Sólo sí es sí: de la cultura del sometimiento a la del consentimiento

Mª Victoria Rosell Aguilar

Este artículo se enmarca en el nuevo Espacio Feminista de la Fundación Espacio Público. Este espacio surge desde la necesidad de abrir una ventana inclusiva, con diversas voces, un abanico amplio de temas, desafíos y retos que debe afrontar el feminismo. Además, pretende fortalecer una línea editorial y una agenda específicamente feminista, desde una perspectiva interseccional, que teja redes con mujeres de ámbitos distintos, las acompañe y las apoye.

El pasado 25 de noviembre conmemoramos el día internacional para la eliminación de la violencia contra las mujeres. Podría haber sido cualquier fecha, porque todos los días, en todas partes, las mujeres sufrimos violencia por el hecho de serlo. Latinoamérica eligió en 1981 el 25-N por ser el día del asesinato de las hermanas Mirabal por orden del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo en 1960, y la ONU se sumó a esta fecha en 1999.

España fue pionera y sigue siendo referente internacional en la protección integral contra la violencia de género, considerada desde la Ley Orgánica 1/2004 como una de las más graves manifestaciones de la discriminación, de la desigualdad y de las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres que hayan sido sus cónyuges o hayan mantenido relaciones similares de afectividad con ellas, aun sin convivencia. Una ley cuyo ámbito abarca tanto los aspectos preventivos como educativos, sociales, asistenciales y jurídicos. Pero que, en la actualidad, solo reconoce y protege la violencia de género que sufrimos las mujeres como parejas o esposas de un hombre, pese a que hace ya diez años del Convenio de Estambul. Las hermanas Mirabal y tantas otras no serían en nuestra ley estatal víctimas de violencia contra las mujeres, ni entrarían en nuestras estadísticas oficiales.

Desde el 1 de enero de 2022 España va a cumplir por fin el compromiso de computar todos los feminicidios, los asesinatos de mujeres por el hecho de serlo; y cuando en el próximo año se apruebe la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, la ley de “solo sí es sí”, se va a cerrar esa gran brecha de protección de las víctimas y supervivientes de violencia sexual. Esta segunda ley integral comprenderá también todos esos ámbitos, aunque, como pasó con la Ley Orgánica 1/2004, la más debatida y conocida sea su parte penal, un síntoma manifiesto de la concepción autoritaria de las leyes que tenemos en nuestra sociedad. Al igual que cuando hablamos de memoria democrática, no sólo hablamos de castigo, cuando hablamos de las víctimas y supervivientes de violencia sexual, hablamos de que necesitan y merecen verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Y sólo en la búsqueda de la “verdad” ya nos encontramos con un gran obstáculo: según los datos oficiales de la Macroencuesta de 2019 de la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género, sólo el 8% de las víctimas de violencia sexual la denuncian. Sumando otras fuentes que nos permiten ampliar el conocimiento de la violencia sexual realmente existente -partes médicos, atestados policiales, otras instituciones- la cifra alcanza un paupérrimo 11,1%. Es decir, que cuando hablamos de delitos sexuales, estamos obviando casi el 90% de la realidad.

Es importante recordar de dónde venimos: hasta 1979 en España eran delito el adulterio, el amancebamiento (las parejas de hecho), los anticonceptivos y, por supuesto, también el aborto. Ya en democracia y hasta 1989 la violencia sexual más grave se penaba como “delito contra la honestidad”, no como delito contra la libertad sexual. Esto implicaba que la condición de víctima quedaba supeditada a un enfoque patriarcal y de clase. El prejuicio sexista determinaba que, si la mujer no era considerada “honesta”, no podía ser sujeto pasivo -nunca mejor dicho- de estos delitos. En realidad, el estereotipo cultural de “honestidad” equivalía prácticamente a virginidad, y de ahí que, en nuestra tradición judicial, para la determinación del delito siempre se colocara en primer plano quién era esa mujer o qué vida llevaba. Lo que ella hubiera hecho ocupaba más tiempo del proceso judicial que la actuación del agresor.

Esto no solo afectaba a las mujeres sin una vida estable y “ejemplar” a ojos del poder patriarcal. En la práctica, ni las mujeres prostituidas podían ser víctimas de violencia sexual, ni las mujeres casadas podían ser violentadas sexualmente dentro del matrimonio. Conocer esto es esencial para comprender que la relación de subordinación era de tal intensidad que en realidad se penaba, como en el siglo XIX, que la mujer yaciera con otro, deseara a otro; y que el hombre robara o raptara a la mujer de otro, aún con su consentimiento. Esto era, literalmente, lo que penaba el Código de 1822. Ese que Pablo Casado esgrimió en el debate electoral de noviembre de 2019 para argumentar que el consentimiento sexual lleva más de un siglo en el Código Penal, haciendo gala de nuevo de la fragilidad de su formación jurídica. Si se pena que una mujer tenga relaciones sexuales “aún con su consentimiento”, lo que se está castigando es que un hombre acceda a lo que es propiedad de otro hombre. Por eso hasta 1963 era legítimo que el marido matara a la mujer adúltera -no al contrario, claro- o el padre a la hija. En el ámbito civil, legalmente el testimonio de las mujeres no tenía en mismo valor que el de los hombres; en algunos artículos del Código Civil se equiparaba al de menores o personas con discapacidad; hasta 1975 no se reconoció a las mujeres plena capacidad de obrar, y hasta 1981 la patria potestad sobre los hijos y la administración de los bienes correspondía al marido por delante de la mujer. Un sistema jurídico que de forma manifiesta no creía a las mujeres.

La cultura masculina que considera a las mujeres una propiedad de los hombres está en los cimientos de nuestra tradición jurídica aún en democracia. Por eso el consentimiento libre, la ley de “solo sí es sí”, es un paso trascendental para el cambio de la cultura del sometimiento a la del consentimiento. Decir “no es no”, ha sido un lema feminista básico al reclamar al sistema el mínimo respeto exigible como seres humanos. Pero la igualdad sexual va más allá de la cultura del no, del veto. Ésta presupone un derecho de los hombres a acceder al cuerpo de las mujeres, y un deber de las mujeres de establecer los límites, de decir “no”. La posición de partida sigue siendo desigual, y se transmite a los varones de forma más o menos consciente esa situación hegemónica derivada de una suerte de derecho natural sobre unos seres subordinados y discriminados, que somos las mujeres. Sin embargo, cuando damos el paso al “solo sí es sí”, hay un cambio de paradigma que presupone que mujeres y hombres son sujetos libres e iguales. Sólo desde la igualdad el valor del consentimiento de ambas personas se equilibra y podemos hablar de la existencia de una libertad sexual entre iguales.

Por eso la agresión sexual no será el acto sexual con violencia o intimidación: será el acto sexual no consentido. Y por eso es importante desterrar el concepto de abuso sexual. Abusar significa hacer uso de algo de modo excesivo o indebido. Pero las mujeres y la infancia, víctimas de un 98% de las violencias sexuales, no serán ya objetos para el Derecho, sino sujetos de derechos. Ya no habrá que buscar explicación, porque no la tiene, a la diferencia de trato legal entre la víctima de la “manada de Pamplona”, que sufrió violación por intimidación ambiental, y la de la “manada de Manresa” que, sin embargo, sufrió legalmente abuso sexual, no agresión, porque aun siendo menor de edad, estaba inconsciente y por tanto los cinco agresores no ejercieron contra ella violencia o intimidación, ni ambiental ni de ningún tipo. Que esto deje de ser abuso para pasar a ser agresión sexual no significa, sin embargo, que se equiparen las penas de acciones de distinta gravedad. La proporcionalidad de las penas es una garantía esencial, que además tiene efectos prácticos evidentes: la huida del derecho penal bajo cualquier tipo de subterfugio cuando se consideran penas excesivas es tan evidente como que, si la pena de violación se equipara a la del homicidio, estaríamos permitiendo que al agresor le merezca la pena asesinar a la única testigo.

Habría mucho más que decir de este proyecto de ley, sobre todo en aspectos que no han merecido la atención de los medios: la creación de centros de atención 24 horas a víctimas de violencias sexuales -actuales o pasadas- sin requerir denuncia. La garantía de una atención especializada. La implantación del modelo de las “casas de infancia” que básicamente implica que las instituciones sean quienes acudan a donde se encuentran las víctimas menores de edad, y no al revés. La previsión de que la asistencia sanitaria a las víctimas incluya la recogida de todas las muestras y pruebas biológicas con su consentimiento, y su debida custodia, no condicionada a tener que tomar la decisión de denunciar en ese momento. La regulación del derecho a la reparación integral: física, psíquica, económica, social y simbólica. La reforma del artículo 443 del Código Penal para que sea delito no solo la solicitud sexual a personas bajo custodia en comisarías, prisiones y centros de menores, sino también en CIEs, centros de estancia temporal o cualquier otro de retención y custodia. La proscripción de la divulgación de datos de las víctimas sin su consentimiento y de las preguntas innecesarias sobre su vida privada en los juicios.

Esta ley no es punitivista, porque el feminismo no lo es; porque el punitivismo, bajo una falsa apariencia de protección y seguridad, obedece a esa cultura radicalmente patriarcal, a esa tradición jurídica que considera a la mujer una propiedad del hombre. Es esa tradición y no el respeto a la libertad sexual de las mujeres, la raíz del severo castigo formal e informal al delincuente sexual. El cambio de paradigma de una ley integral con perspectiva feminista y de derechos humanos lo constituye la seguridad basada en los derechos, a los que corresponden las obligaciones del Estado: prevenir, educar, investigar, cuidar, sancionar, reparar. Frete al negacionismo reaccionario que transmite miedo, domesticación, silencio, y que trata la violencia sexual como casos aislados de monstruos, locos o extranjeros, las instituciones públicas asumen que la violencia contra las mujeres es un problema estructural y sistémico que no solo no es extraño a nuestra cultura patriarcal, sino que hunde sus raíces en lo más profundo de nuestra tradición. Y responde por fin con un mensaje claro y rotundo a las mujeres: yo sí te creo.

Notas:

Vicky Rosell es magistrada y actualmente delegada del Gobierno contra la Violencia de Género.