La extrema derecha cada vez tiene más fuerza en las instituciones y hace tiempo que suenan señales de alarma. Los progresistas reflexionamos sobre la manera de actuar ante este fenómeno.
«Progresismo» es una expresión que usamos últimamente con una frecuencia extraordinaria para referirnos de manera muy imprecisa a organizaciones situadas a la izquierda de los mapas políticos de diferentes territorios, particularmente de Catalunya y del Estado español. En los últimos tiempos utilizan muy a menudo esta palabra personajes públicos que no hace mucho anunciaban la llegada de la nueva política y explicaban que la distinción entre izquierda y derecha había perdido utilidad. Desde el actual gobierno español se ha reivindicado el «progresismo» hasta la saciedad, y ahora, en campaña, esta palabra se pronuncia ya de manera constante, sin sentido alguno de la medida.
Tiempo atrás tuvo otras acepciones el «progresismo». Tuvo y todavía tiene incluso una abreviatura, con cierta connotación a veces despectiva, con la cual nos referíamos a personas que intentaban romper aparentemente con las formalidades de la vida social del establishment. Al típico ‘progre’, en otro tiempo, se le podía distinguir por su talante, que podía parecer más o menos radical o contestatario, pero también por su aspecto. Desde finales de los años sesenta, las melenas, pañuelos, ropa tejana, botas de piel vuelta, barbas y zurrones permitían identificar a un ‘progre’ sin mucho margen de error. Con el tiempo todo eso cambió. Hoy prescinde de la corbata, viste informal y habla chapuceramente cualquier alto ejecutivo de empresa multinacional.
A lo largo de la historia, sin embargo, la denominación «progresista» se ha utilizado para referirse a causas muy diversas. Algunos ejemplos resultan ilustrativos para significar la ambigüedad del concepto:
Federación Progresista fue el nombre elegido por el economista Ramón Tamames y por otros disidentes del Partido Comunista de España para la fundación, a mediados de los 80, de una organización política de corta vida. Cómo cambian las cosas…
Mucho antes de todo eso, en el siglo XIX, el Partido Progresista agrupó a políticos liberales, defensores de una monarquía constitucional, que consiguieron cuotas más que importantes de poder político gracias al apoyo de sectores del ejército.
Podríamos recordar una gran cantidad de ejemplos antiguos y recientes, pero ¿Quién dice hoy en día que no es o que no quiere aparecer como progresista? «Progresista» es lo contrario de «reaccionario». A la gente de derechas, salvo a algún descerebrado, no le gusta que la califiquen de reaccionaria. Lo que quieren es que se les considere «de centro» o, como mucho, del «centro conservador» o del “centro-derecha».
Actualmente cuando se habla de progresismo no se explica casi nada sobre la naturaleza de las ideologías y de los proyectos políticos hipotéticamente contrapuestos que engloba. En realidad, casi no se habla de proyectos. ¿Existen diferencias claras e importantes entre las propuestas sociales del PSOE, las de Sumar, Esquerra Unida, Podemos o de los Comuns? ¿Quién es más de izquierdas o más socialmente «progresista», el PSC o ERC? ¿La Catalunya del futuro que sueñan los dirigentes de ERC es muy diferente a la que imaginan los de Junts per Catalunya? ¿Es más justa, más democrática o más igualitaria la sociedad que desean o imaginan para las futuras generaciones unos y otros?
Todos proclaman que quieren «mejorar la vida de la gente», pero socialistas y comunistas ya solo guardan un recuerdo desdibujado y lejano de los proyectos revolucionarios y de los programas políticos que dieron sentido al nacimiento de sus organizaciones. Para la mayor parte de la población la palabra «socialista» solo es una denominación, para referirse a los afiliados a una gran entidad, el PSOE. Hace muchas décadas que esta palabra, «socialismo», ya no sirve para referirse a un sistema de relaciones sociales y económicas alternativo al actual. Tal como dejó escrito el historiador Josep Fontana (1), las organizaciones de la izquierda tradicional «no solo aplazaron los objetivos por los cuales decían estar luchando desde 1939, sino que renunciaron a ellos para siempre».
¿Qué quiere decir pues ser «progresista»? ¿En qué consiste el «progreso»? ¿Progresismo, para qué?
Cuando los marxistas, conocedores de la obra de Karl Marx, «utilizan los términos progreso social o progreso histórico, se refieren a un proceso estrictamente definido y casi exactamente mensurable: las posibilidades de desarrollo de las fuerzas productivas, medidas por la productividad media del trabajo». Ernest Mandel lo explicaba de este modo en 1983 (2) para recordar que el sistema capitalista constriñe implacablemente a la humanidad a producir por producir y que los adelantos sociales reales siempre han sido consecuencia de actos de «resistencia, rebelión y revolución contra la injusticia, la desigualdad, la explotación y la opresión».
¿Tiene algo a ver el «progresismo» con el crecimiento económico? ¿Por qué se presentan siempre los incrementos del PIB como datos positivos a pesar de las ya evidentes consecuencias catastróficas de la sobreexplotación de los recursos del planeta?
¿Es progresista que las rentas del capital crezcan y que la flexibilidad del mercado de trabajo se mantenga inalterable sobre fórmulas medio reformadas de contratación y despido?
El incremento del salario mínimo benefició a muchas personas, qué duda cabe, pero ¿se puede pasar por alto que las políticas gubernamentales y los acuerdos entre sindicatos y patronal en materia de salarios no impiden la devaluación inexorable del poder adquisitivo de las asalariadas?
Vemos como más de la mitad de las mujeres jubiladas se ven obligadas a sobrevivir con pensiones miserables. Una cuarta parte de la población de Catalunya vive por debajo del umbral de la pobreza, un nivel que no consigue superar el 10 por ciento de trabajadoras y trabajadores con ocupación. El número de personas que duermen en la calle crece. El banco de los alimentos se ha visto obligado a reducir en un 20 por ciento la cantidad de alimentos que distribuye entre sus usuarios como consecuencia del encarecimiento de los productos.
Esta realidad y muchos datos como estos no se tendrían que esconder. Si se tuvieran presentes en el balance de la acción de los gobiernos progresistas quizás se podría empezar a reflexionar sobre los motivos por los cuales la derecha crece y la ultraderecha gana peso en las instituciones.
A veces hemos visto o leemos discursos en los cuales desde el «progresismo» se afirma que la precariedad laboral ha desaparecido y que ya existen garantías para el ejercicio del derecho a la vivienda. Discursos que tienden a considerar que la población que vota a la derecha o ignora las convocatorias a las urnas es más bien tonta, porque no sabe ver la buena gestión gubernamental y los cambios legislativos en favor de las mujeres, del trabajo estable, las prestaciones sociales, pensiones, fiscalidad, vivienda, salud, educación, seguridad…
La responsabilidad de esta ignorancia la tienen, según estos progresistas, los medios de comunicación, que no hacen otra cosa que desinformar sistemáticamente a la ciudadanía. No les falta una parte importante de razón a quienes constatan el estado lamentable de un sistema mediático extremadamente dócil con el poder económico y que cotidianamente transmite una percepción de la realidad totalmente sesgada, pero las raíces del crecimiento del voto en favor de los económicamente poderosos tiene otras raíces más profundas.
Los análisis demoscópicos sobre quién vota qué, y sobre qué sumas y restas se pueden hacer con unos y con otros para ganar peso en parlamentos, ayuntamientos y diputaciones son necesarios, pero también son del todo insuficientes para explicar comportamientos sociales. Los gritos de «no pasarán» emocionan y responden a voluntades necesarias, a pesar de que resultan demasiado endebles actualmente para evitar la derechización de la sociedad.
Las causas del desencanto de la gente trabajadora con los actores políticos que en otro tiempo la representaron se encuentran en la incapacidad de estas entidades de salir de la ambigüedad, de transmitir confianza en la posibilidad de un cambio social. Si además de promesas incumplidas, a los excluidos de la sociedad y a todos aquellos que ven amenazado su futuro y el de sus hijas e hijos, el progresismo del siglo XXI no les puede ofrecer mejor perspectiva que un balance de pequeños remedios para grandes enfermedades, a nadie le tendría que sorprender el crecimiento de la derecha.
Y si al mismo tiempo, desde el progresismo gubernamental se aplauden los discursos de la Corona, se justifica la represión contra personas migrantes, se pone en cuestión la libertad sexual de las mujeres, se aprueba el aumento extraordinario de los presupuestos en armamento, se niega el derecho de autodeterminación de los pueblos, como el saharaui, se criminaliza el soberanismo de catalanes, vascos y gallegos, se acepta resignadamente la conversión de servicios públicos en oportunidades de negocio, se potencia la construcción de nuevas infraestructuras que atentan contra la biodiversidad y el medio ambiente y se facilita que la transición energética se realice de acuerdo con los criterios de las grandes empresas, se dificulta que sectores importantes de población vean lo que se esconde en los mensajes del populismo autoritario y tomen conciencia de la necesidad de hacer frente a la derecha .
En algún momento la izquierda organizada tendrá que reflexionar y movilizar en favor de causas tales como la racionalización de las rentas, la producción y del consumo, la detención de la destrucción del planeta, la desaparición de la opresión de género, la igualdad económica, la eliminación de la banca privada, la desprivatizació de todos los servicios públicos y sociales, la desburocratización de las administraciones, el control democrático de las fuerzas de seguridad y su depuración de elementos ultraderechistas, la eliminación de las inversiones en armamento, el reconocimiento del derecho a tener derechos de las personas migrantes, la democratización del poder judicial, el derribo de la monarquía… En algún momento habrá que rescatar y renovar ideas socialistas y republicanas y explicar que el progreso en esta dirección no solo es posible sino necesario.
El futuro de la izquierda depende de la buena gestión que pueda realizar cuando obtiene representación en ayuntamientos, parlamentos, gobiernos y entidades públicas, pero sobre todo dependerá de su capacidad de cambiar las estrategias, para no dilapidar periodos de ilusión colectiva y de fuerza popular como los vividos en los años 70 y en la segunda década de este siglo, en el Estado español y particularmente en Catalunya. El futuro de la democracia depende de la capacidad de los demócratas de impugnar el sistema actual y de dibujar un horizonte de efectiva igualdad de derechos.
Notas:
(1) Josep Fontana. La Formació d’una identitat. Una història de Catalunya. Editorial EUMO, 2014
(2) Ernest Mandel. Marx, Engels y el problema de la doble moral. Viento Sur, n.º 187. Abril 2023