En el siglo XXI, la ambición de poder ha encontrado una nueva expresión: ya no se manifiesta principalmente mediante la conquista territorial directa, sino a través de una colonización tecnológica, financiera e infraestructural. Una red tecnoautoritaria, con figuras como Donald Trump y capitalistas de la tecnología de Silicon Valley como Peter Thiel a la cabeza, está erigiendo un dominio de carácter global. Su sofisticación y alcance rivalizan con los proyectos de poder más ambiciosos de la historia. Este artículo, apoyándose en lo publicado recientemente por Francesca Bria en medios como La Vanguardia y Le Monde Diplomatique, analiza cómo la imposición de un sistema monetario privado, el adormecimiento crítico de la ciudadanía y la corrosión sistemática de las instituciones democráticas constituyen los pilares de esta invasión silenciosa pero implacable.
La frontera digital y la pérdida de soberanía
El proyecto de poder contemporáneo opera bajo una lógica de captura de las infraestructuras críticas que definen la soberanía de los estados modernos. Como detalla Francesca Bria en sus análisis, no se trata de anexionar territorios, sino de controlar los sistemas operativos de la gobernanza misma. Europa, en su búsqueda de una autonomía estratégica cada vez más elusiva, está cayendo en un vasallaje tecnológico.
Contratos millonarios con empresas como Palantir para gestionar sistemas de salud nacionales (como el NHS británico) o datos de defensa, la integración de Starlink de Elon Musk en las comunicaciones críticas de la OTAN, o el despliegue de drones autónomos de Anduril a través de joint ventures con conglomerados europeos, son los vectores de esta colonización. Estas plataformas tecnológicas se convierten en el sistema nervioso del Estado y que Francesca Bria denomina la Pila Autoritaria.
Al igual que las arterias de comunicación eran vitales para los imperios del pasado, los gobiernos europeos dependen ahora de algoritmos y plataformas estadounidenses para funciones de Estado esenciales: inteligencia, logística, salud e incluso la gestión de la inmigración. La soberanía no se pierde en un campo de batalla convencional, sino que se cede discretamente en la firma de contratos que convierten a los gobiernos en rehenes funcionales de un ecosistema tecnológico cuyos dueños, como Thiel, han declarado abiertamente la incompatibilidad entre libertad y democracia.
El nuevo sistema monetario: exportando inflación y sosteniendo la deuda
En el capitalismo global, el control monetario es la forma suprema de poder. Bajo la Ley GENIUS de Trump, las stablecoins (criptomonedas vinculadas a activos estables como el dólar) están siendo reclasificadas como infraestructura de seguridad nacional. Este no es un cambio técnico menor, sino la piedra angular de un sistema monetario privado y paralelo.
Al otorgar a emisores privados poderes cuasifiduciarios, se está creando un mecanismo para exportar la inflación y financiar la colosal deuda estadounidense, que supera los 37 billones de dólares. Scott Bessent, una figura clave en este escenario, afirma que este sistema podría generar hasta dos billones de dólares en nueva demanda de bonos del tesoro. En esencia, se está construyendo un circuito financiero descentralizado, gobernado por algoritmos de naturaleza profundamente libertaria, que permite a Estados Unidos monetizar su deuda a escala global.
Las stablecoins, operando en una red fuera del control directo de los bancos centrales tradicionales, pueden comprar masivamente deuda pública estadounidense. Esto alivia la presión inflacionaria interna y la externaliza al mundo. Es un mecanismo de dominio financiero de una eficacia brutal: los ciudadanos de todo el planeta, a menudo sin saberlo, acaban sosteniendo la solvencia de este poder a través de un sistema opaco y desregulado.
El adormecimiento de los pueblos: el ataque a la conciencia crítica
Ningún sistema de dominio puede perpetuarse sin el consentimiento, activo o pasivo, de los gobernados. La estrategia tecnoautoritaria contemporánea es infinitamente más sofisticada que el «pan y circo» de antaño, pero persigue el mismo fin: anular el pensamiento crítico ciudadano.
El método es doble y letal. Por un lado, se libra una guerra cultural contra las instituciones que tradicionalmente han fomentado dicho pensamiento, como la universidad pública. Se la critica y desprestigia sistemáticamente, tachándola de elitista, desconectada o ideologizada, con el objetivo claro de debilitar su autoridad como faro de conocimiento crítico y debate racional.
Por otro lado, se inunda el espacio público con un ecosistema mediático y de entretenimiento diseñado para la pasividad intelectual. Programas de televisión superficiales, narrativas simplistas y una retórica política emocional y anti-intelectual crean una ciudadanía adormecida. Esta ciudadanía se vuelve incapaz de analizar la complejidad de los procesos que la rodean, como la privatización encubierta de su soberanía. Cuando la atención es un recurso escaso y la información veraz es ahogada por un océano de distracción y desinformación, la capacidad de resistencia se diluye. Un pueblo que no piensa críticamente es un pueblo que no puede defender su democracia.
La «extrema derecha patriótica» y la red de corrupción ideológica
Ante este panorama, cabe preguntarse: ¿Qué papel juegan aquellos movimientos que se autoproclaman patriotas y seguidores incondicionales de este proyecto? La respuesta, lejos de basarse en un idealismo genuino, suele encontrarse en los flujos de dinero y poder. Los análisis de Francesca Bria aluden a la enorme influencia de redes de think tanks y organizaciones de lobby, como la Atlas Network, que opera a nivel global.
Estas organizaciones, financiadas de forma opaca por grandes capitales afines al proyecto tecnoautoritario, actúan como mecenas de determinados líderes políticos, intelectuales y medios de comunicación. Su objetivo es claro: promover una agenda de desregulación, privatización y nacionalismo excluyente, al tiempo que desacreditan mediante una lluvia constante de mentiras y medias verdades al sistema actual (las instituciones democráticas, la prensa libre, el estado de derecho).
Esta ultraderecha patriótica no defiende la nación, sino los intereses de una élite que busca reemplazar la soberanía popular por la soberanía privada. Su patriotismo es una fachada que esconde una lealtad inquebrantable a los flujos de capital y a la consolidación de un poder que considera la democracia como un obstáculo técnico a superar.
Un llamamiento a la resistencia colectiva
La invasión silenciosa de la Pila Autoritaria es el desafío definitorio de nuestra era. No llega con estandartes y espadas, sino con contratos, algoritmos y stablecoins. Frente a esta amenaza existencial para la soberanía y la democracia global, es imperativo que todas las organizaciones, movimientos sociales y la ciudadanía progresista en su conjunto superen sus diferencias internas y luchas fragmentadas.
No hay tiempo para divisiones estériles. Se requiere una alianza estratégica y un frente común que priorice la defensa de lo público: una universidad fuerte y crítica, un sistema mediático independiente, una soberanía digital y financiera real, y la recuperación del control democrático sobre las infraestructuras críticas. Debemos exigir transparencia en los contratos públicos, regular el poder de las Big Tech y construir alternativas tecnológicas abiertas y soberanas.
Frente a esta ofensiva, defender la libertad no puede significar regresar a un concepto simplista de ausencia de regulación, que en la práctica solo despeja el camino para que los más poderosos impongan su ley. La verdadera libertad, la que hoy debemos reivindicar con urgencia, es justamente lo contrario a la esclavitud tecnológica y la sumisión a los algoritmos. Es la libertad colectiva de un pueblo que mantiene el control sobre las decisiones que le afectan; es la defensa de la agenda humana frente a la automatización de lo político; y es la deliberación democrática como el único mecanismo legítimo para definir nuestro futuro común.
Se trata, en definitiva, de decidir si seremos ciudadanos con soberanía o meros usuarios en una plataforma de gobernanza dirigida por intereses privados. El futuro que los tecnoautoritarios pretenden construir es un mundo de infraestructuras vivas y opresivas, un sistema de vigilancia total algorítmica donde la elección democrática sea técnicamente imposible. No permitamos que este futuro se concrete. La historia nos juzgará por nuestra capacidad de olvidar las pequeñas diferencias y unirnos para frenar, aquí y ahora, esta nueva y sutil forma de imperio.


