Extrañamente, algunas generaciones parecen en su conjunto mejor dotadas que otras y, en consecuencia, construyen una obra de un impacto que resuena durante siglos. No es cierto que todas las generaciones sean iguales en talento y producción. Por eso, los grandes poetas del siglo XX parecen haber compartido marco temporal: Cavafis, Machado, Pessoa, Lorca, J. V. Foix. Listas similares a esta podrían escribirse en relación con los poetas franceses de finales del XIX o los novelistas norteamericanos de la segunda mitad del pasado siglo. La generación de Jena, la generación de oro de la filosofía alemana, entra también en esta categoría.
Peter Neumann con La república de los espíritus libres (Tusquets, 2021) ha escrito un libro sobre ese grupo de escritores, académicos, poetas, filósofos y traductores que durante unos años formaron una comunidad intelectual inigualable en una pequeña ciudad universitaria de calles estrechas y oscuras bajo el auspicio de figuras tan relevantes como Goethe o Schiller, del que abiertamente se mofaban. Durante el día, en la misma casa, trabajaba cada cual en su propia obra y por la noche se reunían para cenar, conversar y discutir ideas. También compartían cotilleos, jugaban a las cartas y se calentaban con el fuego.
Los nombres son conocidos por todos: Novalis, Friedrich y Carolina Schelling, Hegel, Holderlin, los hermanos Wilhelm y Fritz Schlegel, Dorothea y Ludwig Tieck. Excitados por la herencia de Kant, que toman como punto de partida, inician una aventura del pensamiento que Neumann narra con frescura y sin necesidad de internarse en asuntos especialmente densos. Poco a poco, al lector le asalta una pregunta fundamental: ¿cómo es posible que de un grupo de jóvenes de los que se esperaba que se convirtieran en abogados y funcionarios surjan individualidades tan brillantes y originales? Neumann no contesta a esta pregunta. Ni siquiera se la plantea. Se limita a contar, de manera superficial aunque muy placentera, las vidas de los protagonistas.
El libro tiene varios niveles de lectura. Puede leerse como un animado y entretenido relato de unos cuantos escritores famosos. Puede también leerse como la descripción del surgimiento de la vocación filosófica que, en el caso de los alemanes, nace con tanta fuerza como la vocación artística. Ellos, en cierta forma, se sienten tan artistas como filósofos. Al contrario que Adorno, que no se decidía entre ser compositor o filósofo, y así cumplió los cuarenta años, los Schelling, Schlegel, Hegel, Holderlin o Novalis, eran conscientes de estar creando una nueva forma de pensar, sentir y crear. No en vano, los años de Jena son los años de las guerras napoleónicas. Hegel, en pantuflas, verá al emperador a lomos de su caballo y sentirá la presencia del espíritu de la Historia. Esta generación abunda en sentimientos, sentimientos abrumadores. ¡Qué habría escrito Hegel si ese día hubiera calzado unas buenas botas de hebilla!
Quizás el secreto de esta generación se encuentre en que fueron capaces de tomar la tradición como un hecho simultáneo y revivirla en el presente. Impera la variedad de estilos, géneros e ideas. Se contradicen con frecuencia y discuten. El pasado cultural se integra en la actualidad y no se realizan selecciones ni rígidos cánones. Esta vivencia del pasado es lo que, según Curtius, caracterizaba también al Siglo de Oro español y lo diferenciaba del clasicismo francés. Al final, todo se reduce a una idea muy manida, elaborada hasta la extenuación por Georg Steiner; la idea de que lo nuevo se basa en configuraciones inéditas de lo que ya existe. Por eso, la creación requiere una amplia cultura. Algunos gestos que revelan este modo de pensar son la ironía y la parodia. El Quijote, sin ir más lejos, no es más que una inmensa parodia de los libros de caballerías. Schelling y los Schlegel se entregan a ella también con gusto.
Habría resultado muy grato que Neumann se hubiera explayado en lo concerniente a las fuentes de esta generación. Apenas son nombrados Calderón y Shakespeare y la cámara del escritor ya se ha posado en otro personaje. En Dorothea, por ejemplo. Neumann hace un trabajo necesario al destacar las figuras femeninas intelectuales del grupo, también en el caso de Carolina. En cualquier caso, Neumann, siempre aséptico, está lejos de la crítica cultural feminista. Tampoco menciona la palabra Barroco, lo que habría ayudado mucho a entender el espíritu de este grupo de Jena. Neumann, sin embargo, consigue escribir un libro que disfrutarán sobre todo los nostálgicos de las pasadas épocas y de la tradición y la cultura. Quien escribe esta reseña lo ha hecho. ¡La nostalgia! Otro sentimiento muy barroco (español) y alemán. Pero Neumann tampoco la menciona.
Ni trapo ni detergente – Fernando Ruiz-Goseascoechea
Hay gente que llama trapo a cualquier bandera. Probablemente entre ellos haya algunos que no expresen exactamente lo que sienten, porque les incomoda hablar del asunto; a otros, por el contrario, las bandeas les emocionan; y a otros, depende de qué bandera se trate. Pasa igual con los himnos y cantos emblemáticos, sean patrióticos, deportivos, militares o religiosos. Y es que las banderas, como los himnos, las procesiones, los desfiles, las consignas de las manifestaciones, las canciones en las fiestas y los cumpleaños familiares son, en gran medida, retazos de la infancia y la juventud que se quedaron anclados en nuestra memoria. Por eso pueden llegar a estremecernos.
El conflicto de las banderas rojigualda y republicana como significante para unos y para otros viene discutiéndose desde hace mucho tiempo. Soy partidario de enmarcar el problema en los tres espacio-tiempo: pasado, presente y futuro, ya que sobre este asunto existe una peculiar cosmogenia en la que el pasado ocupa un lugar predominante sobre el presente y, no digamos ya, sobre el futuro. Con razón protestaba Julio Anguita: Hay que dejar de hablar tanto de la Segunda (República) y preparar más la Tercera.
Pertenezco a una generación que aprendió historia a través de las imágenes. Crecimos admirando las pinturas del francés Delacroix La Libertad guiando al pueblo y de Garibaldi sosteniendo la bandera italiana de la unificación; crecimos admirando las imágenes de las tropas de Estados Unidos alzando su bandera de barras y estrellas en Iwo Jima y la bandera de la Unión Soviética sobre el Reichtag alemán. Crecimos manifestándonos con una bandera del Viet Cong en la mano. Hemos hecho nuestras las banderas de pueblos sin estado reconocido, desde el saharaui al palestino. Reconocemos y nos identificamos con la wipala andina, la del arcoíris del LGBTIQ+, la morada feminista, la verde ecologista y la amarilla antinuclear. Y llevamos saliendo cada 14 de abril a revindicar la bandera tricolor, codo a codo con ciudadanos que portan la bandera de su sindicato, su nacionalidad y su partido político.
Hemos respetado y seguimos respetando muchas banderas, aunque un gran número de ellas nacieron entre sangre y muerte, porque han sido paridas en momentos históricos y emancipadores. Pero es justo reconocer que otras muchas nacieron torcidas y su flamear concita más división, discordia y desapego que unidad, respeto y estima.
El conflicto es político y social porque nace de una victoria de una parte de España sobre la otra, que acarreó 40 años de dictadura. Pero, además, en democracia se prolonga en el tiempo porque representan dos concepciones antagónicas de estado: monarquía o república. A la vista está que la trascendencia de las banderas no viene determinada por sus colores, ni tan siquiera por su historia, sino por quienes las ondean.
Pero no son sólo colores; la bandera oficial de España contiene un escudo heráldico que representa los antiguos reinos que había en la España de 1500, un blasón con la corona real y un escusón con las 3 flores de lis de la Casa de Borbón, el mismo que ostenta el escudo de Enrique de Nassau-Weilburg y Borbón-Parma, el jefe de estado de Luxemburgo.
En los primeros tiempos de la transición (1975-1980) las fuerzas nostálgicas del franquismo, entre las que destacaba Fuerza Nueva (FN), patrullaban las calles haciendo ondear la rojigualda con el águila franquista, rescatado del escudo de Fernando el Católico. En 1982, FN y una parte del franquismo sociológico se atrinchera en Alianza popular (AP), que a partir de 1989 se denomina Partido Popular. Y la calma banderil volvió a las calles.
Todo cambió en 2008 cuando de nuevo repunta el proceso de patrimonializar la bandera de España por parte del bloque conservador. Se produce a partir del estallido de la crisis, y las mareas blanca y verde, junto a los indignados, se levantaron contra los recortes. La respuesta por parte del PP y de sus organizaciones de masas próximas, tipo Provida, convierten la bandera oficial en el eje de sus movilizaciones, dándole un contenido eminentemente partidario.
Este periodo de euforia rojigualda coincide con el comienzo de la cadena de escándalos de miembros de la Casa Real, que llega a trompicones hasta la fecha actual. Curiosamente, la extrema derecha, que nunca fue monárquica y en la transición no cesaba de criticar a Juan Carlos, da un giro radical, como todo lo que hace. Los integrantes de Fuerza Nueva que colgaron la camisa azul para entrar en el PP, ahora salen de este partido con la bandera más grande, el mástil más alto y la corbata de color verde de Viva el Rey de España (V.E.R.DE.). Un fenómeno que se tendrá que estudiar con atención.
Hasta esas fechas, solo una parte pequeña de la izquierda española sacaba a la calle la bandera tricolor, pero las movilizaciones contra los recortes, la aparición del 15 M en 2011 y de Podemos en 2014, rejuvenece el ímpetu republicano, y aviva en la calle la bandera ultrajada en 1936.
Es en este punto de abismo de enseñas en el que surge el procés en Cataluña. La reacción del PP y las fuerzas conservadoras ante el auge de las movilizaciones independentistas en los años siguientes, fue la llamada de zafarrancho de combate y defensa de la identidad nacional; es decir, al uso desenfrenado de la bandera nacional.
Conviene recordar que, desde 1939, la presencia de la bandera del reino de España con el tiempo ha ido calando en el imaginario colectivo, y no sólo en el ámbito del mundo taurino o actos religiosos con presencia militar. La bandera rojigualda hoy está presente de manera notoria en las fiestas y celebraciones de muchos pueblos y ciudades de Castilla, Andalucía, Extremadura, Aragón, Murcia, Cantabria, La Rioja y la Ribera navarra, factor que funciona, en la mayoría de los casos, de manera independiente al color político del consistorio. Es decir, está asumida socialmente y no entra en conflicto con las banderas autonómicas.
Ahora han salido algunas voces desde el seno de la izquierda, reivindicando la bandera oficial española para impedir que la derecha patrimonialice la enseña patria. A simple vista la idea parece razonable, aunque no es nueva; ya lo hizo el PCE cuando en 1977 Santiago Carrillo anunció en rueda de prensa que en los actos del partido ondeará siembre la bandera con los colores oficiales del estado. Por supuesto, la iniciativa no cuajó. Sin embargo, el PSOE sí lo hizo y les funcionó. ¿Por qué? Pues porque las bases militantes y los votantes no eran los mismos.
La idea de ahora da la impresión que se enmarca estratégicamente en la aspiración, -legítima, por supuesto-, de ocupar el espacio electoral que dejó el PSOE desde el surgimiento de Podemos. Un gran bolsón electoral (no de bases militantes), tradicionalmente mayor, escorado al centro y que hace frontera con el terreno del PP; es decir muy poco comprometido hoy día con los valores y símbolos históricos de la izquierda.
Es probable que tanto el error del PCE en 1977 y ahora el de algunos sectores parta de una manera confusa que tiene la izquierda española de dar salida a la complejidad del problema de los nacionalismos periféricos. La naturaleza transversal que tiene el sentimiento independentista (desconocen, por ejemplo, que hay independentistas no nacionalistas) en territorios como el vasco y el catalán, crea un desconcierto que imposibilita dar respuesta a la necesidad de conjugar la defensa de los intereses de clase con cualquiera de las identidades territoriales.
La otra pata que cojea en el proyecto es el de la oportunidad histórica. En un momento en que las provocaciones de la extrema derecha están en su punto álgido, pretenden asimilar su bandera con las de las clases populares. Justo cuando la monarquía se muestra más comprometida con casos de corrupción, más vacía de contenido, sin legitimidad y escorada como nunca hacia las posiciones más conservadoras, queremos utilizar su misma enseña. Una bandera que nunca ha sido de unidad y de concordia.
La bandera rojigualda no es un trapo, como no lo es ninguna de las banderas de las comunidades, aunque ciertamente no une a todos los ciudadanos. Pero tampoco es un detergente para limpiar y desinfectar años de constricción y sumisión a un modelo de estado caduco.
La propuesta de blanquear la bandera rojigualda en 2020 está lejos de conseguir un efecto llamada a la reconciliación, sino que es, por el contrario, un oprobio a la historia y a la memoria. La idea nos retrae a los peores métodos de la transición, de esconder la basura debajo de la alfombra. Aquí vendría bien aquello tan gramsciano de pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad…
Probablemente, cuando la República se restablezca en el territorio español, habrá que buscar una bandera nueva, que nos unifique a todos. Es posible que tengamos que guardar la rojigualda y la tricolor en el armario de la historia y comenzar de nuevo, con un proyecto simbólico que unifique a la inmensa mayoría del pueblo. Pero hoy, mientras tanto, la bandera con la franja morada no debería tocarse ni ser sustituida por nada.
Reflexiones sobre trapos de colores – Ana Barba
Hay banderas que representan al poder y hay banderas que representan al pueblo. Podemos corroborarlo echando un vistazo a la Historia de la Península Ibérica y tal vez de algún territorio vecino.
Durante la Edad Media, las enseñas de los señores feudales avisaban de la presencia de sus huestes, pero también indicaban cuáles eran las poblaciones de sus súbditos. En estos casos representaban al poder, si bien los vasallos adoptaban la de su señor, no había más opción que estar bajo la bota feudal.
Hay momentos luminosos de la Historia, como ocurrió en Castilla en 1520-22 con la Revolución Comunera. En ese momento los vasallos se rebelan ante el poder y se identifican a sí mismos con una bandera rebelde, el pendón comunero.
De igual modo, en 1789 durante la Revolución Francesa, la bandera tricolor adoptada era la de la libertad, contrapuesta a la del depuesto Luis XVI y sus flores de lis.
Existen en la actualidad muchas banderas que son símbolo de pertenencia a un grupo, basta echar un vistazo a las banderas deportivas. Habría mucho que discutir sobre si esas banderas representan al poder o al pueblo, puesto que el pueblo que las adopta voluntariamente sigue la estela de sus campeones, peleando si es preciso para defender el honor de su grupo, al igual que hacían las mesnadas de los señores feudales, por mucho que se sepa que esos campeones (salvo excepciones) son mercenarios que se venden al mejor postor y simples marionetas en manos de los poderosos dueños del circo deportivo. Un entramado sobre el que habría mucho que escribir y que excede el propósito de hoy.
Hay gente que usa determinados símbolos comerciales (marcas) como bandera de pertenencia a una élite socioeconómica.
Están las banderas de los sindicatos, las de los movimientos sociales y políticos (PAH, Antifas, Mareas), incluso las muy devaluadas de los partidos políticos.
Pero, sin duda, la bandera que más controversia suscita hoy en el Estado español es la llamada y bien llamada “bandera nacional”, no en vano representa al bando golpista del 36, autodenominado “bando nacional”. Esta bandera bicolor, aligerada del águila franquista pero siendo la misma en esencia, es defendida a capa y espada por lo más rancio y reaccionario del panorama social y político español y, por buena parte de los sin sustancia que se creen que son de izquierdas y ponen esa bandera en su perfil de TW.
La bandera que llaman “constitucional” es en este caso una muestra más de la simbología que el poder social y económico español, con el franquismo al frente, impusieron tras la derrota de la legalidad en 1939. La bandera es tan representativa del pueblo español como pueden serlo la monarquía o la Constitución salida de las Cortes franquistas en 1978. Sólo representan al poder y a sus vasallos, convencidos de las bondades del statu quo y de las ventajas que para ellos ofrece, aunque pasen hambre y humillaciones (“la alternativa es peor”, arguyen).
Vemos, por tanto, que sostener el valor simbólico y la representatividad de un trapo de colores tiene mucho que ver con el juego del poder y con los múltiples engaños y espejismos con los que los poderes controlan a sus vasallos.
Para finalizar, diré que hay trapos que me gustan por la rebeldía que representan, como el pendón comunero, las contemporáneas de la PAH, la arco-iris o de las luchas por los servicios públicos. También hay una bandera que me gusta por ser la contraposición a lo que detesto, la legítima bandera constitucional del Estado español, que no es otra que la bandera tricolor republicana.
S y R
Trapos de colores – Marià de Delàs
Las personas expresan sentimientos de pertenencia a una colectividad de diferentes maneras, entre ellas mediante la exhibición de símbolos, que muy a menudo son trozos de tela de diferentes colores.
Banderas, estandartes, pendones, insignias… se suelen alzar o colgar con cierta solemnidad como señal de identidad, con orgullo o como muestra de apoyo. Quien más quien menos ha levantado a veces una bandera, sea de un equipo deportivo, una organización, una ciudad, un movimiento social, partido, sindicato, nación o lo que sea.
En política esos trapos suelen servir, además, para expresar solidaridad entre compatriotas, pero incluso los antinacionalistas más radicales, los que mantienen que no tienen más patria que la humanidad, han agitado y agitan enseñas rojas, negras, lilas o de los colores del arco iris, para reivindicar ideas compartidas.
Hasta aquí ningún problema con las banderas, porque muchas veces no son excluyentes y a la gente le gusta expresar sus emociones un día con un símbolo, otro día con otro, muy a menudo con ninguno y a veces con varios a la vez.
El problema aparece cuando algunos quieren obligar a otros a compartir sus sentimientos. Eligen una bandera, por ejemplo, y pretenden que otros la asuman como propia, aunque no les guste. Eso es lo que ocurre con la que tiene dos franjas rojas y una amarilla más ancha en el medio, que se impone en pueblos y ciudades a gente que no la quiere. (Imposiciones al margen, una pregunta: ¿Por qué los defensores de la bandera española sustituyen la palabra ‘amarilla’ por ‘gualda’ para designarla? ¿Quizás para significar su singularidad?, porque a nadie se oye decir que tiene o quiere comprar una camisa o tapicería de color gualda).
El caso es que hubo un rey, Carlos III, hijo de Felipe V, de la familia Borbón, mira por dónde, que en 1785 decidió que los barcos españoles se distinguieran del resto con esa bandera con dos franjas rojas y una amarilla, y en 1843, ya en tiempos de Isabel II, el ejército la hizo suya y la convirtió en bandera de España.
Ocurre, como se sabe, que en el Estado español vivían y viven bastantes personas que defienden la idea republicana, identificadas muchas de ellas con la tricolor y otras tantas con naciones diferentes a la española, como Euskadi, Galicia o Catalunya, que cuentan con sus propios símbolos.
En Catalunya, durante la década que ahora termina, se ha producido, como todo el mundo sabe, una movilización popular excepcional, en defensa de su soberanía nacional, acompañada de un crecimiento considerable del número de ciudadanos que desean la independencia del Estado español y así lo reclaman, con senyeres estelades en manifestaciones y desde los balcones de sus viviendas.
El uso generalizado de este trapo coloreado con cuatro barras rojas y una estrella tiene una explicación. No nos vamos a extender sobre los orígenes de la nación catalana, ni sobre la evolución del independentismo y el autonomismo, ni sobre la decisión de la justicia española de enmendar radicalmente el estatuto que los catalanes habían aprobado en las urnas, pero sí es preciso destacar en esta reflexión sobre banderas que uno de los motivos por los cuales, todavía ahora, parece que al menos un cuarenta y dos por ciento de la sociedad catalana se siente a disgusto con la simbología española. No quieren pertenecer a un Estado, el español, que mantiene condenadas, inhabilitadas, multadas, encarceladas o exiliadas a personas que se manifestaron pacíficamente en contra de la intervención de las instituciones catalanas por parte del Gobierno español e hicieron posible la celebración de un referéndum sobre el futuro político de Catalunya. Los encausamientos judiciales han afectado y afectan de momento a centenares de personas, porque no pueden llevar a millones ante los tribunales.
La represión de una nación sobre otra tiene sus efectos, como se sabe. Propicia rencillas entre los castigados, infunde miedo y pérdida de adeptos, porque la senyera estelada representa una ambición, que se expresa con gran variedad de objetivos, desde posiciones diversas, ninguna de ellas segura y confortable.
El confort lo podrían encontrar, les dicen, mediante el diálogo con quienes se sienten representados por la bandera constitucional, la monárquica rojigualda. Ocurre que los que la agitan y exhiben con más energía suelen ser ultraderechistas, que no ofrecen muchas posibilidades para la negociación, pero bastantes representantes del Gobierno progresista también la reivindican y enaltecen, a pesar de proclamarse defensores de los “valores republicanos”.
Algunos de esos progresistas españoles incluso les dicen a los soberanistas catalanes que el Estado español puede mejorar, cambiar hacia un nuevo modelo, plurinacional. Parecen poco resueltos frente a quienes no buscan otra “solución” que el sometimiento y la renuncia.
La indiferencia con la que se observa desde fuera de Catalunya la voluntad del poder judicial español de reeducar en la cárcel, durante años, a personas que se suelen identificar con las estelades no permite ver muy cercanas las oportunidades para el diálogo.
A casi nadie le gusta colocarse bajo una bandera perseguida, pero millones de personas la enarbolan y es poco probable que la sustituyan por la blanca de la rendición.
Ni a quien sirven cuando alzan las banderas – Pedro Chaves
Eso se pregunta Serrat en una canción (“Algo personal”) y así parece que ocurre siempre: vemos a alguien enarbolar una bandera y nos podemos echar a temblar: a partir de ese momento el escenario se dividirá entre los “míos” y los “contra mí” aunque, en ocasiones, resulte tan difícil saber, quienes son los “nuestros”. A veces, incluso, los más cercanos son los peores enemigos, aquellos que más confunden por su “falsa” proximidad con las verdaderas reivindicaciones.
Después de la religión, el nacionalismo, en alguna de sus versiones más extremas, es el gran responsable de muertes producidas por razones no naturales desde el siglo XIX, incluyendo aquí todo tipo de catástrofes. No hay guerra en la que las banderas no hayan sido agitadas y vinculadas a alguna identidad en riesgo por parte de la contraparte atacada o contra la que nos defendemos. Y la historia nos dice que no hay nacionalismos buenos o malos. En algún punto, la diferenciación se tuerce, deja de ser sutil y todo queda arrasado por la preeminencia de lo propio y superior frente a lo ajeno e inferior (cutre, casposo, atrasado etc.). Muy a menudo, la vinculación entre nacionalismo y religión obra el milagro de crear una identidad que traza abismos en el seno de la comunidad política preexistente y que excluye, criminaliza a un “otro” que ha dejado de ser humano.
Y, sin embargo, no hay nada necesariamente malo ni reprochable en sentirse parte de algo, de un espacio, de una comunidad cultural, lingüística o ambas cosas. O formar parte de una identidad que quiere singularizarse respecto a otra a la que considera omnipresente o invasiva o ambas cosas. Y es legítimo reconocer el derecho democrático a reivindicar la forma estatal y la independencia asociada para naciones sin estado. Creo que en esto conviene ser claros, aunque esto no signifique que cualquier reivindicación de independencia deba ser considerada, sin más, como completamente democrática ni que cualquier intento de impedirla deba ser valorada, sin más, como legítima.
Cómo ocurrió con la religión, el sueño de la razón imaginó que el nacionalismo periclitaría lentamente, subsumido por identidades que se moverían libremente por una nueva geografía global. Una geografía no necesariamente sin límites pero con fronteras difusas o porosas. Pero al igual que las últimas décadas han conocido un auge del papel público y político de las religiones, el nacionalismo vive un momento reivindicativo importante. Y aquí no hablamos solo de los nacionalismos sin estado y de sus versiones y reivindicaciones democráticas, hablamos también de la autoafirmación de lo nacional en todas sus dimensiones, incluida la de las naciones que han construido un estado y son hegemónicas o dominantes.
La globalización ha tribalizado la política. En una conocida tesis sociológica David Goodhart defiende que la globalización ha dividido el mundo entre los “de alguna parte” (somewhere) y los de “ninguna parte” (anywhere). La diferenciación, aunque simplista en exceso, tiene una parte muy reconocible de verdad y se solapa, además, con los perdedores y ganadores de la globalización. Entre los perdedores más reconocibles, una parte significativa de las clases medias que han sido expulsadas de su modo de vida por fenómenos incontrolados y carentes de toda legitimidad, donde los mercados se han enseñoreado de la situación. Por eso, la reivindicación de “retomar el control” se ha convertido en popular y transversal, común a muchos movimientos de diferente signo y pelaje.
Ese “retorno a lo nacional” imagina una arcadia imposible: la posibilidad de recuperar las riendas de la propia vida (en todas sus dimensiones) para la comunidad política. Y por eso, respetando la condición democrática inapelable del derecho de autodeterminación, en estos días la utopía nacionalista no deja de ser una ucronía conservadora cuando no abiertamente reaccionaria. El desafío para una parte del nacionalismo sin estado es imaginar su derecho a la autodeterminación en espacios donde la democracia y el control sobre los procesos significativos debe hacerse en combinación con otros locus de gobernanza y de decisión política (local, estatal, supranacional). Y donde la afirmación de la identidad propia pueda hacerse compatible con otras identidades, incluida aquella de la nación mayoritaria.
El desafío para los nacionalismos mayoritarios es imaginar nuevas articulaciones políticas e identitarias que respeten derechos, resulten inclusivas en términos simbólicos y de decisión política y sean capaces de dar voz y presencia a comunidades políticas sin estado. En este caso los símbolos juegan y jugarán un papel de la máxima importancia. Nunca entendí porque no se permitía que las lenguas cooficiales del estado español se pudieran expresar en el Congreso de los Diputados. O que no se ofrecieran las lenguas del estado como enseñanzas opcionales en la educación primaria y secundaria en todo el país.
Estas son las nuevas fronteras de la democracia para las fuerzas de izquierda se encuentren en uno u otro lugar de la frontera. Las viejas articulaciones nacional-estatales (república, federalismo, confederalismo) nos sirven de referencia, de baliza para orientarnos, pero no mucho más. No nos queda otra que inventar, imaginar, arriesgar y, claro está, equivocarse.
De trapos, banderas y banderías – Manuel Garí
Estoy conmocionado. Mi jefe de estado se ha fugado con el dinero envuelto en la bandera roja y gualda y conservando todos los honores reales al son de la Marcha de Granaderos, también conocida como Marcha Real o Himno Nacional. Todo un patriota (“¡Tantos servicios rindió a España!”). Al igual que su sucesor, capaz de sacrificar su amor filial en aras de la monarquía (en la que, por cierto, él ostenta el título de boss). Otro patriota, también envuelto en la rojigualda frente a los provocadores que querían votar en el referéndum del 1 de octubre de 2017 en Cataluña envueltos ellos a su vez en la cuatribarrada y al son de Els Segadors.
Estos Borbones de la rojigualda han cambiado de trapo según conveniencia, cual tropa mercenaria especializada en hacerse con propiedades terrenales tipo reino. Son una especie de CEOs de los asuntos de la jefatura de estado no electa. Por eso son gente que nace allí, habla idiomas y reina allá a dónde haya vacante. A estos profesionales del poder con “irresponsabilidad constitucional” les he contado un montón de banderas. Breve enumeración de trapos borbónicos en la que prescindo de algunos reinos de segunda y de multitud de condados y ducados, algunos de la entidad de Luxemburgo, los correspondientes al Reino de Navarra, de Francia, de España, de Dos Sicilias e Imperio de ¡Brasil! (sic). Y en cada feudo su robo y en cada robo su bandera y su patria.
Yo que no soy muy de banderas, ni siquiera tengo una de mi club de fútbol, sin embargo, observo que hay algunas diferencias. En nombre de la rojigualda hay gente que encarcela, golpea e incluso, asesina, como ocurrió, entre otros con el caso de mi paisano Guillem Agullo cuyo delito fue simplemente portar una cuatribarrada en el lugar y día inoportunos. O en el caso de tantos republicanos golpeados o asesinados por pasear pacíficamente con una tricolor. Pareciera que en esto de las banderas unos tienen el palo y los otros el deseo de libertad; la cosa, pues, estriba en el caso del Estado español entre quienes defienden una visión uniformadora e impuesta de la identidad nacional y quienes intentan reclamar su derecho a decidir su identidad y la forma de estado. Cosa que no es poca cosa.
Y, sin embargo, hay una parte de la izquierda que, desvaída en programas y proyectos de futuro, intenta recuperar para sí las ideas de patria y nación española, asume los estandartes y banderines impuestos por Franco y asumidos como propios por los padres constituyentes y sus cuñados franquistas reciclados en “demócratas de toda la vida” en el 78. Vano intento condenado de antemano al fracaso. Le ocurrió a Santiago Carrillo y años más tarde a todo tipo de propuestas populistas patrióticas. Es difícil regenerar unas señas de identidad que nacieron para uncir a todo un pueblo y a los pueblos que lo configuran a un pasado mítico inexistente. El españolismo, desde su origen, está indefectiblemente ligado a la idea de una nación impuesta. No es por ahí dónde puede haber proyectos futuros en común.
Venimos de momentos de urgencia social, en torno a la vivienda, los salarios, la precariedad, los despidos y las deslocalizaciones. Vivimos en medio de una crisis sanitaria y económica sin precedentes en el país y en el ámbito mundial y a las puertas del abismo climático. La sociedad en el Estado español no sólo es heterogénea por lengua y señas de identidad, lo es también por orígenes culturales (unos más o menos autóctonos y otros extrapeninsulares) y a causa de la desigualdad social. Es una sociedad plural en todos los aspectos.
Intentar construir un futuro sobre las cuestiones de identidad, proclamar la necesidad de una unidad sin fisuras para salir de la crisis solo favorece a la derecha conservadora y desmoviliza la base electoral de izquierdas. Apelar a la grandeza española (Felipe VI y Sánchez no paran de decir aquello de “somos una gran nación”) sin caer en el españolismo excluyente es fácil de enunciar, pero imposible de evitar. El deseo de vivir juntos, de construir un futuro común y superar los orígenes y las culturas diferentes, sólo será posible si en el plano material se hace realidad el derecho a la salud y la educación, al empleo y la vivienda, a la igualdad sin discriminaciones de sexo y a la diferencia en las identidades de género, y, por supuesto al clima y la vida… Y en el plano político y territorial si se hace efectivo el derecho a la autodeterminación y la independencia, bases para una futura libre unión (si fuera deseada como yo la deseo). Ese es un proyecto ilusionante y movilizador con un sencillo programa.
El sentimiento común de pertenencia es el resultado de una historia y de experiencias compartidas, de acontecimientos vividos conjuntamente, y no de raíces esencialistas ni de falsas recreaciones antihistóricas que nos vinculan al cristianismo, Don Pelayo, la pata del caballo del Cid o la Reina Isabel de Castilla olvidando nuestro ADN celta, ibero, fenicio, griego, romano, gallego, catalán, aragonés, vasco, árabe, musulmán, judío, ecuatoriano, colombiano, peruano, marroquí, senegalés, y un largo etcétera que confluye en lo que hoy es el mosaico que constituye la ciudadanía real que trabaja, sufre y sueña. Y políticamente no podemos olvidar que la tragedia genocida del franquismo produjo una sima entre vencedores y vencidos, cuya historia perdura. E impuso el relato oficial de los vencedores. ¿Es en la historia mitificada en la que pueden reconocerse esa multitud? En cuestión de identidades, las banderas y los cánticos juegan un papel central en la configuración y expresión de esos sentimientos. ¿Es en esos símbolos en los que puede reconocerse esa multitud?
Algo elemental pero que conviene recordar: el sentido de los símbolos varía con el paso de la historia y del lugar. Cantar la marsellesa en la España franquista era un símbolo emancipador, en las colonias francesas un signo de opresión y en el sesenta y ocho parisino un acto de afirmación gaullista contra revolucionario. Por ello, es estúpido hablar de los símbolos e instituciones comunes que “en común nos dimos”. No podemos olvidar que, por más que digan lo contrario Casado o Sánchez, en nuestro pasado reciente la estanquera y la marcha real anunciaban la llegada de los asesinatos en masa en nuestros barrios, pueblos y naciones y, más tarde, de las detenciones y torturas.
Aquí y ahora no se han dado las condiciones ni existe el proyecto real de sanear el origen y uso de la estanquera y del himno “nacional”. Son hijas de un golpe de Estado y de una Constitución que los hereda de forma obligada bajo chantaje. Solo una ruptura democrática y un/unos procesos constituyentes con un referéndum sobre la forma de Estado (monarquía o república) podrán poner en su sitio el sentido de los símbolos y a los signos mismos porque habrán reorganizado las cosas de la res pública a partir de la voluntad popular.
Todas estas cuestiones nos exigen un análisis riguroso histórico y un debate sobre las nociones de identidad, de pertenencia, de comunidad. Aún más sobre lo que significan los conceptos de pueblo y de nación en la era de pandemias mundiales, economías encadenadas y nuevos referentes ideológicos y culturales vinculados a la globalización. Lo contrario es moverse en el terreno de la irracionalidad y sacralizar aquello que debe ser abordado científicamente, “históricamente, de forma profana, sin rezos ni escupitajos” diría Daniel Bensaïd.
Y se me puede preguntar sobre todo esto ¿Qué piensas? ¿Qué sientes? ¿Cuál es tu bandera? Me quedo por el momento con tres. La tricolor porque hoy y aquí (año 2020, Reino de España) es un grito de soberanía y libertad, la cuatribarrada que me recuerda al pequeño pueblo donde nací y siempre, siempre, con la roja. Esta es la más incluyente y como nos recuerda el filósofo y militante francés, es la bandera “de la solidaridad internacional de los trabajadores y trabajadoras, sin más fronteras que las de clase. Ella es la nuestra”.
Y que Juan Carlos I y Felipe VI, dignos representantes de una larga saga, la de los Borbones, de franquiciados reales con tal de tener el poder se queden con la rojigualda y que nos dejen en paz con la tricolor y la roja, eso sí, con un toque de aggiornamento que requiere trazos verdes y lila.