo organizar la esperanza y la ilusión, y qué identidades emocionar. La política no va de racionalidad va de cambiar sentidos comunes para cambiar lo material radicalmente.