Los economistas han preferido, en general, utilizar el término economía de la defensa para referirse al entramado económico militar, aunque, para ser más precisos, también podría calificarse como economía de guerra, pues no cabe llamarse a engaño, todo ese entramado no tiene otro cometido que prepararse para hacer la guerra, ya sea defensiva con el fin de evitarla mediante la disuasión, argumento este utilizado por los Estados para justificar su fuerza militar; u ofensiva para llevar a cabo intervenciones militares en otros países. Aunque cierto es que la denominación de economía de guerra se utiliza solamente cuando los Estados ponen toda la producción económica de la nación al servicio de la guerra, como así ha ocurrido en todas las grandes guerras. Pero aquí se utilizará la denominación Ciclo económico militar o Ciclo armamentista,[1] pues resulta más apropiado para describir todo el conglomerado económico que rodea toda la economía militar.

Esta denominación resulta más acertada porque el concepto de ciclo describe con mayor acierto el itinerario por dónde discurre la economía militar desde su nacimiento hasta su finalización. Este ciclo se inicia siempre de las manos del Estado con la aprobación de los créditos destinados al Ministerio de Defensa para el mantenimiento de las fuerzas armadas. Créditos que se reparten entre los salarios del personal militar, el mantenimiento de servicios, instalaciones e infraestructuras, la investigación y desarrollo (I+D) de nuevas armas y equipos, y los destinados a pagos a las industrias militares que producen y suministran las armas al propio Ministerio de Defensa; mientras que otra parte de su producción irá a la exportación bajo el control del Estado que regula el comercio de armas.

Así, cuando se habla de economía militar con referencia al gasto militar, las fuerzas armadas, la I+D militar, las empresas militares, se debe prestar atención al origen de los recursos que alimentan todo ese ciclo, que no es otro que el presupuesto de defensa de los Estados, incluidas las exportaciones de armas, pues también en su inmensa mayoría son adquiridas por Estados y tan solo una ínfima parte pueden ser adquiridas en el mercado ilegal o por la población. Un Estado que financia todo el ciclo económico militar y que se retroalimenta, pues surge bajo el paraguas del Estado y acaba su periplo en manos del Estado.

Un ciclo en el que también deben tenerse en cuenta todos aquellos aspectos que condicionan ese gasto militar, desde las políticas de seguridad y defensa del Estado, que son las que determinan la estrategia de defensa nacional, las directivas de defensa y el modelo de fuerzas armadas. Doctrinas de seguridad donde se plasman cuáles son los riesgos, los posibles peligros y de dónde proceden las amenazas. Estas doctrinas, llegado el caso, se disponen en leyes, decretos y disposiciones en el ordenamiento jurídico para regular la exportación de armas y su uso. Doctrinas que también determinan el modelo de fuerzas armadas y la clase de armamentos que se deben adquirir, así como el tipo de infraestructuras e instalaciones militares que serán necesarias para adecuar la defensa del territorio y las intervenciones en el exterior.

El ciclo económico contempla todo el mantenimiento y servicios necesarios a través de empresas privadas para que las fuerzas armadas sean operativas, y que incluye la formación de los militares en academias y universidades donde se les enseña estrategias y técnicas militares para su uso en conflictos armados. En el ciclo armamentista intervienen también las entidades bancarias financiando a las industrias militares en sus operaciones y venta de armas. Estas entidades comercializan fondos de inversión donde están presentes las grandes empresas de armamentos de las que además pueden ser accionistas.

Las fuerzas armadas como medio de control económico

La mejor manera de comprender la existencia de las fuerzas armadas y el gasto que éstas originan proviene de observar cómo actúan las grandes potencias económicas en sus relaciones político-económicas con otros Estados. En la mayoría de las ocasiones vemos cómo las potencias utilizan sus fuerzas armadas para defender sus intereses particulares. Es decir, en aras de la seguridad nacional defienden los intereses de las grandes corporaciones de su propio país. A tal efecto, solo cabe observar cómo actúan EEUU, Rusia, China, Francia, Reino Unido o Australia en la geopolítica mundial y se puede observar cómo cuando las presiones políticas no son suficientes para conseguir sus objetivos políticos/económicos utilizan la fuerza mediante intervenciones militares para así doblegar las resistencias de los países que no se avienen a sus exigencias.

Se señala a las grandes potencias porque son estas las que condicionan el incesante aumento del gasto militar mundial debido a las presiones que ejercen sobre los países que forman parte de sus alianzas, como es el caso de EEUU sobre sus aliados dentro de la organización militar transnacional OTAN. Lo mismo ocurre con China y Rusia que aunque no tengan un organismo militar similar a la OTAN sí tienen acuerdos bilaterales entre ellos y con otros países en la Organización de Cooperación de Shanghái, o de la ASEAN, otro organismo político-económico del sudeste asiático auspiciado por EEUU, con los que pretenden hacer frente a las presiones político-militares de EEUU.

Este aspecto es algo que se constata cuando se observa cómo año tras año aumentan los recursos de las capacidades militares de la mayoría de las grandes potencias y de sus países aliados. Así, de los últimos datos de que disponemos –año 2020– el gasto militar mundial según el SIPRI[2] aumentó un 2,6% respecto a 2019, alcanzando la enorme cifra de casi dos billones de dólares (1,981). Algo que contrasta con el descenso del PIB mundial para ese mismo año de un 4,4% debido a los efectos de la pandemia de la COVID-19. De ese enorme gasto militar, EEUU consume el 39%, 778.000 millones, y si se le suman los gastos militares de todos sus países socios en la OTAN, la cifra se dispara hasta alcanzar los 1,03 billones de dólares, que representa el 52% del total del gasto militar mundial. Los dos rivales estratégicos de EEUU, China y Rusia, se encuentran a una considerable distancia en gastos militares. China destina 252.000 millones de dólares y Rusia, 61.700 millones.

Menciono estos datos para demostrar quién es más responsable en la escalada militarista, aunque esto, desde luego no disculpa a sus competidores que siguen el mismo camino de aumentar sus capacidades militares en una carrera de armamentos que solo vaticina conflictos y un mayor deterioro medioambiental del planeta.

Coste de oportunidad

Se han utilizado estos datos porque el gasto militar desde la economía crítica representa una pérdida de oportunidad para el desarrollo económico-social, pues si esos mismos recursos públicos en lugar de ser destinados a una economía ineficiente se dirigieran a la economía del ámbito civil, la real, la productiva, o a ámbitos sociales como la educación o la sanidad contribuirían mejor al desarrollo de la comunidad donde se llevan a cabo.

Los argumentos de quienes han estudiado este desajuste,[3] aducen, que el gasto militar genera endeudamiento del Estado, a lo que añaden, que si esos recursos monetarios, de bienes de equipo, de conocimientos tecnológicos y de mano de obra que consumen los ejércitos y la producción de armamentos se destinaran a sectores civiles generarían mayor empleo, así como manufacturas y servicios más competitivos. Esto es debido a que las armas deben ser consideradas productos ineficientes porque no son bienes de consumo, ni tienen valor de cambio pues no entran en los circuitos de intercambio, es decir, en el mercado, convirtiéndose tan solo en bienes de uso para los Estados que son sus principales consumidores, pero sin valor social para la población.

Un arma, como cualquier otro producto, en el proceso de producción necesita de inversiones en I+D y de capital, de otros productos manufacturados y de mano de obra asalariada. Entonces, la producción del arma beneficia tanto al trabajo como al capital (obrero y patrón), y entre ellos se producirá una conexión de intereses; el trabajador necesita el salario, el patrono desea extraer plusvalía del trabajo. Esto explica, cuando aparecen crisis, cómo los trabajadores de las industrias militares salen en defensa de sus puestos de trabajo sin tener en cuenta cuestiones humanitarias o de clase, ya que las armas que fabrican pueden ser utilizadas en guerras donde los obreros se enfrentarán entre sí rompiendo el principio de solidaridad internacional del que se supone deberían ser defensores, y donde, además, causarán un enorme sufrimiento a las poblaciones que padezcan las guerras.

Esta descripción económica, desde un punto de vista keynesiano, como cualquier otra forma de trabajo, mejora la economía, pues el trabajo comporta salario y este favorece el consumo y el crecimiento de la economía. Sin embargo, no aportan ingresos al Estado a través de los impuestos, pues este no los paga. Este periplo económico que para los keynesianos es beneficioso para la economía, no lo es para la economía crítica (Melman, Leontief…), incluidos los partidarios del decrecimiento, que niegan a las armas su carácter benéfico debido a que al ser adquiridas por el Estado no tienen valor social al no circular por el mercado como la gran mayoría de los productos, pues, como ya se ha indicado, la ciudadanía no puede adquirir un avión de combate o un buque de guerra que solo adquieren los Estados, y tan solo una pequeña parte de las armas, las ligeras, pueden ser adquiridas por la población, con enormes restricciones en la mayoría de los países del mundo.

Empero, aquí no se defiende el crecimiento económico per se, sino que debe entenderse que hay otros ámbitos de la economía donde los recursos destinados al armamentismo y al mantenimiento de los ejércitos pueden ser más beneficiosos para la sociedad sin necesidad de agravar la crisis ecológica que vive hoy el planeta.

Esta consideración es pertinente si se tiene en cuenta el gran impacto medioambiental de las emisiones de CO2e que producen las fuerzas armadas y la producción militar. Así, desde el punto de vista de la huella ecológica, las emisiones gases de efecto invernadero (GEI) de los ejércitos son una de las causas más importantes del cambio climático, de la pérdida de biodiversidad y de la reducción de los recursos fósiles no renovables que alimentan la crisis ecológica, y que anuncian, si no se pone remedio, el colapso de la biosfera.

Como ejemplos: la primera potencia militar mundial, EEUU, con sus casi dos millones de militares, su presencia militar en las más de 700 bases que tiene repartidas por todo el mundo y su participación directa en conflictos armados, entre 2010 y 2017 tuvo una media anual de emisiones de 527 millones de toneladas de CO2e, muy superior a la de países pequeños y algunos medianos [4]. Aunque a distancia de EEUU, la huella de carbono del sector industrial/militar y de las fuerzas armadas de los 27 países miembros de la Unión Europea en el año 2019 fueron estimadas de 24,8 millones de tCO2e[5], que equivalen a aproximadamente a las emisiones anuales de 14 millones de coches[6].

La dimensión económica del militarismo

Una aclaración conceptual. El militarismo es una ideología que se da mayormente en el interior de las fuerzas armadas, aunque también en algunos ámbitos de la sociedad civil. Tiene como objetivo imponer la resolución de los conflictos mediante el uso de la fuerza militar y desestimar otros medios no cruentos. Su cometido principal es presionar al poder civil para que aumente las capacidades militares de los ejércitos, que siempre se traducen en aumentar la adquisición de armamentos, mejorar las infraestructuras y el adiestramiento de los militares. En el caso de España, ese militarismo tiene un añadido: la pervivencia en el interior de la estructura militar de la ideología antidemocrática de la dictadura franquista, que impregnó toda la estructura militar durante los cuarenta años de dictadura donde los militares gozaron de múltiples privilegios que aún persisten, y que a menudo reaparece en declaraciones públicas de algunos de sus miembros.

Tal militarismo se puede constatar en el Estado español en el presupuesto del Ministerio de Defensa, con la adquisición de los grandes Programas Especiales de Armamentos (PEA). Los PEA tienen su aspecto más controvertido en lo referente a la necesidad de algunas de esas armas que no se justifican de acuerdo con las inseguridades que señala la Estrategia de Seguridad Nacional (ESN).

Los PEA se iniciaron en 1996, año en el que el gasto militar del Estado español fue de 12.551,7 millones de euros corrientes y que en 2022 será de 22.796 millones [7][8]. Estas cifras muestran un colosal incremento que en buena parte se debe a los enormes costes de los PEA mencionados. Igualmente, otro coste importante fue la profesionalización de las Fuerzas Armadas españolas a partir del año 2001, hecho que también abrió el paso a una mayor militarización, pues un ejército profesional es más corporativo e impulsará más enérgicamente que los valores castrenses se impongan con mayor fuerza en la sociedad.

Pero volviendo a los PEA, desde su inició en 1996 hasta diciembre de 2021 alcanzan 33 grandes programas con el colosal coste de 51.664 millones de euros. Unos programas que están destinados a dotar al ejército de potentes armas de última generación para enfrentarse a desafíos en lejanos escenarios, como así indica la Directiva de Defensa del Ministerio de Defensa de acuerdo con los compromisos que el Estado español contrae con organizaciones internacionales como la OTAN, la UE o compromisos bilaterales con otros países[9]. Los PEA no obedecen a las necesidades de la seguridad de la población, pues de acuerdo con lo que indica la ESN, España no tiene amenazas que los justifiquen y, entonces, solo satisfacen los intereses del complejo industrial militar español, que no son otros que los de los accionistas y ejecutivos de las industrias militares; los altos mandos militares, algunos de los cuales acaban entrando como ejecutivos en las empresas militares, o políticos ligados al Ministerio de Defensa que también se integran en las empresas militares[10].

De acuerdo con esas premisas, algunos de esos programas no deberían haberse llevado a cabo y otros deberían haberse reducido en número de manera considerable. Por ejemplo, los blindados de combate Leopardo, Pizarro, Centauro o los actuales Dragón tienen poca operatividad, pues no existe la percepción de que España se vea amenazada por una invasión exterior. Los blindados Leopardo, debido a su peso, no pueden ser transportados en otra de las estrellas de los programas PEA, los aviones A400M, adquiridos para transportar material y tropa a largas distancias, porque solo admiten un peso de 44 toneladas. Algo similar ocurre con otras armas, como los helicópteros Tigre y NH-90, el Obús de 155 mm, el avión de combate EF-2000 y el submarino S-80. Armas para ser desplazadas a largas distancias y que no aportan nada a la seguridad de la población española, pues su seguridad está relacionada con otras amenazas de ámbito social: falta de empleo, de vivienda y diversas coberturas sociales.

Pero la militarización del presupuesto no solo se produce por los PEA; otro elemento a considerar son las propias fuerzas armadas, y no por el elevado número de militares que tiene el Estado español, 120.000, pues un ejército de reducido número lo podría ser igualmente. La militarización del ejército proviene de la Directiva de Defensa Nacional donde se enumeran cuáles son las amenazas a las que se debe hacer frente, a saber: preservar el medio ambiente frente al cambio climático, prevenir pandemias, desastres naturales, crisis humanitarias, ataques cibernéticos, migraciones masivas, crimen organizado, vulnerabilidad energética, inseguridad económica, terrorismo, proliferación de armas nucleares y hacer frente a posibles conflictos armados. A excepción del último, los conflictos armados, ante el resto de amenazas las fuerzas armadas nada pueden hacer para evitarlas. Aunque haya quien piense que sí frente al terrorismo, pero ya se ha demostrado que las fuerzas armadas nada pudieron hacer ante los ataques perpetrados en diversos lugares del mundo, ni en el 11S en 2001 ni tampoco en Atocha, Madrid, en 2011 ni en Barcelona en agosto de 2017.

Entonces, el papel que juega el ejército en España, donde la posibilidad de una guerra entre Estados colindantes ha desaparecido y donde el ejército, desde el punto de vista de la seguridad, tiene una escasa o nula función, fuera de llevar a cabo acciones de emergencia frente a catástrofes naturales (tormentas, incendios, pandemias) –que no son su función, pues deberían estar a cargo de servicios civiles y no de un cuerpo militar–, el principal papel que desarrollan es dar apoyo fuera de las fronteras españolas a los compromisos adquiridos con la OTAN, la UE o la ONU, donde a lo sumo se despliegan no más de 3.000 militares y normalmente siempre equipados con un armamento de escaso potencial en supuestas misiones de paz.

Entonces, ¿por qué no abordar en España una profunda revisión del ejército que rebaje su número y sus capacidades armamentísticas para ponerlas en sintonía con la realidad no solo geopolítica sino también con las necesidades de las poblaciones del entorno mediterráneo y europeo? Ello liberaría enormes recursos de capital que podrían destinarse a una economía más productiva y a necesidades más perentorias para las personas. Solo hay una respuesta: por la existencia del militarismo, tanto en el interior de la cúpula de los grandes partidos españoles, como en el interior de las fuerzas armadas. Las razones: los políticos, por una inercia que proviene de un pasado en el qué no se concibe un Estado-nación sin ejército; el de la cúpula militar, para mantener sus privilegios corporativos. Estos intereses combinados contaminan a la sociedad para que se mantenga un ejército sobredimensionado en número y capacidades militares, cuando la auténtica seguridad que precisa la población española está relacionada con aquellos otros aspectos que son vitales para la vida de las personas: el empleo, la vivienda, la salud, preservar el medio ambiente y las coberturas sociales.

¿Gasto militar o desarrollo humano?

Reinvertir el gasto militar en desarrollo humano es una antigua aspiración expresada en el segundo Informe de Desarrollo Humano (PNUD) de 1992, donde se señalaba que tras finalizar la Guerra Fría se estaba produciendo un descenso del gasto militar mundial y que si una parte, un 3% del total anual, se destinara a ayuda al desarrollo –entonces representaban 50.000 millones de dólares anuales– a la vuelta de diez años, se podrían eliminar las enormes desigualdades existentes en el mundo, y, en especial, acabar con la pobreza que entonces afectaba a unos 1.000 millones de personas. Esta propuesta recibió el nombre de dividendos de paz. Es decir, que la voluntad expresada en el PNUD de 1992, hoy, con el gasto militar mundial actual y aplicando una igual disminución de un 3% anual y destinándola a desarrollo humano de los países empobrecidos se podrían liberar 60.000 millones de dólares para destinarlos a eliminar las desigualdades más perentorias de los países empobrecidos. En especial, se podría acabar con el hambre, que en 2021 afecta a unos 811 millones de personas, y desarrollar la educación y una sanidad suficientes para que sus economías mejoraran.

Otra cuestión. La crisis financiera iniciada en 2008 permitió la disminución de los gastos en defensa en la mayoría de los países del mundo occidental. Por ejemplo, EEUU disminuyó en dólares corrientes su presupuesto en defensa de 752.288 millones en 2011 a 633.830 en 2015. Y España también lo redujo, pasando de 19.418 millones en euros corrientes en 2008, a 16.861 millones en 2016[11]. Si eso fue posible debido a la crisis financiera, ahora con la crisis económica producida por la pandemia de la COVID-19 y con el desafío de hacer realidad los acuerdos ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) para 2030, aprobados por toda la comunidad internacional, que para alcanzarlos tan solo se debería persistir en el camino de disminuir el gasto militar, en especial el de las grandes potencias y el de sus países aliados para convertir los dividendos por la paz en una realidad.

Unos dividendos de paz que se conseguirían mediante la reducción en adquirir armamentos y del número de efectivos militares. Desde luego no se trata de dejar sin empleo a los militares obligados a dejar el ejército o a los trabajadores de las industrias militares; existen múltiples ejemplos de conversión del sector militar industrial al sector civil, como también de reintegrar en el cuerpo estatal de funcionarios a los militares. Esto, además, contribuiría a reducir carreras de armamentos entre países e impedir posibles nuevos conflictos armados. Entonces saldríamos ganando en medio ambiente, habría mayor empleo y más recursos para desarrollo humano. Esa posibilidad existe, y, como siempre, tan solo es cuestión de voluntad política por parte de los gobiernos.

Este texto forma parte de la colaboración entre ESPACIO PUBLICO y FUHEM ECOSOCIAL. Fue publicado en PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global nº 157, pp. 61-71.

[1] Tal como la denominaba el economista Arcadi Oliveres que es quién apadrinó esta denominación. Arcadi Oliveres y Pere Ortega, El ciclo armamentista español, Icaria, Barcelona, 2000.

[2] Stockholm International Peace Research Institute

[3] Heidi W. Garret-Pettier, Job Opportunity Cost of War, Papers, Watson Institute, Brown University, 2017.  Wassily Leontief y Faye Duchin, Military Spending: Facts and Figures, Worldwide Implications and Future Outlook, Oxford University Press, Nueva York, 1983; Wassily Leontief,  Disarmament, Foreign Aid and Economic Growth, Peace Economics, Peace Science and Public Policy, vol.5 (3), 2005; Seymour Melman, El capitalismo del Pentágono, Siglo XXI, Madrid, 1976.

[4] Neta C. Crawford, Pentagon Fuel Use, Climate Change, and the Costs of War, Papers, Watson Institute, Brown University, 2019.

[5] Stuart Parkinson y Linsey Cottrell, (2021), Under the Radar. The Carbon Footprint of Europe’s Military Sectors, European United Left/SGR/ the Conflict and Environment Observatory, 2021.

[6] Pere Brunet, Chloé Meulewaeter y Pere Ortega, Crisis climática, fuerzas armadas y paz medioambiental, Informe 49, Centre Delàs d’Estudis per la Pau, Barcelona, 2021.

[7] El gasto militar aquí señalado incluye el presupuesto del Ministerio de Defensa más todos aquellos otros créditos presupuestarios repartidos por otros ministerios que son de carácter militar. Para mayor información, consultar Pere Ortega, Economía de guerra, Icaria, Barcelona, 2018.

[8] Pere Ortega, Xavier Bohigas y Quique Sánchez, El gasto militar real del Estado español para 2022, Informe 50, Centre Delàs d’Estudis per la Pau, 2021.

[9] No se menciona a las Naciones Unidas porque, en general, las intervenciones de los cascos azules no requieren de ese tipo de armamentos, pues sus misiones están más encaminadas a la mediación e interposición sin necesidad de armas ofensivas.

[10] Los casos más escandalosos son los de los exministros Eduardo Serra en la empresa de capital israelí Everis, afincada en España, y Pedro Morenés, después de haber estado en muchas otras industrias militares ahora lo está en Amper. Para más información, véase Pere Ortega, El lobby de la industria militar espoañola, Icaria, Barcelona, 2015.

[11] Base de datos de Centre Delàs.

La guerra en Ucrania genera un descomunal sufrimiento entre gente normal que nunca habría querido verse implicada en una conflagración sangrienta. Es una obviedad escondida o disimulada, porque en el relato que recibimos sobre lo que pasa en aquel país a menudo se pone mucho más el acento en las posiciones ganadas o perdidas sobre el territorio por uno u otro ejército, en los discursos oficiales, las valoraciones, las expresiones patrióticas, las proclamas belicistas o en la descalificación mutua entre enemigos, que en las muertes, la devastación, la pobreza, la angustia, el dolor, los exilios y el miedo que provocan y han provocado las acciones militares.

La invasión ordenada por Vladimir Putin sorprendió el mundo entero. Casi nadie la preveía y quien la tenía en su agenda guardaba sus planes, pronósticos o informaciones en el más absoluto secreto. Ahora tampoco hay quién se atreva a hacer conjeturas claras sobre cuándo puede acabar la destrucción y el derramamiento de sangre. El enfrentamiento parece indefinido. Hay quién tristemente confía en que el elevado número de bajas mortales y el agotamiento de municiones hará posible el desenlace del conflicto en un momento u otro con la capitulación de una parte. De hecho, es evidente que Rusia mantiene los bombardeos, que Estados Unidos y la Unión Europea han optado por la escalada militar y que todos se abstienen de proponer cualquier iniciativa diplomática o de abrir alguna expectativa pacificadora.

Necesitamos una mentalidad de guerra”, dijo claramente y sin rubor el alto representante de la UE para Asuntos Exteriores, Josep Borrell, en reunión con los ministros de Defensa de esta organización hipotéticamente dedicada a implementar la cooperación entre sus estados miembros y a servir a los intereses de la ciudadanía.

Borrell, que tiene adjudicada la máxima responsabilidad sobre la “diplomacia europea”, anunció que Europa occidental ha de fabricar centenares de miles de proyectiles, tiene que vaciar sus arsenales y dedicar un presupuesto extraordinario a la compra de armamento y munición a terceros países para apoyar al ejército de Ucrania.

Tras este propósito seguramente existe una buena y creciente dosis de visceralidad, y de brutalidad irracional, por qué no decirlo. Frecuentemente los comportamientos de algunos participantes en cumbres y reuniones en los más altos niveles de la vida política son mucho más impulsivos y vulgares de lo que se piensa desde la sociedad civil, pero hay que suponer que tras las grandes decisiones, como la nueva apuesta belicista occidental, también existen estrategias pensadas que se ocultan o disfrazan bajo un lenguaje aparentemente humano. En esta guerra, como en tantas otras, la verdad es una de las primeras víctimas.

Tal y como se explicó recientemente en un encuentro organizado por este diario sobre ‘Qué puede hacer Europa para la construcción de la paz en Ucrania’, “falta información fiable sobre el desarrollo de este conflicto”, y quien procura realizar una tarea periodística rigurosa “lo hace en medio de un océano de desinformación que en nada ayuda a saber lo que pasa”. Cada día se nos suministran  “análisis” e “informaciones” subordinadas a la propaganda difundida por responsables de gobiernos, ejércitos y aparatos de Estado en general.

“Una de las consecuencias inmediatas de esta guerra, en la cual la información sobre el conflicto está sometida a la censura primaria de los estados mayores, a la censura secundaria de las corporaciones mediáticas y a las cajas de resonancia y propagación de las redes sociales, es que el acercamiento a los hechos no garantiza más que grados variables de certeza”, explica el escritor Raúl Sánchez Cedillo en un libro (*) repleto de argumentos en favor de una “política emancipadora, en contraposición a la propaganda de guerra y la instauración de un régimen de guerra en nuestras sociedades”.

Esta opacidad ha hecho imposible conocer, por ejemplo, lo que prevén los más altos responsables militares ante las alusiones a la posible utilización de los arsenales nucleares. Analistas y expertos en geoestrategia especulan sobre si llegará un momento en cual el régimen de Vladimir Putin se sienta arrinconado por el bloque occidental hasta el punto de recurrir al armamento atómico, sobre la medida en la cual lo utilizaría y sobre cuál sería la respuesta de la OTAN y la Unión Europea.

Hay que suponer en cualquier caso que ministros y mandos militares contemplan esta hipótesis y que ninguno de ellos frivoliza sobre el significado de hechos tales como la suspensión por parte de Rusia de su colaboración en el tratado START. Nadie puede ignorar que el descontrol de los arsenales nucleares puede acercar la humanidad a escenarios indudablemente apocalípticos.

El derecho de la población ucraniana a defender su soberanía y a exigir la retirada de las tropas rusas es indiscutible pero, tal como explicaron en reciente conferencia Pere OrtegaTica Font, investigadores del Centre Delàs d’Estudis per la Pau, “cuando hay posibilidad de guerra nuclear es imposible hablar de guerra justa”. Ninguna persona sensata puede creer que la resolución de un conflicto como el de Ucrania puede venir dada por la utilización de armas atómicas de cualquier alcance. Cuesta imaginar los efectos terroríficos y devastadores de una nube nuclear en territorio europeo. Es una posibilidad que no se puede descartar. De momento, la escalada militar que propician la OTAN y la UE no ofrece otra perspectiva que el horror sin fin, el caos y la prolongación indefinida de la catástrofe humanitaria.

La confrontación militar en Ucrania no empezó en 2022. Los prolegómenos hay que situarlos en 2014, pero nadie puede dudar de que la guerra actual, que ha sido dibujada por muchos medios como una “guerra de autodefensa”, se ha agravado exponencialmente e internacionalizado desde hace un año después de una invasión criminal, la del ejército ruso. Aun así, aunque no se dice con suficiente frecuencia, resulta evidente para cualquier persona que no cierre los ojos que millones de ucranianos se han visto obligados a buscar refugio lejos de su tierra y que decenas de miles de personas han perdido la vida como consecuencia de un choque de intereses y lógicas que poco tienen que ver con los de la población normal de Ucrania y de Rusia. Choques de intereses entre oligarquías de estos dos países, entre los dirigentes rusos y los del OTAN y también entre Estados Unidos y China.

“Todas las guerras tienen solución, si se actúa sobre sus causas”, explica Ortega, pero hasta el momento no se ha podido ver ninguna iniciativa gubernamental en esta dirección. Por no haber no hay ni siquiera una propuesta de alto el fuego por parte de algún país occidental.

Tica Font y otras personas dedicadas a la investigación y estudio en favor de la paz coinciden en que “la invasión de Ucrania marca el inicio de una nueva era”, “un cambio de ciclo”, “un horizonte de imprevisibilidad sin precedentes en el último medio siglo”.

Quién quiera hacerse una idea sobre lo que nos espera es preciso que intente filtrar la información que recibe y que no dé por buena la que aparece claramente sesgada y que se nos ofrece cotidiana y constantemente. Hay que interesarse por los abundantes episodios trágicos que ha sufrido el pueblo de Ucrania a lo largo de su historia bajo los efectos del capitalismo, la guerra, el fascismo, el estalinismo y la contaminación nuclear… Y además, hay que escuchar y leer atentamente a los estudiosos sobre el tema y no dejar de buscar respuestas en sus textos y conferencias a una serie de preguntas bastante complejas:

¿Por qué proliferan los gobernantes apologetas de la guerra? ¿A quién beneficia la prolongación del conflicto? ¿Qué papel juegan y han jugado los oligarcas rusos y ucranianos? ¿Qué recursos naturales y económicos se encuentran en disputa? ¿Representa Rusia una amenaza militar que se pueda eliminar? ¿Por qué existe consenso en la UE sobre la conveniencia de aumentar los gastos en Defensa? ¿Qué sentido tiene la ampliación de la OTAN hacia el Este a pesar de la oposición de Rusia? ¿Qué efectos tiene el crecimiento de esta alianza militar sobre el mercado de las armas? ¿China ha formulado una propuesta en 12 puntos en favor de la paz. ¿A quién la ha dirigido? ¿Cómo hay que interpretar las recientes y múltiples advertencias de Estados Unidos contra China en los ámbitos económico, tecnológico y militar? ¿Qué nuevas formas de guerra y qué tecnologías se ponen a prueba en este conflicto? ¿Se puede recomponer de alguna manera el control sobre el armamento nuclear? ¿Por qué el pacifismo no despierta y no consigue movilizar multitudes ante la tragedia ucraniana? ¿Hasta qué punto podrán mantener las autocracias rusa y ucraniana en la represión de las libertades en sus respectvos países? ¿Por qué motivo se presenta el apoyo occidental a Ucrania como una acción en defensa de la democracia?

Hay que despejar incógnitas y buscar respuestas a todas estas y otras preguntas porque la necesidad de iniciativas pacificadoras adecuadas a la situación es acuciante, en defensa de la vida. Hay que “sabotear” de alguna manera “las condiciones que hacen posible el régimen de guerra”, afirma Sánchez Cedillo en su trabajo. Esta guerra, piensa, no finalizará en Ucrania, porque “más allá de efímeras treguas o de solemnes acuerdos de paz, que se violarán tan pronto como sean firmados, en ella se concentran contradicciones y antagonismos de tres tipos, todos irreconciliables bajo el actual estado del capitalismo: un conflicto de independencia nacional, un conflicto interimperialista y un choque de hegemonías en el sistema-mundo”.

Sánchez Cedillo considera “indecente prescribir a una población civil sobre cómo se tiene que comportar ante una agresión militar contra su territorio”, pero también se pregunta sobre si tiene algún sentido hablar de “guerras justas” en un “ecosistema biopolítico dominado por las máquinas de guerra… que impiden el control político de la guerra”. “Si queremos seguir hablando de guerras justas, será de aquellas en las que se juega la existencia física misma de pueblos y culturas enteros”, dice, y hace referencia al pueblo kurdo en Rojava, al palestino contra el militarismo de Israel o al saharaui, pero pide que se descarte para siempre la idea según la cual “de una guerra moderna puede surgir una democracia emancipadora o que una democracia pueda ser compatible con una guerra moderna”. Para ilustrar claramente el valor que otorgan a la democracia los dirigentes de las partes enfrentadas en la guerra en Ucrania, el autor señala reiteradamente que tanto las oligarquías rusas como las ucranianas se acusan mutuamente de fascistas y neonazis mientras unas y otras alimentan y utilizan mercenarios y combatientes nazi-fascistas en los campos de batalla.

En este contexto, el activismo pacifista, el antimilitarismo y las prácticas no violentas se presentan como las líneas de acción política más realistas y sensatas para encarar el nuevo ciclo abierto con esta guerra. Los partidarios de la desobediencia civil se han cargado una vez más de razones para extender su movimiento.

En Ucrania, la objeción de conciencia quedó derogada con la ley marcial, pero miles de jóvenes han eludido el reclutamiento obligatorio o han desertado de las unidades militares, explica Aitor Balbás Ruiz, en el epílogo del libro de Sánchez Cedillo.

En Rusia, la deserción también se presenta como una alternativa a pesar de las penas de prisión previstas en la reforma del código penal aprobada por la Duma contra quien incumpla las órdenes de movilización o la ley marcial. El grado de conciencia antimilitarista no es mayoritario, pero mucha gente huyó, confirmó la periodista rusa y colaboradora de PúblicoInna Afinogenova, en el citado encuentro organizado por este diario. “Hay que dar la mano a todos aquellos que no quieren coger una arma”, concluyó.

Ellos no necesitan la mentalidad de guerra que exige Borrell. Objetivamente solo interesa a quienes sacan provecho directo o indirecto del negocio de las armas y quienes desean tener más control sobre la extracción de minerales y la producción de alimentos para acumular más y más capital, aunque estas ambiciones nos conduzcan hacia la barbarie.

(*) Sánchez Cedillo, Raúl. Esta guerra no termina en Ucrania. Katakrak, noviembre 2022. 

Público’ y la Fundación Espacio Público organizan, con motivo del primer año de la entrada de los tanques a Ucrania, el acto ‘¿Qué puede hacer Europa para la construcción de la paz en Ucrania?’. El evento acoge a expertos como la periodista rusa instalada en España desde el momento en el que surgió el conflicto Inna Afinogenova; la copresidente de Transform! Europa, Marga Ferré; el colaborador de Público, excorresponsal en Rusia, antiguas repúblicas soviéticas, Japón y Corea y experto en geopolítica y seguridad mundial, Juan Antonio Sanz; y con Jordi Calvo, doctor en paz, conflictos y desarrollo, economista e investigador, además de coordinador del Centre Delàs y miembro de la Junta del International Peace Bureau. La mesa redonda está moderada por la directora adjunta de nuestro diario y experta en temas internacionales, Esther Rebollo. La inauguración corre a cargo del periodista de la Fundación Espacio Público, Marià de Delàs, y la clausura está protagonizada por la directora de Público, Virginia Pérez Alonso.

¿Existen otras formas de afrontar un conflicto como el de Ucrania? ¿Cómo se articula el derecho de la población a defenderse sin el envío de armas a Ucrania desde una perspectiva pacifista? ¿Quiénes son los principales interesados en que se produzca un aumento en el gasto militar? ¿Está recibiendo la población información correcta sobre la guerra en Ucrania? A estas y a otras preguntas respondieron Jordi Calvo, vicepresidente de la International Peace Bureau; Pere Ortega, del Centre d’Estudis per la Pau J.M. Delàs; y Itziar Ruiz-Giménez, profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid; participantes en este debate organizado por Espacio Público y moderado por Virginia Pérez Alonso, directora de ‘Público’.

A veces tenemos la posibilidad de leer y/o escuchar a personas que se pronuncian clara y sinceramente en favor de la igualdad, la paz, en contra de la extensión de la injusticia y que lo hacen con especial elocuencia. Gente que tiene capacidad de promover solidaridad. Mujeres y hombres que demuestran más o menos abundancia de conocimiento pero que comunican bien y saben exponer ideas de contenido social, contrarias a la violencia, dirigidas a las colectividades. Algunas de estas personas, en algún momento, puede ser que ganen poder de convocatoria. Pueden resultar convincentes y esto las puede convertir en candidatas a ocupar determinados espacios dentro de las instituciones. De hecho, algunas ganan lo que se conoce como capacidad de liderazgo.

Necesitamos gente de este tipo, no cabe duda, siempre y cuando no pongan esta cualidad al servicio de ambiciones de acumulación de poder personal.

Esta decantación se produce a menudo y los efectos resultan nefastos para las entidades, organismos, sectores sociales y/o naciones que consiguen “liderar”, porque no solo quieren poder, sino que intentan incrementarlo y perpetuarse en sus cargos. Lo hacen a veces en nombre de “valores” siempre invocados por los autoritarios: la patria, los intereses reales de la ciudadanía, la seguridad, las razones de Estado, el bienestar… Se trata de personas que intentan monopolizar el derecho a la palabra, que difícilmente participan en movimientos o iniciativas que no encabecen, que sólo les interesa la presidencia, el ministerio, la alcaldía, la secretaría general, el cargo parlamentario, la magistratura, el mando, la dirección… y que desde estas posiciones no dudan en acusar a sus antagónicos de su propio mal, de querer poner sus proyectos personales por encima de los proyectos públicos de interés general.

Algunos de ellos manifiestan una acusada tendencia a perpetuarse en posiciones de control. Cuando les parece que se acerca o ha de llegar el momento de su relevo alegan que tienen que seguir en el cargo para terminar el «trabajo pendiente», a pesar de que sólo les pide su permanencia gente que ha hecho cierta carrera a su lado, personas que llevan tanto tiempo en la vida política o institucional que tienen dificultades para ejercer una profesión u oficio cualquiera. Si aparece algún discrepante le acusan de querer dividir, de romper la necesaria unidad.

Afortunadamente existen respetables excepciones, numerosas, pero el anhelo de poder, económico, administrativo, militar… es una plaga social contra la cual no se han encontrado fórmulas definitivas de curación. Es una enfermedad que transforma personas en “líderes”, más o menos carismáticos, inteligentes o preparados, que se sienten capacitados para marcar caminos a seguir al resto de la población y castigar violentamente o marginar a quién no siga sus directrices. Personajes que prescriben pensamientos y comportamientos, que interpretan el ejercicio de la libertad de los otros como un gesto de enemistad y que toman distancias con cualquier ser humano inclinado a reflexionar por su cuenta. Los celos en relación a personas que les puedan hacer sombra les lleva a construir un entorno de colaboradores grises, atemorizados, dóciles y sumisos, dispuestos a actuar contra el disidente o el contestatario.

La enfermedad se agrava a veces hasta el punto de hacer aparecer como ‘líderes’ a personas mediocres, incapacitadas para transmitir ni el más mínimo conocimiento, sin otra virtud que la habilidad para utilizar márgenes de maniobra dentro de los aparatos.

Convendría que dentro de la vida política y social exploráramos caminos para corregir estos comportamientos. A lo largo de la historia hemos visto dirigentes que se han presentado a sí mismos como ‘proyectos políticos’ en sí mismos. Los vemos también en la actualidad. ‘Proyectos’ sin ideas, sin propuestas ni modelos que puedan generar, razonablemente, esperanzas en un futuro pacífico e igualitario, sin amenazas, en el cual los comportamientos solidarios no sean la excepción, donde no se imponga la ley del más fuerte.

Hay que desconfiar de los individuos que esperan encarnar de alguna manera en su cuerpo y alma lo que desea la población y que aspiran a convertirse en autoridades facultadas para restringir libertades y pedir lealtad y respeto por el poder que han logrado. Su discurso a menudo se encuentra muy vacío de contenido, pero lo tienen que llenar de palabras y tienen que buscar adjetivos. Entonces dicen que representan algo diferente, patriótico, nuevo, moderno, amplio, muy grande, progresista… No precisan en qué sentido hay que progresar y cuando lo hacen a menudo se constata que se adaptan a los objetivos del poder principal, el económico.

Lamentablemente a menudo estos personajes también identifican el ejercicio de su autoritarismo con la defensa de la democracia. Y de la libertad y de la paz. Incluso de la solidaridad. Lo hacen sin complejos y procuran hacerse con el aparato comunicativo suficiente para extender esta idea. Si les hace falta y pueden, silencian al disidente, lo criminalizan, lo expulsan o lo reprimen.

Por fortuna hay gente que practica el pensamiento libre, y crítico, que propicia el debate como fuente de conocimiento, que no ambiciona ningún tipo de poder personal y no permite que ninguna autoridad invada su cerebro.

Gente que explica en estos días lo que es obvio, que la democracia es incompatible con el capitalismo, que la paz no se construye con armamento y que denuncia que la industria militar no desaprovecha ocasión para crecer, en base a la destrucción de medios de subsistencia y al empobrecimiento de franjas cada vez más amplias de población.

La nueva guerra trae consigo y traerá más pobreza y sufrimiento, dentro y fuera de Ucrania y de Rusia y a la vez más enriquecimiento de los más ricos. “Las armas exigen guerras y las guerras exigen armas”. Para hacerlas, tal como señaló de forma bastante elocuente el periodista Eduardo Galeano, “siempre se invocan nobles motivos, se mata en nombre de la paz, de Dios, de la civilización, del progreso”.

Resulta imposible no recordar hoy a un pacifista radical, impulsor de la economía social y solidaria, respetado por sus argumentos sobre la existencia de otro mundo posible basado en la justicia social y el respeto por los derechos humanos. Nos dejó ahora hace un año. Arcadi Oliveres, tan elogiado por todo el mundo y al mismo tiempo tan ignorado por muchos de quienes le aplaudieron, no aspiraba a ninguna posición de poder. Denunciaría a todos aquellos que ante la guerra en Ucrania recetan más gasto militar. Denunciaría a los beneficiarios y a sus cómplices, pero no dejaría de explicar que los habitantes de nuestro planeta podemos encontrar caminos para gobernarnos de otro modo.

¿Cuándo llegará este momento?

Notas:

*Foto destacada: Devastación en Borodyanka, cerca de Kíiv, Ucrania — Oleg Petrasyuk / EFE