La extrema derecha cada vez tiene más fuerza en las instituciones y hace tiempo que suenan señales de alarma. Los progresistas reflexionamos sobre la manera de actuar ante este fenómeno.

«Progresismo» es una expresión que usamos últimamente con una frecuencia extraordinaria para referirnos de manera muy imprecisa a organizaciones situadas a la izquierda de los mapas políticos de diferentes territorios, particularmente de Catalunya y del Estado español. En los últimos tiempos utilizan muy a menudo esta palabra personajes públicos que no hace mucho anunciaban la llegada de la nueva política y explicaban que la distinción entre izquierda y derecha había perdido utilidad. Desde el actual gobierno español se ha reivindicado el «progresismo» hasta la saciedad, y ahora, en campaña, esta palabra se pronuncia ya de manera constante, sin sentido alguno de la medida.

Tiempo atrás tuvo otras acepciones el «progresismo». Tuvo y todavía tiene incluso una abreviatura, con cierta connotación a veces despectiva, con la cual nos referíamos a personas que intentaban romper aparentemente con las formalidades de la vida social del establishment. Al típico ‘progre’, en otro tiempo, se le podía distinguir por su talante, que podía parecer más o menos radical o contestatario, pero también por su aspecto. Desde finales de los años sesenta, las melenas, pañuelos, ropa tejana, botas de piel vuelta, barbas y zurrones permitían identificar a un ‘progre’ sin mucho margen de error. Con el tiempo todo eso cambió. Hoy prescinde de la corbata, viste informal y habla chapuceramente cualquier alto ejecutivo de empresa multinacional.

Dibujo de Lluís Juste de Nin

A lo largo de la historia, sin embargo, la denominación «progresista» se ha utilizado para referirse a causas muy diversas. Algunos ejemplos resultan ilustrativos para significar la ambigüedad del concepto:

Federación Progresista fue el nombre elegido por el economista Ramón Tamames y por otros disidentes del Partido Comunista de España para la fundación, a mediados de los 80, de una organización política de corta vida. Cómo cambian las cosas…

Mucho antes de todo eso, en el siglo XIX, el Partido Progresista agrupó a políticos liberales, defensores de una monarquía constitucional, que consiguieron cuotas más que importantes de poder político gracias al apoyo de sectores del ejército.

Podríamos recordar una gran cantidad de ejemplos antiguos y recientes, pero ¿Quién dice hoy en día que no es o que no quiere aparecer como progresista? «Progresista» es lo contrario de «reaccionario». A la gente de derechas, salvo a algún descerebrado, no le gusta que la califiquen de reaccionaria. Lo que quieren es que se les considere «de centro» o, como mucho, del «centro conservador» o del “centro-derecha».

Actualmente cuando se habla de progresismo no se explica casi nada sobre la naturaleza de las ideologías y de los proyectos políticos hipotéticamente contrapuestos que engloba. En realidad, casi no se habla de proyectos. ¿Existen diferencias claras e importantes entre las propuestas sociales del PSOE, las de Sumar, Esquerra Unida, Podemos o de los Comuns? ¿Quién es más de izquierdas o más socialmente «progresista», el PSC o ERC? ¿La Catalunya del futuro que sueñan los dirigentes de ERC es muy diferente a la que imaginan los de Junts per Catalunya? ¿Es más justa, más democrática o más igualitaria la sociedad que desean o imaginan para las futuras generaciones unos y otros?

Todos proclaman que quieren «mejorar la vida de la gente», pero socialistas y comunistas ya solo guardan un recuerdo desdibujado y lejano de los proyectos revolucionarios y de los programas políticos que dieron sentido al nacimiento de sus organizaciones. Para la mayor parte de la población la palabra «socialista» solo es una denominación, para referirse a los afiliados a una gran entidad, el PSOE. Hace muchas décadas que esta palabra, «socialismo», ya no sirve para referirse a un sistema de relaciones sociales y económicas alternativo al actual. Tal como dejó escrito el historiador Josep Fontana (1), las organizaciones de la izquierda tradicional «no solo aplazaron los objetivos por los cuales decían estar luchando desde 1939, sino que renunciaron a ellos para siempre».

¿Qué quiere decir pues ser «progresista»? ¿En qué consiste el «progreso»? ¿Progresismo, para qué?

Cuando los marxistas, conocedores de la obra de Karl Marx, «utilizan los términos progreso social o progreso histórico, se refieren a un proceso estrictamente definido y casi exactamente mensurable: las posibilidades de desarrollo de las fuerzas productivas, medidas por la productividad media del trabajo». Ernest Mandel lo explicaba de este modo en 1983 (2) para recordar que el sistema capitalista constriñe implacablemente a la humanidad a producir por producir y que los adelantos sociales reales siempre han sido consecuencia de actos de «resistencia, rebelión y revolución contra la injusticia, la desigualdad, la explotación y la opresión».

¿Tiene algo a ver el «progresismo» con el crecimiento económico? ¿Por qué se presentan siempre los incrementos del PIB como datos positivos a pesar de las ya evidentes consecuencias catastróficas de la sobreexplotación de los recursos del planeta?

¿Es progresista que las rentas del capital crezcan y que la flexibilidad del mercado de trabajo se mantenga inalterable sobre fórmulas medio reformadas de contratación y despido?

El incremento del salario mínimo benefició a muchas personas, qué duda cabe, pero ¿se puede pasar por alto que las políticas gubernamentales y los acuerdos entre sindicatos y patronal en materia de salarios no impiden la devaluación inexorable del poder adquisitivo de las asalariadas?

Vemos como más de la mitad de las mujeres jubiladas se ven obligadas a sobrevivir con pensiones miserables. Una cuarta parte de la población de Catalunya vive por debajo del umbral de la pobreza, un nivel que no consigue superar el 10 por ciento de trabajadoras y trabajadores con ocupación. El número de personas que duermen en la calle crece. El banco de los alimentos se ha visto obligado a reducir en un 20 por ciento la cantidad de alimentos que distribuye entre sus usuarios como consecuencia del encarecimiento de los productos.

Esta realidad y muchos datos como estos no se tendrían que esconder. Si se tuvieran presentes en el balance de la acción de los gobiernos progresistas quizás se podría empezar a reflexionar sobre los motivos por los cuales la derecha crece y la ultraderecha gana peso en las instituciones.

A veces hemos visto o leemos discursos en los cuales desde el «progresismo» se afirma que la precariedad laboral ha desaparecido y que ya existen garantías para el ejercicio del derecho a la vivienda. Discursos que tienden a considerar que la población que vota a la derecha o ignora las convocatorias a las urnas es más bien tonta, porque no sabe ver la buena gestión gubernamental y los cambios legislativos en favor de las mujeres, del trabajo estable, las prestaciones sociales, pensiones, fiscalidad, vivienda, salud, educación, seguridad…

La responsabilidad de esta ignorancia la tienen, según estos progresistas, los medios de comunicación, que no hacen otra cosa que desinformar sistemáticamente a la ciudadanía. No les falta una parte importante de razón a quienes constatan el estado lamentable de un sistema mediático extremadamente dócil con el poder económico y que cotidianamente transmite una percepción de la realidad totalmente sesgada, pero las raíces del crecimiento del voto en favor de los económicamente poderosos tiene otras raíces más profundas.

Los análisis demoscópicos sobre quién vota qué, y sobre qué sumas y restas se pueden hacer con unos y con otros para ganar peso en parlamentos, ayuntamientos y diputaciones son necesarios, pero también son del todo insuficientes para explicar comportamientos sociales. Los gritos de «no pasarán» emocionan y responden a voluntades necesarias, a pesar de que resultan demasiado endebles actualmente para evitar la derechización de la sociedad.

Las causas del desencanto de la gente trabajadora con los actores políticos que en otro tiempo la representaron se encuentran en la incapacidad de estas entidades de salir de la ambigüedad, de transmitir confianza en la posibilidad de un cambio social. Si además de promesas incumplidas, a los excluidos de la sociedad y a todos aquellos que ven amenazado su futuro y el de sus hijas e hijos, el progresismo del siglo XXI no les puede ofrecer mejor perspectiva que un balance de pequeños remedios para grandes enfermedades, a nadie le tendría que sorprender el crecimiento de la derecha.

Y si al mismo tiempo, desde el progresismo gubernamental se aplauden los discursos de la Corona, se justifica la represión contra personas migrantes, se pone en cuestión la libertad sexual de las mujeres, se aprueba el aumento extraordinario de los presupuestos en armamento, se niega el derecho de autodeterminación de los pueblos, como el saharaui, se criminaliza el soberanismo de catalanes, vascos y gallegos, se acepta resignadamente la conversión de servicios públicos en oportunidades de negocio, se potencia la construcción de nuevas infraestructuras que atentan contra la biodiversidad y el medio ambiente y se facilita que la transición energética se realice de acuerdo con los criterios de las grandes empresas, se dificulta que sectores importantes de población vean lo que se esconde en los mensajes del populismo autoritario y tomen conciencia de la necesidad de hacer frente a la derecha .

En algún momento la izquierda organizada tendrá que reflexionar y movilizar en favor de causas tales como la racionalización de las rentas, la producción y del consumo, la detención de la destrucción del planeta, la desaparición de la opresión de género, la igualdad económica, la eliminación de la banca privada, la desprivatizació de todos los servicios públicos y sociales, la desburocratización de las administraciones, el control democrático de las fuerzas de seguridad y su depuración de elementos ultraderechistas, la eliminación de las inversiones en armamento, el reconocimiento del derecho a tener derechos de las personas migrantes, la democratización del poder judicial, el derribo de la monarquía… En algún momento habrá que rescatar y renovar ideas socialistas y republicanas y explicar que el progreso en esta dirección no solo es posible sino necesario.

El futuro de la izquierda depende de la buena gestión que pueda realizar cuando obtiene representación en ayuntamientos, parlamentos, gobiernos y entidades públicas, pero sobre todo dependerá de su capacidad de cambiar las estrategias, para no dilapidar periodos de ilusión colectiva y de fuerza popular como los vividos en los años 70 y en la segunda década de este siglo, en el Estado español y particularmente en Catalunya. El futuro de la democracia depende de la capacidad de los demócratas de impugnar el sistema actual y de dibujar un horizonte de efectiva igualdad de derechos.

Notas:

(1) Josep Fontana. La Formació d’una identitat. Una història de Catalunya. Editorial EUMO, 2014

(2) Ernest Mandel. Marx, Engels y el problema de la doble moralViento Sur, n.º 187. Abril 2023

Hace unos días, tan pronto como las circunstancias creadas por la pandemia del covid-19 lo han permitido, el Movimiento Laico y Progresista de Aragón (MLPA) ha celebrado en Zaragoza su 25 aniversario.

En el acto, muy concurrido y con una asistencia muy destacada de gente joven, fueron presentados dos libros: Nietas de la República de Jordi Serrano y Asaltar los suelos, en el que han participado varias de las personas que destacan lo más interesante de sus experiencias sobre su colaboración con el MLPA.

Fotografía de Alex Sahún Abad.

Instaurado en una única Comunidad Autónoma, la de Aragón, este movimiento reúne algunas características muy específicas entre las que destaca su defensa de la laicidad. Y aprovechando este 25 aniversario, la Fundación Espacio Público ha querido conversar con tres de sus protagonistas.José Luis Palacios, coordinador del MLPA y uno de sus impulsores nos dice: El MLPA es una confluencia de una decena de organizaciones que desde postulados laicos y progresistas pretende organizar a la población juvenil y sumarla al conjunto de luchas sociales que pugnan por un mundo mejor, contra un orden internacional que no podemos aceptar. Nace tras el cierre de las 150 Casas de Juventud de Aragón, una red de espacios juveniles autogestionados, impulsada por los ayuntamientos democráticos de izquierda. El PP llegó al poder municipal y autonómico en el noventa y cinco y se aprestó a acabar con esos escenarios de participación social. Su núcleo militante constituyó esta red que llamamos MLPA. Una red que agrupa a centenares de militantes capaces de concitar la participación de decenas de miles de jóvenes en las tres mil actividades que organizan cada año.

José Luis Palacios. Fotografía de Alex Sahún Abad.

Quiero destacar el enorme potencial que tiene cualquier proceso de participación colectiva para el cambio social, con tal de que esté mínimamente bien enfocado. Lo vimos en el 15-M, o en cualquiera de las ‘mareas’ en defensa de los servicios públicos. Y lo vemos en esta pequeña gota de agua que es el Movimiento Laico y Progresista de Aragón en el río de movimientos sociales que existen en nuestro país: Las asociaciones del MLPA, con la enemiga de la derecha, han resistido durante veinticinco años: han agrupado a miles de jóvenes -en un trabajo de formación tildado de inocuo e incomprendido por buena parte de la izquierda-. Pero ese trabajo de base es el que ha permitido que nuestra organización incorporara esa energía juvenil al conjunto de las luchas que se han dado en este cuarto de siglo: la guerra de Irak, el trasvase del Ebro, las movilizaciones en defensa de los servicios públicos… Y mientras tanto, ante la ausencia de recursos para los movimientos asociativos, ha creado sus propios espacios: el Centro de Formación La Nave, con 150 plazas para la formación militante en régimen de estadía; y el Ateneo Laico Stanbrook.

Sí, somos solo una gota de agua en el río que pugna por el cambio social. Pero un río está compuesto de muchas gotas. Por eso la izquierda social, política y sindical no debió abandonar el trabajo con la gente; y deberá volver a la acción de base en los barrios y los centros de trabajo y enseñanza. Nosotras jugamos mucho con la idea de “asaltar los suelos” frente a el “asaltar los cielos” de Marx. Solo desde la autoorganización de la ciudadanía, en sus cosmos vitales, se acumulará suficiente energía para otros asaltos más aéreos, continúa diciendo.

Uno de los espacios que habéis construido es el Ateneo Laico Stanbrook. ¿Por qué este nombre? le preguntamos

El Stanbrook fue el penúltimo barco que salió del puerto de Alicante el 28 de marzo de 1939 con 2.638 personas a bordo. El coraje cívico del capitán Archibald Dickson salvó a esos republicanos y republicanas de la muerte o los campos de concentración franquistas. Nuestra organización siempre ha estado muy preocupada por la ruptura del hilo rojo que une a las distintas generaciones de militantes sociales. Nombrar a nuestro Ateneo con el nombre de uno de los barcos que salvaron la vida a miles de españoles era, aunque simbólicamente, reconstruir ese hilo y reafirmarnos en nuestros valores republicanos. Antonio Marco Botella, un esperantista de los años treinta, valenciano afincado en Zaragoza, fue uno de esos heroicos pasajeros. Intervino en el acto de inauguración del Ateneo. La emoción invadió a los jóvenes militantes que escucharon sus palabras, nos contesta

Y para finalizar, añade que los principales retos del para el futuro son que el MLPA tiene la capacidad para incorporar a su acción a mucha gente, de alcanzar un impacto social inusual en este tiempo de atonía. Pero ha perdido mucho músculo orgánico; dos años de pandemia han dificultado enormemente los procesos de formación de las personas que lo componen y dirigen. Recuperar la “organicidad” del pasado, fortaleciendo sus estructuras internas, es el reto inmediato. La apertura de los Ateneos Quanza y Sinaia, en Huesca y Teruel; o la reconexión con los movimientos sociales de izquierda, son nuestros objetivos en los dos próximos años.

Y además de hablar con un veterano activista con muchos años de experiencia , hemos querido conversar también  con una mujer joven. Se trata de María Korkóstegi Sola, de 16 años, coordinadora de Fadea (federación de estudiantes) del MLPA en el IES Clara Campoamor de Zaragoza, que nos cuenta cómo entró en contacto con este movimiento:

María Korkóstegi Sola. Fotografía de Alex Sahún Abad.

Conocí el MLPA con trece años, estaba una noche en Torrellas, el pueblo de Zaragoza donde se ubica el Centro de Formación asociativa La Nave. Mi entorno familiar participó en la fundación de la red de entidades laicas. Decidí quedarme esa noche con los militantes de las asociaciones de medias que ese finde se reunían en La Nave. Allí conocí a varias personas que me dieron seguridad y me animaron incorporarme al movimiento, nos dice.

Me impulsó a participar en este movimiento  laico sentir que los jóvenes tenemos una voz y podemos cambiar cosas. El feminismo no es solo cosa de adultos, sino que tiene que llegar a la juventud. La lucha contra el cambio climático, contra el racismo y la xenofobia, la integración e igualdad de todas las personas son los objetivos que mueven mi lucha.

La única manera de mejorar la vida de la gente joven en Aragón es organizándose para ello. Y para organizarse se necesita sentir partícipe de un grupo; en nuestras organizaciones eso se da de una manera natural. Es necesario crear proyectos y compartirlos con personas. Y sentirse orgulloso de ellos. Porque los cambios que se logran desde una organización no son solo hacia el exterior, sino que modifican a las propias organizaciones y a la vida de sus militantes, concluye.

Otro de los libros presentados en este acto es Nietas de la República  de Jordi Serrano Blanquer, historiador y rector de la Universitat Progressista d’Estiu de Catalunya (UPEC) con el que también hemos tenido la oportunidad de conversar.

La falta de participación y asociacionismo durante la dictadura “pesa como una losa en las mentalidades colectivas”, dices en el libro. ¿Cómo se refleja eso en la democracia de hoy?

Vivimos en una democracia de muy baja intensidad, con los índices de participación asociativa más bajos de Europa. Algunos autores dicen que es porque España, Grecia y Portugal somos mediterráneos, ¿No será porque tuvimos los tres países dictaduras muy longevas? Además, los constituyentes tenían miedo a la participación y se ha conseguido ahogar todos los intentos de tener unos niveles de participación europeos. Había y hay miedo a los niveles de participación asociativa, política, juvenil y sindical de la II República. En este libro documento un gran ejemplo de lo que afirmo

Explicas con una gran profusión de datos a la gente joven que durante la II República “la participación popular fue extraordinaria, enorme”, aunque con poca participación de las mujeres que apenas participaban en la vida social. ¿Cómo ves hoy la participación de la juventud y especialmente de las mujeres en asuntos políticos y sociales?

Jordi Serrano. Fotografía de Alex Sahún Abad.

Hubo un momento extraordinario e histórico de la participación de las mujeres en la vida colectiva y es cuando las chicas se hacen con la dirección de la Juventudes Socialistas Unificadas porque los chicos van al frente. Algunas incluso fueron al frente: las milicianas. Una revolución brutal. Esto está descrito en el libro de Teresa Pàmies “Cuando éramos capitanes”. Pàmies fue de la JSU y gran escritora casada con Gregorio López Raimundo el gran líder del PSUC nacido en Tauste.

Si nos trasladamos a la actualidad se ha dado un salto espectacular. La participación de las mujeres se da en todas partes, es una revolución exitosa e imparable. Estudian más, se preocupan más por lo colectivo, leen más, están más asociadas. Si hablamos de la juventud en general, creo que los adultos han sido muy poco autocríticos y se cabrean cuando los jóvenes quieren participar. Se ha visto como han intentado liquidar las expresiones políticas del 15M.

¿Qué significó para la participación juvenil la entrada de la izquierda en las instituciones a partir de 1979?

Veníamos de la brutal crisis de participación juvenil justamente en el momento que se llega a la democracia. Se le llamó el desencanto. En los jóvenes fue anterior y una auténtica carnicería, que se agravó con la llegada de la heroína que hizo estragos. Hay que recordar que del ciclo electoral las elecciones municipales fueron las últimas, dos años más tarde, precisamente por el recuerdo que tenía la derecha de las elecciones de 12 de abril de 1931 que el 14 trajeron la II República. Fue un momento de gran esperanza que llegó demasiado tarde y de gran desilusión después. Esperanza porque se estaba construyendo la democracia, pero las flamantes instituciones tenían nula experiencia y enseguida se sintieron amenazadas por la sociedad civil. Y así continuamos ahora. Las instituciones siguen viendo a los ciudadanos organizados con recelos. También la izquierda.

Las Casas de Juventud son las grandes protagonistas del libro. Dedicas muchas páginas a hablar de ellas y proporcionas muchos datos sobre su implantación en el territorio de la Comunidad Autónoma de Aragón. ¿Cómo explicarías muy brevemente lo que son?

Fue la mejor explosión de participación democrática de la juventud en España. Los que lo mirábamos desde fuera lo veíamos con emoción y asombro. La creación de 150 Casas de Juventud en Aragón fue un fenómeno asociativo y cultural que enlazaba con la tradición republicana (inespecífica) hasta en el último rincón de Aragón. Una parte del PSOE y del PCE-IU lo vio con recelo e intentó liquidarlo. Una gran manifestación en la Plaza del Pilar de 25.000 jóvenes en el año 1992 consiguió salvarlas. Ha sido seguramente la manifestación juvenil más importante de la historia de España hasta el 15M. Una parte del PSOE reaccionó y les ayudó. Pero la victoria del PP con Luisa Fernanda Rudi en el Ayuntamiento de Zaragoza y de Santiago Lanzuela en el Gobierno de Aragón, los dos del PP, empezaron a generar dudas.

La Federación de Casas de Juventud de Aragón se planteó juntamente con la Confederación Europea de Clubes de Jóvenes (ECYC) la construcción de una federación española. Gana las elecciones José María Aznar y ven como un peligro la extensión de las Casas al Reino de España. Y se las cargan, pero lo hacen de una manera feroz, brutal, para dar un escarmiento para que nadie más lo intente. Y así ha sido, excepto una aldea gala llamada Movimiento Laico y Progresista de Aragón. El resultado es que no hay sociedad civil de izquierdas en Aragón. Las izquierdas ya les iba bien. El resultado es que hay los partidos de izquierda se quedaron sin jóvenes, casi sin militantes. Una mala manera de hacer política, una manera suicida. Cuando se hace el relevo se hace fuera de las organizaciones políticas y esto genera problemas que pagamos hay. No ha habido una transmisión generosa de conocimientos de una generación a la siguiente.

 

Gran parte de la izquierda parece a menudo avergonzada de haber defendido en algún momento políticas igualitarias. El esfuerzo que han hecho y hacen numerosos dirigentes de izquierdas para simular que no lo han sido nunca, o que lo son en una medida no demasiado molesta para el poder económico, los ha llevado a asumir como propias las formas de intervenir en política de personas y partidos que tienen o tuvieron a su derecha.

Se pueden encontrar abundantes ejemplos en la historia contemporánea. Alguno, entre los más recientes, se ha puesto de manifiesto entre actores políticos que a principios de la pasada década participaron en la creación de más de una plataforma con voluntad de impugnar el régimen del 78 y que se reivindicaban como adalides de la “nueva política”. Hace un cierto tiempo sin embargo que muchos de ellos cierran filas con quienes habían querido desplazar del poder.

Se resistían a identificar sus nuevas formaciones como partidos políticos, pero querían entrar con fuerza en las instituciones. No tardaron lo más mínimo en dar un golpe de timón a su orientación inicialmente subversiva y no ahorraron gestos para significar que si pasaban a compartir responsabilidades de gobierno con quien habían identificado hasta aquel momento como agentes de la derecha no harían ningún estrago en el sistema.

Hablaron sobre la inutilidad de distinguir entre izquierdas y derechas y se autocensuraron en la utilización de simbología roja y/o republicana. Les parecía, así lo decían, que la tricolor, la roja y lo que representan podían poner la “nueva política” del lado de los “perdedores”. Sobreactuaron con la asunción del concepto “patriotismo” español, con un contenido muy difuso, para no dejarlo como patrimonio de la derecha. Con esta misma intención se solidarizaron significativamente con las aspiraciones corporativas de estamentos militares y funcionariales y elogiaron reiteradamente la tarea de los cuerpos policiales. Aspiraban a “ganar” y pretendían hacerlo con la complicidad de los votantes tradicionales de la izquierda pero también con gestos de comprensión y de asunción de sentimientos reaccionarios. Se trataba, así lo explicaban, de construir “una máquina de guerra electoral”, con una dirección homogénea, basada en liderazgos incuestionables y en la transmisión de mensajes sencillos, alejados de referencias a ideas socialistas y de líneas estratégicas emancipatorias.

Lucha contra «la casta»

Pusieron mucho énfasis sin embargo, durante bastante tiempo, en su voluntad de acabar con las prebendas de unos no muy definidos sectores o estamentos sociales privilegiados. No articulaban discurso sin hablar de la necesidad de luchar contra “la casta”.

En muy poco tiempo obtuvieron resultados espectaculares en las urnas e insistieron en su voluntad de gobernar. Celebraron la ruptura del bipartidismo, porque eso debía servir, dijeron, para aplicar correctamente la Constitución.

Los cargos que consiguieron en algunas instituciones, después de algunas contiendas electorales y de varias disputas, llamaron la atención. Vicepresidencias, en el gobierno del Estado y en algún gobierno autonómico; ministerios, alcaldías en ayuntamientos de las principales capitales, cargos en las mesas y comisiones de los parlamentos… pero el precio para obtenerlos fue el del pacto con fuerzas de la izquierda moderada o socioliberal que inicialmente habían descalificado rotundamente, además de los tratos para conseguir apoyo de algunos actores centristas o directamente derechistas. La “casta” desapareció de su lenguaje, se instalaron en el posibilismo y se esforzaron al demostrar que desde las instituciones, aunque fuera en posiciones subordinadas, se podían conseguir mejoras sustanciales “para la gente”.

Especialmente significativos fueron unos aplausos a la familia real en el Congreso de los Diputados, justificados precipitadamente en nombre de una mejora en el salario mínimo. Hicieron daño a los ojos de no pocos demócratas, pero sirvieron para dejar clara, ‘de facto’, la lealtad al régimen del 78 y la aceptación de la autoridad de una institución hereditaria como la Corona.

Progresismo, ¿en qué sentido?

La aspiración al logro de algún tipo de sociedad socialista, que las izquierdas habían mantenido de diferentes maneras durante muchas décadas, hacía tiempo que había quedado abandonada y cerrada en el armario de las ideas obsoletas. ¿Quién se acuerda de ese anhelo? Los dirigentes y seguidores del partido que se denomina socialista hace mucho tiempo que arrinconaron la idea del cambio social y que dieron por consagrado el libre juego de la oferta y la demanda como «la mano invisible», reguladora incuestionable de las relaciones sociales y económicas. Comparten con la derecha neoliberal la consideración del crecimiento económico y del mercado como axiomas inmutables.

Últimamente, al hablar de sí mismos, a los portavoces “socialistas”, poscomunistas y de las formaciones que habían anunciado la llegada de la “nueva política”, cuando construyen discurso, les gusta identificarse todos juntos como “progresistas”, defensores de proyectos políticos «amplios», de ideas “modernizadoras”, «diferentes» y «nuevas», como si estas expresiones sirvieran para marcar alguna línea estratégica alternativa a las de las fuerzas de la derecha y para generar algún tipo de esperanza colectiva en un futuro socialmente justo.

Cuando hablan de “progresismo”, y lo hacen reiterada y constantemente, convendría que explicaran qué sentido otorgan a esa palabra, porque en las últimas décadas hemos conocido un progreso tecnológico extraordinario y un crecimiento económico casi permanente, acompañado de enormes destrozos en la naturaleza, irreversibles, que atentan contra la supervivencia de gran parte de la humanidad. Predican incansablemente, impúdicamente, en favor del crecimiento económico indefinido, como si los recursos materiales fueran infinitos, como si nuestro planeta lo pudiera aguantar todo.

Sería buena cosa que los “progresistas” se pronunciaran algún día sobre sí es progresista o no el cuestionamiento del derecho ilimitado a la propiedad privada; sobre cómo se puede avanzar hacia la democracia económica, como se puede evitar la concentración progresiva de la riqueza en pocas manos y el empobrecimiento extremo de más y más gente, sobre si hay que cambiar la titularidad de los medios de producción de bienes y servicios esenciales, sobre las garantías públicas de asistencia sanitaria universal igualitaria y de calidad, independiente de los intereses de la industria farmacéutica, de mutuas, hospitales y residencias privadas; sobre cómo hacer efectivo el derecho a la vivienda y a los servicios públicos en condiciones dignas para todo el mundo; sobre si tienen o no voluntad de implantar en algún momento un sistema de enseñanza totalmente pública, para toda la población escolar, separado de cualquier posibilidad de negocio; sobre la manera de garantizar a todas las personas unos ingresos suficientes para poder vivir tranquila y dignamente, sin la angustia de no poder pagar lo que es esencial en cada casa, sobre el derecho efectivo al trabajo estable, no precario y justamente remunerado, sobre el derecho al descanso y al ocio; sobre los derechos de las personas migrantes y refugiadas, sobre si piensan derogar algún día la ley de extranjería. Haría falta que hicieran explícita la voluntad de romper con cualquier sistema de explotación capitalista y/o patriarcal.

El lector ya sabe que podríamos seguir y seguir, y concretar mucho más, pero no se trata de exponer desde aquí, en un pequeño artículo, las líneas de ningún programa político para fuerzas de izquierdas que no tengan vergüenza de serlo, sino de advertir a través de estas notas sobre un fenómeno: el olvido del pensamiento igualitario, el desplazamiento progresivo hacia el neoliberalismo de casi todo el abanico de fuerzas políticas y la adaptación constante de quien había defendido ideas socialistas a los deseos de los acumuladores de poder económico y administrativo.

Crecimiento de la extrema derecha

Los partidos que hoy se autorreconocen como componentes de un bloque “progresista” hacen llamamientos de vez en cuando en favor de la creación de un “cordón sanitario”, para proteger a la sociedad ante el progreso de los extremistas de derechas, aunque a veces algunos de ellos prefieren no confrontar mucho con esta realidad. Atribuyen a menudo este engorde de los ultras a los medios de comunicación y, ocasionalmente, a los directores y jefes de edición de los programas de radio y televisión.

No hay duda de que los medios tienen un papel importante, pero la abundancia de líneas editoriales ultrasesgadas y reaccionarias debe considerarse más como la consecuencia que como la causa. Si la extrema derecha tiene oportunidad de crecer es, sobre todo, porque ante una crisis que parece indefinida la izquierda antigua y nueva se muestra incapaz de ofrecer un horizonte de esperanza y justicia social, unas expectativas de convivencia entre iguales, unas garantías de lucha efectiva contra el machismo en todos los ámbitos públicos y privados, cierta confianza en que nuestros niños y niñas pueden tener en el futuro una vida tranquila y segura, en una sociedad solidaria. Si la ultraderecha gana terreno es porque la izquierda se adapta a un sistema injusto, porque renuncia a su impugnación, por sus deslealtades a la clase trabajadora, a los sectores sociales que dan sentido a la existencia de un tejido asociativo, vecinal, sindical y partidario útil para la defensa de los derechos de las mujeres, de las personas migrantes, de la gente que sufre enfermedades, de las personas mayores, de la infancia.

Nos encontramos de nuevo en tiempos de cálculos y de expectativas electorales y los “progresistas” se ven obligados a pintar un poco de rojo, verde y lila sus discursos. Vuelven a hablar en contra de los ricos, todos se reivindican feministas, algunos recuerdan incluso, alguna vez, que existe lucha entre clases sociales y que las privatizaciones se hicieron en contra del bienestar de la inmensa mayoría de la gente. Evocan la existencia del sector público de la economía y los derechos de las trabajadoras y trabajadores, en una confusa mezcla con los de “las clases medias”. También se expresan alguna vez en contra de la represión, sin atreverse a reconocer, a pesar de la experiencia y las evidencias, que una vez pasen las citas a las urnas seguirán igual de indiferentes ante los atentados contra los derechos fundamentales y las libertades, el empobrecimiento progresivo de la población, las injusticias más flagrantes, la destrucción del medio ambiente…  Poca cosa dicen ya sobre los compromisos adquiridos en sus campañas anteriores, casi nada sobre la ley mordaza, ni sobre la mayor parte de la legislación laboral que prometieron derogar, ni sobre la pobreza energética, los impuestos, la banca, los desahucios…

Siguen, además, imperturbablemente insensibles ante un sistema judicial corrupto, que hace la vista gorda ante episodios corrupción pero que robó años de vida en libertad a dirigentes y activistas, que cometieron “el delito” de impulsar el crecimiento de entidades soberanistas o la convocatoria de un referéndum de autodeterminación en Catalunya. Fueron indultados pero nunca amnistiados, como tampoco lo han sido el resto de encausados y exiliados por sus ideas y actividades en defensa de la soberanía de los pueblos.

La «nueva política» ante la matanza de Melilla

La “nueva política” envejeció a gran velocidad. Las personas que entraron en las instituciones en su nombre derrocharon la ilusión que se había generado en las plazas, en las marchas por la dignidad, las manifestaciones de apoyo a los refugiados, las mareas, y particularmente en las extraordinarias movilizaciones del proceso soberanista catalán. No son pocas las que pusieron sus proyectos personales por encima de los de la ciudadanía, que presentan algunas reformas y mejoras como conquistas históricas, que dan por acabada la precariedad laboral en contra de toda evidencia, menosprecian las tremendas cifras de personas socialmente excluidas y cierran los ojos ante la ruptura de los sistemas de protección.

La deriva política y social hacia la derecha se ha puesto de manifiesto últimamente de forma especialmente dolorosa. La matanza de decenas de personas migrantes a manos de policías marroquíes y españoles en la valla melillense ha sido abiertamente justificada y reiteradamente elogiada por el presidente del Ejecutivo “progresista”, sin que la vicepresidenta y los ministros más izquierdistas de la coalición gubernamental levantaran la voz con claridad para denunciar los asesinatos cometidos como consecuencia del racismo institucional.

Una sociedad políticamente sana se encontraría conmocionada por este atentado, más grave que el del 17A del 2017 en las Rambles de Barcelona, no solo por el número de víctimas sino por la autoría. Las personas con sentimientos humanitarios tendrían que estar exigiendo la dimisión de los gobernantes involucrados, por su incapacidad de controlar fuerzas policiales propias y las relaciones con el régimen del Marruecos.

Las palabras abiertamente xenófobas del presidente del Gobierno español de apoyo a los responsables y autores de la matanza resultan más que preocupantes, pero la reacción tibia y tardía de gobernantes y dirigentes políticos de su izquierda también provoca angustia y desazón. Su ausencia en los actos populares de protesta es sintomática de la deriva «progresista», del mismo modo que resulta relevante en sentido contrario la asistencia y participación de algunos representantes públicos consecuentes con su pensamiento y trayectoria.

Durante la pasada década parecía que los movimientos sociales ponían de moda la democracia, el respeto por las libertades y el valor de la solidaridad, pero la ambición de ocupar espacio dentro de las instituciones modificaron conciencias. Algunas personas sufrieron una auténtica metamorfosis que las llevó a recuperar prácticas que por un tiempo parecía que desaparecían. Fanáticos del posibilismo se obsesionan con el poder administrativo logrado, con los despachos, las subvenciones y el aumento del número de subordinados. Excluyen a discrepantes, expulsan disidentes y como hemos visto recientemente en Andalucía, intentan incluso que quienes habían tenido como compañeros no puedan expresarse en los medios de comunicación y en las calles.

Vuelven las prácticas autoritarias que en algún momento parecía que desaparecían. Vuelven a calumniar y a acusar a quién presenta alternativas en complicidad con la ultraderecha.

Con quién y cuándo hay que enfadarse

Lamentablemente se olvida demasiado a menudo la realidad que hay que confrontar, que es la de la riqueza concentrada cada vez en menos manos, la de la desigualdad social creciente y la de una crisis económica cronificada que siguen pagando quienes no la provocaron.

Para intentar aligerar el sufrimiento de los perdedores de siempre, desde el “progresismo” blando, pero también desde el feminismo anticapitalista y de formaciones revolucionarias, se reivindica con insistencia la ética de las curas, pero no puede ser la única receta. Tal como explicaba Marina Garcés no hace mucho, su aceptación se puede interpretar como que el daño es irreparable. “Nos quieren enfermeras del mundo mientras otros hacen daño. ¿Hasta qué punto nos tenemos que cuidar? ¿Cuándo llegará el momento de enfadarse?”, preguntó la filósofa con enorme pertinencia.

Todavía se pueden detectar entre gente de todas las edades los restos de aquella indignación que nació ante una democracia que no lo es, gente que no quiere saber nada de burócratas ni de luchas intestinas, asqueada ante el caciquismo, las puertas giratorias, las exclusiones, depuraciones, expulsiones, censuras, condenas, amenazas, la represión, las órdenes de guardar silencio…

“Que no nos representan, que no”, se gritó en las plazas y manifestaciones, en tiempos de movilizaciones que llegaron a contar con un gran apoyo popular. Aquella fuerza ya no existe, pero todavía vemos gente que sale a la calle para gritar contra el racismo institucional, para defender el derecho a tener derechos de las personas migrantes, para oponerse al aumento del gasto militar, reclamar la disolución de la OTAN y manifestar su disgusto ante quien revitaliza el atlantismo desde «la nueva política» y afirma que su reunión en la capital del Estado representa un “orgullo y un placer”.

“La política es así” afirman a menudo personas adaptadas al establishment. Las prácticas antidemocráticas y los intercambios de favores “no desaparecerán nunca”, admiten. La respuesta es obvia. Si “es así”, hay que buscar otras maneras de hacerla, para poner los proyectos colectivos y la vida asociativa de los barrios, pueblos y centros de trabajo por encima de cualquier ambición económica, interés burocrático o liderazgo individual. Hay gente que no se resigna y que todavía piensa que otro mundo es posible.

Por gentileza de la editorial CLAVE INTELECTUAL reproducimos (en exclusiva) un fragmento del último libro de Bernie Sanders, CONTRA EL CAPITALISMO SALVAJE. En estos tiempos en los que, lamentablemente, crecen en la sociedad sentimientos de odio y xenofobia, reconforta oír las palabras de este gran político estadounidense.

“Estoy orgulloso de ser hijo de un inmigrante. A los diecisiete años, mi padre llegó desde Polonia sin un centavo en el bolsillo. Hace ya algunos años, mi hermano Larry y yo visitamos el pueblito donde nació y fue criado. Mientras estábamos allí, me sorprendió la increíble valentía de ese joven que –sin dinero, con poca educación y sin hablar una palabra de inglés– cruzó el océano en 1921 buscando una vida mejor.

Su historia –mi historia, nuestra historia– es la historia de Estados Unidos: personas y familias trabajadoras que vinieron a crear un futuro mejor para ellos y sus hijos. Es una historia enraizada en la familia e impulsada por la esperanza. No por nada la Estatua de la Libertad es una de nuestras imágenes más icónicas.

Desde la fundación de la nación, incalculables cantidades de personas llegaron a nuestras costas para mejorar sus vidas, escapar de la opresión y la violencia, o huir de la pobreza extrema. Más que cualquier otro país en la historia del mundo moderno, Estados Unidos modeló su identidad y carácter gracias al proceso de inmigración y las contribuciones de esos inmigrantes.

En la actualidad, más de 11 millones de inmigrantes indocumentados viven en las sombras. Más del 85% residió en Estados Unidos por al menos cinco años y muchos están aquí desde hace décadas. La gran mayoría respeta las leyes. Vinieron de muchos países por muchas razones.

Los inmigrantes indocumentados forman parte del tejido de nuestra sociedad y economía. Hacen algunos de los trabajos más duros y peor pagados. Es probable que sin trabajadores indocumentados el sistema agrícola de Estados Unidos colapsara y se produjera el rápido aumento del precio de los alimentos y la reducción de la variedad de alimentos que consumimos. Los indocumentados también son una parte integral de nuestras comunidades, ya que se ofrecen como voluntarios en las bibliotecas locales, trabajan en las asociaciones de padres y maestros y entrenan a sus hijos en equipos de béisbol y fútbol. Hoy esas familias se ven forzadas a vivir con miedo de que su situación inmigratoria sea descubierta. La amenaza de la deportación está siempre presente en sus vidas.

El Congreso debe hacer su trabajo y sancionar lo que la mayoría de los estadounidenses exige: una reforma de la política inmigratoria amplia y humana. Permítanme resumir lo que eso significa.

Primero y principal, significa crear una vía para que 11 millones de personas indocumentadas puedan convertirse en residentes permanentes autorizados y, con el tiempo, en ciudadanos.
Es hora de sacar a estas personas de las sombras y brindarles todo el resguardo de la ley.

Debería permitírseles mejorar sus vidas a la vez que contribuyen en forma más completa y justa a la economía estadounidense. Esto incluye pagar su justa parte de impuestos a la renta, contribuciones a la seguridad social, Medicare y tener la posibilidad de beneficiarse con estos programas.

El camino hacia la ciudadanía debe ser justo y no exigir tiempos de residencia muy prolongados ni tener períodos de solicitud muy restrictivos. Las multas y pagos también deben ser justos –no pueden ser tan onerosos que se conviertan en obstáculos para obtener la residencia legal–.

La reforma inmigratoria debe incluir la ley DREAM: la garantía de residencia condicional para personas que prestan servicio en las fuerzas armadas o asisten a la universidad. Es hora de aprovechar el potencial de toda nuestra juventud.

La reforma inmigratoria debe permitir a los individuos postularse para obtener residencia incluso si fueron encontrados culpables de delitos no violentos. Una condena previa por delitos no violentos no debería impedir que alguien obtuviera la residencia legal. Implementada de forma correcta, la reforma inmigratoria permitirá que las autoridades se concentren en los delincuentes violentos y no en personas trabajadoras que quieren regularizar su situación.

Reforma inmigratoria significa terminar con las arbitrarias redadas de familias de inmigrantes para su posterior deportación. También significa libertad condicional humanitaria para que los inmigrantes injustamente deportados puedan acelerar la reunificación de sus familias separadas. El programa administrado por el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos permite a un no ciudadano entrar legalmente al país por un período corto de tiempo, ante una emergencia familiar, para reunir padres e hijos o para asistir a procesos judiciales civiles o penales.

Reforma inmigratoria significa acabar en forma inmediata con las detenciones familiares. También implica promover alternativas a la detención individual, lo que permitiría que cientos de detenidos no violentos se reúnan con sus familias mientras esperan su turno en la Corte.

Reforma inmigratoria significa terminar con los centros de detención privados con fines de lucro.

Reforma inmigratoria significa mejorar las condiciones dentro de las instalaciones públicas de detención, en especial, para las poblaciones vulnerables: mujeres embarazadas, menores sin acompañante, personas LGBT y detenidos con discapacidades.

Reforma inmigratoria significa asegurar que todos los inmigrantes detenidos tengan acceso permanente a la representación legal antes y durante las audiencias, para garantizar así el debido proceso y la protección igualitaria. También significa proveer la financiación adecuada para eliminar las demoras en los tribunales y reinstaurar la discrecionalidad judicial para permitir a los jueces considerar las circunstancias particulares de cada caso.

Creo que con un fuerte liderazgo moral, podemos impulsar a nuestra nación hacia una reforma inmigratoria sensata, humana y amplia. Al hacerlo, podremos revertir la caída de nuestra clase media, equipar al país para que compita mejor en la economía global y construir a partir de la tradición nacional de aceptación de la diversidad y la diferencia en provecho del bien común”.

CONTRA EL CAPITALISMO SALVAJE RECOGE LAS REFLEXIONES DE BERNIE SANDERS SOBRE LA SOCIEDAD ACTUAL Y ALGUNAS DE SUS PROPUESTAS PARA MEJORARLA.

Bernie Sanders nació en Brooklyn (Nueva York) en 1941 y en la actualidad es uno de los políticos más interesantes y populares en Estados Unidos. Licenciado en Ciencia Política en la Universidad de Chicago y activista desde su juventud se declara «Socialista democrático». Fue precandidato a la Presidencia por el Partido Demócrata en 2016 (fue derrotado por Hillary Clinton) y nuevamente en 2020. Con la idea siempre de mejorar la sociedad de Estados Unidos y del mundo, Sanders traza en este preciso y descarnado libro un diagnóstico de las calamidades sociales que afectan a Estados Unidos, como la creciente desigualdad de ingresos (el 1% más rico de los estadounidenses posee tanta riqueza como el 90% más pobre), la brutalidad policial, la inaccesibilidad a la educación superior, el racismo o los laberintos del sistema sanitario. Además, Sanders aporta interesantes recetas destinadas a concienciar a la población, y muy especialmente a los jóvenes, de que hay que transformar el sistema antes de que sea demasiado tarde.

CONTRA EL CAPITALISMO SALVAJE
Bernie Sanders
Traducción de Eduardo Ferrauti
Clave Intelectual, Madrid, 2019