Repensar la economía con las trabajadoras y trabajadores, conectar la democracia con la economía
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Gabriel Flores
Economista
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Bruno Estrada
Economista, adjunto al Secretario General de CCOO
Este debate se enmarca en la actividad desarrollada por la Fundación 1 de mayo de CCOO, el III Congreso ‘Repensar la economía con las trabajadoras y trabajadores’. Más información en: http://www.1mayo.ccoo.es/noticia:393539–Repensar_la_economia_con_los_trabajadores
Vivimos tiempos difíciles para la democracia en todo el mundo. No es algo nuevo, ya se han vivido antes, varias veces a lo largo del siglo XX –que no olvidemos es el siglo de la democracia en la larga Historia de la Humanidad- y siempre, hasta ahora, la democracia ha salido fortalecida frente a sus enemigos, las castas privilegiadas, las élites económicas, los latifundistas de capital. ¿Será también así en el siglo XXI? ¿Es el momento de que la democracia entre en territorios, como el de la economía y la empresa, que le estaban vedados? Creemos que sí. Cuando las fuerzas progresistas se han situado en posiciones meramente resistencialistas, el resultado ha sido el retroceso de los derechos sociales y laborales y, como consecuencia, una creciente desigualdad, como ha ocurrido en las últimas décadas.
¿De qué hablamos cuando señalamos que la democracia económica permitirá ampliar y fortalecer sistemas democráticos capaces de proteger la convivencia y el bienestar de la ciudadanía? Este amplio terreno de juego, el de la lucha por consolidar derechos y ampliar la democracia, es el que acota el nuevo debate que acoge Espacio Público en colaboración con la Fundación 1º de Mayo de CCOO.
La Gran Recesión iniciada en 2008 y las políticas de austeridad fiscal y devaluación salarial impuestas por las instituciones europeas a partir de 2010, siguiendo las recetas neoliberales, han generado como reacción que gran parte de la ciudadanía haya retomado la consciencia de la importancia de contar con libertades, derechos e instituciones que nos permitan defendernos de los depredadores mercados financieros. Aunque, a la vez, también hay que reconocer que algunos sectores sociales han perdido la confianza en las bondades de un sistema democrático que cada vez les ofrece menor protección.
La recurrente explosión de burbujas financieras, fruto de una paulatina pero constante desregulación de los mercados de capitales, ha fragilizado la protección de las relaciones laborales y el derecho del trabajo, acelerando su mercantilización y el ritmo de sustitución de empleos decentes con salarios dignos por trabajos precarios de baja remuneración. La consecuencia de esos procesos, además del paulatino deterioro del Estado de Bienestar, ha sido el aumento de los riesgos de pobreza y exclusión social de una parte importante de la población, sobre todo entre las generaciones más jóvenes, lo que ha incrementado su desafección hacia los partidos políticos y las instituciones representativas.
Para estos sectores de la sociedad, las distopías han ganado espacio a las utopías cercanas, de forma que la democracia se ha estrechado y ha dejado de ser apreciada, al reducirse drásticamente las alternativas políticas que apuestan por la recuperación, en un futuro previsible, de los empleos, salarios, derechos y bienestar que se han perdido en los últimos años. Muy pocos partidos con posibilidades reales de alcanzar posiciones institucionales tienen la voluntad de gobernar de otra manera para mejorar las condiciones de vida de las trabajadoras y trabajadores poniendo coto a los privilegios de las élites económicas.
Es evidente que las generaciones más jóvenes son las que han sufrido en mayor medida la precariedad laboral y las que tienen un futuro con mayores incertidumbres. Jóvenes que no se sienten interpelados por la experiencia histórica que supuso la era de las tiranías europeas, o la dictadura franquista en España, ni disponen, en muchos casos, de una memoria histórica que les ayude a comprender la ineficacia, inmoralidad e injusticia que suponen los regímenes autoritarios.
En la mayoría de los países capitalistas desarrollados cuyas instituciones democráticas no son capaces de ofrecer suficientes empleos y salarios decentes, se está generando una robusta tendencia hacía una menor identificación de la ciudadanía con los valores democráticos. Los datos de la “Encuesta Mundial de Valores” atestiguan dicha tendencia.
La democracia es una construcción frágil y reciente en términos históricos, una conquista reversible que en los últimos años está sufriendo en Europa y en todo el mundo una campaña de descrédito organizada por poderosos enemigos. Ya no buscan su demolición, su objetivo es más inteligente, es erosionarla hasta reducirla a un cascarón de ceremonias formales que les permitan seguir protegiendo sus egoístas y elitistas intereses.
Repensar la economía con las trabajadoras y trabajadores implica proteger lo social frente a unos mercados que reparten de forma tan desigual, como injusta, rentas y riqueza. Supone considerar que el destino de la inversión pública, y de una parte sustancial de la inversión privada, tiene que decidirse teniendo en cuenta los intereses de la mayoría de la población. Esto es, que el poder democrático de la sociedad debe prevalecer sobre el poder económico de las elites en beneficio de la mayoría social, las clases trabajadoras y el planeta que nos acoge. Ello implica movilizar todas las energías existentes y la financiación pública y privada necesarias para apostar por alcanzar el pleno empleo con trabajos y salarios decentes para todas las personas que deseen trabajar, como sucedió en Europa Occidental y EEUU durante los treinta años dorados, tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la desigualdad social se redujo de forma importante.
Las elites económicas, el capital financiero y los grandes conglomerados empresariales globales actúan en sentido contrario, concentrando cada vez más poder, riqueza y rentas y utilizándolos para impedir que la sociedad les imponga límites, elimine sus posiciones de monopolio y oligopolio y regule la actividad económica en beneficio de la mayoría social y del planeta, cuya preservación es la condición previa a cualquier tipo de economía y vida. O democratizamos la economía o nos privatizan la política.
¿Cuándo hablamos de democracia económica de qué estamos hablando?
Al referirnos a la democracia económica evocamos dos amplios espacios de intervención que están interrelacionados: el primero se refiere a la participación en la dirección y el control de la gestión de las empresas de las trabajadoras y trabajadores, de los sindicatos que les representan y de las organizaciones sociales vinculadas a su actividad; el segundo, a la participación de los sindicatos representativos y del resto de agentes sociales en la definición y gestión de la política económica, en la identificación de las mejores herramientas disponibles para lograr los objetivos propuestos y en el control y evaluación de sus resultados.
Introducir la dimensión democrática en la gestión de la economía y de la empresa, resituando el papel de las clases trabajadoras en el control de los procesos económicos, más allá del alcance y la práctica de una negociación colectiva que debe ser reforzada, obedece a dos lógicas plenamente interrelacionadas: una colectiva, la de una sociedad interesada en construir sistemas económicos y políticos de pleno empleo, más justos y equitativos; otra individual, la de incrementar la cantidad y calidad de la libertad individual, permitiendo que el desarrollo de la autonomía y libre elección de los individuos sea compatible con los intereses compartidos, la solidaridad y la cohesión social o la preservación del clima y la biodiversidad, que son un patrimonio común de la humanidad.
Impulsar el avance de la democracia económica, también en el ámbito de la igualdad de género, ofrece un horizonte de nuevos derechos, de reformas, a las fuerzas progresistas que permite recuperar la hegemonía cultural, incorporando a la agenda política propuestas de modernización y cambio estructural del sistema económico y de la empresa.
Democratizar las empresas no se reduce a ampliar el ámbito del cooperativismo o la economía social y solidaria, debe extenderse también a las empresas privadas y, en particular, a los grandes grupos empresariales. Esta tarea democratizadora de la economía y la empresa, lejos de desviar la atención sobre la imprescindible democratización de los Estados nación y la propia globalización, la complementan. Difícilmente se puede aspirar a democratizar lo que está más lejano, lo macro, si no somos capaces de abrir caminos para democratizar la actividad empresarial, lo micro, en la que estamos directamente involucrados o forma parte de nuestra vida cotidiana.
La democratización de la economía no se reduce tampoco a incrementar el papel o el peso del capital público y las empresas de participación o propiedad pública, incluida la banca, debe extender su acción a las empresas privadas y, a través de un sistema fiscal más progresivo, a la mayor contribución de las rentas del capital y los grandes patrimonios privados a la modernización económica y el bienestar social.
Disponemos de múltiples experiencias locales, nacionales e internacionales de impulso de la democracia económica. Buenas prácticas de las que aprender y aplicar para que la gestión de las empresas y la economía acaben impregnadas de los mismos valores, normas y prácticas de carácter democrático que rigen en el resto de ámbitos e instituciones de la sociedad. Se trata de identificar esas experiencias, promover su conocimiento y recabar el apoyo social que requiere la experimentación de nuevas formas de democracia en la economía.
Son los consejos de administración de las empresas los que tiene que aprender del funcionamiento de las instituciones democráticas de la sociedad, ya que gracias a ellas hemos construido las sociedades más productivas, igualitarias, incluyentes y libres de la Historia de la Humanidad.
¿Es necesario un Gobierno progresista para abrir el campo de aplicación de la democracia a la economía?
Se ha planteado en Espacio Público este debate sobre la democracia en la empresa y la economía en momentos electorales y políticos especialmente complejos y crispados a los que acompaña una creciente incertidumbre sobre el futuro económico mundial que ya se ha concretado en una desaceleración del crecimiento de la actividad económica y el comercio mundial.
No obstante, el debate sobre la democracia económica rebasa con mucho el cortoplacismo de una campaña electoral en la que los partidos políticos tratan de diferenciarse. No sería apropiado para la reflexión sobre la democracia económica que este debate quedara atrapado en una maraña de argumentos, justificaciones y simplismos de carácter electoral. Pero es ineludible afirmar la conveniencia de un resultado electoral que facilite el próximo 10 de noviembre la formación de un Gobierno progresista abierto a la consideración de las reformas legales, institucionales o estructurales que convienen al avance de la democracia en las empresas y en la economía.
Por eso, es tan importante la voluntad y la experiencia del acuerdo programático y la cooperación de las fuerzas progresistas y de izquierdas portuguesas en la última legislatura (2015-2019) que analiza Francisco Louça en la ponencia que abre este debate en Espacio Público. Una cooperación no exenta de diferencias y disputas que, junto a las innegables mejoras que ha supuesto para el pueblo portugués, nos permite entender algunos de los límites e insuficiencias de la acción gubernamental como único vector de la transformación social. Siendo imprescindible, la acción de un Gobierno progresista no es suficiente para impulsar con éxito el proceso de democratización de la economía y la empresa, ya que este éste tiene que estar acompañado de un largo y complejo desarrollo de la organización y movilización política, sindical, social y cultural.
Entendemos la modernización de una sociedad como su capacidad de actuar de forma conjunta, a través de mecanismos democráticos, en una dirección y, una vez obtenidos los resultados esperados, reorientar su acción hacia otros objetivos.
Por ello, creemos que la democracia económica, en todos los rasgos que la constituyen y que son el objeto de reflexión y análisis de este debate que se ha abierto en Espacio Público, forma parte del núcleo del ilusionante proyecto de modernización del país que las fuerzas progresistas deben ofrecer a la sociedad para renovar estructuras y especializaciones productivas, reforzar la convivencia y ampliar los derechos, libertades y bienestar del conjunto de la ciudadanía.
Después de las elecciones de octubre y del fin de la “geringonça”
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Francisco Louça
Político y economista
Hay en Portugal un viejo dicho popular, muy viejo, que dice “de España, ni buen viento, ni buen casamiento”. Las lectoras y lectores de estas notas que viven en España captarán, así lo espero, la existencia de alguna prevención inscrita en la historia y en las percepciones populares de la única nacionalidad ibérica que no ha estado sometida al poder de Madrid a lo largo de la historia del último milenio. Y también lo que este dicho manifiesta. Literalmente, quiere decir que los vientos venidos de España (del este) son raros, pero perjudiciales para la agricultura. Asimismo, recuerda que las bodas entre las casas reales de los dos Estados se tradujeron en problemas dinásticos, diplomáticos y militares. Cuestiones que, de hecho, condujeron al único periodo en el que Portugal estuvo integrado en el reino de Castilla, entre 1580 y 1640. De ahí el “ni buen viento, ni buen casamiento”.
Claro que sobre esto los contemporáneos no tendrán nada más que una divertida curiosidad. Pero el consejo puede ser interpretado de forma moderna, sugiriendo que cada historia tiene su tiempo y su modo, lo cual sirve a ambos lados de la frontera. Y, si me permiten un consejo, tal vez sea mejor que en el debate político español tampoco se imponga alguna simplificación sobre el “ejemplo” o “modelo portugués”, tal y como lo usa de forma interesada en su estrategia el presidente en funciones Pedro Sánchez.
Sería conveniente que en España no se fíen demasiado de los vientos portugueses y tal vez menos aún de las bodas fortuitas que puedan atravesar la frontera. El riesgo de lecturas instrumentales de los acontecimientos específicos de cada país o de estrategias políticas diversas es demasiado grande, sobre todo en tiempos de emociones fuertes y conflictos duros como los que se han vivido o pueden volver a darse en las Cortes en las votaciones sobre el futuro gobierno. Lean por eso estas notas como una simple información o interpretación acerca de lo que han sido estos cuatro años, de las diferencias entre Portugal y España, y también sobre la evolución política tras las recientes elecciones parlamentarias.
Dos países diferentes, dos historias distintas
Comienzo por lo que es obvio para quien lee estas líneas. Hay varias diferencias que imponen modos de realización de la política y de expresión electoral o de las opiniones públicas que son distintas entre Portugal y España. Creo que son, sobre todo, tres.
Primero, Portugal vivió una transición postdictadura marcada por una crisis revolucionaria (de abril de 1974 a noviembre de 1975). La consecuencia más importante, para lo que nos interesa aquí, fue la forma de reconfiguración del sistema político: el principal partido de la derecha en Portugal –el Partido Popular Democrático/Partido Social Demócrata (PSD)– nace de un ala disidente del partido de la dictadura, que estaba en conflicto abierto con el gobierno sobre cuestiones democráticas, y separada de él, a todos los efectos, cuando se llega a 1974. Así, cuando cae la dictadura, la burguesía se reorganizó en torno a este nuevo partido y a otra fuerza reaccionaria, pero con mucho menor peso, el Partido del Centro Democrático Social-Partido Popular (CDS). El aparato político de la dictadura fue destruido en gran parte. Esto permitió imponer una Constitución que reconocía amplios derechos populares, leyes electorales democráticas y otras reglas. En España, por el contrario, el PP constituye una prolongación tardíamente adaptada del aparato franquista. Como consecuencia de todo esto, el sistema partidario portugués es más abierto. Y, tal vez por eso, el Bloco de Esquerda (BE) fue el primer partido europeo de convergencia de la nueva izquierda, nació en 1999 por razones políticas más que por la fuerza de los movimientos sociales. En España fue necesario, sin embargo, un poderoso movimiento social, años después, para dar origen a Podemos. Así, fue entonces cuestionada en España la alternancia entre la derecha y el centro socialdemócrata. Y fue de repente, mientras que en Portugal este bipartidismo ha sido lentamente desgastado desde la emergencia del Bloco hace veinte años. Hay que señalar, además, que el movimiento social ha sido y es más fuerte en España que en Portugal, con un protagonismo de las luchas sociales (el movimiento feminista o por la vivienda, por ejemplo) que no son comparables con las de mi país.
Segundo, Portugal es un país homogéneo, mientras que España es un mapa de nacionalidades. Eso determina en España múltiples formas de expresión política, bajo la forma de varios partidos y de gobiernos autonómicos o regionales. Éstas, además, formatean al mismo tiempo la amenazadora rigidez del poder central –y hasta el papel de la monarquía y de las Fuerzas Armadas– y una maleabilidad de negociación, que los gobiernos del PSOE y los del PP aprovecharon, con el PNV o con CiU y otras fuerzas. O sea, España tiene un poder central más violento y, en muchas ocasiones, sustentado en negociaciones regionales.
Cómo se acordó la “geringonça”
La tercera particularidad de Portugal es que fuimos más castigados por el programa de austeridad y por la humillación de la presencia gobernante de la troika durante los años del ‘ajuste’, de 2011 a 2014. En España se aplicó la misma orientación –de hecho, está genéticamente inscrita en las reglas del euro–, pero en un contexto de mayor margen de maniobra y preservando el halo de la autoridad política nacional. España es una economía mayor, más desarrollada e integrada, y tiene más poder político en la UE. Para quien lea estas líneas en España, le recordaría que el primer ministro de derechas en Portugal llegó a afirmar después de la firma del Memorándum de la troika en 2011, explícita y valientemente, que su objetivo era “empobrecer Portugal” y que era necesario tomar “medidas más allá del programa de la troika” para demostrar la conformidad nacional con la austeridad y el poder de los acreedores.
Ya se darán cuenta de a dónde quiero llegar con estas tres anotaciones. Si la población portuguesa tenía en 2015 la sensación y la experiencia de un programa de austeridad económicamente destructor, que se asociaba el gobierno de las derechas (PSD-CDS), y se esperaba una solución política, esta solo podía depender de los partidos de izquierda –Bloco y Partido Comunista de Portugal (PCP)– y del de centro –Partido Socialista (PS)–, como resultado de las elecciones parlamentarias de octubre de 2015. Dado que estas condiciones hacían inviable la alternancia tradicional entre la derecha y el centro, que había estado vigente hasta entonces, el “modelo portugués” de acuerdo sobre puntos concretos programáticos para permitir el gobierno de António Costa se impuso entonces por la voluntad aplastantemente mayoritaria de las bases de estos tres partidos.
Ese modelo fue preparado por una osada iniciativa de Catarina Martins, la coordinadora del Bloco, en su debate televisivo, durante la campaña de 2015, con el secretario general del PS, a quien desafió a aceptar condiciones elementales para abrir la puerta a un acuerdo. Eran condiciones básicas: no continuar congelando el valor de las pensiones, renunciar a leyes que facilitaran el despido y no reducir las contribuciones patronales a la seguridad social. O sea, anular tres medidas que entonces constaban en el programa del PS. Por resumir una larga historia, el mismo domingo del recuento electoral ya comenzaron reuniones informales entre los dos partidos para coordinar estas condiciones y otras, como el aumento del salario mínimo, manuales escolares gratuitos o bonos de transporte público a precios bajos, por ejemplo.
En ese proceso, estos partidos no tenían en frente ni una derecha unificada, ni difíciles cuestiones de orden constitucional (como las nacionalidades en España), ni alternativas de acuerdos políticos con otros partidos. En base a los resultados electorales, el PS en 2015 solo tenía dos opciones: o dejaba la derecha (con el 38%) gobernar o, con su 32%, se entendía con los partidos de izquierda (el Bloco, 10%, y el PCP, 8%)[1]. Escogió la “solución portuguesa”.
El modelo portugués
Hubo así un entendimiento, registrado en acuerdos por escrito. No voy a resumirlos, están publicados y fácilmente disponibles. Su peculiaridad más importante era incluir, por un lado, una lista de medidas a cumplir: parar las privatizaciones y revertir las que ya se habían hecho en el sistema de transportes públicos; incrementar en un 20% el salario mínimo; aumentar salarios y pensiones y reducir los impuestos directos sobre trabajo; mejorar la cobertura en la lucha contra la pobreza. Y por otro, dejar a cada partido libertad de posición sobre el resto de temas, como cuestiones europeas y financieras, por ejemplo.
Ni el PS lo propuso ni los partidos de izquierda plantearon su participación en el gobierno. Sé que a partir de aquí tengo que escribir con todo el cuidado del mundo, pues no quiero que ninguna lectora o lector interprete mi testimonio como una sugerencia sobre lo que debería suceder en España. En el nivel de acción política en que me sitúo, y se sitúa quien toma decisiones y participa en el debate público que se quiere determinante, es preciso conocer y vivir los detalles, tener el corazón experimentado y un conocimiento profundo de cada contexto para comprender las dinámicas y las relaciones de fuerzas. Y yo no pretendo ni proponer ni ser leído como alguien que insinúa algún tipo de conclusión para las elecciones políticas españolas. Lo que escribo se refiere únicamente a Portugal: no quisimos entonces formar parte del gobierno y sabíamos, de hecho, que, dada la historia de una convergencia inédita, ese camino era impracticable.
Para ambas partes, la solución encontrada fue la más conveniente. Para el PS, ciertamente, pues podía presentar en la Unión Europea a su gobierno como una continuidad de sus compromisos políticos esenciales. Era solo parcialmente verdad, dado que el PS podía asegurar que cumpliría los objetivos macroeconómicos de reducción del déficit, pero algunas de las medidas más importantes que la UE continuaba intentando concretar quedaron bloqueadas por el acuerdo con la izquierda, como las nuevas leyes para facilitar los despidos o la reducción de los costes de seguridad social a cargo de las empresas. En el momento en que el nuevo gobierno fue amenazado con sanciones europeas –paradójicamente, porque las cuentas del anterior gobierno se habían desviado un 0,3% del PIB en relación con el objetivo de déficit–, esa relación positiva del PS con Bruselas fue utilizada para argumentar en contra de un nuevo enfrentamiento a la griega. Pero era también ventajoso para los partidos de izquierda, que mantuvieron su independencia y pudieron oponerse al gobierno en cuestiones fundamentales, ganando en algunos casos, como cuando el ejecutivo intentó alterar las condiciones de financiación de la seguridad social, y perdiendo en otros, como la financiación de la banca comercial tras una crisis o las modificaciones de la ley laboral para aumentar el periodo de prueba en un empleo.
Pienso que todos hicieron la elección correcta. La izquierda y el PS no tenían un nivel de entendimiento programático y de experiencia de trabajo en común que permitiera una cooperación gubernamental. De hecho, si esta hubiera ocurrido, el gobierno se habría deshecho en pocas semanas: el ejecutivo tomó posesión en noviembre de 2015, e inmediatamente, en diciembre, presionado por la Comisión Europea, vendió un pequeño banco, el BANIF, al Santander, gastando en la operación tres mil millones de euros, lo que la izquierda no aceptó. Si en ese momento hubiera habido ministros de los partidos de izquierda, éstos habrían salido del gobierno y el acuerdo no habría durado un mes. La presencia en el ejecutivo exige una relación de fuerzas determinante, además de capacidad social de movilización inmediata, preparación técnica y una estrategia política coherente. Pero no puede ser un juego de corto plazo, tiene que ser una disputa consistente por la hegemonía social.
Los resultados de la “solución portuguesa”
No me detendré mucho sobre los resultados de la “solución portuguesa”, que son suficientemente conocidos. Ésta se benefició de tres condiciones favorables: petróleo barato, intereses bajos debido a las inyecciones de liquidez del programa de quantitative easing (compra de títulos de deuda pública y privada) del BCE y, además, un cierto aumento de la expansión de la demanda europea en la tímida recuperación que hemos vivido. Esta evolución permitió, por primera vez en los veinte años del euro, una convergencia real con la media europea, una balanza comercial positiva y la reducción de los gastos en la balanza de rentas, gracias a emisiones de deuda de corto y medio plazo con intereses negativos. En consecuencia, la tasa oficial de desempleo se redujo a la mitad (6%); y la subida de los ingresos fiscales y de la seguridad social, la reducción de los gastos del desempleo, más un inadecuado ajuste de la inversión pública permitieron un déficit cercano al 0% en 2019. Todas las valoraciones coinciden en considerar estos resultados como positivos: para las reglas presupuestarias ortodoxas, es un caso notable; para trabajadores y pensionistas, fue un alivio importante; para la presión de los intereses de la deuda soberana, es un éxito, al menos a corto plazo; para la gestión macroeconómica, tiene el beneficio de una expansión, aunque sea limitada.
La audacia de los partidos de izquierda, ante el carácter tan restrictivo de los acuerdos escritos, permitió ir más lejos de estos. En cada presupuesto anual, fueron aprobadas otras medidas que no estaban inicialmente previstas. Ese proceso de presión y negociación fue esencial para extender algunos derechos y para crear nuevas soluciones. Fue así como se definió una tarifa social de la energía a precios bajos para una décima parte de la población nacional; se creó un programa especial para garantizar contratos de trabajo estables a decenas de miles de trabajadores precarios en la Función Pública; hubo aumentos anuales extraordinarios para las pensiones más bajas, se redujo el precio de las matrículas en la universidad pública o se crearon bonos mensuales de transporte público en las grandes ciudades a precios más reducidos (30 euros).
En otras cuestiones, se agravaron los conflictos entre la izquierda y el gobierno. En particular, en la recuperación de la antigüedad laboral congelada de los profesores, en los salarios de los funcionarios públicos o en la gestión público-privada de los hospitales públicos. En algunos casos, estos conflictos y las soluciones alternativas fueron cuidadosamente preparadas para que la izquierda obtuviera resultados. El mejor ejemplo es el de la Ley de Bases de la Salud. Un antiguo coordinador del Bloco de Esquerda, que desempeñó esa función tras mi último mandato, João Semedo[2], elaboró con un fundador del Partido Socialista y su presidente honorario, António Arnaut[3], una ley para reorganizar la estructura y las políticas de salud. Publicaron su propuesta en un libro que obtuvo un notable impacto, orientando el debate en el país. Ese trabajo de confluencia marcó la política portuguesa. El gobierno inicialmente apoyó la propuesta –el primer ministro y varios miembros del gobierno participaron en su presentación–, después decidió presentar una alternativa y le encargó la tarea a una exministra que representaba a la derecha del PS. Después, abandonó esa propuesta y buscó un acuerdo con la izquierda. Luego, presionado por los grupos financieros con intereses en este ámbito, buscó un acuerdo con el principal partido de la derecha. Finalmente, fracasadas todas estas maniobras, acabó por aceptar un acuerdo de última hora con los partidos de izquierda. El resultado es una ley progresista y la existencia de un debate fuerte sobre la experiencia de la gestión privada de los hospitales públicos –hay aun tres hospitales con ese modelo, pero el proyecto era que llegaran a ser diez–. Para el Bloco de Esquerda, este proceso es una demostración política interesante, ya que nunca había sucedido en la política portuguesa. En primer lugar, el que se diese una propuesta común de dirigentes históricos del PS y del Bloco. Y en segundo lugar, el que el Bloco condujese un debate intenso que condicionó al gobierno; mantuviese siempre su coherencia; consiguiese resistir a la presión de las grandes finanzas; y, ante el fracaso del gobierno, impulsase las reglas para un acuerdo que alcanzó la mayoría del parlamento. Toda la política es disputa.
Nunca simplifiquemos lo que es complicado: este era un gobierno minoritario de un partido de centro, el PS; no era un gobierno de izquierdas; tenía una base parlamentaria mayoritaria con acuerdos y compromisos importantes para la población y que fueran cumplidos; respondía a una exigencia inmediata de viraje político y fue, por eso, un camino para responder a la austeridad.
Las tensiones entre el PS y la izquierda
Este proceso ha estado marcado por tensiones y acuerdos y por la aprobación mayoritaria de presupuestos anuales, que consagraban estos difíciles equilibrios. Pero el mapa político de la “solución portuguesa” evolucionó y se complicó, como no podía dejar de suceder.
En esos cuatro años, a pesar de que los dos partidos de izquierdas hayan estado muy alineados en cuestiones presupuestarias, fiscales, económicas y laborales –divergen en cuestiones sociales, el PCP se opone a las propuestas del Bloco a favor de la paridad entre hombres y mujeres o de la legalización de la muerte asistida– y hayan conseguido en conjunto importantes concesiones del gobierno, el PS ha definido respuestas diferentes a los desafíos propuestos por los dos partidos de izquierdas. La estrategia del primer ministro socialista se ha basado en una distinción entre los dos partidos: favorecer al PCP (cuyo electorado se considera muy estanco en relación al del PS) y ser agresivo con el Bloco (que aparecía como un partido con más posibilidades de establecer puentes y diálogo con los electores del PS). Esta decisión política se volvió más agresiva durante la campaña electoral de 2019, en la que el principal enfrentamiento del PS no fue con sus opositores de derechas, sino contra el Bloco, presentado como un obstáculo para alcanzar la mayoría absoluta, lo que podría acarrear una situación de “ingobernabilidad”. El primer ministro usó insistentemente el ejemplo del caso español, argumentando que si el “Podemos portugués” obtuviera un respaldo electoral elevado, se podría dar un impasse en la formación del Gobierno, como en las Cortes españolas. El Bloco respondió con una campaña firme en contra de la mayoría absoluta y defendió un programa concreto de medidas sociales y económicas para los próximos cuatro años que incluía el aumento del salario mínimo, la recuperación de derechos laborales, medidas para incrementar la oferta de viviendas sociales, propuestas para desarrollar el servicio nacional de salud y de respuesta a la emergencia climática, la nacionalización de empresas de energía y correos y el control público de la banca.
En todo caso, esa política ofensiva del PS durante este periodo ha perjudicado al PCP y favorecido al Bloco: en las elecciones presidenciales de 2016, la candidata del Bloco obtuvo el triple de votos que el candidato del PCP; y en las europeas –en las que en 2014 el PCP consiguió tres escaños y el Bloco solo uno– de 2019 el Bloco volvió a rebasar al PCP, como ya había sucedido en las legislativas de 2015. En las últimas elecciones parlamentarias del pasado 6 de octubre, el PS subió hasta el 37%, pero quedó lejos de su objetivo de mayoría absoluta, el PCP bajó al 6%, perdiendo 5 diputados y obteniendo el peor resultado de su historia, y el Bloque, mantuvo su presencia parlamentaria, con 19 diputados y cerca del 10% de los votos.
¿Por qué no hay una nueva “geringonça”?
La noche que se cerraron las urnas, el 6 de octubre, António Costa, el primer ministro, se felicitó por los resultados y reafirmó que mantendría su compromiso previo, sugiriendo una Geringonça 2.0. En ese sentido presionaba una buena parte de sus electores, además de los del PCP y el Bloco e, incluso, otros sectores de izquierdas (fue elegida también una diputada de un pequeño partido de izquierdas, Livre, y cuatro más de un partido ecologista y animalista, el PAN). Por eso, el PS, que está en minoría en el parlamento, se sintió obligado a negociar con todos esos partidos para la aprobación de un nuevo acuerdo.
Sin embargo, después de estas elecciones se producen dos diferencias esenciales respecto al contexto de 2015. La primera y más importante es que, esta vez, el PS es el partido más votado y no el segundo. Tiene, por tanto, una legitimidad formal diferente y un margen de maniobra mayor, dada la crisis de los dos partidos de la derecha, que cosecharon los peores resultados en varias décadas. La segunda diferencia es que el PCP, en parte presionado por su mal resultado electoral (fue superado por el Bloco incluso en los bastiones históricos de implantación comunista), rehusó alcanzar un acuerdo escrito para la nueva legislatura y anunció su disposición a llevar a cabo negociaciones puntuales sobre leyes y presupuestos, sin ningún tipo de compromiso sobre objetivos a cuatro años. Por el contrario, el Bloco propuso un acuerdo por escrito sobre un plan de inversión pública durante la legislatura, que incluía un programa de vivienda a bajo coste (cien mil casas con alquileres medios de 300 euros), un plan de emergencia para contratar médicos y enfermeras para el Servicio Nacional de Salud, la nacionalización de Correos, la recuperación de derechos laborales recortados por la troika, el aumento de los salarios y medidas para la reducción del tráfico de automóviles o para responder a la emergencia climática.
En respuesta, el PS, que inicialmente aceptó el principio de un acuerdo escrito y negociaciones diferenciadas con los diversos partidos, decidió retractarse cuatro días después de las elecciones, dando por cerradas las conversaciones sobre un acuerdo de legislatura. Significativamente, anunció su rechazo a las propuestas del Bloco a la salida de un encuentro con la principal asociación patronal, que había insistido en la continuidad de las normas laborales de la troika.
La idea de una Geringonça 2.0 duró, de este modo, menos de una semana y fue rechazada por el PS. Habrá, por tanto, un gobierno minoritario que buscará acuerdos puntuales con la izquierda y la derecha, beneficiándose de la crisis de los partidos de la derecha y esperando que las restricciones provocadas por la desaceleración de la economía europea y por los riesgos de la inestabilidad financiera no generen nuevas perturbaciones. Se trata, por consiguiente, de un deslizamiento del gobierno hacia el centro y la derecha en un contexto de mayor tensión con el Bloque de Izquierda y con los movimientos populares y sindicales.
Aún es pronto, en todo caso, para anticipar cuál será la percepción y la respuesta popular a este nuevo contexto. Dependerá en gran medida de movimientos dinámicos como la huelga climática o la huelga feminista, de las nuevas expresiones de la lucha sindical, así como de la relación de fuerzas que resulte de la evolución económica y de las presiones de las instituciones europeas.
Conclusión
Como siempre, nadie tiene la última palabra. Para la izquierda portuguesa, habrá victorias y derrotas y nunca hay victorias fáciles. Es la vida. La política es un ajedrez con muchas variables y muchas de ellas dependen de fuerzas que no controlamos ni anticipamos. Pero cuanto mejor conocemos a nuestra gente y a nuestros adversarios, mejor preparados estamos para responder a las responsabilidades inmensas de los tiempos presentes: garantizar seguridad a quien teme por el empleo y por el salario, disputar la sostenibilidad de la seguridad y de la protección social frente a las finanzas, impedir la uberización y precarización del trabajo, rechazar el individualismo extremo que afirma el programa neoliberal en la vida cotidiana, construir una cultura de movimiento colectivo, intensificar el aprendizaje democrático contra el autoritarismo. Y, si una cosa aprendí con la experiencia de la izquierda en España y sus nacionalidades, fue que es preciso vivir y mostrar una política inclusiva, alegre, movilizadora y sin rencor. Somos gente normal luchando por los nuestros, codo con codo entre todas. Esa es la fuerza de la izquierda.
Notas
*Este texto es una adaptación del artículo publicado en Ctxt en agosto de 2019, actualizado después de las elecciones parlamentarias del 6 de octubre de 2019.
- Al contrario de la convergencia en la izquierda española en una lista unificada entre Podemos e IU, Unidas Podemos, en Portugal los dos partidos, Bloco y PCP, han mantenidos identidades muy distanciadas y poca cooperación entre sí. La propuesta del Bloco de que las reuniones de trabajo de la mayoría parlamentaria incluyeran a los tres partidos fue siempre rechazada por el PCP, que prefirió negociar por separado con el PS y se negaba a cualquier reunión que incluyera el Bloco, dando por lo tanto al PS un espacio más amplio de negociación paralela con los dos partidos de izquierdas.
- João Semedo fue miembro del Comité Central del PCP. Tras abandonar el partido en 1991, volvió a su actividad profesional como médico y fue director de un hospital en Oporto. Más tarde se unió al Bloco y fue su coordinador entre 2012 y 2014. Murió en 2018.
- António Arnaut fue fundador del PS. Como miembro del gobierno en 1979, fue el ministro responsable de la creación del Servicio Nacional de Salud. Siempre ha sido considerado y venerado como el “padre del Servicio de Salud”. Tanto Semedo como Arnaut fallecieron algunos meses antes de la conclusión del debate legislativo iniciado por la ley que propusieron.
Es el momento: Repensar la economía para ponerla al servicio de la gente
27/12/2019
El modelo neoliberal capitalista y el orden mundial desregulado y cargado de incertidumbres que se sustenta en ese modelo acumulan ineficiencias y desórdenes que se manifiestan en un sinfín de tensiones políticas, étnicas y culturales, pulsiones nacionalistas, crispación social, desajustes económicos y climáticos o conflictos militares en los extrarradios del sistema. La crisis del capitalismo neoliberal se entrecruza, desde hace una década al menos, con una crisis de la democracia y los derechos humanos y con una amenaza climática y ecológica que requiere con urgencia tomar medidas globales, nacionales y locales para empezar a afrontarla de forma inmediata y poder superarla en las próximas décadas, cuando aún es posible.
La tarea de proponer y acordar reformas destinadas a corregir esos desórdenes y disolver esas amenazas debe estar situada en un lugar prioritario de la agenda de la opinión pública y del conjunto de las fuerzas progresistas. Parece aconsejable, si no obligado, intentar definir con más precisión las medidas a aplicar y exigir ritmos más rápidos en su aplicación. Al tiempo, hay que remover los obstáculos que levantan poderes económicos elitistas que no parecen tener ninguna prisa en reducir esos desórdenes mientras puedan aprovecharlos como nuevas fuentes de ganancia y mecanismos para conseguir un mayor sometimiento de la economía, la sociedad y la naturaleza a sus particulares y estrechos intereses a corto plazo.
En nuestro país, mientras tanto, el mucho ruido político y mediático sobre algunos problemas pendientes de solución (el bloqueo político, el encaje territorial de Catalunya, el avance de la extrema derecha posfranquista o los restos de corrupción política institucional) deja fuera del centro de la agenda política cuatro graves problemas:
1) lograr un reparto más equitativo y razonable de la renta para reducir la desigualdad, impedir que se consoliden bolsas de pobreza y exclusión social y facilitar la actividad económica sostenible y la creación de empleos decentes;
2) modificar pautas de consumo y estructuras productivas, a la vez que se propician compromisos nacionales e internacionales efectivos para descarbonizar la economía, reducir las emisiones de CO2 y establecer planes de financiación e inversión que aseguren una transición energética lo más rápida y justa posible, sin que este nuevo ámbito de actividad económica se convierta en pasto del marketing empresarial ni en un nuevo e injusto mecanismo de reparto de los costes que conllevará dicha transición, cargándolos sobre la mayoría social;
3) afianzar la democracia y extender el diálogo y el acuerdo a todas las manifestaciones de las relaciones y la toma de decisiones en ámbitos, como el de las empresas y la gestión y dirección empresarial, que hasta ahora se habían resistido a abrir sus puertas a la democracia;
4) hacer compatible el libre comercio y la libertad de movimientos de las personas con la existencia de mecanismos de regulación y control multilateral que impulsen una globalización inclusiva que evite el dumping social.
La simple enumeración de esos objetivos y tareas nos permiten hacernos una idea de su envergadura y dificultad, de las resistencias que va a generar su puesta en marcha y de la necesidad de un renovado consenso social y amplios acuerdos políticos que permitan empezar a dar pasos en un camino de reformas que será largo y difícil. Se trata, ni más ni menos, que de rehacer un nuevo contrato social capaz de disputar la hegemonía a las elites económicas mundiales y a las fuerzas populistas y neosoberanistas reaccionarias; se trata, en suma, de conseguir que las grandes transformaciones que ya han comenzado se hagan de forma ordenada y no disruptiva, no vayan en detrimento de las grandes mayorías sociales ni contribuyan a reconstruir privilegios basados en identidades nacionales o a dar prioridad a los intereses particulares de elites o sectores que multiplican sus ganancias y su poder gracias a los cambios desordenados que se están produciendo.
Una economía y un orden mundial en transformación que requieren de amplios acuerdos y capacidad para gestionar los cambios en curso y sus ritmos.
Una de las consecuencias políticas más recientes y significativas de la situación de reconfiguración en la que está inmerso el modelo capitalista neoliberal que ha imperado en el mundo durante las últimas décadas, tras su consolidación en los años 80 del pasado siglo, ha sido el giro a la izquierda que parte de la socialdemocracia ha llevado a cabo en los últimos tiempos, con diferente alcance y por distintas vías. Procesos de revisión de su actuación que siguen su curso, adoptando formas más o menos incipientes o desarrolladas, y que han alumbrado programas y propuestas claramente identificables con los valores de izquierdas. Un giro a la izquierda que cuestiona la Tercera Vía, esto es, su anterior colaboración con las derechas en la expansión y gestión del modelo capitalista neoliberal y, tras el estallido de la crisis global de 2008, su apoyo a una estrategia conservadora de austeridad para superar la Gran Recesión que ha sido ineficaz en la consecución de los objetivos que pretendía alcanzar y ha acabado multiplicando desigualdades y precariedad, eliminando derechos laborales y sociales, recortando protección social, deteriorando la oferta de bienes públicos y, en definitiva, haciendo más difícil la vida y el futuro de millones de personas.
Repensar la economía incluye recapacitar sobre las políticas económicas y las llamadas reformas estructurales de desregulación de los mercados impuestas en los últimos años y tratar de integrar y aprender de todas las experiencias y propuestas que cuestionan las políticas de austeridad y devaluación salarial y evidencian su pérdida de apoyos sociales y su ineficacia económica.
Es innegable que se está produciendo una evolución hacia la izquierda de los programas de partidos socialdemócratas, en el Reino Unido y más recientemente de Alemania, asimismo están adquiriendo un peso creciente otros partidos cercanos a los planteamientos más de izquierda de la socialdemocracia, y en EEUU están ganando espacio las corrientes más progresistas del Partido Demócrata. Al igual que la cooperación de los socialistas portugueses con fuerzas situadas a su izquierda durante la pasada legislatura o la apertura de los socialistas españoles a la negociación de un Gobierno de coalición progresista con UP son algunas de las más importantes expresiones que pueden encontrarse de ese giro a la izquierda que forma parte y evidencia las tensiones generadas por el capitalismo neoliberal.
En el giro progresista de la socialdemocracia y el fortalecimiento político de otras opciones situadas más a la izquierda existen causas y razones similares: aumento de las desigualdades y la pobreza, deformación de la distribución de la renta nacional en detrimento de los salarios, pérdida de poder de negociación de los sindicatos, rápido crecimiento de las emisiones de CO2 e incapacidad o desinterés por reducirlas, extensión de los falsos autónomos y de trabajadores autónomos sin ningún tipo de protección social, retroceso del gasto público social, debilidad de la inversión pública modernizadora, inacción de los Estados y las instituciones comunitarias en la gestión de los cambios productivos, tecnológicos y energéticos o en defensa de los bienes públicos y de los equilibrios ecológicos básicos que son necesarios para sostener nuestro planeta y la propia vida… Tendencias que provocan millones de perdedores desplazados a los márgenes de la sociedad, debilitan la convivencia, fragmentan y convierten en ineficaz el mercado único en Europa o aumentan las divergencias productivas y de rentas entre los socios de la UE y entre los territorios y sectores sociales de cada Estado miembro. Y que, por ser tan negativas, terminan por ser inaceptables en democracia y generan rechazos, malestar y energías que intentan y acabarán consiguiendo cambiar las prioridades y las políticas predominantes desde hace décadas porque no se pueden perpetuar cuando son tan evidentes y destacados sus negativos impactos. El avance del euroescepticismo y de las críticas y resistencias de la ciudadanía al capitalismo neoliberal, tanto a la izquierda como a la derecha del escenario político, son claros indicadores de la crisis en la que seguimos inmersos y de la necesidad de grandes transformaciones que permitan para superarla.
También forman parte de esas tensiones, sobre la misma base de indignación o resignación de la ciudadanía pero desde el otro lado del espectro político, el avance de las derechas populistas y neosoberanistas que representan Trump o Johnson y el cuestionamiento que realizan del orden mundial neoliberal o globalista, del que critican un afán uniformador cosmopolita poco o nada respetuoso con las identidades nacionales y al que denuncian como un peligroso enemigo de sus maneras de entender y reivindicar la soberanía nacional y, sobre todo, como un instrumento de los grandes grupos empresariales transnacionales para imponer sus intereses a la mayoría de las naciones.
Todos los temas mencionados antes y algunos más han formado parte, con mayor o menor fortuna y atención, de las ponencias desarrolladas en el III Congreso de la Fundación 1º de Mayo “Repensar la economía con las trabajadoras y trabajadores” y de las intervenciones que se han sucedido en este Espacio Público que ha acogido las valiosas reflexiones que han permitido esclarecer y profundizar un debate necesario. Forman parte de las preocupaciones de CCOO y del resto de sindicatos de clase porque revelan al mismo tiempo la incapacidad del modelo capitalista neoliberal para responder a las preocupaciones de la sociedad y la existencia de un tiempo nuevo, propicio para que las instituciones públicas nacionales y supranacionales impulsen y gestionen cambios de política económica, legislativos, tecnológicos y sociales en un sentido que suponga la mejora de la situación de las clases trabajadoras y la mayoría social, además de un reparto más equitativo que hasta ahora de los costes y beneficios que supondrán dichos cambios.
Que este proceso de gestión de las transformaciones en curso no va a ser sencillo lo indica claramente el desastre electoral sufrido por el Partido Laborista en las recientes elecciones generales del Reino Unido celebradas el 12 de diciembre. No basta con presentar un programa nítido de izquierdas, claramente diferenciado del de las derechas conservadoras o liberales, para recolectar en forma de votos el descontento de la mayoría social. No es posible superar en una campaña electoral años y décadas de retroceso y pérdida de legitimidad del Estado de Bienestar, el diálogo social y la acción de las instituciones públicas en defensa de la igualdad de oportunidades y de los sectores más desprotegidos y marginados o de la necesidad de impulsar una inversión pública capaz de gestionar los cambios productivos y educativos en beneficio de la mayoría social; menos aun cuando esa pérdida de legitimidad fue interiorizada por los laboristas británicos durante los liderazgos de Blair y Brown y la acción política institucional y los desarrollos teóricos asociados a su tercera vía entre la socialdemocracia y el neoliberalismo. No se puede revertir en una campaña electoral o con un programa de izquierdas una derrota, la pérdida de legitimidad del Estado de bienestar y de la cultura, los valores y las fuerzas que lo hicieron posible, que se fraguó durante décadas. Sobre todo si la agenda política está centrada desde hace varios años en una cuestión identitaria que ha simplificado el debate, polarizado a la ciudadanía y dificultado la búsqueda de un acuerdo político que pudiera recabar un apoyo más amplio que el que se puede construir en torno a un referéndum que sólo admite una respuesta binaria: Brexit sí o no.
El giro a la izquierda de la socialdemocracia, pese a su trascendencia política y las justificadas esperanzas que suscita, no es suficiente para acometer y gestionar las grandes transformaciones en curso y hacerlas compatibles con las necesidades de bienestar, seguridad y futuro de la mayoría social. Tampoco, para construir una alternativa a las derechas populistas, conservadoras o de extrema derecha, embarcadas en un inquietante objetivo de deconstrucción parcial del modelo capitalista neoliberal que pretende reafirmar sus rasgos más antisociales, insolidarios, xenófobos y competitivos al tiempo que intenta reafirmar identidades y soberanías nacionales formales, mientras deja todas las puertas abiertas a las imposiciones de las grandes potencias sobre la mayoría de los Estados nación.
Tampoco una amplia cooperación política, como la que en España intentan fraguar el PSOE y UP para sostener un Gobierno progresista, que suscita con razón tan amplios apoyos y simpatías es suficiente para impulsar el cambio. Hace falta completar y complementar esa cooperación política con el fortalecimiento del papel de los sindicatos de clase y una mayor presencia de un denso entramado de organizaciones y movimientos sociales enraizados en una ciudadanía viva, activa y consciente de la importancia de la acción colectiva en defensa de los intereses y necesidades que comparte la mayoría social. En este terreno de la organización y movilización social es obligado resaltar, por su decisivo impacto sobre las rentas y las condiciones de vida y trabajo de la mayoría social trabajadora, la importancia de ensanchar, mediante cambios legislativos adecuados y ejemplos prácticos que se puedan replicar y extender, los marcos del diálogo social entre sindicatos y organizaciones empresariales que es esencial para afianzar la negociación colectiva y revertir las pasadas reformas del mercado laboral que la traban o dificultan. Este es el momento. Ahora es posible construir una nueva voluntad política progresista y rehacer un nuevo contrato social desde la izquierda, contando con las instituciones del Estado para impulsar el cambio posible y hacerlo de una manera ordenada, al servicio de la mayoría social y contando con el concurso de la ciudadanía y las organizaciones que la conforman, defienden y representan.
Una reflexión, un debate y una acción necesarios.
Hay ganas de debatir sobre la sociedad en la que convivimos y trabajamos y sus conexiones con la situación europea y mundial, su mal estado, las no demasiado buenas perspectivas de evolución y las formas en las que repensamos la acción sindical y sociopolítica para abrir nuevas posibilidades a la mejora de las condiciones de vida y trabajo de la mayoría social. Dicho de otra forma, existe una clara conciencia de la necesidad de actuar y un profundo interés por contribuir a rehacer el contrato social que la crisis económica y las políticas reaccionarias aplicadas para superarla han hecho estallar.
Los debates, ponencias e intervenciones en este Espacio Público y en el III Congreso sobre la democracia económica que organizó la Fundación 1º de Mayo han puesto en evidencia la necesidad y la importancia de llevar a cabo esa reflexión y repensar la acción sindical y sociopolítica para construir un nuevo acuerdo social que ponga la economía al servicio de la mayoría social, refuerce y amplíe los ámbitos de diálogo social y la negociación colectiva y coloque a las instituciones públicas ante su responsabilidad de llevar a cabo las reformas necesarias para que el complejo proceso de transformación en marcha del modelo capitalista y el orden mundial neoliberales se desarrolle de manera ordenada, pacífica y democrática.
Queremos terminar agradeciendo a la Fundación 1º de Mayo el haber planteado y organizado este debate y a todas las personas e instituciones que han intervenido o colaborado en su realización o difusión y lo han hecho posible. Tanto durante el Congreso realizado los pasados días 14 y 15 de noviembre de 2019, que contó con una veintena de ponentes, alrededor de dos centenares de asistentes y el respaldo y la difusión brindados por Espacio Público, Le Monde Diplomatique en español, Madrid Sindical, Público y CTXT, como a través de los artículos y el debate que durante dos meses ha discurrido en este Espacio Público y en el que ha habido más de cuarenta intervenciones.
Muchas gracias a todas las personas y entidades que han hecho posible este espacio público de reflexión, análisis y encuentro que valoramos como muy provechoso y que necesitará de continuidad para alentar propuestas y reformas que puedan ser llevadas a cabo por un Gobierno progresista. Y muchos ánimos para el camino que tenemos por delante, en el que será imprescindible aunar de nuevo esfuerzos de reflexión y acción para impulsar y apoyar el cambio posible.
Trabajo y política: rehaciendo el debate sobre la democracia industrial
18/12/2019
Miguel Martínez Lucio
Profesor de la Universidad de Manchester
Muchos debates en las relaciones laborales se centran a menudo en retomar ciertas regulaciones y prácticas. Después de un periodo de desregulación continuada en relación al alcance de los sindicatos y su influencia en la negociación colectiva, ahora se vuelve a poner el foco en revertir estos desarrollos y reconstituir las regulaciones laborales en términos colectivos. El debate a menudo se centra en la necesidad de subrayar los impactos sociales negativos de estas reformas en lo que se refiere a la igualdad y las condiciones de vida. También se centra en la necesidad de que tanto intelectuales progresistas como observadores en general recuerden a las élites sobre el papel positivo que tienen tanto los sindicatos como la negociación colectiva en la economía. Este argumento está presente en numerosa literatura e informes de centros de estudios locales y organizaciones transnacionales clave como es la Organización Internacional del Trabajo. Todos estos actores y documentos enfatizan las virtudes del ‘diálogo social’ como elemento pacificador en las relaciones laborales y como factor contribuyente al progreso económico. Otro ejemplo es el énfasis puesto por la Unión Europea en conectar los fondos de investigación a este concepto de diálogo social y los beneficios que esto tiene en la economía.
El efecto perverso de esta orientación –a pesar de lo positiva que pueda ser en otros aspectos– consiste en que es principalmente defensiva. El debate gira sobre la obsesión con la necesidad de ‘reequilibrar’ y corregir las recientes aberraciones en el orden colectivo de las democracias liberales. A pesar de esto, esta perspectiva no ha conseguido reflexionar de forma crítica en los límites del modelo desde, si nos atrevemos a decirlo, un enfoque radicalmente progresista. El problema es que volvemos de algún modo a un sistema de negociación colectiva y representación que estaba altamente restringido y limitado en su alcance.
De todos modos, estamos viendo un debate emergente sobre la participación en el lugar de trabajo que, a pesar de no tener avances políticos importantes, está comenzando a abrir el debate sobre cómo se puede controlar y regular el poder corporativo a través de agendas sociales alternativas. Estos debates se asemejan en algunos aspectos a la percepción de muchas personas del mundo de la academia y el sindicalismo orientado a las políticas públicas de los 70’s. Uno de estos ejemplos fue la contribución del Instituto para el Control de los Trabajadores del Reino Unido. Esta iniciativa tuvo su origen en varias redes sindicalistas y de grupos académicos socialistas. El Instituto debatía sobre temas relacionados con la propiedad pública, pero también creía que se debía ir más allá de la obsesión con el papel del estado y prestar más atención a la cuestión de la voz política de los trabajadores y trabajadoras en el lugar de trabajo en sí mismo. Defendían que la izquierda del capitalismo organizado o social se centraba sobre todo en el nivel de participación de los trabajadores y trabajadoras en estructuras jerárquicas y orientadas al estado. En lugar de esto, las personas y redes relacionadas con el Instituto para el Control de los Trabajadores querían que la atención se centrase en el desarrollo de cooperativas, planes sociales de producción alternativa para las empresas centradas en la producción armamentística y nuevos foros y servicios de consulta para aumentar el control de los trabajadores y trabajadoras. Estas intervenciones crearon un espacio intelectual que iba más allá de la administración de la negociación colectiva o el uso del conflicto de un modo puramente simbólico, que no buscaba realmente debilitar y cambiar la naturaleza de los procesos de dirección. El trabajo de personas como David Coates es un punto de referencia importante para estos debates que buscaban una visión más profunda y radical de la participación de los trabajadores y trabajadoras en la economía de la empresa.
Debe notarse que el foco actual en una versión más emprendedora de la involucración de los trabajadores y trabajadoras traducida en empresas sociales y gemicro-empresas propiedad de los trabajadores y trabajadoras no es el resultado de estos debates. Este enfoque representa una orientación diferente en cuanto a cómo la ciudadanía puede participar en la economía que es mucho más gerencial. No tiene relación con estos debates anteriores que interpretaban que una forma más sistemática de voz del proletariado dentro de las organizaciones estaba basada en la decisión colectiva y una visión alternativa del tipo de economía que se necesitaba.
La cuestión es, por lo tanto, cómo puede el Estado crear un marco de financiación y consulta, no solamente regulativo, que sea capaz de poner estos debates en la agenda y mantenga el interés en un tipo de democracia en el lugar de trabajo y en los temas de empleo que combine con otras formas de democracia directa. También es necesario debatir cómo las organizaciones y redes laborales –en un sentido amplio– pueden comenzar a crear marcos de apoyo informativo y financiero para aquellos trabajadores y trabajadoras que quieran reforzar su voz en el centro de sus organizaciones, más allá de debatir unas condiciones y términos de trabajo mínimos. La pregunta es tanto estratégica como operativa, ya que requiere que se repiense el papel de formas de activismo establecidas dentro de los sindicatos y el movimiento obrero más ampliamente.
El último tema está por lo tanto relacionado con lo político. No se trata solamente de ver el reto desde los espacios industriales y económicos. Es necesario intervenir a nivel político. Se tienen que ampliar las lógicas de participación y ciudadanía. Como dijo el politólogo canadiense C.B. Macpherson, la democracia tiene varios significados y no está relacionada simplemente a las esferas de la política institucional. El lenguaje democrático puede relacionarse tanto a las esferas social y económica como se hace a lo político. La renovación y extensión del proyecto democrático liberal necesita una expansión radical en la esfera económica que ha tendido a dejarse fuera de los debates formales sobre los derechos ciudadanos. Por lo tanto, la lógica democrática debe extenderse más allá de los mecanismos relacionados con el Estado. Esto es particularmente importante si se quiere que el debate dentro de la esfera económica sea más sensible a un rango de ‘nuevos temas’ como, por ejemplo, la cuestión de la igualdad y la ecología. Hace falta ampliar y politizar, de una forma más sistemática, la discusión de la responsabilidad social dentro de la empresa, que en manos de la dirección tiende a trivializar y cerrar temas tan importantes como estos. Por lo tanto, si queremos engendrar una visión de la participación laboral y ciudadana en la economía que no esté restringida a términos y condiciones de empleo básicas o mínimas (sin dejar de lado lo importantes y fundamentales que son), cualquier debate sobre la participación ciudadana y laboral necesita surgir y ser coordinada en diferentes niveles y polos de discusión (lo social, lo político y lo económico).
(Traducido del inglés por Felipe G. Santos)
Qué producir y cómo. Quién decide: una cuestión democrática
17/12/2019
Manuel Garí
Economista ecosocialista
“El trabajo es el Padre y el principio activo de la riqueza, como la tierra es la Madre”. William Petty (1667). A Treatise of Taxes and Contributions
Para quienes consideramos que la clase trabajadora es, junto a la naturaleza, la fuente real de creación de riqueza en el proceso productivo, constatamos que la economía capitalista niega la evidencia tanto en la distribución del ingreso como en la construcción del poder de decisión en toda la cadena de valor. La empresa (pública y privada) y las políticas económicas gubernamentales ignoran la realidad y adolecen de falta de democracia en el primer caso y de un radical déficit en el segundo. Pero, a la vez, también consideramos que lo que es real debería ser legal, con su correlato institucional, reconociendo que la clase trabajadora es el sujeto central de la arquitectura económica en todos los niveles.
Ello choca, no podemos obviarlo, con la idea predominante sobre qué es la democracia y en qué ámbitos se produce, pero también encuentra escollos en la concepción hegemónica sobre la propiedad y los derechos del capital, el poder oligopólico que controla los sectores estratégicos de la economía, la reactividad antidemocrática de instancias fundamentales del aparato de estado y, en definitiva, con las limitaciones que impone el propio modelo de democracia liberal vigente, crecientemente autoritario al servicio de un proyecto económico antisocial a lo ancho del planeta. Nadie que sea realista puede pensar que lograr la efectiva democratización de la sociedad y la economía fuera fácil y estuviera exenta de conflicto.
Las clases trabajadoras, la sostenibilidad y el ecosindicalismo
Son muchos los problemas ecológicos asociados al modelo productivo: desde el extractivismo a la muy contaminante industria química pasando por los riesgos asociados a la economía biosintética o las nanotecnologías. Los retos ambientales son múltiples y los problemas ecológicos tienen conexión entre sí, se retroalimentan y determinan los límites biofísicos en los que se mueve la economía. Las y los asalariados sufren los impactos negativos de la crisis climática y, en general, de la ecológica, y no pueden quedar al margen de la solución que se les dé. Las clases trabajadoras deben tener voz en el diagnóstico y voto en las alternativas. Por ello los sindicatos de clase y las organizaciones populares representativas pueden jugar un papel central en la solución de los problemas. Un sindicalismo de clase que incorpore la dimensión ecológica, llamémosle ecosindicalismo, supone un nuevo empoderamiento del movimiento obrero ante el capital y significa la lucha por la entrada de la democracia en todos los ámbitos y temas en la empresa (ámbito prioritario del sindicalismo de proximidad) y también en el conjunto de la sociedad (ámbito del sindicalismo sociopolítico). No basta, con lo necesario que es, que los sindicatos pugnen por el ingreso directo, indirecto y diferido y por la redistribución de la renta; es necesario que los sindicatos intervengan, junto al resto de representantes populares, en las decisiones fundamentales de la economía en el nivel de la empresa y los niveles sectoriales y territoriales y en el conjunto de la economía de un país o de ámbitos como la UE o en los foros mundiales sobre cuestiones tan relevantes como el qué se produce, cómo y para quien. La democracia económica afecta al reparto del ingreso y a las decisiones estratégicas de la producción.
Para ello deberemos comenzar por poner en cuestión el dogma del crecimiento económico, inscrito en la necesidad de ampliación permanente del capital para mantener la tasa de ganancia. Y también romper con el mito de que el bienestar humano esta indexado al crecimiento del PIB. Bien al contrario, el “buen vivir” de la mayoría debe comenzar por asegurar que se conjura la crisis climática y, ello significa, un drástico decrecimiento en el uso de energía y recursos, acompañado de un desarrollo generalizado de la economía al servicio de las personas (salud, cultura, cuidados…). El gran debate social pendiente ante la crisis ecológica en marcha es discernir en qué bienes, servicios y sectores se quiere crecer para atender las necesidades de las comunidades y las personas y qué sectores productivos deben minorar e incluso desaparecer por superfluos o nocivos.
El ecosindicalismo puede ofrecer oportunidades y alternativas para el movimiento obrero en tres planos estratégicos. En el social y ético, situando en el centro de su reflexión el interés de la especie humana, de la mayoría social y, por tanto, de su supervivencia. En el plano político, ya que puede posibilitar una nueva y amplia alianza social arco iris y abre puertas para que el movimiento obrero pueda tener un papel dinamizador de nuevas luchas y reivindicaciones. Y en el plano propiamente laboral, porque el avance ambiental ayuda a evitar riesgos para la seguridad y la salud de los y las trabajadoras y la reconversión ecológica de la economía puede tener como resultado la creación neta de empleo tal como apuntan los informes de la OIT.
Detengámonos en el corto y medio plazo inmediatos. La existencia de buenas leyes y prácticas medioambientales favorecen la fortaleza y sostenibilidad del tejido productivo y del trabajo y la exigencia hoy en día al empresariado de cumplirlas evita el riesgo de sanciones y amenazas al empleo. Lograr una producción ambientalmente sostenible significa ahuyentar el espectro de la crisis ecológica que conllevaría -y comienza a conllevar ya- la destrucción masiva de riqueza, tierras fértiles y empleo en amplias zonas del planeta. Sectores como la agricultura, el turismo, el transporte y las faenas marítimas verían peligrar su futuro. Y, a la vez, posibilitaría -unida a la reducción del tiempo de trabajo y el reparto del productivo y reproductivo- la creación neta de puestos de trabajo. Pero, además el impacto de un calentamiento acelerado será especialmente negativo para la salud de quienes trabajan al aire libre en aeropuertos, carreteras, campos, obras y mares, así como para el conjunto de quienes están en contacto con animales dados los cambios territoriales de vectores biológicos y epidemias. Las cuestiones ambientales con impacto negativo en la salud pública y en la salud laboral no terminan ahí: es creciente la preocupación, antes las evidencias médicas, por los riesgos asociados a los productos químicos que se emplean o a las consecuencias de ciertos materiales, como el amianto, en forma de enfermedades pulmonares, incluyendo el cáncer por asbestosis. Muchas de estas enfermedades siguen sin calificarse de profesionales por lo que ni se evitan las causas ni generan los derechos debidos en tratamiento, indemnización y pensión a las personas que enferman y sus familiares.
La estrategia sindical de la producción limpia
El objetivo central y específico del ecosindicalismo es -junto a la lucha por el salario, el reparto del trabajo productivo y reproductivo, la reducción de la jornada y la protección de la salud laboral- la producción limpia, lo que significa el abandono del modelo productivo lineal de ciclo abierto que depreda, esquilma y agota el patrimonio de los recursos naturales, es altamente contaminante y sumamente ineficiente en la conversión de materias en bienes y servicios útiles. Esa es una de las piezas de la reconversión ecológica de la economía y supone:
a) Desde el punto de vista de los inputs, la sostenibilidad en el uso de los recursos naturales (agua, materias primas, suelo…) mediante la minimización de su empleo y el criterio de su renovabilidad, lo que exige una gestión racional.
b) En las “tripas” de la producción deberán de constituirse procesos energéticamente eficientes y con tecnologías limpias, exentos de productos tóxicos y nocivos para quienes los manejan como es el caso de disolventes y de materiales que puedan ser disruptores endocrinos o cancerígenos. El proceso productivo deberá diseñarse democráticamente para eliminar los riesgos psicosociales, higiénicos y ergonómicos y deberá estar regido por métodos de organización del trabajo que permitan la optimización de los recursos empleados.
c) En el plano de los outputs se trata de maximizar los bienes y servicios, así como eliminar o, si no es posible, minimizar los residuos -que deberán ser reintroducidos en la cadena de valor como materias primas-, las emisiones y los vertidos, evitando la ineficiencia productiva, la toxicidad o la peligrosidad que supone su generación, con especial atención a los no biodegradables.
Y hacerlo asegurando, mediante la implementación de una transición justa, que las comunidades y población trabajadora afectados por los cambios tecnológicos sean tratadas con equidad por el conjunto de la sociedad. Ello exigirá que el ecosindicalismo se anticipe, proponga y presione a los poderes públicos para lograr la protección social, la formación y la creación de nuevos puestos de trabajo mediante una inversión pública masiva en las actividades sostenibles que satisfagan las necesidades humanas; actividades que son creadoras netas de empleo ya que son intensivas en mano de obra.
Una prioridad sindical: detener la crisis climática
Por su dimensión y urgencia, cabe destacar entre ellos el del cambio climático, íntimamente vinculado a actividades laborales industriales y agrícolas, así como al modelo de construcción de edificios e infraestructuras y al de transporte de personas y mercancías en vehículos a motor impulsados por derivados del petróleo. Para que el movimiento obrero encuentre un nuevo espacio en la defensa del clima, no basta con desplegar medidas de protección del empleo; el sindicalismo debe impulsar propuestas para combatir el calentamiento tanto en el ámbito de las alternativas para el conjunto de la sociedad como en las plataformas reivindicativas en las empresas o los sectores productivos. En unos casos encontrarán mayor oposición de la patronal porque suponen costes; en otros, pueden encontrar mayor audiencia por derivarse ventajas. Unos sectores del capital estarán más proclives a las propuestas porque favorecen su negocio (por ejemplo, los productores de energía eólica), otros serán enemigos acérrimos de las alternativas propuestas (por ejemplo, los sectores con intereses en la producción petrolera o gasística o nuclear). Ni unos ni otros aceptarán de buen grado el control obrero sobre las decisiones ambientales estratégicas. En última instancia, los intereses de clase siguen marcando los límites del juego, del acuerdo y del desacuerdo. Y el capitalismo en su conjunto es energéticamente bulímico y dependiente desde el comienzo de la revolución industrial de las fuentes fósiles de las que extrae pingües ganancias. La salida a bolsa de Aramco en plena COP25 convirtiéndose en líder de los mercados bursátiles es paradigmática de los designios del capital.
Las líneas de trabajo sindical a corto plazo frente al calentamiento atmosférico podrían sintetizarse en los siguientes puntos: 1) Impulsar medidas de ahorro y eficiencia energética en la empresa, en las administraciones públicas y en la sociedad. 2) Fomentar las tecnologías limpias y la sustitución de las fuentes sucias de energía —térmicas, nuclear, etcétera— por fuentes de energía renovables. 3) Cambiar de modelo de transporte. Junto a la apuesta por el transporte electrificado, público, colectivo, limpio y de calidad, el movimiento obrero puede hacer una aportación específica impulsando modalidades sostenibles de acudir a la empresa: planteando en la negociación de empresa, sectorial o intersectorial, la realización democrática de planes de movilidad al centro de trabajo basados en el transporte colectivo público y la reorganización de los horarios trabajo. Es decir, las propuestas pueden y deben abarcar desde el plano de las políticas energéticas e industriales a escala nacional o sectorial a medidas muy concretas a nivel de una empresa.
Corolario
Si la democracia atraviesa las puertas de la empresa extendiéndose a todos los aspectos del proceso productivo, se impone una profunda redefinición del poder en la gestión de las corporaciones. Y si la economía pasa a ser considerada un asunto que afecta a toda la sociedad y, en particular, a esa inmensa mayoría social compuesta por las gentes asalariadas en los países industrializados, se pone de nuevo a la orden del día cómo decidir frente al dictado de los mercados y las imposiciones de los poderes fácticos financieros, lo que sitúa de nuevo en la agenda la necesidad de una planificación democrática y, con ello, las formas de propiedad de los medios productivos.
Ambos planos de la necesaria y posible intervención de la clase trabajadora en la economía comportan importantes retos para el sindicalismo de clase. En primera instancia significa que las plataformas reivindicativas para la negociación colectiva deben ser enriquecidas con temas que van más allá del salario y el tiempo de trabajo y que implican a cuestiones nucleares de la organización laboral y productiva en empresas y sectores. Por otra, el sindicalismo deberá desarrollar un discurso propio y un proyecto autónomo respecto al de las organizaciones patronales, las transnacionales, las finanzas y los gobiernos de turno tanto en el ámbito económico como en el ecológico, en el primer plano anteponiendo los intereses de clase cualesquiera otro y, en el segundo, rompiendo con la subordinación al dictado patronal productivista. Si en un caso la disputa central es en torno a la plusvalía y la desigualdad, en el otro lo es por la sostenibilidad y la vida.
Poder, desigualdad y democracia económica
14/12/2019
Ricardo Molero Simarro
Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid
Una de las cuestiones habitualmente omitidas del análisis económico es la de las relaciones de poder. Muchos de los fenómenos más relevantes que ocurren en nuestra economía son imposibles de entender dentro del marco de la competencia perfecta en el que muchos economistas tienden a razonar. Esos fenómenos cubren muy distintas dimensiones. En primer lugar, la extensión del poder de mercado: oligopolización de múltiples sectores productivos (como la economía digital, controlada por parte de unas pocas grandes empresas tecnológicas); o desarrollo de relaciones monopsónicas en los mercados de trabajo. En segundo lugar, la puesta de las políticas públicas al servicio de los intereses privados: rescates bancarios e intervenciones (creación de nuevos tipos de sociedades de inversión o de bancos malos) para evitar la caída de los precios de la vivienda; privatización de las ganancias de nuevos productos (como los farmacéuticos) desarrollados después de años de investigación científica financiada públicamente; o subordinación de la política fiscal a las exigencias de los mercados financieros. Y, en último lugar, la cooptación directa de las instituciones públicas por parte de los poderes económicos: puertas giratorias de quienes ocupan el poder ejecutivo a distintos niveles; influencia directa de los lobbies sobre el proceso legislativo; o funcionamiento de los tribunales de arbitraje privados para dirimir las denuncias de las empresas transnacionales a estados soberanos.
No obstante, si hay una dimensión del análisis en la que la omisión de las relaciones de poder resulta especialmente grave esa es la de la desigualdad. En la economía ortodoxa la distribución de la renta se explica según las productividades marginales del trabajo y el capital, es decir, de la contribución que esos factores aparentemente realizan al proceso productivo. Sin embargo, esta explicación es pura tautología: esas productividades no se pueden calcular sin conocer antes cuáles han sido de facto las participaciones de los salarios y los beneficios en la renta nacional. Lo que trabajo y capital aportan al PIB se mide según lo que se han llevado de él y los ingresos que han obtenido se justifican porque se corresponden con lo que supuestamente han contribuido a la producción. Este razonamiento circular se ha convertido en el principal recurso retórico utilizado para hacer apología de la desigualdad (el mercado retribuye a cada quien según el pretendido valor que ha creado) y para esconder la relevancia que las políticas económicas (la devaluación salarial), la regulación del conflicto social (el debilitamiento de la negociación colectiva) y el reparto mismo del poder económico (el control sobre el aparato productivo) tienen sobre la distribución de los ingresos. En realidad, la tendencia a la concentración de la propiedad y el incremento de las rentas del capital son uno de los factores más importantes para dar cuenta del empeoramiento reciente del patrón distributivo, tal y como están empezando a constatar numerosas investigaciones.
Esto hace que los esfuerzos por reducir la desigualdad y la reivindicación de la democracia económica se encuentren completamente interrelacionados. Resulta ilusorio pensar en una mejora sostenida de la equidad sin un cuestionamiento paralelo de las relaciones de poder en las que se asienta la desigualdad; pero también es difícil hablar de democracia en contextos de intensa polarización social. Por ello, sería deseable que las políticas “pre-distributivas” se orientasen no sólo a reducir la desigualdad de mercado, sino también a desarrollar un control democrático sobre nuestro sistema económico, impulsando, en concreto, el empoderamiento de los/as trabajadores/as en el ámbito productivo. Es decir, no se trataría sólo de revertir el ajuste salarial (en marcha décadas antes del estallido de la crisis); sino también de impulsar medidas como las de los “fondos de asalariados” que, a pesar de sus límites, generen un creciente dominio de las empresas por parte de sus trabajadores/as. Esto permitiría, por un lado, comenzar a cerrar la brecha social abierta por el desigual reparto existente entre las rentas del capital y las del trabajo. Pero, por otro, también haría posible la toma de partido del trabajo en las decisiones productivas, las cuales son clave no sólo para los salarios y las condiciones laborales, sino también para otras dimensiones, como la medioambiental. Más aún, sería un primer paso para empezar a aplacar las tendencias plutocráticas (esa subordinación de las instituciones y políticas públicas a los intereses privados) que caracterizan a nuestras sociedades.
Repensar la economía desde la clase trabajadora
13/12/2019
Anibal Garzón
Sociólogo, docente y analista internacional
Como bien dice el título del debate que realiza Espacio Público, “Repensar la economía con las trabajadoras y trabajadores”, entra de fondo una cuestión clave que tuvo su auge en el proyecto thatcherista de los años 80. Para la “Dama de Hierro”, apoyada por teóricos posmodernistas y ultraneoliberales como la Escuela de Chicago liderada por el Premio Nobel de Economía Milton Friedman, el concepto de clase trabajadora dejaba de existir y todos nos convertíamos, supuestamente, en una “clase media”. La meritocracia, la emprendedoria, el éxito personal, cuajaban en la ideología dominante neoliberal en un momento de crisis del socialismo soviético.
Fue tan fuerte la implementación de esta ideología, mediante Soft Power y Hard Power, como la prueba piloto del modelo económico tras el Golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile en 1973, que el concepto de clase, y lucha de clases, se convirtió en marginal incluso en muchos debates de la izquierda. Ya ni siquiera el pacto de clases entre capital-trabajo, de la tesis keynesiana, era hegemónico en Occidente. El colectivismo perdía fuerza frente al individualismo. Si una persona no tenía éxito el problema no era el modelo era la persona.
Todo este trabajo ideológico ha hecho que hablar en el siglo XXI de clase trabajadora pase a ser visto como algo obsoleto. Por eso, y para romper con la hegemonía cultural occidental neoliberal, hablaremos de “repensarla la economía no con las trabajadoras y trabajadores, sino desde la clase trabajadora (concepto con enfoque de género)”. La clase trabajadora no debe ser el complemento de la economía sino justamente el sujeto central de la misma como creador de la riqueza material mediante la venta de su fuerza de trabajo. Posiblemente esto se vea como algo lejano, dadas las condiciones actuales en un mundo globalizado, pero si no rompemos en un presente con la ideología dominante impuesta por las élites económicas, el cambio político y social queda en utopía.
La clase trabajadora en todo este proceso ha tenido una crisis de identidad, que hizo dar un paso atrás de “clase para sí” (subjetividad) a “clase en si” (objetividad), un retroceso en la conciencia de su misma existencia. Contradictoriamente, mientras las condiciones materiales de la clase trabajadora empeoraban, con retrocesos del Estado del Bienestar y políticas públicas, pérdida de derechos sociales y laborales, un mercado laboral menos regulado con nuevas reformas y caída de fuerza de los sindicatos, entre otros aspectos, el choque social decrecía por la pérdida de identidad de clase. Se imponía la meritocracia, el éxito individual, y la clase media, como ideología, nunca mejor dicho como concepto peyorativo de Karl Marx. Aún así, han existido desviaciones en la élite económica sobre la existencia de la lucha de clases. El multimillonario estadunidense, uno de los más ricos del mundo, Warren Buffet, señaló en 2011 que “hay una lucha de clases, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo la guerra. Y la estamos ganando”. Buffet dejó claro que la gran victoria de la ideología neoliberal era que la clase alta era consciente de la lucha de clases y su existencia (clase para sí), mientras que la clase trabajadora perdía su identidad (clase en sí).
Buffet abrió una brecha, directa o indirectamente, al menos en el campo intelectual de izquierdas, que dio eco al trabajo del joven británico Owen Jones con su obra, “Chavs: la demonización de la clase obrera”. Trabajo que explica todo el proceso de empobrecimiento identitario de clase obrera británica, sobre todo a partir del conflicto minero de los años 80, tras las medidas económicas neoliberales e ideológicas neoconservadores de Margaret Thatcher. El problema no es que no exista la clase trabajadora británica sino que identificarse en el siglo XXI como clase trabajadora es un concepto despectivo, “todos somos clase media”. Estas resistencias contra el posmodernismo también llegaron al Estado Español con la obra de Ricardo Romero (conocido como Nega, cantante del grupo Los Chikos el Maíz) y la politóloga Arantxa Tirado, “La Clase Obrera No va al Paraíso. Crónica de una desaparición forzosa”. Obra que explica la copia del modelo económico e ideológico del Reino Unido a España, con una diferencia, que en el Reino Unido las medidas fueron implementadas por el Partido Conservador (derecha), y en España por el Partido Socialista Obrero Español (“izquierda”) entre 1982 a 1996. Hecho que refleja que las tesis neoconservadores se imponían transversalmente, tras la caída del Socialismo Soviético, en la derecha y la izquierda institucional, con el llamado “Fin de las Ideologías, “Fin de la Historia”.
Un hecho histórico hizo perder hegemonía al modelo neoliberal, y resucitó el debate de clases sociales; la crisis económica del 2008, un fenómeno cíclico del capitalismo. La primera crisis que juntaba varios elementos a la vez; una crisis financiera, crisis energética y crisis alimentaria. En España, uno de los países más castigados de la OCDE por esta crisis, la tasa de desempleo llegó al 26,1%, en el primer trimestre de 2012 según el Consejo General del Poder Judicial se llevaron a cabo 46.559 desalojos forzados (519 por día), y la pobreza infantil y la desnutrición alcanzó en 2016 los 2,5 millones de escolares. Mientras, como “solución”, el Partido Popular y el Partido Socialista llevaban a cabo recortes sociales en salud, educación y servicios públicos, afectando a las mayorías y perdiendo la clase trabajadora beneficios conseguidos en sus luchas de los años 70 y 80. Los dos partidos, construyendo una falsa dicotomía izquierda y derecha, modificaron sin referéndum el artículo 135 de la Constitución española dando prioridad a indicadores macroeconómicos, política impuesta por la Troika (FMI, BC, CE), que a las realidades sociales del crecimiento de pobreza y desigualad. Una política económica que defendió los intereses de la clase alta con la firma del Memorando de Entendimiento en 2012 donde el gobierno español “rescataría” con 100.000 millones de euros a los principales bancos privados que quedaban en quiebra, entre ellos Bankia. La supuesta clase media desaparecía, y como decía Buffet los ricos ganaban la lucha, quitando el Estado capitalista a los que menos tienen y dando a los que más poseen (IBEX35).
Un modelo de país controlado por el IBEX35, las 35 empresas más grandes de España, donde está en pocas manos el capital financiero nacional, las industrias comunicativas, las industrias alimentarias, armamento, tecnologías, salud, infraestructuras, y en definitiva las principales decisiones de un Estado, a veces incluso ocultadas para la opinión pública, es un modelo deficitario democráticamente. Que unas pocas personalidades (minoría) decidan asuntos de suma importancia nacional (mayorías), como los tipos de interés o los precios de suministros en un momento de crisis económica, ha hecho más visible la plutocracia que existe en España entrando en el debate social conceptos que han empezado a deslegitimar un modelo que era hegemónico; el Régimen del 78. El politólogo Rubén Juste presentó su investigación “IBEX35: Una historia herética del poder”, desenmascarando como las políticas económicas del PSOE y el PP, los gobiernos alternos del Régimen del 78, siempre estuvieron enfocadas a favor de los beneficios de las grandes empresas españolas, creando el índice bursátil del IBEX35 en 1992, y perjudicando a la clase trabajadora con la privatización de empresas públicas. Si 35 personalidades (no elegidas por voto popular) deciden el modelo económico de un país de más de 40 millones, es lógico poner en duda que no hay una gestión democrática sino una plutocracia, un sistema de clases sociales. Entonces, ¿Qué hacer?
Los sindicatos, como fuerzas de unión de clase obrera en el tejido productivo, deben modificar su estrategia prioritaria del pacto capital-trabajo, donde se busca defender los derechos laborales bajo el modelo capitalista, a empoderar a la clase trabajadora como gestora de las fuerzas productivas para construir un nuevo modelo. La gestión de la clase trabajadora de empresas propias, como modelos de economía social y del bien común, o modelos mixtos privados-públicos mediante cooperativas, o el crecimiento de su papel en la gestión pública productiva, e incluso en el escenario político, es un primer paso para dar empoderamiento en un nuevo modelo económico de sostenibilidad, soberanía y autogestión. Es necesario, para ello, formaciones dentro de las organizaciones sindicales y sociales para dar instrumentos a la clase trabajadora para llevar a cabo estas funciones de decisión. Ahora bien, un primer paso es empezar en proyectos microeconómicos para poder ser exportados a una economía de envergadura nacional, y aquí entran los partidos políticos y el papel de Estado. Las privatizaciones de empresas públicas, iniciadas por el gobierno de Felipe González y seguidas de manera exponencial por Aznar, Rajoy y Zapatero, cumpliendo los criterios de la Unión Europea y el Tratado de Maastricht, fueron la estrategia esencial para dejar a la clase trabajadora como meros actores productivos y no como sujetos de decisión.
Parece ser que en España se configurará un llamado gobierno progresista entre PSOE-Unidas Podemos, aunque falta definir cierto acuerdo con fuerzas nacionalistas periféricas. Este nuevo gobierno posiblemente se centre en políticas públicas para volver a algunos logros del Estado del Bienestar -veremos si el PSOE rompe con su rumbo neoliberal de los últimos años- bajo el pacto capital-trabajo, pero seguirá dejando de lado el papel esencial de la clase trabajadora como gestor del tejido productivo y actor político. Se podrán buscar pactos, adelantando hipotéticamente, a favor del aumento del salario, pensiones, de inversiones en educación y salud pública, tema vivienda, derogar posiblemente la reforma laboral, del papel de los sindicatos como actor para gestión de conflictos, pero la clase trabajadora seguirá teniendo un papel marginal como sujeto decisivo y empoderado en la economía nacional. ¿Seguiremos siendo todos y todas considerados simbólicamente de clase media? ¿La clase obrera es ser Chavs? ¿La clase obrera seguirá en su proceso de muerte? ¿El IBEX35, la oligarquía española, seguirá siendo quien decida de manera no democrática el destino del país, teniendo sus intereses personales por encima de los de la patria y la soberanía nacional?
La clase trabajadora, como clase mayoritaria, debe ser un actor central en la gestión del país; con sindicatos transformadores del modelo económico, cubriendo cargos de parlamentarios, en los Ministerios de Trabajo y Economía, entre otros, y teniendo espacios participativos en los medios de comunicación, para de esta manera volver a dar el salto cualitativo de “clase en sí” a “clase para sí”. En el gobierno británico del Partido Laboralista de Clement Attlee (1945-1951), gobierno para la reconstrucción nacional tras la II Guerra Mundial, Ernest Bevin, Ministro de Trabajo y fundador de la Seguridad Social, era de clase trabajadora y sin ninguna formación académica llevó a cabo políticas transformadoras en beneficio de las mayorías haciendo, de esta manera, manifiesto que la clase trabajadora no era un actor para vender su mano de obra sino para participar en la gestión de un país. El cambio no es “Repensar la economía con las trabajadoras y trabajadores”, sino “repensar la economía desde la clase trabajadora”.
Sindicatos: el trabajo como vinculo y progreso social
12/12/2019
José Manzanares Núñez
Consejo de Redacción de ARGUMENTOS SOCIALISTAS
Desde mediados del siglo XIX que aparecen los primeros sindicatos de clase –superando los sindicatos de oficio o de rama, existentes- uno de sus primeros objetivos fundacionales fue la lucha por la emancipación de los trabajadores. Esto es, la conquista de unas condiciones de trabajo y de vida dignas, la búsqueda de un reparto de la riqueza más equilibrado a través de mejoras sociales: educación, sanidad, vivienda… y el desarrollo de un modelo de sociedad con derechos para todos, basado en la igualdad o, en palabras actuales, en combatir la marginación y la exclusión social.
En estos casi dos siglos de desarrollo del capitalismo industrial, pocos dejan de reconocer la contribución fundamental del movimiento sindical en el avance y conquista de derechos laborales y de bienestar social, incluida la defensa de la democracia y las libertades. Pero, hay quien quiere “volver a empezar”, a “revisar” el modelo de sociedad construida con esfuerzos, luchas y sacrificios de generaciones de trabajadores.
Aparecen signos de retroceso social en el plano nacional, comunitario y, sobre todo, internacional -disfrazado de “globalización” como forma se subsumir identidades, realidades y responsabilidades de diferentes agentes-. Hoy, igual que entonces, perduran y parecen acrecentarse signos de desigualdad social. En efecto, aunque suene a demagogia, los ricos son cada vez más ricos y los pobres, más pobres. En los últimos años se ha invertido el signo de la redistribución de la riqueza, con una política de reparto injusto.
Aumenta la exclusión social en España: uno de cada cinco ciudadanos vive por debajo del umbral de la pobreza; la caída del gasto social, en plena etapa de bonanza económica, ha incrementado la gran distancia que nos separa de la media de la UE. En este aspecto; aumenta la regresividad fiscal con mayor peso en los impuestos indirectos y un creciente deterioro de los servicios públicos fundamentales…
Especialmente aparece, una vez más, el desempleo estructural, el trabajo precario, en torno al 33 % de los asalariados, la eliminación de la negociación colectiva o la falta de derechos sociales para todos, como un signo de transferencia de rentas del trabajo, -a través de la creciente productividad generada por la tecnología, combinada con una mayor competencia de los asalariados- hacia las rentas del capital, deteriorando las condiciones de vida y trabajo, así como los servicios o prestaciones sociales fundamentales que deben garantizarse desde los poderes públicos, según recoge nuestro Pacto Constitucional.
Es en este contexto, donde el movimiento sindical de forma permanente, a través de la negociación y de la presión, cuando ha sido necesaria, aparece como firme baluarte y defensor, ante empresarios y gobiernos, de empleos de calidad y con derechos para todos.
Esta lucha por un modelo de crecimiento y desarrollo económico a nivel global, pero con derechos, es uno de los mayores retos y preocupaciones recientes del movimiento sindical internacional ante los retos de la globalización y su manipulación ideológica. Según los últimos informes de la OIT, OCDE… la mundialización de la economía tiene ahora características que provocan una fuerte tensión entre la libre apertura y la necesidad de reglamentación, acentuando la marginación y la miseria de cientos de millones de seres humanos.
Con el fin de evitar que se produzca la exclusión humana y productiva de una gran parte de la sociedad mundial, el debate de crecimiento económico y reparto de la riqueza –eufemísticamente denominado “globalización de la economía”- se plantea de forma crucial y con necesidad de compromisos claros y urgentes para la izquierda.
Para ello, el movimiento sindical internacional viene reclamando que se establezcan nuevas normas y reglas del juego para un desarrollo global y justo –integrando los derechos humanos y sociales- sobre la base de valores de equidad, reduciendo la pobreza de cientos de millones de personas. En los procesos de crecimiento económico de las sociedades industrializadas el movimiento sindical siempre ha mantenido como elemento central el empleo y los derechos sociales. El axioma por excelencia ha sido mantener la imposibilidad del progreso económico sin que, a la vez, se plantee el progreso social. “Crecer, repartiendo” rectificando el argumento neoliberal de “Primero, crecer y luego repartir”
En efecto, en nuestros países desarrollados y en cualquier región del mundo que se incorpore al modo de producción capitalista, el empleo es un elemento fundamental del vínculo social que, junto con otros derechos sociales, han conformado durante años el “modelo de sociedad europeo” que, ahora, con el pretexto de su “revisión”, se quiere eliminar o recortar en aspectos fundamentales. A lo largo del siglo XX, se ha ido fraguando el Estado de Bienestar con grandes sacrificios y luchas sociales, estableciendo un “Pacto Social” sobre un modo de producir y vivir en paz y democracia.
Para el movimiento sindical, el empleo es la forma de compartir valores y vínculos con la sociedad en la que trabajamos y vivimos. La “dignidad del trabajo”, los derechos laborales y sociales, no sólo conforman la identidad personal, la autoestima… sino que le dan sentido comunitario y solidario como ciudadanos y ciudadanas.
Este modelo de sociedad, lejos de ser “reducido”, debe de servir de referencia para la izquierda en los grandes debates sobre la globalización (UE, G-20, OMC -“cláusula social”-) donde el empleo, con derechos y protección deben ser la “centralidad” de las alternativas económicas y políticas en el ámbito nacional, europeo e internacional.
En el umbral del siglo XXI, se trata de defender y desarrollar estos derechos sociales como la mejor alternativa a la barbarie actual de la globalización sin regulación, sin normas… que de forma creciente tanta pobreza y sufrimiento acarrea a dos tercios de la población mundial.
Trabajo y bienestar social para todos, debe de ser el primer compromiso político de los progresistas, partidos, sindicatos y organizaciones sociales que convergen con señas de identidad de la izquierda. Estos valores y derechos dan sentido a un proyecto más global de crecimiento, desarrollo, innovación… Son elementos de socialización y legitimación de nuestras democracias industriales –ahora ya posindustriales- por parte de la mayoría de la población, en el convencimiento de que sin cohesión social no existe, o no es posible la cohesión económica, a escala, local, regional o global.
Podemos concluir, retomando a Galbraith, que “…un mayor equilibrio en la distribución de la riqueza se traduce en una fuente de paz social, y esa paz social es tan importante para los ricos como para los pobres”.
Repartir el trabajo, democratizar la economía
11/12/2019
Ramon Boixadera
Economista
Tras una década de estancamiento económico, que amenaza con prolongarse en los próximos años, los estragos de la crisis han adquirido un carácter permanente.
Dos datos parecen especialmente reseñables. El primero es la evolución del desempleo en nuestro país, que cerró el segundo trimestre en el 14,1%, muy por encima de la media europea (6,3%), frustrando la fugaz convergencia producida por la burbuja inmobiliaria.
Tasa de desempleo 16-64 años, % (EU-LFS). Fuente: EUROSTAT.
Otros indicadores sugieren que el peso del subempleo en la economía española sería todavía mayor. Señaladamente, un 6,4% de la población empleada a tiempo parcial desearía poder hacerlo a tiempo completo, frente al 3,5% en la UE.
Debemos ser cautelosos sobre las posibilidades de reducir la brecha en la tasa de desempleo únicamente a través de políticas keynesianas, que exigirían un incremento en la demanda superior a la media europea. La razón es que éstas ocasionarían un deterioro de la balanza de pagos en una economía con un elevado endeudamiento exterior [1]. La dependencia energética, la severa desindustrialización y la reducida inversión pública son factores estructurales que dificultan un cambio en nuestra posición externa en el corto plazo, más aún en un contexto de un enfriamiento de las exportaciones a nuestros principales mercados, como prevén la mayoría de analistas y organismos internacionales.
En segundo lugar, es visible la caída de los sueldos y el consiguiente crecimiento del fenómeno de las trabajadoras y trabajadores pobres tras las reformas laborales de 2010 y 2012. En 2018, las rentas salariales suponían en España únicamente el 52,7% del PIB frente al 55,2% previo a la crisis. De nuevo, se trata de una cifra peor que la media europea (55,8%).
Rentas salariales, % PIB. Fuente: AMECO.
El incipiente debate sobre el reparto del trabajo y, específicamente, la reducción de la jornada sin reducción de sueldo puede entenderse como una forma de revertir ambas tendencias, al favorecer simultáneamente la creación de nuevos empleos y la redistribución de la renta hacia los salarios.
No debemos olvidar que el trabajo constituye una doble condición de acceso a la plena ciudadanía. Condición individual, toda vez que la falta de ingresos suficientes constituye la principal barrera a la participación política en pie de igualdad. Pero también condición colectiva, toda vez que es a través de la organización de trabajadoras y trabajadores que pueden vertebrarse y cohesionarse las reivindicaciones individuales de mayor democracia económica.
La necesidad de reducir el tiempo de trabajo en nuestro país parece especialmente justificada cuando consideramos las elevadas cargas horarias en relación a nuestro entorno. Según la OCDE, en 2018 la jornada anual en España alcanzaba las 1701 horas, frente a las 1538 horas en Reino Unido, 1520 horas en Francia o 1363 horas en Alemania.
No es de extrañar, por lo tanto, que esta reducción haya figurado ya en las propuestas de distintas fuerzas en las pasadas elecciones, incluso ampliando el foco del debate a los negativos efectos medioambientales y sobre la desigualdad de género que tienen las elevadas cargas laborales. En el contexto internacional, se trata de una reivindicación también presente en el programa del Labour británico, revitalizado por las propuestas de las confederaciones sindicales[2].
Por supuesto, es la organización sindical la que garantiza que cualquier propuesta de reducción del tiempo de trabajo no se lleve a cabo mediante medidas de flexibilidad impuestas por el empresario o en ausencia de un control efectivo de la jornada laboral.
En definitiva, éste parece un buen momento para retomar una histórica reivindicación del movimiento obrero, que conquistó la jornada de 8 horas hace exactamente 100 años, tras la famosa huelga de La Canadiense. Aprovechemos esta oportunidad.
Notas:
[1] Thirlwall, A.P., (2011): The Balance-of-Payments contraint as an explanation of International Growth Differences. PSL Quarterly Review, 64(259), pp. 429-438.
[2] Trade Union Congress (2018): A future that works for working people. https://www.tuc.org.uk/sites/default/files/FutureofWorkReport1.pdf
Dos propuestas de participación directa
09/12/2019
Enrique Negueruela Cortés
Asesor de la Secretaría Confederal de Empleo y Cualificación Profesional de CCOO
En 2018 se trabajaron de media 687 millones de horas habituales, unas 18,3 millones de personas ocupadas a una jornada completa de 37,5 horas, de las que el 83% correspondía personas asalariadas. Este volumen de trabajo es un 10,1% inferior al del inicio de la crisis en 2008. Las horas asalariadas disminuyeron en un 7,6%. Por situar un segundo punto, en 2017 el volumen de trabajo era de 8,9 millones de horas habituales menos que en 2011.
La situación del trabajo es clara: ahora no hay un volumen mayor que cuando empezó la crisis en 2008, ni en el periodo en que gobernó el PP hubo más trabajo que cuando llegó.
Durante todo este tiempo ha habido 2.684.087 personas asalariadas que han sido objeto de un expediente de regulación de empleo: 503.355 en expedientes extintivos, el 18,8%, y 2.180.732 en expedientes suspensivos o de disminución de jornada.
Es muy posible que actualmente muchas de las empresas que utilizaron expedientes suspensivos o de reducción de jornada estén en una situación de beneficios que repercute solamente en sus accionistas. Mientras, las personas asalariadas que han sido quienes han soportado económicamente la crisis no percibiendo el salario que tenían pactado, no ven reconocido ese sacrificio económico. La reforma laboral de 2012 lo que ha propiciado ha sido el despido de quienes realizaron ese sacrificio.
En el periodo anterior a la reforma laboral, 2008–2011, se pierde el 3,6% de puestos fijos y el 21,1% de los temporales. La reforma laboral invierte los términos: se congelan los empleos fijos y crecen los precarios un 8,3%. Ello se traduce en que, mientras entre 2008 y 2011 disminuye la tasa de precariedad en 4,0 puntos, entre 2011 y 2017 aumenta dicha tasa en 1,5 puntos.
Teniendo presente las modificaciones que hay que hacer del Estatuto de los Trabajadores, es necesario buscar fórmulas que compensen de una u otra manera los sacrificios realizados por los asalariados. Una vía podría ser traducir las cantidades dejadas de percibir o no abonadas por la empresa, en acciones. En esta línea hay que tener en cuenta que durante los periodos de regulación las personas asalariadas perciben prestaciones por desempleo y no salarios por lo que habría que incluir estas cantidades.
Las grandes empresas constructoras que utilizaron los mecanismos que les puso el PP para recortar sus plantillas con indemnizaciones muy por debajo de lo establecido hasta ese momento, han ido pasando a otras actividades económicas al amparo del sector público. Se han introducido en nuevas líneas de negocio como la atención a la dependencia, limpieza y tratamiento de residuos.
En el periodo de gobierno del PP, entre 2011 y 2017, en los servicios a la ciudadanía, (administración, educación, sanidad y servicios sociales) el volumen de horas trabajadas en el sector público disminuyó en 7,3 millones. Por el contrario, en el sector privado las horas trabajadas aumentaron en 6 millones.
Frente a este trasvase de horas públicas al sector privado es preciso dar alternativas. Una primera sería la de fortalecer el sector público con empresas públicas participadas por las distintas administraciones. Por ejemplo, una empresa de limpieza con participación de administraciones locales, las diputaciones, la comunidad autónoma y la administración estatal.
Una segunda posibilidad es la constitución de cooperativas de trabajo asociado con participación de las administraciones públicas, pudiendo llegar hasta el 45%.
Un planteamiento global de cooperativas en atención a la dependencia, limpieza y tratamiento de residuos, comedores escolares y actividades extraescolares, etc., puede permitir la creación de cooperativas de segundo y tercer grado consiguiendo una mayor calidad en los propios servicios que se prestan.
El cambio de las grandes empresas constructoras, entre otras empresas, por empresas cooperativas vinculadas al entorno y participadas por las administraciones públicas, presenta gran número de ventajas tanto desde la perspectiva de los servicios públicos como de los propios trabajadores. Hay además unas plusvalías que no se lleva la empresa y que se reinvierten en la zona directamente o indirectamente disminuyen el coste de los servicios.
Europeizar la democracia económica
05/12/2019
Lluís Camprubí
Profesor de Organización de la Salud Pública (UPF, Máster Salud Pública). Focalizado en la perspectiva europea
En un mundo globalizado, compartir soberanía es una forma de recobrar soberanía, dijo Mario Draghi hace unos meses en su discurso de despedida.
Mancomunar capacidad democrática (y riesgos, especialmente económicos) debería ser uno de los grandes objetivos (que pueden llevar a otros) de la izquierda social y política en el siglo XXI. Desde el nivel territorial que lo pueda hacer mejor y sin olvidar ningún ámbito de actividad humana (en especial, el productivo). El título, como planteamiento para la acción, tiene dos componentes inseparables: democratizar la economía, y europeizar esa democratización. El primero no será posible sin el segundo, en una época en que la economía sí que se ha europeizado.
Vivimos en un disloque de áreas territoriales con capacidad democrática donde hay un capitalismo financiarizado y una oligarquía tecnológica globales, unas cadenas de valor también transnacionales; pero con un mercado interior y una unión monetaria continental; y unas políticas fiscales y de bienestar en el estado-nación. Y todo ello con una política y una legitimación democrática aún pensada en y desde los estados-nación principalmente. Unos estados que al final, desde la impotencia, no tienen capacidad para abordar los retos políticos fundamentales por sí solos y que su delimitación jurisdiccional acaba actuando como facilitador de la competencia a la baja en estándares, regulación, derechos y fiscalidad. Especialmente, cuando pensamos en la capacidad de movilidad del capital para desplazarse a entornos más ventajosos o amenazar con ello para obtener situaciones privilegiadas. Así, con el objetivo de alinear y hacer converger las áreas, habrá que repensar el principio de subsidiariedad, para que deje de caer instintivamente hacia lo local, y se proyecte hacia lo global, pasando en el horizonte pensable por la institucionalidad europea. Todo ello con el objetivo de poder cumplir la misión fundacional del liberalismo progresista, la contención del poder –ahora el económico-, frente a los apóstoles neoliberales del laissez faire al poder económico.
Como se apunta en la introducción de este foro de debate, la democracia económica tiene una primera aproximación que resulta de aumentar el peso de los trabajadores en el proceso decisorio de las empresas privadas. La forma más extendida, que se da en una mayoría de países de la UE, es los mecanismos de cogestión. Aunque sea por supuesto una línea de interés en la que avanzar, conviene tener presente sus límites -que quisiera señalar- para pensar juntos como superarlos. En primer lugar, su inherente vinculación a una empresa. Lo que impide intervenir en la conexión entre las empresas, que parece ser el hecho económico más relevante y emergente, cristalizado en las cadenas de valor (sean transnacionales o no). Asumo que situar la cogestión en las cadenas de valor es más fácil de decir que de hacer, pero ello no debe limitar la reflexión estratégica al respecto. Un segundo aspecto es el limitado rol en la decisión sobre las externalidades y el impacto social de su actividad, en especial en tres sectores críticos: El energético, el financiero, y el tecnológico de gestión de datos. Abordar la transición ecológica, la estabilización y domesticación financiera, y el control público del poder de la gestión algorítmica del big data desde la cogestión, puede ser necesario pero no suficiente para orientarlos hacia el interés general.
Lo que lleva a la necesidad de explorar también la segunda aproximación de la “democracia económica” por parte del sindicalismo, es decir la referida a la participación de los agentes sociales en la definición de la política económica. Lo primero a impulsar sería lo que podríamos denominar las misiones específicas, donde el sindicalismo debería tener y reclamar un mayor protagonismo, sean tanto en ámbito estatal como europeo. La primera misión sería una política industrial activa, desde un impulso público que la oriente, y que tenga capacidad para crear, conformar, ajustar y sustituir mercados, acorde al interés civilizatorio. Una segunda sería el esfuerzo organizado (éste mucho más de ámbito estatal) de aumentar el tamaño medio empresarial (lo que a parte de la mejora en productividad, innovación y calidad del empleo que significa, también es un factor facilitador de la entrada de la democracia en el interior de la empresa). Y una tercera misión sería el “Green New Deal”, éste sí mucho más de alcance europeo. Es importante señalar que debe ser especialmente de alcance europeo (sin limitar que los otros niveles territoriales también los adopten) ya que es el área y el tamaño apropiado, como potencia económica con “auctoritas normativo”, es el espacio donde ya están muy integrados los sectores económicos clave (financiero, agrícola, transporte, energético…). Y es la escala que puede evitar competencias regulatorias a la baja, oportunismo/parasitismo de algunos estados miembros, o dilaciones indebidas empobrecedoras del vecino, es decir evitar distorsiones democráticas.
En la pulsión de europeizar la democracia económica se requiere una alianza entre las fuerzas sociales (especialmente las sindicales) y las políticas. Hay unos primeros objetivos concretos en el sentido de europeizar el marco y el posible juego democrático en las relaciones laborales: facilitar la conformación de Comités de empresa europeos; capacitar a la Autoridad Laboral Europea; o avanzar en los triálogos. Tampoco deberían olvidarse los referidos a dar contenido y capacidad vinculante al pilar/contrato social europeo: impulsar un seguro de desempleo pan-europeo; disponer del número de seguridad social europeo; fijar un horizonte y rangos de convergencia y armonización de condiciones laborales y salariales entre países; dar centralidad al “social scoreboard”; y asegurar los Fondos europeos de adaptación a la globalización. Todos estos elementos seguramente deberían ser empujados por el sindicalismo y acompañados por las fuerzas políticas progresistas.
En cambio, el protagonismo debería invertirse y ser las fuerzas políticas quienes lleven el liderazgo (con el necesario empuje de las fuerzas sindicales en su vertiente sociopolítica) en impulsar la profundización democrática de una gobernanza económica europea que sea funcional, sostenible y que no deje a nadie atrás: capacidad fiscal suficiente para la eurozona tanto en inversión como en estabilización; tener plenos estabilizadores automáticos; buscar la legitimación democrática comunitaria y no intergubernamental en los asuntos económicos; y mientras los fiscales sean competencia estatal, avanzar hacia las mayorías cualificadas y superar las capacidades de veto en fiscalidad de la unanimidad. Resumidamente, completar la Unión Económica y Monetaria con unión bancaria (y seguro de depósitos), con unión fiscal, con capacidad contracíclica, con mandato pleno para el BCE enlazado a una mejor rendición de cuentas, y una unión política que lo legitime democráticamente. En definitiva, que mayorías políticas diferentes, puedan impulsar orientaciones político-económicas diferentes y superar el actual estrechamiento de alternativas, lo que sería uno de los fundamentos de la democracia.
Aún no hemos aprendido a domesticar a la oligarquía financiera, y en esta tercera década del siglo en la que entramos ya se intuye un poder aún más totalizante de la oligarquía tecnológica (GAFA y otras). Especialmente amenazante para cualquier proyecto democratizador es su poder creciente en la conformación de preferencias. Es en este sentido que para los esfuerzos democratizadores debería situarse como prioridad -para sindicatos y fuerzas políticas- la socialización del algoritmo y disponer de los mecanismos para que los datos respondan en última instancia al interés general. Se da la paradoja que si la capacidad de conocimiento (en preferencias del mercado) que genera el Big Data y la Inteligencia Artificial se pusieran al servicio público, se podría conformar una economía eficiente (la planificación pública estaría bien informada) y que a la vez respondiese al bien público y atendiese los principales retos civilizatorios. Dejar como hasta ahora el Algoritmo y los datos en manos privadas, es dejar la planificación en unas pocas manos privadas, lo que seguramente es lo más alejado de la democratización de la economía. Esto sólo es posible a escala europea, viendo la insuficiencia de los estados-nación, y viendo los caminos propios que EE.UU. y China (y sus compañías) están tomando de momento en Inteligencia Artificial.
Así pues, si queremos la reapropiación y democratización de la economía, una renovada alianza estratégica entre las fuerzas políticas progresistas y el sindicalismo debe ser a escala europea, entendiendo que Europa deber formar parte de la solución. La UE debe ser una ventana y palanca democrática a la globalización y al sistema-mundo, de manera que se disponga de un actor institucional con el tamaño, peso y área suficiente para abordar los principales retos económicos, sociales y humanos, que son transnacionales o globales (entre otros el cambio climático, la justicia fiscal, las disrupciones tecnológicas y los flujos humanos). Y todo ello con una legitimación democrática europea que deberá ser síntesis entre la complejidad, la interdependencia, la voluntad de controlar el futuro y la necesidad que la voz de cada uno cuente.
Hacia un nuevo modelo de empresa
04/12/2019
Marcos de Castro Sanz
Psicólogo industrial, expresidente de CEPES (Confederación Empresarial Española de la Economía Social)
La compleja crisis multidimensional actual (económica, ecológica, social, de cuidados, etc.) por la que se transita desde 2007, dibuja un futuro incierto en el que el cooperativismo emerge como fórmula útil para organizar diferentes necesidades vitales (empleo, vivienda, educación, etc.) ante los desafíos que están por venir.
El modelo actual, dominante, de empresa nace en la revolución industrial, en Inglaterra entre los siglos XVIII y XIX. Antes de 1750 la producción económica era básicamente artesanal y manufacturera, se producía en pequeños talleres de propiedad individual. El salto de la economía feudal a la capitalista fue el tránsito de una economía diseñada para el uso a otra economía pensada para el consumo. Los elementos que provocan el fin de la economía feudal se basan en el desarrollo del comercio para generar acumulación de capital, cuyos poseedores deciden invertir en fábricas que les permitan producir más para vender más y, sobre todo, más allá de sus territorios. En esta búsqueda, se inventó la máquina de vapor, el telar mecánico y la utilización de la energía eléctrica y, con ello, la gran fábrica.
Ya producían a gran escala para un mercado extenso. Se hizo necesario plantear sistemas de organización del trabajo, procurando aprovechar al máximo los instrumentos y técnicas de la tarea. Lo que originó una “rutinización” del trabajo (propio de la producción en cadena), explotada por el propietario de la gran fábrica, cuyo fin era maximizar la fabricación, reduciendo todo a un recurso de producción, también las personas. Para que las personas produjeran más se indagaron nuevas formas de trabajo (Taylor, Ford, incluso F. Herberg que investigó sobre los grupos de trabajo para que estos fueran más efectivos, o Maslow con su escala motivacional). Lo cual, mas el objetivo de maximizar el beneficio y la necesaria retribución al poseedor del capital (al accionista), constituye la base de la cultura empresarial actualmente dominante, compone el ADN de la empresa durante los siglos XIX, XX y XXI.
Los resultados actuales son conocidos: precarización (Ulrich Beck decía que cuando se habla de flexibilidad lo que se desea es mejores condiciones para el despido) y exclusión (demasiado pronto ya se es mayor para encontrar empleo si se está desempleado). Lo que necesariamente afecta a la descohesión social. No dejan de publicarse estudios sobre brecha salarial entre hombres mujeres, desigualdad social, fractura social. Bauman decía que lo peor del 0,5% de la población que más gana es que no sabe lo que ocurre a su alrededor. Se podría decir que la empresa tradicional ha fracasado en la construcción social.
Es preciso otro modelo de empresa
La empresa cooperativa nace también en el siglo XIX, como movimiento reactivo a la nueva “cultura emergente” de la Revolución Industrial. A partir del nacimiento de las cooperativas surgen otros movimientos y figuras jurídicas que extienden este modelo de empresa a conceptos integrados en el paraguas de la economía social y solidaria. El cooperativismo es un sistema económico y social, una forma de hacer empresa de propiedad colectiva, basada en la creatividad conjunta, la libertad, la igualdad, la participación, la solidaridad y la cooperación, que armoniza los intereses colectivos e integra la ayuda y colaboración activando la reciprocidad.
Es el resultado de un largo proceso histórico que ha demostrado que, desde el comportamiento asociativo, solidario y cooperativo, se pueden conseguir situaciones de construcción social, equitativas e integradoras, que el sistema económico dominante no solo no proporciona, sino que, en general, tiene una tendencia excluyente y de descohesión social. A partir de estos comportamientos cooperativos se moldean diversas formas de organización social y económica que, en base a la reciprocidad, persiguen la realización de la justicia y la igualdad a través de la acción económica y la promoción humana:
• generando cohesión social. “Las empresas de la economía social, como las cooperativas, ofrecen un buen ejemplo a la hora de crear empleo de calidad, apoyar la inclusión social y fomentar una economía participativa”. Resolución del Parlamento Europeo, de 19 de enero de 2017, sobre un pilar europeo de derechos sociales (2016/2095(INI).
• y estableciendo relaciones de confianza en la sociedad: “En las zonas urbanas, los principales problemas que se plantean son la lucha contra la exclusión y la criminalidad, el fomento del empleo y de la empleabilidad, apostar por las personas y reforzar el potencial local. A nivel rural, hay que luchar contra la desertización económica y social, invertir en la creación de empresas viables y en el empleo de calidad y fomentar la creación de redes. Para resolver estos problemas, no basta con recurrir a los sectores privado y público, sino que se precisará cada vez más la valiosa contribución de la economía social, gracias a su capacidad para organizar los recursos humanos, desarrollar la participación y la democracia (gobernanza) y generar una actividad económica y social y crear empleos”. Dictamen del Comité de las Regiones: «Asociaciones entre las autoridades locales y regionales y las organizaciones socioeconómicas: contribución al empleo, al desarrollo local y a la cohesión social» (2002/C 192/13).
La economía social es una forma de ser empresa (“otra forma de emprender”, como dicen los franceses) que apunta al modelo conceptual por el que deberán caminar el resto de las empresas, cuya huella negativa en la sociedad comienza a no ser soportable.
Repensar la economía, ¿desde qué perspectiva?
03/12/2019
Pablo Luis Pló Alonso
Jubilado. Activo en las redes de economía solidaria.
Parece anacrónico que no se repiense la economía desde una democratización de la misma. Igual que en otras esferas de la vida social se viene pidiendo sobre la democratización de la justicia, por ejemplo, o sobre el necesario cambio de valores que el conjunto de nuestras vidas contemplan.
Quiero recordar el enfoque que Amartya Sen hacía de la democracia. Él decía, evidentemente resumido, que hay democracia cuando se participa, se debate y se decide sobre las cuestiones que nos atañen. O sea, todos tenemos la oportunidad de participar, debatir y decidir y, si no hay obstáculos para ello, estaremos hablando de un proceso democrático. Esta es, pues, una primera idea para que se den las condiciones de repensar la economía.
La democracia como proceso social, no como sistema político-administrativo, deja al margen las posturas de quienes plantean, por ejemplo, entender una nueva economía incrementando la igualdad de oportunidades (liberales); o la de quienes sugieren que una democratización de las empresas, y sólo de las empresas, generaría una nueva economía. Las carencias teóricas y prácticas de ambas posturas han quedado de manifiesto a lo largo del último siglo.
Bastaría con que nos preguntásemos cómo se están planteando una nueva economía desde perspectivas que contemplan el trabajo como condición de la necesidad humana para reproducirse. El trabajo es el elemento propiamente económico del género humano. Así, cuando hablamos de que sean las trabajadoras y los trabajadores quienes impulsen una nueva manera de contemplar la economía, supongo que estamos hablando de que somos toda la población quienes debemos de estar implicados en ello. Por supuesto que cada quien desde su posición laboral actual, pero sin asumir la primacía desde ninguno de los sectores laborales.
Va a ser necesario tener en cuenta algunos conceptos como los de autonomía, autogestión cooperativa, responsabilidad social -en la línea que la plantea la economía solidaria-, femineidad, equidad y, sobre todo en estas fechas, nuestra interpretación de nuestro lugar en el ecosistema tierra. Una característica de estos conceptos es que no están asumidos por la economía actual, no están integrados en sus estructuras ni en sus concepciones teóricas. Son conceptos que aportan nuevos planteamientos y soluciones a los retos que tenemos abiertos, a los problemas que seguimos arrastrando, y alternativas a aquellas reformas de la economía que no dejan atrás el individualismo, la dependencia político-financiera, el sesgo machista, el fomento de la inequidad o la inoperancia y la falta de voluntad para aplicar medidas taxativas contra el cambio climático.
Hay muchos movimientos sociales, más allá de los partidos políticos y de los sindicatos, que no les importaría empezar un nuevo camino de la economía si se diesen las condiciones de un acceso equitativo a los medios de producción, entendido en un sentido amplio, de modo que el sistema político modifique las limitaciones que en esta línea mantienen las estructuras actuales. Lo mismo que hay propuestas surgidas también desde movimientos sociales que sitúan una nueva manera de hacer economía si a lo local se le diese el peso real que debiera de tener. Ante la globalización, mundialización de la producción tras el beneficio, con todas sus secuelas de vaciamiento de lo local, se opone una revitalización de una producción más próxima (y no sólo referida a alimentos) y un consumo más responsable. Lo local, ámbito más inmediato para participar, debatir y decidir como sistema democrático político, se convierte en el ámbito también próximo para producir, consumir y distribuir la riqueza.
Hay, me parece, otra idea a incluir en el debate. Repensar la economía desde los parámetros economicistas, se me antoja no repensar nada. La perspectiva no es la economía, la perspectiva debería de ser social, inclusiva, integradora. A la contra de lo que vivimos ahora, como una economía en la que sólo deciden unos pocos y que es excluyente y marginadora.
Un nuevo modelo productivo, instrumento y objetivo de la democracia económica y social
02/12/2019
José Antonio García Rubio
Miembro de la Colegiada Federal de IU, responsable de Empleo.
Es evidente que la democracia representativa está hoy amenazada. La salida de la crisis de 2008, impuesta con rotundidad por los grandes poderes económicos, está también recortando las libertades democráticas.
Es verdad que con una perspectiva histórica amplia el avance de la libertad siempre ha prevalecido, pero en el corto y, a veces, en el medio plazo ha habido periodos de retroceso. Creo que estamos en uno de ellos y que la cuestión central del debate propuesto por la Fundación 1 de mayo de CC.OO. es cómo salir de esta situación.
Es preciso ultimar un análisis profundo de esa crisis. El conjunto de las fuerzas políticas, sociales, sindicales y culturales progresistas no lo ha hecho. No ha sido una mera crisis financiera, sino global y sistémica del capitalismo. En términos marxistas, una crisis de la tasa de ganancia del capital. Su agudización a partir de 2008 fue motivada porque el medio principal que el sistema había puesto en marcha para recuperar los beneficios, la globalización neoliberal, resultó insuficiente. A partir de 2010 se recurre también, sobre todo en la UE, a la devaluación salarial y los recortes en los servicios públicos y el gasto social. Las ganancias se quieren recuperar en cada mercado interno mediante el aumento de la explotación de los trabajadores, es decir de la plusvalía, salarios indirectos incluidos.
Hoy podemos afirmar que, globalmente, la recuperación de la tasa de ganancia por parte del capital a costa de los trabajadores está conseguida. Pero está habiendo efectos colaterales importantes: la pujanza de un nuevo nacional-capitalismo (Trump y otros), que es fuente de guerras comerciales y del Brexit; la crisis del llamado “estado del bienestar” para el que han desaparecido las razones que le originaron y le mantuvieron (no existe el llamado bloque socialista y el gran capital ya no tiene motivos para un pacto de ese tipo). Finalmente, sin ser exhaustivo, se ha producido una fuerte contracción de la demanda (fundamentalmente por la reducción de salarios y la precariedad) que limita seriamente la realización de la recuperación de la ganancia. Todo ello genera incertidumbre ante el enfriamiento económico y las perspectivas de un nuevo fracaso del modelo impuesto de salida de la crisis.
En este contexto general, en España nos encontramos con un modelo productivo no solamente obsoleto sino perverso para el desarrollo económico. La enorme incidencia de la crisis sobre el empleo tiene su explicación en ese modelo. Pero tras la recomposición de la ganancia, el empresariado en general y el sector financiero han vuelto a recaer en las causas: la inmobiliaria y el turismo de baja calidad. Hoy el parón es evidente y la recesión una amenaza. Este análisis puede parecer pesimista pero, por el contrario, abre una ventana de oportunidad si las fuerzas progresistas se sitúan a la ofensiva. Y eso no es posible objetivamente con la mera recuperación de los estándares de 2007 ni políticamente y sindicalmente con su reivindicación. Ya entonces eran malos.
Es necesario, pues, proponer y afrontar la construcción de una nueva realidad económica y social. Contenido e instrumento necesarios (aunque no únicos) de y para esa nueva realidad (que podríamos definir frente a Estado de bienestar como “Estado de democracia económica y social”) es el desarrollo de un nuevo modelo productivo.
Ese Estado debe garantizar una vida digna para todos sus ciudadanos y trabajar para eliminar la explotación y la alienación. El nuevo modelo productivo (NMP) debe responder a la reivindicación de que las próximas generaciones vivan (en sentido pleno) mejor que las anteriores.
El NMP es mucho más que una mera asignación economicista de recursos a los sectores productivos. Debe ser punta de lanza de una política económica progresista pero también objetivo de la organización y la movilización política, sindical y social. Un escenario principal del debate y la lucha de ideas cuya consecución y desarrollo tendrán menor coste social si sectores capitalistas determinantes lo entienden como un pacto colectivo ganador-ganador.
El NMP debe anticipar las consecuencias de la robotización y la digitalización en los procesos de producción. Así mismo debe incorporar las exigencias de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible y sus 169 metas asociadas, aprobados por la Asamblea General de las Naciones Unidas.
En el aspecto empresarial debe apoyarse en la prioridad del sector público, de acuerdo con lo establecido en el art. 128 de la Constitución Española, tanto en la inversión como en la propiedad y la gestión, cuya acción será la palanca fundamental para el cambio necesario. Debe asegurarse el papel de lo público específicamente en la ejecución de los derechos establecidos en la misma Constitución (sanidad, educación, vivienda, protección social, etc.) y en los sectores estratégicos de la economía (inversión, banca y seguros, energía, transportes y comunicaciones, etc.). La economía social (debidamente regulada para asegurar su carácter) debe pasar a ser un polo fundamental del NMP y garantizarse su financiación eficaz.
En el aspecto legal, para consolidar el NMP debe modificarse el modelo de contratación y relaciones laborales. Un nuevo Estatuto de los Trabajadores priorizará la contratación indefinida y garantizará la democracia en el interior de las empresas y la repercusión del aumento de la productividad y de los beneficios en las condiciones esenciales del trabajo: disminución de la jornada y aumento de la retribución. Una nueva ley de Libertad Sindical establecerá los procedimientos de participación efectiva de los sindicatos en la definición de la política económica y en su control. Un nuevo Estatuto de la Función Pública recogerá estos derechos entre los trabajadores públicos.
Tras esta breve exposición, queda plantear el problema político central: ¿estará el capital español dispuesto a asumir la necesidad objetiva de un cambio de modelo productivo y, en consecuencia, a disponerse a ese acuerdo ganador-ganador con los trabajadores y trabajadoras y sus organizaciones? Desde este lado sabemos que esta no es la última crisis del capitalismo, pero también que el capital dispone cada vez de unas peores condiciones objetivas para su recuperación. Y estamos “condenados” a lograr que los cambios sean con el menor coste social posible porque si no es así, el resultado será la barbarie.
Ese acuerdo implica también pactar que el proceso se desarrollará en un marco de lucha cultural por la hegemonía, de debate de ideas y de confrontación democrática de prácticas políticas. No hay otro futuro aceptable.
Repensando la economía
30/11/2019
Ignacio Liniers Barreiros
Economista
Respecto a si saldrá fortalecida la democracia con la actual crisis
Nada me hace pensar lo contrario, no creo que exista hoy por hoy ninguna alternativa a la democracia, los ataques a la misma que vienen a través del populismo parece que chocan con los checks and balances y parece que las democracias responden con bastante eficacia. Claro que hay excepciones, como parece ser Venezuela, y que hay otras democracias, que siempre han sido deficitarias de tales equilibrios y reparto de poderes, que sí sienten el golpe, como pueden ser el caso de Rusia o de Turquía. El análisis internacional sería toda una disertación inagotable pero hoy por hoy no parece que pueda decirse que la democracia como sistema de gobierno esté en ciernes.
Hoy día puede decirse que los países son democracias o que hacen todo lo posible por parecerlo y no creo que esta crisis, que es de orden económico en lo fundamental, redistribución de la riqueza y precariedad, vaya a cambiarlo. Cosa distinta es que salgan fortalecidas, para ello habría que solucionar el tema de fondo, la enfermedad subyacente que nos ha traído hasta aquí y es ahí donde empiezan los problemas pues el primer paso es acertar en el diagnóstico. Así como los síntomas son conocidos, precariedad, peor reparto de la riqueza, mercantilización del contrato laboral (temporalidad, externalidad del concepto de empleo…) parece que todos los analistas del tema, de la rama a la que pertenezcan, nos hablan del neoconservadurismo y de la tercera vía como los vehículos de la crisis, a lo que hay que sumar el efecto de la globalización, esa convergencia de terceros países que, si bien debería de ser una ayuda a la economía (además de inevitable), no está exenta de sus efectos colaterales: deslocalización de empresas, disminución de salarios y de condiciones laborales por el aumento de la oferta de trabajo,…
Hay que acertar con el diagnóstico y además tenerlo mecanizado y unificado entre los posibles actores que le puedan dar solución. Y en segundo lugar hay que atajar dicho problema. Mientras tanto las democracias sufrirán de estrés, lo que no es bueno, pero tampoco malo. Los problemas de precariedad, evolución regresiva de los impuestos y evolución negativa de la redistribución de la riqueza hay que solucionarlos y provocarán dolores de cabeza a la democracia, pero es posible que la democratización sea la solución última, tal y como indica el título de este debate.
Respecto a si es el momento en el que la democracia entre en el terreno vedado de la economía
O incluso en lo que podríamos llamar terreno enemigo como es el de la sagrada empresa privada, creo que sí que es el momento. La socialdemocracia creo que ha sido una política subsidiaria respecto del reparto de las rentas, es decir una vez que el sistema capitalista ha repartido mal las rentas, la socialdemocracia, como un Sísifo impenitente, tiene el encargo (o la maldición) de hacer que ese mal reparto se mitigue en lo posible para que el sistema siga funcionando, de manera que se crea un estado subsidiario en lo que a las necesidades y oportunidades se refiere: el sistema de sanidad universal, la educación, las universidades, etc.
A menudo me viene la imagen de un forzudo sosteniendo a la torre de Pisa, como esas postales que todos tenemos, pero con una torre de Pisa que se cae de verdad y que tenemos que sostener con nuestros brazos. Ese sistema es lo que en física se llama equilibrio inestable, pues tiene varios puntos de equilibrio. Los logros anteriores de la socialdemocracia, Bretton Woods u Olof Palme son dos ejemplos de cómo se puede montar un sistema bueno (que funciona) y como puede revertirse en el tiempo, o llegar a otros puntos de equilibrio no deseados.
Creo que una gran parte de la desafección política y del éxito de los populismos tiene como base no solo de la precariedad, sino el hecho de haber vuelto atrás en nuestras prerrogativas, lo que antes se podía ahora ya no se puede y esto se ha producido en un escenario donde la socialdemocracia es uno de los actores protagonistas. El sistema ha defraudado a la gente que ahora se ven con un problema de precariedad por un lado y con otro problema adicional de falta de perspectivas y el hecho de no ver el futuro produce vértigo y el vértigo es irracional, temperamental, de agarrarse a un clavo ardiendo o peor todavía, de querer arrojarse al abismo antes de tener que seguir lidiando tal situación. Ese el estado de ánimo que sospecho hay en la sociedad, no solo en España, que no es el país donde este populismo sea más pujante, sino a nivel mundial.
El socialismo científico es empíricamente un gran fracaso y creo que hoy nadie piensa en una revolución comunista 2.0 como solución a los problemas, más aun, en gran medida la aversión al comunismo ha sido un acicate espectacularmente eficaz para el desmantelamiento del estado del bienestar de las décadas doradas, en donde la economía tenía una salud de hierro. Cierto es que hoy se lee otra vez a Marx, pero creo que es un ejercicio estético.
Nos queda pues la solución de encontrar otra salida y la teoría de democratizar la economía es ya antigua, tanto con Ferdinand Lassalle y sus sociedades voluntarias, que no son otra cosa que sociedades con capital compartido o alícuota, muy distintas a las sociedades cooperativas propuestas por Schulze-Delitzsch, que no eran otra cosa que un paso intermedio a un mejor reparto del capital y que se han quedado en el mero autoconsumo en la mayor parte de los sectores y son de escaso recorrido, sin embargo, las primeras, en donde el capital era alícuota, sí podrían ser la solución. Además, Lassalle aboga por que abarquen a toda la economía, es decir, a que todas las empresas sean de este tipo y no solo la parte estatal, o las de un sector protegido, sino cualquier sociedad mercantil, sea su producción del sector que sea, opten por esta vía.
Si hay algo en lo que Marx y Engels tenían razón es en la crítica al capitalismo, a esa acumulación de la propiedad de los medios de producción (latifundistas de capital he leído en algún sitio). Es decir, Marx y Engels aciertan en la parte izquierda de la ecuación ese Left Hand Side en el acrónimo sajón (LHS), donde fallan es a la hora de elaborar las soluciones para el desarrollo de la economía pues abogan por un estado, o más bien a un meta-estado dirigido por el proletariado para tal labor, es decir la parte derecha de la ecuación o su Right Hand Side (RHS) no fue acertada.
Utilizar el método ya conocido como solución universal de la política, es decir, la democracia, para solucionar también los problemas generados por el capitalismo en las empresas es un método por investigar, pero fácil de exponer. De la misma manera que el contrato social de Rousseau es la solución a los problemas políticos, cabe pensar que establecer otro contrato social, pero a nivel empresarial, pueda ser la solución a que los latifundistas de capital dejen el paso a la soberanía del empleado en el ámbito empresarial, pero claro no a un contrato laboral tal y como hoy está diseñado.
Si podemos expresar el contrato laboral actual como un mero contrato mercantil en donde se intercambian horas de trabajo por un dinero establecido, eso habría que cambiarlo por un auténtico contrato laboral, en consonancia con el contrato social político. Por las mismas razones y en la misma medida que la soberanía política representa a los ciudadanos, debería de haber una soberanía del capital para los empleados de las empresas, algo así como: “a cada empleado, una participación alícuota del capital social de aquellas”.
Las constituciones serían ese padrino necesario para la redefinición del contrato laboral, pues en ella encontramos todos y cada uno de los principios rectores necesarios: reparto de la riqueza, progresividad impositiva, igualdad de oportunidades y, sobre todo, igualdad en ese sentido rousseauniano del término que, a mi parecer y como ya hemos mencionado, es lo verdaderamente legítimo. Reparto de la riqueza en origen, es decir, allí donde ésta se genera, donde se materializa el valor añadido y por lo tanto el origen de la riqueza en el más amplio sentido del término.
He de puntualizar que en la crítica al capitalismo no está incluida la crítica al mercado, que considero no solo fundamental sino sinónimo de libertad, y que tampoco está incluida la crítica a la empresa en sí misma, a la que considero sujeto fundamental de generación de la riqueza y vehículo imprescindible de la actividad económica. Sino que la crítica se centra en la propiedad de las acciones de las empresas, que contrariamente a ser una actividad económica es en realidad una actividad especulativa y de naturaleza muy distinta, incluso opuesta a dicha actividad económica. Muchos la llaman economía no real, pero el término especulativo que rima con latifundio de capital es mucho más expresivo de su labor, que en lugar de ser loable, ese mantra del empresario benefactor y visionario, entraña un elemento tóxico a la actividad de la empresa, pues genera necesariamente un comportamiento de burbuja, dado que lo único que pone a salvo a una empresa de las garras de su competencia o de los especuladores bursátiles son unos beneficios cada vez mayores, lo que de por sí es una paradoja absurda que genera tensiones y fluctuaciones imposibles de gestionar.
Equiparar democracia y empresa creo que es la solución a los problemas y a su vez un programa de máximos, es decir la manera de subir un escalón que después no haya manera de revertir.
Respecto a si una democracia a la defensiva solo ha cosechado retrocesos en lo social
Resulta evidente que, desde la segunda guerra mundial, Roosevelt y Bretton Woods hasta el momento actual con las tesis de Thatcher y Reagan, apuntaladas por Gerhard Schröder y Tony Blair, ha habido un cambio de paradigma completo, un giro de ciento ochenta grados, ya que desde hace varias décadas la economía no está dirigida por un horizonte socialdemócrata sino por uno liberal (o neoliberal).
Que esto sea porque la democracia está a la defensiva o por el hecho de que lo realizado en Bretton Woods no fuera “suficiente” es algo por dilucidar. Con seguridad estaríamos mejor con aquellos mimbres, revertir la situación a aquellos tiempos en donde no solo se atajó la crisis, sino que se pusieron las bases de una economía sostenible: oferta y demanda, beneficios y salarios, derechos laborales, futuro de las pensiones, regulación de los mercados, políticas anticíclicas… Pero lo cierto es que se han ido cayendo todos los mitos sociales en favor de los mitos empresariales, tomando al empresario como factótum de la economía, como razón del progreso, como líder emprendedor alrededor del cual han de girar las herramientas (por no llamarlo privilegios): la bajada de impuestos, de la externalización de actividades como manera de no responsabilizarse de los empleados como es el caso de los falsos autónomos, las exenciones a las empresas, los incentivos a las inversiones empresariales, las sicavs como premio a la riqueza, etc.
Por el contrario, todos aquellos principios detallados en las constituciones han ido decayendo, formando un relato de lo deseable pero imposible o de lo directamente imposible. La igualdad de oportunidades, el derecho a un trabajo o a una vivienda, una renta suficiente, han ido cayendo en desuso. ¿Es todo ello producto del estar a la defensiva o del cansancio y la desidia? ¿Es algo estructural en la economía que nos avoca al neoconservadurismo y a una economía de casino o directamente hemos de asumir que lo económico sea sinónimo de la selva?
Creo que el “estado del bienestar” no es el puerto al que hay que llegar, creo que la socialdemocracia, tal y como hoy día se entiende, trata los síntomas, pero no la enfermedad; la parte que hemos recogido de Ferdinand Lassalle no ha sido el espíritu de esas sociedades voluntarias que hoy podrían traducirse por sociedades anónimas de capital compartido. Creo que la enfermedad es el reparto de la riqueza en las empresas, y que hay que solucionar el problema en su origen. No parece ser una cuestión meramente política, sino que lo que realmente hace falta es un cambio en la manera de pensar de los empleados y de los sindicatos. Este cambio ha de ser una revolución silenciosa en donde lo público, los poderes políticos se han de limitar a abrir las vías de dicho desarrollo, cambiando la ley de sociedades anónimas y sobre todo gestionar la primacía de aquellas de capital compartido, cediéndolas los privilegios fiscales necesarios por el hecho de estar en sintonía con lo que pone en nuestras constituciones, igualdad, reparto equitativo, derechos, oportunidades, etc.
Creo que no ha de ser el estado el que entre en lo económico (o privado) sino que como muy bien se enuncia en la pregunta ha de ser el espíritu democrático el que permee la vida empresarial, lo que, ciertamente, resulta menos cruento de aceptar.
Respecto al temor a que una parte de la sociedad haya dejado de apreciar la democracia y ese sea el origen de la desafección a lo político, de la volatilidad del voto y del éxito de los populismos
Como he comentado más arriba, la razón de la crisis no creo que sea política sino económica, el pánico de no ver la salida del túnel dado que son muchas décadas de empobrecimiento social y, lo que es peor, de estar instalados en un paradigma neoconservador (ese enaltecimiento del éxito), todo ello no son términos políticos, los cuales están bien asentados sobre la igualdad y sobre la libertad que son bien distintos de lo que el nuevo (pero viejo) conservadurismo nos propone.
La crisis política, la volatilidad, la desafección, el triunfo de lo antisistema, el discurso barato y provocador que es el lugar en donde nos encontramos han conducido a un sinfín de ejemplos imposibles de mencionar uno a uno, Le Pen en Francia, Salvini en Italia, Bolsonaro en Brasil o Macron en Francia que, por mucho que diste abismalmente con los anteriores, es un personaje sin partido, desclasado, una completa novedad en todos los aspectos posibles que, sin embargo, ha obtenido un triunfo incontestable en la sede del país de la revolución. En España, sin embargo, los populismos no nos han terminado de avasallar por ahora. Creo que toda esta desafección a nivel mundial obedece a un impulso irracional de solucionar lo que hoy parece tan lejano, como es volver a un paradigma en donde el trabajador tenga un papel protagonista.
No creo que exista una presión por cambiar el sistema, incluso los partidos a los que consideramos populistas antisistema (Movimiento Cinco Estrellas en Italia o Podemos aquí) solo han tratado los temas colaterales: mayor representación popular, coparticipación en las decisiones, más consultas o cesión de poder a los Ayuntamientos y sistemas locales, a modo de un perfeccionamiento del sistema, pero no hay un planteamiento de cambio del sistema democrático en sí mismo, el hartazgo es de expectativas (como nos enseñaban en macroeconomía de la facultad), que marcan las tendencias de la economía y hay que incluirlas en nuestros sistemas de econometría y claro, cuando éstas llevan empeorando décadas, el tema de las expectativas se transforma en una depresión endógena.
La democracia no es una construcción frágil o irreversible, tal y como plantea la ponencia, otra cosa es que tenga que soportar las tensiones de una crisis que, lejos de ser pasajera, parece que se ha instalado en el sistema de manera que le tendremos que encontrar una solución, pues parece que no va a ser suficiente un tratamiento paliativo de sus síntomas, sino que vamos a tener que diagnosticar y tratar la causa subyacente de la misma.
¿En qué consiste la democratización de la economía?
Respecto a la primera pregunta de si versa sobre la participación de las trabajadoras o trabajadores en los órganos de dirección, yo diría que es una medida insuficiente, por mucho que desde luego y en todos los sentidos es aconsejable, ya que cualquier propuesta maximalista, como la de un capital compartido, pasa necesariamente por esa medida. Si la tomamos aislada de un entorno de mayor control empresarial sería efectiva solo según cada caso y según cada momento. La misma reversibilidad que el sistema ha tenido a nivel global desde la década de Olof Palme y su estado del bienestar maximalista hasta hoy la tendría la empresa, reversibilidad mediante cambio en los estatutos por motivos coyunturales, por necesidad de una nueva tendencia comercial, reestructuración de los cuadros de dirección, EREs, por la necesidad de llevar a cabo una joint venture, o por el simple desuso del día a día.
Sin embargo, es cierto que puede ser el camino para conseguir otras metas adicionales que realmente cristalicen en una democratización generalizada de las empresas. Sin embargo, renunciar a una visión completa y dejar como objetivo la transformación del actual capital social accionarial a otro compartido, posiblemente a largo plazo no sea suficientemente eficaz.
Respecto a la participación de los sindicatos y resto de los agentes sociales en la política económica
Creo que los sindicatos, de la misma manera que el estado, han de ser el “marco” en donde se dibujen las medidas a tomar para que dicha democratización sea efectiva. Sin embargo, los protagonistas han de ser los trabajadores y en concreto aquellas empresas que tengan una estructura democrática, es decir, no solo que dichos trabajadores tengan acceso a las decisiones de la empresa, sino que coparticipen del capital social y de los correspondientes beneficios. Solo el éxito empresarial de estas formaciones garantizará el cambio.
Y con ello respondo también a la siguiente cuestión de si el capital público ha de aumentar su participación en el conjunto de la economía, y la respuesta vuelve a ser la misma, no es el aspecto fundamental del funcionamiento de la economía privada, sin embargo, el marco de las políticas económicas ha de seguir siendo el mismo que con la tradicional socialdemocracia y con la visión keynesiana subsidiaria del estado que equilibre los ciclos. Aunque en el caso de una empresa fuertemente democratizada y, por lo tanto, con la vista puesta en el largo plazo, dichos ciclos tenderían a suavizarse.
Todas las medidas clásicas de lo que se entiende por socialdemocracia son buenas y deben de aplicarse, pero no pueden sustituir a lo que podríamos llamar un programa de democratizar las empresas, en donde la trabajadora o el trabajador sean el centro de la vida de la empresa y la toma de decisiones en lugar de una junta de accionistas.
Respecto a si es necesario un gobierno progresista
La respuesta es un sí por lo obvio, sin embargo, un programa como el expuesto de ir a por un objetivo de máximos no casa demasiado bien con hablar de un posible gobierno cercano que pueda plantearlo en su programa. No hay, ni se le espera, algo parecido en el programa socialista ni en el de Unidas Podemos o, mucho menos, en el resto de los partidos de otro sesgo como el PP o Ciudadanos.
Por el contrario, creo que sería condición previa un cierto consenso mundial sobre un cambio de paradigma, y además un amplio acuerdo sobre el diagnóstico de la crisis que padecemos, sobre el que sí parece que hay convergencia entre los economistas y analistas de corte progresista. Creo que actualmente solo hay un partido que tiene incorporadas medidas en este sentido y es el Laborismo inglés, actualmente en la oposición y sin mucho empuje en las encuestas para pasar a ser gobierno. Las medidas que John McDonnell ha recogido en el programa laborista hablan de incorporar a los trabajadores en los consejos de administración, apelando a una cierta horquilla de los asientos del mismo en las empresas estatales (que parece que piensa ampliar con nuevas nacionalizaciones, ferrocarril, etc.), creo que resulta fundamental que se implementen estas medidas y ver si, como en el caso de Suecia, son positivas para la economía. Personalmente no tengo dudas de que tales medidas, correctamente implementadas y aceptadas (quizá lo más difícil) por las actuales estructuras empresariales serían positivas para el devenir del sector empresarial.
La democratización ha de ser al principio progresivo y actuar desde la fiscalidad concediendo un forfait privilegiado a aquellas empresas que cumplan con dichos requisitos. Sin embargo, el objetivo final ha de ser que el contrato laboral sea esa renta del trabajo en lugar de un mero salario que siempre estará luchando en la arena de la precariedad.
Creo que todos los políticos y votantes progresistas entienden necesario un cambio de paradigma y que, en un mundo polarizado, volátil y siempre atento al oportunismo, podría ser el momento para una medida de este corte que nos abra las puertas de un futuro, en los términos más amplios posibles, como es un contrato laboral que deje de ser un mero contrato mercantil y proporcione a cada trabajador una parte alícuota de capital.
Quizá toque ya dicha revolución, quizá se necesiten décadas para llevar a cabo el cambio de mentalidad a una empresa codirigida por sus empleados o quizá haya otros pasos intermedios para poder, algún día, trabajar en empresas donde uno se sienta soberano, sin nadie por encima, con lo que ello supone de motivación y de satisfacción personal, lo que repercutirá sin duda en el beneficio de las empresas y, mediante su valor añadido, beneficiará a la postre al resto de la sociedad.
La democracia económica es incompatible con el capitalismo actual
29/11/2019
Carlos Berzosa
Catedrático emérito de la Universidad Complutense. Presidente de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR).
En la década de los sesenta del siglo pasado cuando estudiaba económicas se hablaba con frecuencia, en las clases y fuera de ellas, de la cogestión en las empresas privadas de los países capitalistas industrialmente desarrollados. José María Maravall (1967) escribía que sobre ella había una bibliografía abundante. Se trataba en concreto de que los trabajadores, a través de los sindicatos, participaran en los órganos de dirección de las empresas y fueran parte de la toma de decisiones. La importancia del tema hace que Maravall dedicara un capítulo de su libro Trabajo y conflicto social a la cogestión. Lo planteaba como un dilema sindical.
En efecto, lo era y había sus resistencias a la cogestión. El término es ambiguo, y ello es lo que supuso ciertas resistencias, pero aun así una parte del sindicalismo la empezó a acoger sin gran oposición. Las reticencias de todos modos venían de si considerarlo un triunfo de las luchas obreras o si, por el contrario, eran posturas reformistas que lo que pretendían era amortiguar la conflictividad laboral. Lo cierto es que en los años setenta se empezó a legislar para llevar a cabo, aunque fuera parcialmente, la participación de los trabajadores en la toma de decisiones empresariales.
En esta década parecía que se avanzaba en la democracia económica, en una de las acepciones que proporcionan Gabriel Flores y Bruno Estrada en el artículo que da pie a este debate. Pero nada más lejos de la realidad, pues en estos años setenta, como consecuencia de la crisis económica, empezó a cambiar el paradigma económico dominante hasta entonces el keynesiano por el neoliberalismo. Las propuestas que se empezaron a hacer en la década de los sesenta acerca de la cogestión respondían a un ciclo económico expansivo de una economía que se sustentaba en la regulación, sector público empresarial, desarrollo del estado del bienestar, planificación indicativa en varios países capitalistas y pleno empleo. Los sindicatos estaban fuertes y los empresarios también tenían interés en atenuar la conflictividad laboral.
En los inicios de los años setenta el ciclo expansivo da síntomas de agotamiento. Se comenzó con la crisis del Sistema Monetario Internacional (SMI), que supuso dos devaluaciones del dólar, la supresión de la convertibilidad del dólar en oro y el fin de los tipos de cambio fijos. Se continuó con la crisis del petróleo que fue la espoleta que ponía fin al ciclo expansivo de los “treinta gloriosos” como gustan de bautizarlo determinados economistas franceses. Se dispararon la inflación y el paro y ante la dificultad de combatir a los dos con recetas keynesianas se dio paso a las teorías neoliberales de Friedman y Hayek, que se comenzaron a aplicar en las dictaduras de Chile y Argentina.
En los países desarrollados se comienzan a aplicar a comienzos de los ochenta con la llegada de Thatcher Y Reagan, como primera ministra y presidente del Reino Unido y Estados Unidos. La aplicación de las teorías neoliberales se llevó a la práctica en estos países con mucha dureza y en otros, como Alemania y Francia, por ejemplo, se fueron imponiendo no con tanta brusquedad, pero sí como lluvia fina. Estas ideas fueron defendidas con fervor por las élites económicas y fue calando en los partidos políticos incluidos los socialdemócratas. Se trataba de acabar con el poder de los sindicatos para facilitar la recuperación de las tasas de beneficio empresarial, que habían caído antes del desencadenamiento de la crisis de los setenta. El mercado laboral se desregula, comenzando la precariedad laboral, se combate al estado del bienestar, se inicia la contrarreforma fiscal, se privatizan empresas y servicios públicos y se da por finalizada la planificación. La cogestión pasa a mejor vida y en el caso de continuar se queda en papel mojado.
Los atisbos de democracia económica tanto en el interior de las empresas como en la toma de decisiones macroeconómicas desaparecen. La desregulación crece en todos los ámbitos de las economías nacionales y en el plano internacional. Se fomenta la globalización neoliberal y la financiarización de la economía, que es consecuencia de las reformas del SMI y de medidas de liberalización de los mercados financieros. Los flujos financieros globales superan a las transacciones comerciales internacionales y crecen más deprisa que el PIB mundial. Se está ante lo que Glyn (2010) bautizó con gran acierto en el título de su libro como Capitalismo desatado y Costas Lapavitsas (2016) ha analizado con gran agudeza en su obra Beneficios sin producción.
Las transformaciones del capitalismo también han tenido lugar en la estructura industrial. Se generaliza la externalización de actividades, que tienen lugar a escala global. La robotización elimina mano de obra y aunque se crean por otro lado, suelen ser actividades con salarios menores. Los sindicatos pierden fuerza como consecuencia de estos cambios estructurales. La izquierda se ha encontrado impotente para responder a estos retos y se ha dejado llevar, sobre todo la socialdemocracia, por los cantos de sirena del fundamentalismo de mercado.
El modelo neoliberal ha fracasado, pues ha sido el gran responsable de la crisis que comienza en 2007, sin embargo, se resiste a desaparecer. Lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Es nuestra responsabilidad de ofrecer alternativas a esta fase del capitalismo que tantos damnificados está dejando en el camino. La desigualdad crece, la concentración del poder económico es mayor que nunca, aumenta el precariado, se causan grandes daños ambientales y se acelera el cambio climático. A su vez está desacreditando a la democracia. Esta se limita y en muchos países se camina hacia un capitalismo autoritario. A la vez están surgiendo estallidos sociales en contra de esta economía neoliberal hegemonizada por las finanzas.
No cabe duda que el cambio es necesario y urgente, ante ello los sindicatos, junto con otros movimientos sociales y partidos políticos que se están replanteando sus posiciones anteriores, tienen que ser los agentes del cambio. Hay que recuperar la democracia económica en los dos sentidos. En España, en las empresas a las que nunca ha llegado, y se quedó en la transición, como dijo Marcelino Camacho, a la puerta. A nivel de la política económica, algo tan sencillo como hacer que se cumpla el artículo 131 de la Constitución.
Notas:
1. Glyn, Andrew (2010): Capitalismo desatado. Finanzas, globalización y bienestar, Editorial catarata, Madrid.
2. Lapavistsas, Costas (2016): Beneficios sin producción, Traficantes de sueños, Madrid.
3. Maravall, José María (1967): Trabajo y conflicto social, Cuadernos para el Diálogo, Madrid.
¿Hay Europa?
28/11/2019
Cristina Faciaben
Secretaria Internacional CS. CCOO.
Ante la pregunta de si “¿Hay Europa?”, la respuesta deseable sería decir “Si, hay Europa”, pero la respuesta más realista es “Si, pero Europa tiene que cambiar, y mucho”.
La deriva que ha tomado el proyecto europeo ha ido desencantando paulatinamente a más y más ciudadanos y ciudadanas. Sin duda, una valoración objetiva lanza un balance positivo de la existencia y la pertinenza a la Unión Europea. Son muchos más los pros que los contras, pero lo cierto es que gran parte de la ciudadanía percibe de forma más directa los efectos negativos, especialmente en forma medidas de recorte y de ajustes, que los inúmeros efectos positivos.
Como el europeísmo de CCOO es innegable, y desde el convencimiento de que Hay Europa y debe haber más Europa, pero una Europa diferente, con motivo de las elecciones al Parlamento Europeo, desde CCOO, lanzamos una propuesta de una nueva Europa para la clase trabajadora.
Posiblemente estemos ante el momento más crítico por el que atraviesa la Unión Europea desde su constitución. El desapego de la ciudadanía europea con la idea de Europa es creciente y responde a muy diversos motivos. A pesar de incidir de forma directa sobre su vida, la idea de Europa es lejana para muchos ciudadanos europeos. En este sentido la baja participación en las elecciones al Parlamento europeo, así como el desconocimiento sobre las funciones, competencias o actividad de las instituciones europeas, y por ello, de lo que supone la UE es manifiesto, según nos muestran las encuestas.
Si el objetivo es que el proyecto europeo recupere el interés entre la ciudadanía, es imprescindible revertir la tendencia y hacer que la ciudadanía recupere la confianza en dicho proyecto. Pero para ello, es necesario analizar cuáles han sido los principales factores que han alejado a las personas de la idea de una Unión Europea útil para sus intereses.
Uno de los causantes de la creciente desafección ciudadana es, sin duda, la crisis económica que ha atravesado Europa y, especialmente, la pésima gestión política de la misma. Recortes y austeridad han sido la única receta aplicada en los estados miembros de la Unión. Se ha cargado sobre los y las trabajadoras el peso de los ajustes: quienes no causamos la crisis, sino que fuimos sus víctimas, seguimos castigados con recortes y pérdidas de derechos.
Otro factor que de forma evidente ha contribuido a que parte de la población no se sienta parte del proyecto europeo es la falta de legitimidad democrática de las instituciones europeas desde donde se imponen estas medidas antisociales: Banco Central Europeo, Consejo europeo, Comisión Europea…
El perfil claramente de derechas de los gobiernos de los estados miembros, con honrosas excepciones como Portugal, a la cabeza de las instituciones europeas marca su carácter conservador, si no directamente neoliberal, de las políticas que desde allí se diseñan.
En este caldo de cultivo han ido ganando espacio opciones políticas de ultraderecha, nacionalistas, racistas y xenófobas y machistas. Se trata de movimientos euroescépticos que lanzan mensajes de un populismo insultante sobre la inutilidad de la Unión Europea. Se acusa a la UE de limitar la soberanía nacional, de imponer condiciones excesivas a los estados, al tiempo que supone costes sin que, según su discurso, la UE aporte nada a cambio a los miembros.
Entre un determinado tipo de personas, especialmente castigadas por la crisis, que han perdido sus empleos, cuyo nivel de vida ha caído, que no ven futuro para sus hijos… tienen cabida estos argumentos antieuropeos junto a los discursos anti migración, que pretenden trasladar la responsabilidad sobre las personas migrantes ante el desempleo, la precariedad laboral, el empobrecimiento, el encogimiento del estado del bienestar o la inseguridad. Son las personas que acaban votando por partidos que defienden ideas como la de Europa para los Europeos, el cierre de fronteras, la negativa a aceptar las cuotas de personas refugiadas de la UE, el cierre de puertos para el desembarco de náufragos en el Mediterráneo…
Esta combinación da como resultado el Brexit. Aunque con manipulación por parte de sectores interesados en la salida de Gran Bretaña de la UE, lo cierto es que las y los ciudadanos británicos decidieron mediante un referéndum democrático abandonar la Unión Europea. Las consecuencias de esta salida, más allá de que se logre una salida con acuerdo o sin él, son desconocidas, pero muy presumiblemente, serán negativas para el Reino Unido y para la Unión Europea y sus estados miembros.
Pero más allá de cuestiones económicas, presupuestarias e incluso relacionadas con la movilidad de trabajadores o con el empleo, el proyecto europeo ha sido golpeado fuertemente con la decisión británica y ha quedado en evidencia la profunda crisis que atraviesa. Tal vez actualmente sea el Brexit la cuestión que pone más en entredicho que Haya Europa…
El modelo europeo se aleja cada vez más del espíritu fundacional de la Unión: la Europa Social. Porque aquello que nos hacía diferentes, el acervo social europeo, prácticamente ha desaparecido. No se avanza hacia la convergencia social, sino que las diferencias y las desigualdades entre europeos se agravan. En lugar de una mayor protección de los derechos sociales, se está viviendo un claro retroceso del estado del bienestar tanto en aquellos lugares donde estaba plenamente desarrollado, con el norte de Europa como paradigma, como en aquellos países donde antes de culminarse su implantación fue recortado drásticamente como en la Europa del sur.
En este punto cabe puntualizar que la Europa Social, solo podrá ser realidad con una decisión política y la pregunta que surge es ¿Por qué tenemos un mercado y una moneda única y no podemos tener un sistema de protección social único y por qué existe un Semestre Económico y no un Semestre Social?
La apuesta por la Europa Social pasa por establecer un cuerpo normativo en materia social vinculante para todos los estados y con presupuesto garantizado. Así mismo, serían necesarias unas condiciones en materia social impuestas por la UE estado por estado y un sistema de indicadores y de medición del cumplimiento de las obligaciones y de sanciones por incumplimiento a aplicar, del mismo modo que actualmente se hace para las cuestiones económicas con el Semestre Económico y las recomendaciones por países.
Ante este escenario, que de forma esquemática, se ha intentado mostrar, desde CCOO planteamos ante el nuevo período del Parlamento y la Comisión Europea, las siguientes propuestas.
Queremos una nueva Europa porque la actual no nos sirve, ya que se ha ido alejando de los pilares que fundamentaron la creación de un proyecto de construcción europea basado en la solidaridad y un programa económico y social. Mientras avanza la peor cara de Europa: la del odio, la xenófoba, la que excluye… la Unión Europea es incapaz de definir una política única y común de migración, refugio y asilo y firma acuerdos vergonzosos con Turquía para contener la llegada de refugiados a Europa, despreocupándose del futuro de estas personas que tienen reconocidos el derecho al refugio y el asilo de acuerdo con el derecho internacional.
Una Europa que siendo la mayor economía del mundo mira hacia otro lado mientras miles de personas han perdido la vida en el Mediterráneo intentando llegar a Europa huyendo de la guerra, la persecución o la muerte en sus países de origen o simplemente buscando una opción de trabajo que les permita sobrevivir.
Pero, ¿cómo se puede construir esta Nueva Europa?
En primer lugar, recuperando la idea de la Europa Social, de y para las personas. En este modelo, deberá definirse un contrato social que permita una sociedad más justa e igualitaria. El Pilar Europeo de Derechos Sociales tendrá que materializarse y habrá que priorizar los derechos de las personas sobre la libertad económica y establecer estándares sociales de obligado cumplimiento y sanciones ante su incumplimiento.
Pero también es imprescindible una Europa democrática, solidaria e igualitaria, porque solo una Europa basada en principios democráticos podrá reducir desigualdades y actuar solidariamente. La auténtica democracia pasa por un Parlamento Europeo con plena capacidad de decisión, ya que se trata de la única institución europea elegida por la ciudadanía, y que debe poder representar al pueblo que ha escogido su composición.
Así mismo, es necesaria la transparencia de las instituciones y un cuerpo normativo común y único sobre cuestiones fundamentales como migración, refugio o asilo. La transversalidad de género debe estar garantizada en todas las políticas comunitarias. Hay que reivindicar fuertemente la Europa del Trabajo decente, tal y como proclama el Objetivo número 8 de los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) de la Agenda 2030 de Naciones Unidas.
Por otro lado, se debe garantizar una negociación colectiva fuerte y eficiente y la libertad sindical para poder desarrollar plenamente nuestra actividad como agentes sociopolíticos.
Uno de los mayores ataques al modelo social europeo ha sido sin duda el debilitamiento y práctica destrucción del diálogo social europeo. Este debe recuperar el papel esencial que el tratado fundacional de la Unión otorgó a la participación de los interlocutores sociales en la elaboración de la normativa laboral y social comunitaria.
Solo una protección social garantizada en Europa y un salario mínimo europeo pueden posibilitar la eliminación de discriminación, dumping social y desigualdades entre personas trabajadoras de diferentes países de la Unión Europea y garantizar la igualdad de trato y de condiciones vida y trabajo.
Europa debe ser de las personas y no solo de los mercados. Para ello, son fundamentales políticas públicas sobre educación, sanidad, formación, salud en el trabajo o vivienda junto a trabajo decente. Para CCOO el trabajo decente es aquel con condiciones salariales y de trabajo dignas, pleno empleo, fin de la discriminación de las mujeres en el mundo del trabajo, protección social y pensiones justas. Solo así será posible un proyecto de construcción europeo que se centre en las personas.
La política económica europea debe cambiar, debe ser más justa y social porque la competitividad económica debe ir de la mano de la justicia social. Ello comporta también nuevas instituciones económicas y un sistema fiscal común y más justo y unas políticas comerciales de la Unión Europea más equitativas que garanticen protección de los derechos sociales y el medio ambiente y no solo aseguren los intereses de las grandes corporaciones.
La nueva Europa que proponemos debe ser feminista, y en ella se deberá erradicar cualquier tipo de violencia contra las mujeres, eliminar las diferencias retributivas o la discriminación de las mujeres en el trabajo y potenciar la participación, representación, visibilidad y empoderamiento de las mujeres.
Por último, pero no menos importante, Europa debe avanzar hacia una transición justa, porque la Unión Europea debe ser un referente de la protección del medio ambiente, la transición justa y la sostenibilidad.
Ante las nuevas realidades del mundo del trabajo, por ejemplo de la economía de plataforma o la gig economy, debe estar reconocido que se trata de relaciones laborales, que las personas que trabajan deben ser asalariadas y que deben acceder en igualdad de condiciones a los derechos laborales y sindicales, al margen del sector o de la tipología de la empresa donde presten sus servicios.
Ante estos retos, el sindicalismo europeo tenemos un importante papel que jugar para conseguir una nueva Europa donde se recuperen y se mejoren los derechos de los y las trabajadoras. En primer lugar, los sindicatos europeos debemos ser más fuertes y estar más unidos para recuperar el poder contractual que hemos perdido con el debilitamiento del Diálogo Social europeo, pero también porque, a nuestro entender, la Confederación Europea de Sindicatos (CES) no ha sido una contraparte lo suficientemente combativa contra la patronal europea y la parte gubernamental representada por la Comisión Europea. Debemos reforzar nuestra capacidad de movilización, que tiene que ver con la propia naturaleza de muchos sindicatos que no utilizan la movilización ni las medidas de fuerza como instrumento de acción sindical.
Como conclusión, como afirmaba al principio, “Hay Europa”, pero hay que reconstruirla en base a los valores fundacionales que garanticen la justicia social al tiempo que se salvaguarda la economía y el medioambiente.
De la brecha al pacto intergeneracional
27/11/2019
Carlos Gutiérrez Calderón
Secretario confederal de Juventud y Nuevas Realidades del Trabajo
En el libro“La cuestión juvenil ¿Una generación sin futuro?”, José Félix Tezanos y Verónica Díaz, realizan una pormenorizada radiografía de la situación de la juventud en España. Resultado de este estudio señalan, con todos los matices posibles, que “no es inapropiado hablar de una cuestión juvenil de una manera similar a como en su momento se hablaba de una cuestión social, o una cuestión obrera; aun con todas las salvedades y diferencias que hacen al caso”. La exclusión laboral o subposicionamiento económico que sufren los jóvenes, subrayan los autores, suponen un “fallo sistémico en la dinámica de inserción societaria”, provocando frustraciones y alteraciones en los “modelos de pertenencia social que han funcionado en las sociedades industriales”. Es decir, esta situación de falta de trabajo o de precariedad laboral estructural supone que este sector social quede fuera de las “relaciones sociales, posibilidades de identidad y sentimientos de pertenencia que van asociados al desempeño de un trabajo o una profesión”[1].
Este fenómeno, lejos de ser una novedad secuela de la crisis económica y las reformas laborales desarrolladas para su gestión, viene desplegándose desde hace largo tiempo. La evolución hacia una sociedad postindustrial globalizada, la transformación de la empresa y de la gestión empresarial –de la empresa integrada a la empresa red-, todo ello lubricado con numerosas reformas laborales tendentes a ofrecer mayores posibilidades de adaptación a las empresas y con ello una creciente flexibilización laboral, son factores que han modificado el trabajo haciéndolo más volátil y precario: del paradigma del empleo de la sociedad salarial, hemos transitado al paradigma del trabajo flexible, de las políticas orientadas a lograr el pleno empleo, hemos pasado a las políticas de la empleabilidad y el emprendimiento.
Aunque la juventud no es un colectivo homogéneo, existen una amplia diversidad de trayectorias vitales derivadas de los diferentes niveles de capital social, económico, cultural y formativo, la precariedad laboral es un denominador común que en mayor o menor medida todos sufren. Con mayor crudeza que en otros segmentos sociales, los jóvenes han sido quienes se han visto perjudicados por esta creciente precariedad laboral de una forma más profunda, condicionando su desarrollo vital. Las estadísticas oficiales muestran como los jóvenes, por ejemplo, retrasan la emancipación o la formación de una familia como consecuencia de la incertidumbre, inseguridad e insuficiencia económica que es provocada por una situación laboral caracterizada por la precariedad y los bajos salarios.
Los diversos subsegmentos dentro de la juventud, derivados del origen social, construyen percepciones e interpretaciones diferenciadas que explican su situación de precariedad e incertidumbre vital, así como las expectativas sobre su futuro. Estas, percepciones, interpretaciones y expectativas, lejos de ser estables a lo largo del tiempo mutan, se matizan, etc…, con el devenir social[2]. Durante la etapa de crisis económica se ha generalizado un sentimiento de frustración entre la juventud, derivada de la situación de paro y/o precariedad que imposibilita, junto a otro factor de gran importancia como es la imposibilidad de acceder a una vivienda, construir una trayectoria vital normalizada. Un sentimiento de considerarse ciudadanos de segunda.
No existe una articulación propia de esta frustración vital y de expectativas que sufre la juventud y que deriva de la incapacidad de responder a la pregunta, ¿qué nos deparará el futuro? Y sin embargo ninguno de los movimientos de protesta o estallidos sociales más importantes de la última década, desde el 15-M hasta el movimiento independentista en Catalunya, se pueden explicar sin el concurso de esta. Tampoco la mutación del sistema de partidos en España, con la aparición de nuevas formaciones políticas que han concitado y concitan el apoyo de los más jóvenes. Por tanto, estamos ante una frustración, generada por la extrema incertidumbre e inseguridad vital, que se canaliza a través de movimientos más amplios y transversales, pero que no tiene una expresión en términos de conflicto intergeneracional.
No es fácil situar hoy en la agenda política las problemáticas de la juventud. Un peso demográfico decreciente y una falta participación política (seguramente la participación se da, pero fuera de los canales clásicos de afiliación y voto en elecciones) son factores que explican que las problemáticas de la juventud pasen a un segundo plano. Y sin embargo es urgente construir lazos de solidaridad intergenaracional para vincular unas problemáticas con otras.
Un ejemplo es la cuestión del sistema público de pensiones[3]. Es observable que existe una preocupación social y política motivada por la reforma de las pensiones que realizó el Gobierno del Partido Popular en el año 2013. De dicha reforma derivan dos consecuencias: una revalorización irrisoria de las pensiones en el presente y una reducción drástica de la cobertura de la pensión sobre el último salario a futuro por la actuación del factor de sostenibilidad. Es una preocupación, además, que esconde la pugna por el modelo de sistema que se quiere. O bien un modelo que dote de unas pensiones suficientes a los pensionistas (recordemos que el sistema público de pensiones es el mayor mecanismo de lucha contra la pobreza que derivaba de cuando se alcanzaba cierta edad). O bien un sistema asistencialista que ofrezca una pensión muy reducida. Y luego si has podido ahorrar pues bien.
Pues bien, pocos son los discursos que construyen un lazo entre la preocupación por la sostenibilidad del sistema público de pensiones y el paradigma del modelo flexible y precario que sufre. Ante la creciente precariedad laboral, mayor dificultad encontrará el sistema público de pensiones para ofrecer una pensión suficiente para poder desarrollar una vida digna y que este sistema sea sostenible a medio y largo plazo. Hoy, por tanto, la lucha contra la precariedad laboral, que sufre de forma muy profunda la juventud trabajadora, es la lucha por un sistema público de pensiones sostenible y suficiente en el presente, pero también a futuro. Y es la lucha por un nuevo contrato social que ineludiblemente debe contemplar mecanismos de solidaridad intergeneracional. Abuelos y nietos, padres e hijos, estamos llamados a dar esta batalla conjuntamente.
Notas:
[1] Tezanos, J.F. y Díaz, V. 2017: La cuestión juvenil ¿Una generación sin futuro”, Ed. Biblioteca Nueva
[2] Alonso, L.E., Fernández, C. y Ibáñez, R., 2017: “Juventud y percepciones de la crisis. Precarización Laboral, clases medias y nueva política”, Empiria: Revista Metodología de las Ciencias Sociales, nº37, pags. 155 – 178.
[3] https://www.nuevatribuna.es/articulo/economia/millennials-sistema-publico-pensiones-queremos/20180226195010149088.html
¿Crecer, y repartir después? Más vale prevenir: el crecimiento inclusivo
22/11/2019
Jorge Uxó
Profesor de Economía
Recientemente, Antón Costas escribía, con mucho acierto, que “la desigualdad es el rasgo más característico de la evolución de la economía desde la década de los ochenta del siglo pasado. Y, a la vez, es el factor más determinante de la crisis financiera de 2008, del débil crecimiento de las economías, del malestar social y del populismo político”. Esto ha generado que las cuestiones en torno a la desigualdad, sus causas y la posible contribución de las políticas económicas a su disminución hayan ganado peso en el debate público (aunque, lamentablemente, esta demanda social no se haya trasladado todavía de una forma suficiente a medidas de calado para atajarla).
Un aspecto interesante de este debate es el diferente énfasis que se establece en ocasiones entre dos posibles estrategias para lograr repartos más igualitarios de la renta. La primera se centra en la “predistribución”, o el reparto de los ingresos en el mismo momento en que estos se generan, es decir en el propio proceso productivo. Esto se conoce también como “renta de mercado”, porque es previa a la intervención distributiva del estado. La negociación colectiva juega aquí un papel determinante, por su influencia en el reparto de esta renta entre beneficios y salarios, que a su vez condiciona la distribución personal de la renta. La segunda estrategia utiliza las políticas de gastos e ingresos públicos para corregir la distribución de mercado, por lo que hablamos de “redistribución”. Para alcanzar el mismo objetivo distributivo, un reparto más desigual de la renta de mercado debería llevar a una actuación correctora más intensa del Estado.
En una medida importante, el distinto énfasis que se pone en las políticas predistributivas y redistributivas tiene que ver con la relación que se presupone que existe entre los cambios en la distribución y crecimiento, por un lado, y entre ese mismo crecimiento, creación de empleo y mejora de las condiciones de vida de las personas con rentas inicialmente más bajas y reducción de la desigualdad, por otro.
Por ejemplo, la teoría del “desbordamiento hacia abajo” establece que las políticas económicas deben priorizar aquellas medidas que generan incentivos para que las empresas acumulen capital -principalmente, favoreciendo la obtención de elevados beneficios y reduciendo sus cargas fiscales- puesto que esto promueve el crecimiento económico y la creación de empleo, y a la postre acaba beneficiando también a quienes se encuentran en los niveles más bajos de renta. Más aún, según este planteamiento, aunque esto pueda generar un conflicto entre eficacia –cómo aumentar el crecimiento- e igualdad –es posible que inicialmente la desigualdad crezca como consecuencia de estas medidas-, el estado cuenta con instrumentos para redistribuir después. La hipótesis es: primero crecer, aunque sea desigualmente, y después redistribuir.
Este planteamiento se puede criticar, sin embargo, desde distintos ángulos. En primer lugar, una extensa literatura empírica obtenida recientemente para los países de la OCDE, incluyendo España, ha aportado una evidencia sólida de que la idea de que el crecimiento económico responde positivamente a los aumentos del peso de los beneficios en la renta –o, lo contrario, de que se debilita si se refuerza en el peso de los salarios en la renta- no es cierta: la mayoría de países avanzados se caracteriza precisamente porque su crecimiento es del tipo “impulsado por los salarios”.
También se cuestiona la supuesta relación inversa entre mayor igualdad y eficacia económica: en realidad, un reparto más justo se traduce también en una economía más sana y sostenible.
En tercer lugar, la relación entre crecimiento, creación de empleo y reducción de la desigualdad también es conflictiva. Es cierto que el aumento del desempleo suele ser una de las causas principales del aumento de la desigualdad en periodos de recesión. Sin embargo, el vínculo entre tener un empleo y garantizarse con ello unos ingresos suficientes y estables (el empleo como “acceso a los derechos de ciudadanía”) se ha debilitado extraordinariamente por la precarización del empleo (solo un 49% de las personas afiliadas al régimen de la seguridad social en España tienen lo que la OIT define como “empleo estándar”: indefinido y a tiempo completo) y la devaluación salarial (entre 2010 y 2017, los salarios perdieron casi un 11% de poder adquisitivo, y solo desde mediados de 2018 han empezado a beneficiarse de una recuperación del empleo que se inició en 2014). La consecuencia ha sido la extensión del fenómeno de los trabajadores pobres (el 15% de asalariados que a pesar de tener un empleo no tienen ingresos por encima de la línea de la pobreza en España) y la pérdida de peso de las rentas del trabajo en la renta nacional (ajustando para tener en cuenta las rentas de los trabajadores por cuenta propia, en España se han perdido 2,5 puntos porcentuales desde 2007, reforzando una tendencia que ya se había iniciado mucho antes en la mayoría de países desarrollados).
Finalmente, la capacidad redistributiva “a posteriori” a través de los sistemas tributarios y las políticas de gastos se ha visto limitada por las políticas de austeridad y el recorte de los estados del bienestar en muchos países, o por la movilidad de capitales y la creciente competencia fiscal internacional, lo que dificulta en muchos casos gravar los beneficios de las empresas multinacionales. Esto ha provocado, como decíamos, un desplazamiento del interés hacia las políticas que, antes que corregirla, proponen prevenir la desigualdad desde su origen.
Un concepto relacionado con este debate que ilustra bien el cambio de marco político al que nos estamos refiriendo es el de “crecimiento inclusivo”. Este concepto lo utilizó inicialmente el Banco Mundial para destacar, precisamente, que el crecimiento de los países en vías de desarrollo no conducía de forma determinista a una reducción de la desigualdad y una mejora generalizada de la vida de todas las personas. Posteriormente, y especialmente a partir de las consecuencias de la Gran Recesión y de las políticas “austeritarias” sobre las condiciones de vida de una parte importante de la población, este concepto se aplica también en el contexto de las economías europeas (por ejemplo, en la “Estrategia 2020” de la Comisión Europea). La OCDE define el crecimiento inclusivo como aquel que “crea oportunidades para todos los segmentos de la población y distribuye los beneficios de la mayor prosperidad de una forma justa en el conjunto de la sociedad, tanto en términos monetarios como no-monetarios”. Es decir, que incluye dimensiones que van más allá del PIB per cápita, como la calidad del empleo, la formación y la educación o el acceso a servicios básicos.
La persecución de un crecimiento inclusivo puede entenderse como una enmienda al enfoque de la teoría del “desbordamiento hacia abajo”. Más que redistribuir (supuestamente) después de crecer desigualmente, lo que se propone es crecer ya con un reparto más justo de la renta. Y en esta estrategia, ha de jugar un papel fundamental la recuperación de un mayor equilibrio entre empresas y sindicatos en los procesos de negociación colectiva –deteriorado por los cambios regulatorios en los mercados de trabajo en muchos países, entre ellos España-.
Una empresa participativa para una economía mejor
22/11/2019
José Ángel Moreno
Economistas sin Fronteras y Plataforma por la Democracia Económica.
Sin duda, una de las dimensiones imprescindibles para “repensar la economía con los trabajadores” radica en el modelo de gobierno de las empresas, y sobre todo de las grandes. Un modelo dominado en nuestro tiempo por la soberanía de los accionistas -de los mayores-, a menudo en el contexto de una alianza cortoplacista con los máximos directivos, no pocas veces a costa de la sostenibilidad de la empresa en el medio y largo plazos. Un modelo que la teoría económica ortodoxa, sin embargo, considera óptimo y que constituye un pilar esencial del neoliberalismo.
Es una apología frente la que se erigen la intuición de quienes piensan que una verdadera democracia exige la democratización de la empresa y la argumentación de quienes sostienen que lo justo, legítimo e incluso más eficiente es una forma participativa de gobierno en la que estén representados todos los agentes esenciales en la vida de la empresa. Y muy especialmente los trabajadores, en cuanto que actores particularmente fundamentales y más directamente intervinientes en y afectados por su actividad.
Son varias las razones que fundamentan esta reacción. Apunto cuatro.
1. Razones jurídico-políticas
Ante todo, es preciso combatir la falacia de que la gran empresa es propiedad de sus accionistas, que por eso tendrían derecho exclusivo a gobernarla. A diferencia de la pequeña, en la gran empresa (y más aún si es cotizada), los accionistas son simplemente los propietarios de las acciones de una sociedad que sirve de instrumento para la constitución del capital financiero y de los restantes recursos que necesita la empresa para su funcionamiento, pero no son los “dueños” de la empresa: ésta es algo mucho más complejo que una sociedad accionarial y no es de propiedad exclusiva. Por eso, y muy especialmente en el caso de grandes empresas, su gobierno debe ser ejercido por todos aquellos que intervienen directamente en ella y que se ven afectados significativamente por su actividad. Un derecho que no se limita al ámbito de la gestión concreta del proceso de trabajo, sino que se extiende al ámbito de los fines y a cómo se reparten los resultados del proceso productivo.
2. Razones microeconómicas
La soberanía de los accionistas se justifica teóricamente porque presuntamente desempeñan una función excepcional. Excepcionalidad que -desechado el argumento de la propiedad- deriva, en esencia, de algunas de las siguientes características: ser los únicos agentes que tienen contratos incompletos (los que no permiten cubrir todas las incidencias que se pueden presentar); ser los únicos que realizan inversiones específicas (las orientadas de forma muy concreta a la empresa y que perderían parte de su valor en usos alternativos) y los únicos que asumen riesgos residuales (los que surgen en caso de mal funcionamiento del proyecto empresarial ) -o quienes realizan esas inversiones y asumen esos riesgos de forma esencial-; o ser los agentes a cuyo mando se minimizan los costes de transacción en la empresa.
Son esas excepcionalidades las que explicarían la posición especialmente frágil -por arriesgada- de los accionistas -que hay que proteger especialmente- o su capacidad de liderazgo diferencial y las que justificarían que se les compense con el monopolio del gobierno de la empresa y con la apropiación del beneficio residual. La base, por tanto, del pretendido fundamento teórico del modelo de empresa accionarial.
Pero, son argumentaciones que descansan en hipótesis de muy cuestionable verosimilitud. Ante todo, por la evidencia de que ni la empresa se crea sólo con el capital accionarial ni es este capital el único que contribuye a la generación de valor: también contribuyen otros, destacadamente el aportado por el factor trabajo. Por otra parte, por el irrealismo de la hipótesis de los contratos completos, que implicarían condiciones perfectas para su firma (igualdad de condiciones, simetría informativa, exacta justicia de las retribuciones, absoluta libertad para el acuerdo…), lo que hace prácticamente imposible su existencia en la realidad: antes bien, casi todos los contratos en la empresa son incompletos -y desde luego, los laborales-. En tercer lugar, porque resulta muy difícil aceptar que sean únicamente los accionistas quienes asumen riesgos residuales. Y no sólo porque esos riesgos son cada vez menores para ellos, a medida que crece la importancia de los grandes -y volátiles- inversores institucionales, aumenta la posibilidad de diversificación de carteras y los mercados financieros permiten unas crecientes negociabilidad y liquidez del capital aportado. También porque es innegable que otros colectivos asumen ese tipo de riesgos, y muy especialmente los trabajadores, a los que la mala evolución del proyecto empresarial puede afectar frecuentemente más que a los propios accionistas; y tanto más cuanto que habitualmente tienen menos capacidad de salida que éstos. Finalmente, porque tampoco es creíble que sean sólo los accionistas quienes realizan inversiones específicas o porque sean las suyas las únicas esenciales: también lo son las que realizan otros agentes en la empresa, y particularmente las de los trabajadores.
En definitiva, la supuesta justificación de la soberanía de los accionistas no respondería a más excepcionalidad que la que deriva de su mayor poder negociador previo. Algo que desbarata la pretensión de su derecho exclusivo al gobierno de la empresa y que abre paso a la legitimación económica de modelos de gobierno plurales, especialmente en lo que respecta a los trabajadores -inversores en factor trabajo-. Frente a las tesis neoliberales, por tanto, hay argumentos consistentes para pensar que los modelos participativos son los que mejor recompensan las aportaciones de las diferentes partes implicadas en la vida empresarial y, por ello, los más justos.
3. Razones de eficiencia
Pero además, el pretendidamente óptimo modelo de gobierno accionarial genera en la realidad no pocos problemas, que derivan, en general, del cortoplacismo que habitualmente propicia, generado por su absorbente obsesión por la maximización permanente del valor de la acción. Problemas que se manifiestan tanto en el interior de las propias empresas como a nivel general y que acaban provocando a la larga graves ineficiencias y serias distorsiones económicas y sociales. Frente a ello, y aunque no deje de plantear otros inconvenientes, la empresa participativa puede aportar ventajas significativas: mejoras en el control de la gestión, desincentivos al cortoplacismo y a la asunción de riesgos excesivos, freno a la discrecionalidad de los altos directivos, incremento del compromiso de las partes implicadas y de la confianza entre ellas e impulso del aprendizaje colectivo, de la productividad, de la calidad y del capital social, al margen de las mejoras que puede aportar en términos sociales (desigualdad retributiva, bienestar, salud y riesgos de los trabajadores…). Ventajas que, cuando menos, debilitan las críticas a este modelo de empresa por razones de eficiencia, en cuanto que puede incentivar mejor en todos los agentes la realización de inversiones específicas, la asunción de riesgos, el compromiso con el proyecto empresarial y las condiciones de trabajo.
4. Razones de sostenibilidad
Al tiempo, el modelo de gobierno participativo puede tener una virtualidad más general, fomentando comportamientos socialmente más responsables y ambientalmente más sostenibles. En efecto, parece razonable pensar que la presencia activa de representantes de los trabajadores -y de las restantes partes afectadas- en los órganos de gobierno corporativo puede evitar la persecución del exclusivo interés de los accionistas, para propiciar la búsqueda de objetivos de más largo plazo, más sostenibles y más equilibrados, en los que muchos de los agentes implicados -y de nuevo particularmente los trabajadores- estarán más interesados: la búsqueda de un valor realmente compartido e incluso general para la comunidad. Por otra parte, en la medida en que este modelo de gobierno se aplicara sobre todo a las grandes corporaciones, podría ayudar sustancialmente a mitigar su inmensa capacidad de condicionamiento político, contribuyendo así a depurar muchas de las deficiencias actuales en la calidad de la democracia.
Son razones, por otra parte, que la evidencia empírica impide desechar. Una ya nutrida literatura académica induce a valorar positivamente -tanto para para las propias empresas y la economía general como para los trabajadores y las comunidades locales- los numerosos procesos de participación de los trabajadores en el gobierno empresarial impulsados legalmente en varios países.
Razones todas, en suma, que inducen a pensar que la democratización de la gran empresa no es ni una utopía irrealizable ni un insensato insulto a la razón (incluso a la pura razón económica). Todo lo contrario.
Notas:
*Este articulo ha sido publicado en Le Monde Diplomatique en español, en el número de noviembre de 2019.
La “Gig worker bill” de California: cambios económicos y legislativos en las relaciones laborales
22/11/2019
Henar Álvarez Cuesta
Profesora Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social
La relación (tensa e intensa) entre economía y legislación laboral desencadena consecuencias esperadas, inesperables, deseadas (o no) e inevitables para ambos subconjuntos.
En los últimos tiempos, las dos realidades aparecen unidas y contrapuestas (a semejanza del dios Jano) ignorándose pese a la indivisibilidad. Y el tema que ha acaparado todas las discusiones en los últimos tiempos deriva del impacto de la tecnología en el mundo de las relaciones laborales. La digitalización de la economía presenta múltiples implicaciones y efectos en las formas de trabajar y de organizar el trabajo, y por ello en las relaciones laborales y en las condiciones en que éste se presta. En este ámbito en concreto, la digitalización de la producción de bienes y servicios puede afectar, entre otros aspectos relevantes, a la propia aplicación de la relación de trabajo asalariado, del contrato de trabajo, en el contexto de la aparición de formas de empleo novedosas.
La lucha se ha centrado en la inclusión o no de determinadas prestaciones de servicios dentro del ámbito de aplicación del Derecho del Trabajo o si la disrupción provocada precisa de una nueva regulación.
En el fondo, subyacen varios temas: ¿es suficientemente adaptable y resiliente la regulación laboral española para hacer frente a nuevos (o remozados) fenómenos productivos? ¿Es necesario tener en consideración el impacto económico de la calificación otorgada por encima de la literalidad de la norma? ¿El derecho ha de seguir el camino marcado por la realidad o ha de conformarla?
La respuesta hasta el momento en el caso concreto enunciado ha sido la aplicación legal, de un lado, y la pugna por un modelo que respete la economía de plataformas diseñada al margen de la norma.
En otros países europeos, la disyuntiva se ha solventado bien acudiendo a la ley existente, forzando a su interpretación caso por caso por parte de los tribunales (como ha sucedido en España), acudir a una regulación más flexible, diseñar su espacio vía convenio colectivo o código de conducta.
Más recientemente, en California se ha aprobado una ley, con entrada en vigor en enero de 2020, que sigue el camino contrario, la propuesta AB5 (conocida también como “gig worker Bill”) define como trabajadores a los conductores de Uber o Lyft.
Y lo hace, en primer lugar, estableciendo como presunción (a semejanza del art. 8 del Estatuto de los Trabajadores español) que quien realice una obra o servicio a cambio de remuneración se considerará trabajador en lugar de “contratista independiente” o autónomo a menos que la entidad contratante demuestre que se cumplen todas y cada una de las siguientes condiciones (con excepciones en su aplicación, la mayoría vinculadas a profesiones liberales):
— Quien realiza la obra o servicio está libre del control y la dirección de la entidad contratante en relación con el desempeño del trabajo.
— Realiza una actividad que está fuera del ámbito de negocio de su contratante.
— La persona ha de dedicarse de forma habitual e independiente a dicha actividad, es decir, ha de ofrecer sus servicios al conjunto de la sociedad de forma autónoma.
Quizá, la condición más difícil de acreditar para desvirtuar la laboralidad en el caso de la economía de plataformas sea la segunda (realizar una actividad para la empresa cliente que no pertenezca a la actividad comercial de la misma). Por ello, algunas empresas intentaron frenar la tramitación de esta norma a cambio de establecer una retribución mínima obligatoria para quienes seguirían siendo formalmente trabajadores por cuenta propia.
Todavía es pronto para examinar las consecuencias en el plano económico y laboral de esta modificación, tanto para los trabajadores, como para las empresas, pero no cabe duda que frente a la denominada economía de plataformas parece surgir como reacción una legislación que trata de apuntalar la protección de los derechos laborales de los trabajadores de estas tecnológicas mediante su inclusión expresa, bajo ciertos requisitos, mediante la ley.
La solución adoptada en California supone apostar por gobernar los cambios desde el Derecho y no caer en un determinismo tecnológico donde el rumbo venga marcado por la posibilidad de realizarlo, sin sometimiento a límite alguno; o bien flexibilizar la norma a lo demandado desde este tipo de organizaciones.
Al contrario, la digitalización en un proceso en construcción, y como tal, ha de poderse encauzar en el sentido y dirección pretendida para cumplir la finalidad del conjunto del ordenamiento jurídico.
La negociación colectiva clave para una sociedad más igualitaria: un rápido repaso de su viaje hacia la encrucijada
21/11/2019
Joaquín Pérez Rey
Profesor Titular de Derecho del Trabajo UCLM
Sí, aunque no lo crean, la Constitución habla de sindicatos y de negociación colectiva
En tiempos de constitucionalismo a tiempo parcial, esa estrategia infame que insiste en leer en la Carta Magna solo aquello susceptible de ser utilizado de forma demagógica y partidista, conviene insistir en los pasajes que se ocultan, en los que permanecen deliberadamente en el olvido. La negociación colectiva es uno de ellos. Cuando nuestro Estado presume de pluralista, y lo hace desde el primer momento, persigue, entre otras cosas más evidentes, señalar que la conformación de las reglas que rigen nuestra convivencia tiene orígenes distintos y uno de ellos es la autonomía colectiva: la voluntad conjunta de sindicatos y patronales, reconocidos ellos también en un lugar de privilegio constitucional en el que la lectura sesgada no suele reparar. Ligamos la negociación colectiva al pluralismo no solo para indicar que no todo el Derecho procede del Estado, con perdón de los monistas irredentos, sino también para anudar con cabos resistentes la democracia y la autonomía colectiva, no existe la una sin la otra. Hágase un ejercicio de memoria para no descuidar cómo el franquismo decretó la muerte de la negociación colectiva, sustituyéndola por una espesa red de ordenanzas y reglamentaciones que dejaban las condiciones de trabajo en manos del poder público, cuyas connivencias no son difíciles de adivinar.
Es muy evidente esta asociación. El reconocimiento pleno de la autonomía colectiva es un de los elementos más significativos de la Constitución y pocas dudas puede existir de con él se manifiesta una discontinuidad de calado con nuestro oscuro pasado. No hay puentes entre el franquismo y la democracia en el modelo de relaciones laborales y ello es mérito del movimiento obrero, pese a que, una vez más, el relato miope se empeñe en ocultarlo. La negociación colectiva y la fuerza vinculante de los convenios se insertan como una de las claves constitucionales que, sin embargo y como dentro de unas líneas veremos, no ha logrado ofrecer la resistencia que cabría esperar frente a los ataques de las políticas de la austeridad, una alternativa nominal para evitar que el texto se nos pueble de aliteración neoliberal.
Y tiene, sin salir aún del marco de referencia constitucional, mucho sentido vincular la negociación colectiva a la igualdad y hacerlo además a la acepción sustancial de esta última. La construcción de un espacio colectivo de negociación es uno de los instrumentos más poderosos para garantizar que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas. A la vez que para remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social. La bella proclamación del art. 9.2 CE, también ella condenada a las notas a pie de pagina del furor constitucionalista.
El convenio colectivo o cómo compensar las miserias del contrato de trabajo
Un hilo, el de la relación entre igualdad y negociación colectiva, del que merece la pena seguir tirando. La relación individual de trabajo es el espacio por excelencia de la desigualdad, del dominio déspota del poder privado del empresario. Sin embargo, es un espacio fantasmagórico porque pretende hacer pasar por libertad lo que no es sino dominación. Un libro clásico del pensamiento laboral lo afirmaba con mucha precisión: «el trabajo productivo […] se canaliza jurídicamente mediante la forma contrato. La igualdad formal entre las partes constituirá de esta manera una función de la desigualdad sustancial entre éstas. El mecanismo contractual reproduce las desigualdades de los poseedores y refuerza la invisibilidad de los poderes económicos y políticos que de hecho las determinan. Paradoja o hechizo, el sistema liberal exige que las situaciones de subordinación aparezcan como relaciones de coordinación entre seres libres e iguales; necesita que un acto de sumisión se presente bajo la máscara de un contrato» (Baylos).
Desenmascarar esta situación y sobre todo reequilibrarla, conquistando espacios de libertad e igualdad allá donde solo había subordinación, es la función de la negociación colectiva que permite de este modo superar la frustración del individuo aislado y sometido creando espacios colectivos de solidaridad que tienen como fruto el convenio: la ley profesional como mantenían unos, un armisticio temporal en la lucha de clases como decían otros, aunque ambos tienen razón. En cualquier caso, la evidencia de que el trabajador reconquista en el plano colectivo su libertad.
El reequilibrio que procura la organización colectiva de los trabajadores en su intento por situar en este espacio la regulación de las condiciones de trabajo tiene un enorme potencial para contrarrestar las condiciones más difíciles del movimiento obrero.
No es solo que en la práctica resulten inconcebibles las relaciones laborales sin negociación colectiva y que ésta surja incluso cuando se pretende negar al sindicato (el convenio de la industria tejedora de la seda de Lyon en 1831 se pone como ejemplo) o que, en tiempos más recientes, quien niega cualquier deber de negociar acabe haciéndolo ante la evidencia de que por ahí pasan las soluciones (tráigase aquí como ejemplo la subcontratación y algunos conocidos casos en los que la empresa principal asume, aun sin reconocerlo, su papel de interlocutor material).
Pero no es solo esta capacidad de asomar la cabeza en situaciones de no reconocimiento jurídico del derecho, sino también la de hacerlo para crear condiciones de trabajo al margen de otras vías. Privada de derechos de participación política la clase obrera logró en algunos países mediante de la negociación colectiva alcanzar unos niveles mínimos de protección que hicieron innecesaria la intervención de la norma estatal. Es, como se sabe, la hipótesis explicativa de que, según Kahn-Freund, la pionera legislación obrera británica no interviniera en sus momentos iniciales más allá del círculo de los menores, los jóvenes y las mujeres. Y es una hipótesis muchas veces manipulada. En su intento por recortar derechos laborales el neoliberalismo paradójicamente ha acudido en ocasiones a la negociación colectiva para justificar el recorte de derechos laborales, como si de donde hubiera autonomía colectiva no fuera necesaria la intervención estatal. Es un argumento claramente insostenible, no solo porque el Estado como regulador de derechos laborales y el convenio hayan convivido desde los orígenes y no solo no se repelen, sino que se atraen actuando de forma coordinada y complementaria. También lo es porque el razonamiento no puede ocultar su intento de manipular el esquema de fuentes jurídico laborales para propiciar espacios de desregulación y de regreso al contrato de trabajo, exactamente la negación del papel que, como estamos viendo, cumple la negociación colectiva.
La instrumentalización de la negociación colectiva de menos a más
No descuidemos esta tendencia manipuladora, en ella llevamos instalados décadas aun con niveles de intensidad diferentes.
La reforma de 1994, tan lejana en el tiempo, pero tan significativa del giro del modelo de relaciones laborales a lo que por entonces se llamaba -todavía sin rubor-flexibilidad, propició estos escenarios de desregulación controlada. Lo hizo básicamente retirando la norma imperativa del Estatuto de los Trabajadores y trasladando la responsabilidad a la negociación colectiva a la que a la vez debilitaba mediante nuevos instrumentos negociales, los acuerdos de empresa fundamentalmente, de difícil clasificación. Tan difícil que no parece desproporcionado negar incluso su adscripción al ámbito de la autonomía colectiva y situarlos más cerca del contrato que del convenio, una tendencia en verdad de la individualización de las relaciones laborales.
Desde entonces la negociación colectiva se ha acostumbrado a convivir con un esquema legal débil, especialmente en algunos sectores como el tiempo de trabajo o el salario, en el que, no lo ocultemos, algunas veces ha profundizado (un ejemplo clásico es el de la contratación temporal). Sin embargo, su capacidad de gobierno de la situación quedaba más o menos intacta. La posibilidad de llevar adelante sin especial dificultad fórmulas de negociación colectiva articulada, contener la tendencia descentralizadora de los acuerdos de empresa a través de una tupida presencia en las representaciones de los trabajadores en la empresa o mantener el convenio provincial como espacio clásico (y cómodo también para las representaciones patronales) contrarrestaban las tendencias de la reforma legal, que tampoco había ahondado decisivamente en provocar desequilibrios entre las partes negociales. Incluso al comienzo del auge de la remisión legal al convenio colectivo, este parecía reacio a cumplir un papel de empeoramiento de los estándares legales y la propia estructura negocial cuando se descentralizaba lo hacía en términos de mejora (el papel clásico del convenio de empresa elevando los estándares sectoriales).
Las cosas tendrían oportunidad de empeorar como a estas alturas todos sabemos. El hito decisivo lo constituye la reforma de 2012, pero no sería correcto negar que ella tiene un antecedente, algo más moderado pero que se inscribe en claves del todo coincidentes, en el RDL 7/2011. Suelo poner como ejemplo de lo que se espera de la negociación colectiva tras estas reformas el art. 12.5.d) ET: «El trabajador deberá conocer el día y la hora de realización de las horas complementarias pactadas con un preaviso mínimo de tres días, salvo que el convenio establezca un plazo de preaviso inferior». Toda una invitación a degradar aún más las ya débiles indicaciones legales y que marca un importante giro, una clara instrumentalización por el poder público de la negociación colectiva de la que se espera contribuya a recrudecer la competencia y no a moderarla con el propósito final de rebajar las condiciones de trabajo y aportar decisivamente a la cacareada devaluación interna.
Conocemos sobradamente los cauces seguidos para acometer tal tarea y no podemos detenernos en ellos: la eliminación de la ultraactividad del convenio (solo parcialmente contenida por la jurisprudencia), la prioridad aplicativa del convenio de empresa en las condiciones de trabajo más esenciales y el régimen de inaplicación o descuelgue. Las tres confluyen en un intento de provocar la «chilenización» de la negociación colectiva que encuentra en el universo cerrado de la empresa su ámbito más adecuado a ojos del legislador, desequilibrando a su vez el poder negocial de las organizaciones sindicales que arriesgan la pérdida del convenio si no acuerdan en breve tiempo y que, lo que es más grave, pueden ser suplantadas por representaciones espurias como las famosas comisiones ad hoc: mecanismos que, como antes decíamos del contrato de trabajo, enmascaran la voluntad del empresario bajo el tétrico disfraz de la decisión «democrática» de tres trabajadores de la plantilla.
Este vuelco, ya lo anticipamos al inicio, no fue contenido ni moderado en sus contenidos más groseros por el TC que se situó como ariete de la reforma y, lo que es peor, aprovecho para degradar el derecho de negociación colectiva al rango de derecho de mera configuración legal. La instrumentalización de la negociación colectiva recibía así el parabién constitucional y se disponía a cumplir su nuevo encargo.
Es precisa una reforma legal urgente y profundizar en la democratización de las relaciones laborales
Aunque no han faltado ocurrentes formas de contrarrestar desde la propia autonomía colectiva este erial normativo (estoy pensando en la conocida cláusula anti-Mercadona o en la atribución de competencias informativas a las comisiones paritarias para intentar frenar las inaplicaciones mediante comisiones ad hoc, por no hablar del uso del sistema de representación unitaria para impedir la prioridad del convenio empresa por mera imposibilidad de negociarlo), lo cierto es que los efectos de la reforma se han dejado notar y han apartado a la negociación colectiva de sus funciones históricas y constitucionales en las que no deteníamos al inicio.
La cuestión es desde luego importante por lo que ha supuesto de degradación de las condiciones laborales (trasládese aquí el universo de la subcontratación y las empresas multiservicios, pero también el auge de los convenios de empresa, muchas veces directamente fraudulentos, encomendados a gestorías y que en algunos casos han funcionado como mecanismos de entregar lisa y llanamente al ámbito de la autonomía individual la regulación del conjunto de las condiciones de trabajo), pero también por lo que implica para el sindicato. Es un intento de privarle del instrumento más decisivo de influencia en los sectores productivos. Detrás de la reforma no solo hay un ataque al convenio lo hay también al sindicato como parece evidente.
No bastan reconsideraciones parciales (como la que surge de la Ley de Contratos del Sector Público) es imprescindible revertir la reforma laboral de 2012 en este punto y hacerlo de forma urgente, sin esperar a una reconsideración completa de nuestro modelo de relaciones laborales que puede prolongarse ad calendas graecas. Una negociación colectiva amordaza desde la ley no es de recibo y nos separa del programa constitucional.
Este el programa a corto plazo, pero surgen otras cuestiones. No puedo ni siquiera mencionarlas en este breve espacio, pero me gustaría acabar por donde empecé, reclamando la decisiva aportación democrática que la negociación colectiva está llamada a cumplir. El espacio de las relaciones laborales, tan preñado de autoritarismo, debe todo él (no más cláusulas, por favor, del tipo: la organización del trabajo es competencia exclusiva del empresario) caminar hacia su gestión negocial. Desde la contratación hasta el despido, pasando por la flexibilidad interna, una negociación vinculante, autónoma y no instrumentalizada desde el exterior, es seguramente una garantía de éxito en términos de gestión, pero también es una necesidad democrática para derribar de una vez los cuartos oscuros del poder privado.
El foco de la historia
No es nada nuevo, esta ambivalencia es una constante. La negociación colectiva ha sido una potente fábrica de consensos que ha sostenido un orden social que individualmente no podía ser ni elegido ni rechazado, solo sufrido e interiorizado. Pero al mismo tiempo lo condicionó. El nuevo orden vio como su lógica autoritaria se atenuaba en la medida en que era participado por sujetos que podían al fin ejercitar el derecho a la palabra a través del sindicato. El foco de la historia ya no iluminaba solo el centro del palco escénico y los últimos, los invisibles, ya no eran meros figurantes, estaban llamados a cumplir un papel más activo.
Así lo decía Romagnoli en su último libro y parece claro que es necesario seguir orientando el foco de la historia para que la negociación colectiva siga concediendo el protagonismo a quien lo necesita, por eso sigue siendo un relato de igualdad que requiere de un impulso permanente.
Desigualdades e incertidumbres
20/11/2019
Albert Recio Andreu
Economista
I. El debate al que me habéis invitado trata de cuestiones complejas. Cuestiones cruciales en el debate actual. Que tienen que ver, cuando menos, con dos de los temas sobre los que debería centrarse el debate socio-político: el de las desigualdades y el de las dinámicas sociales. Como es evidente dar respuestas claras y sencillas sobre los mismos es imposible (sólo los demagogos creen tenerlas) y por esto voy a tratar de hacer algo más modesto. Trataré de situar elementos que considero básicos para encarar estas cuestiones.
II. En los últimos años, cuando el aumento de las desigualdades se ha hecho insoportable y ha crecido la incertidumbre sobre el futuro y la frustración a menudo ha proliferado la nostalgia sobre un pasado que posiblemente nunca existió como tal. El de la vuelta a un capitalismo “keynesiano” con fuerte intervención pública, pleno empleo y progreso generalizado. Más allá de las dificultades políticas de un retorno al pasado conviene entender que fue aquel modelo para ver en qué medida puede ser una guía para el futuro (de hecho la sugerente propuesta del “New Deal verde” nos obliga a ello).
Esquematizando podemos señalar varios rasgos característicos del modelo de postguerra (aunque las variantes de su aplicación son sustanciales):
• una economía capitalista con una fuerte participación del sector público a través de diversos mecanismos: política fiscal, política monetaria, estructuras de redistribución de la renta, fuerte regulación de aspectos clave de la actividad económica, prestación directa de servicios;
• generalización de la negociación colectiva basada en algún tipo de pacto social implícito que asociaba aumento de los salarios reales con aumento de la productividad y que trataba de generalizar derechos sociales al conjunto de asalariados;
• una economía basada en el cambio técnico, la búsqueda de economías de escala y el desarrollo del consumo de masas;
• una economía donde se confiaba que el crecimiento económico fuera la base para una mejora continua del nivel de vida y un mecanismo para diluir los conflictos distributivos que habían dominado en las décadas anteriores.
Sin duda este modelo aportó un innegable avance social allí donde se puso en práctica: aumento del empleo y el nivel de vida, provisión pública (desmercantilización) que garantizaba niveles básicos de bienestar social, reducción de las desigualdades. Pero este modelo dejaba fuera de visión aspectos cruciales:
• Se construía sobre estructuras sociales patriarcales: división sexual del trabajo que encomendaba a las mujeres la tarea de reproducción social, naturalización de las desigualdades de género que se prolongaba en el mercado, ignorancia de aspectos cruciales de la reproducción social.
• Se trataba de un modelo limitado a unos pocos países, el resto tenían básicamente un papel de proveedores de materias primas y se mantuvieron muchos de los mecanismos de dominación colonial. A lo más se les animaba a copiar el modelo eurocéntrico aunque las condiciones de partida eran bien distintas.
• Ignorancia completa de las bases ecológicas del proceso productivo, se confiaba que la ciencia y el cambio técnico servirían para garantizar un aumento sostenido del bienestar.
III. Este modelo empezó a demolerse en la crisis de los 1970s y aunque aún se mantienen estructuras importantes es impensable plantearse una mera reconstrucción basada en una mera voluntad política. No solo porque los defensores del neoliberalismo tienen mucho poder y capacidad de bloqueo al cambio, también porque muchas de las bases en los que se basaba resultan hoy indeseables o inadecuadas.
Es obvio que el principal elemento que propició la demolición de un régimen keynesiano y su sustitución por el neoliberalismo fueron las élites capitalistas: querían recuperar su parte pérdida en el reparto de la renta y liberarse del excesivo control estatal. Y consiguieron desarrollar suficiente apoyo intelectual y propagandístico para que los políticos y las élites administrativas aceptaran sus propuestas.
Vale la pena destacar que la “contrarrevolución neoliberal” se ha jugado en diferentes terrenos:
• En el terreno “macro” de la política económica. Se ha casi reducido el ámbito de la política a la política monetaria (desarrollada por instituciones -los bancos centrales- externos al ámbito de la política). Se han recortado impuestos al capital. Se ha liberalizado el sistema financiero, se han demolido derechos laborales y se han liberalizado otros mercados. Y la competencia se ha convertido en un elemento central en la regulación social.
• En el plano internacional ha tenido lugar un gran proceso liberalizador de los movimientos de bienes y capitales sin un correlativo proceso de homogenización reguladora entre países lo que ha permitido que opere con bastante crudeza el mecanismo del “ejército industrial de reserva”.
• En el terreno “micro” la organización empresarial ha experimentado una notable mutación apoyada en las potencialidades de las tecnologías de la información, el nuevo marco regulador de las relaciones laborales y una consciente actividad de aprendizaje organizativo. Fruto de estos cambios hemos pasado fundamentalmente de la gran empresa compacta a lo que denomino “empresa red” (donde hay de todas formas centros de poder obvios), estructuras diseñadas para fragmentar, diferenciar a la fuerza laboral.
Es sobre estas bases sobre las que se ha producido un notable aumento de las desigualdades sociales y el dominio de una élite rentista-financiera que no sólo obtiene un desmesurado nivel de renta sino que en su modus operandi refuerza la inseguridad, la inseguridad para el resto. Una gran parte de las exigencias de flexibilidad están diseñadas para garantizar la “rigidez” con la que estos sectores tratan de proteger sus intereses.
IV. Pero con ser esto lo esencial, hay otros factores que conviene tener en cuenta para entender la situación en la que nos encontramos. Algunos de ellos son en parte resultado de los “éxitos” de las sociedades capitalistas desarrolladas, otros de la persistencia de viejas carencias.
En el primer campo, el de los buenos resultados sociales, destaca el crecimiento demográfico y la extensión de la esperanza de vida por un lado y el crecimiento de la educación por otro. Las sociedades actuales son más longevas y más educadas que nunca. Ambas cosas son en sí misma buenas, pero su articulación con el modelo de economía y sociedad dominante genera cuestiones que deben considerarse en todo debate social.
La demografía plantea diversas cuestiones. La primera es la necesidad de mantener un volumen creciente de población inactiva, lo que impacta sobre la distribución de la renta y sobre las necesidades de cuidados. En segundo lugar este misma cuestión reduce los ritmos de rotación de activos y posiblemente de empleos. Y en tercer lugar los desequilibrios demográficos y de renta entre territorios alientan modelos migratorios que en las sociedades ricas generan dinámicas perversas.
La cuestión educativa es aún más compleja. La educación misma es una actividad que cubre diversas funciones: transmisión de conocimientos, de valores y pautas de comportamiento, procesos de selección, generan aspiraciones… No todos tienen igual valor ni son tan positivos. Me detendré en los que considero más negativos (puesto que lo bueno suele ser lo más resaltado). De una parte la selección que se efectúa en el sistema educativo no es neutra, las probabilidades de éxito o fracaso son mayores o menores según el origen social (no solo por la cuestión monetaria). De otra el sistema de selección genera tanto un resultado de fracasados o emergentes, como una fuerte cultura individualista-competitiva. Unos resultados que interaccionan con las propias dinámicas de la economía capitalista en muchos campos: estructuras jerárquicas y competencia individual en el empleo, consumismo narcisista, desprecio del fracaso social. Modelan una individualidad que ha sido esencial a la implantación de las políticas neoliberales y que al mismo tiempo es fuente de una enorme frustración social. Por ejemplo parte del debate de la sobrecualificación se explica por la contradicción existente entre las expectativas sociales que genera la obtención de un determinado currículo educativo y la realidad de unas estructuras productivas que no ofrecen (ni posiblemente los podrán ofrecer nunca) empleos de tanto nivel para tanta gente. Por contra, la proliferación de gente educada ha posibilitado la introducción del mecanismo de ejército de reserva en sectores anteriormente protegidos.
V. El nuevo modelo tampoco se ha planteado en serio las tres cuestiones que obviaba el viejo keynesianismo: el patriarcado, el medio ambiente, la desigualdad colonial. Más bien los ha exacerbado.
La ampliación del desarrollo capitalista a nuevos países y la propia evolución de las pautas de consumo en el “viejo mundo” no ha hecho más que presionar de una forma peligrosa a los sistemas naturales. Cuando el mundo laboral teme por el impacto de la digitalización generalizada la pregunta necesaria es si realmente tenemos recursos para sostenerla.
La presencia social de las mujeres ha cambiado efectivamente, pero ha sido más una adaptación del viejo modelo que un cambio radical. El debate sobre la brecha salarial permite observar que las desigualdades salariales de género son el reflejo de:
• la persistencia de valores y pautas patriarcales en el seno de las organizaciones;
• la inserción de la mayoría de mujeres en los escalones inferiores del mercado laboral, justificada o apoyada en su posición social de género. Algo que además se retroalimenta con elementos de clase social y etnia;
• la continuidad de la carga femenina en las actividades de reproducción no mercantil, actividades estratégicas para la reproducción de la vida.
VI. Estamos confrontados a una grave crisis civilizatoria que exige cambios de rumbo radicales. Parte de la crisis civilizatoria la estamos experimentando aunque no la percibamos porque no tiene la forma de un cataclismo generalizado. Pero es obvio que tanto en el terreno social como en el ecológico se suceden catástrofes locales que agreden a la vida de un creciente número de personas. Lo representan estos millones de personas atrapadas en la pobreza y la inseguridad económica o las que viven en comunidades que de golpe son asaltadas por un desastre climático.
Para cualquier cambio civilizatorio lo que se requiere es contar con una perspectiva intelectual que ayude a entender hacia donde podemos circular. Y en este sentido las creencias económicas dominantes (incluida buena parte de la alta teoría) se han mostrado falaces e inútiles. Y chocan de forma creciente con lo que nos están explicando otras disciplinas científicas. No podemos seguir esperando un crecimiento económico continuado que requiera más y más recursos naturales y que satisfaga un número creciente de caprichos. Ni podemos pensar en generalizar el modo de vida de las élites. Ni podemos confiar que las insufribles desigualdades se reduzcan por el funcionamiento normal de las economías capitalistas. Si queremos una actividad económica sostenible en el tiempo, igualitaria y que garantice a todo el mundo una vida digna debemos organizar la sociedad sobre otras bases. Empezando por utilizar otra aproximación intelectual para que ya contamos con algunas ideas importantes generadas por una buena parte del pensamiento económico heterodoxo de diferente origen.
Hay una estrecha relación entre la viabilidad social y ambiental. Una economía sostenible debe ser fundamentalmente igualitaria en lo social y esto implica cambios en la distribución de la renta, empezando por erosionar las formas de adquisición rentistas y parasitarias que hoy explican la posición de la extrema riqueza. Y también exige una revisión de los criterios con los que se determinan los niveles salariales y de las formas de organización. Es necesario promover formas de organización menos jerárquicas y más cooperativas que reduzcan la competencia por el rango y valoren con más sensibilidad la aportación de cada cual (gran parte de las actuales medidas de productividad simplemente están midiendo el desigual nivel jerárquico). Una economía sostenible exige considerar en conjunto todos los procesos que contribuyen al mantenimiento de la vida lo que supone articular de forma adecuada trabajo mercantil (heterónomo), trabajo doméstico y trabajo social. Una economía es sostenible si su nivel de producción no altera significativamente los procesos naturales ni se basa en recursos no reproducibles. Obliga a replantearse las formas de producción y consumo, la organización de la vida cotidiana.
VII. ¿Y mientras tanto qué? Podríamos estar de acuerdo en la diagnosis pero restar impotentes en nuestra acción cotidiana. No hay nada que paralice tanto como no saber qué hacer. Por esto es necesario tener algunas pistas de como ligar la lucha cotidiana, con este proceso de cambio. Y creo que hay muchos campos donde la actual acción sindical puede constituir un agente positivo en este proceso de transformación. Y hacerlo a niveles diversos, aunque necesariamente no limitando la acción al centro de trabajo sino situando la misma en el contexto más amplio.
Hay muchos campos relevantes al respecto: la lucha por escalas salariales más igualitarias y por eliminar las desigualdades injustificables, la lucha por una jornada laboral compatible con una vida social valiosa, la democratización de la organización del trabajo y la búsqueda de modelos laborales más cooperativos, la lucha por la introducción de técnica social y ambientalmente aceptables, la lucha por introducir criterios de justicia social en las inevitables reestructuraciones productivas… Y así mismo los sindicatos como organización confederal pueden contribuir, y de hecho ya lo hacen, a un cambio en las políticas económicas, tributarias, al diseño de buenas políticas de reestructuración productiva y social. Y a generar una conciencia social entre los millones de hombres y mujeres que carecen de poder y necesitan que las cosas cambien.
La democracia en la empresa: los sindicatos y la cogestión en Volkswagen
19/11/2019
Flavio Benites
IG Metall Wolfsburg
Más allá del marco legal en que se desarrolla la acción sindical en la empresa transnacional, en este caso, en Volkswagen, se debe examinar también la cultura de la empresa y, sobre todo, su dimensión internacional y los hechos más recientes que condicionan en la actualidad el conjunto de temas que aquí nos proponemos analizar.
Cabe resaltar que el modelo alemán de relaciones laborales se encuentra ante tensiones que ponen en cuestión sus fundamentos esenciales. Es decir, por una parte un incremento de la precarización de las condiciones de trabajo pactadas individualmente, mediante la contratación temporal masiva y, en consecuencia, la descausalización del despido sin que haga falta un cambio legal para ello.
Por otra parte, por tratarse Alemania de una economía industrial y fuertemente orientada hacia la exportación, tiene cada vez más la necesidad de alcanzar significativos aumentos de productividad y, al mismo tiempo, introducir mecanismos innovadores en lo que se refiere a tecnologías de producción y producto, sin pérdida de calidad. Desafíos estos, por cierto, nada despreciables.
El sindicalismo alemán también tiene por delante obstáculos igualmente difíciles. La aparición de sindicatos corporativos en ciertas categorías profesionales, independientes de los sindicatos nacionales de rama o multisectoriales, pone en riesgo la representatividad de estos últimos, en la medida en que la afiliación de los pequeños nuevos se incrementa de manera continuada y los demás, a la inversa, pierden afiliación. El IG Metall es, en este caso, una excepción.
Por su parte, la jurisprudencia laboral está reconociendo la legitimidad de estos sindicatos corporativos en ciertas categorías profesionales como sujetos de la negociación colectiva, lo cual implica de hecho la quiebra del principio de la no concurrencia de convenios colectivos en una misma unidad empresarial, que antes estaba legalmente asegurado.
Dicho esto podemos pasar al análisis de contenido respecto a la actuación sindical en el Grupo Volkswagen, que, en el ámbito internacional se lleva a cabo a través de los Comités Europeo y Mundial de los trabajadores, como auténticos sujetos colectivos protegidos por sus derechos de representación en los centros de trabajo. Por otro lado, hace falta mirar también hacia las redes sindicales que, en paralelo a estos Comités, desarrollan sus actividades en base a una mayor autonomía ante la empresa. Todos estos mecanismos se constituyen en verdaderos instrumentos de apoyo a los derechos de cogestión reconocidos legalmente en Alemania.
El Comité de Empresa (CEEu) en el Grupo Volkswagen
Con el objetivo de permitir una colaboración más estrecha entre los Comités de empresa y los sindicatos, y que fuera más allá de las fronteras nacionales, se constituyó en el año de 1990 el CEEu del grupo Volkswagen. Al principio, en el momento de su fundación, formaron parte de él los Comités de Empresa de Volkswagen, de Audi, de VW Bélgica y de SEAT. El Acuerdo para su constitución se firmó con la dirección del Grupo en febrero de 1992 en el Parlamento Europeo. En los años siguientes se fueron incorporando los demás centros de trabajo de Europa. Aun antes de la ampliación de la Unión Europea a los países del Este, han tenido asiento los representantes de los trabajadores de SKODA, VW Eslovaquia, VW Polonia y Audi Hungría. Con la siguiente etapa de expansión del Grupo en los años 90, el CEEu incorporó también a los representantes de los trabajadores de Lamborghini, Bentley, Autoeuropa (Portugal) y VW de Sajonia en Alemania. El principal Acuerdo firmado por el CEEu ha sido precisamente la Carta Social (2002).
El Comité Mundial de los Trabajadores en el Grupo Vollkswagen
El Acuerdo para la creación del Comité de Empresa Mundial de los trabajadores de Volkswagen se firmó en el año 1999. Su texto se orienta en base al anterior Acuerdo para la creación del Comité Europeo y por ello se reconocen también a este último los derechos de información y consulta a sus miembros. La creación del Comité Mundial se plasma como consecuencia del trabajo sindical internacional que da respuesta a la expansión mundial del Grupo. En él toman parte, además de todos los miembros del CEEu, los representantes de las plantas de Volkswagen fuera del continente europeo.
La concurrencia entre plantas de distintos países se ha hecho posible también dentro del Grupo Volkswagen debido a la implantación por parte de la empresa, de una estrategia de producción en ámbito global, que supone estándares técnicos y cualificaciones profesionales comparables (la llamada plataforma de producción universal).
En base a esta nueva realidad productiva se ha intensificado la necesidad de coordinación de los intereses sindicales de defensa del empleo en cada país, con el objetivo de evitar una competición a la baja entre los trabajadores y sus sindicatos por la adjudicación de nuevos productos y nuevas inversiones atendiendo intereses egoístas de cada planta.
En el seno de los Comités Europeo y Mundial se reconoce la legitimidad para la defensa de los intereses particulares de cada planta, pero no el derecho de llevarlo a cabo de una manera egoísta y antisolidaria respecto a los demás. El caso del conflicto en la planta de Bruselas en el año 2006 es un buen ejemplo de lo que aquí se afirma: ante el cierre inminente del centro de producción y la amenaza de una pérdida masiva de puestos de trabajo se hacía indispensable el traslado de parte del volumen de producción desde otras plantas del grupo hacia Bélgica, para que se evitara el cierre.
También el Comité Mundial tuvo ocasión de firmar Acuerdos Marco para el Grupo Volkswagen. Entre ellos, la Carta de Relaciones Laborales (2009).
Las Redes Sindicales en el Grupo Volkswagen
La solidaridad internacional no debe limitarse a ser una tarea de algunos. Por ello, se ha creado ya a comienzo de los años 80 el Grupo Intersoli, como un círculo de trabajo sindical internacional del IG Metall de Wolfsburg. El Intersoli puso en marcha un trabajo de información e intercambio respecto al desarrollo social y político en los países en los que Volkswagen tiene sus plantas de producción. De este intercambio sistemático de informaciones con sindicalistas de Brasil, África del Sur y México se generó con el tiempo una base de confianza y contactos estables entre el IG Metall y el NUMSA, la CNM-CUT de Brasil y el SITIA-Puebla de México, que permitieron el posterior desarrollo del trabajo de cooperación con UGT y CC.OO en España y luego con algunos sindicatos de Europa del Este y de otros países europeos.
Estas prácticas sindicales de trabajo conjunto tenían su fundamento, sobre todo, en contactos bilaterales y seminarios que se realizaban con el objetivo básico de intercambiar informaciones sobre los centros de trabajo y las estrategias de la empresa. Pero la internacionalización creciente de VW y sus sucesivas etapas de expansión global determinaron la necesidad de una correspondiente profundización del trabajo sindical internacional dentro del Grupo.
Primeramente, se ha impulsado desde los sindicatos la creación de los Comités Europeo y Mundial, ambos reconocidos por la empresa mediante acuerdos firmados por la dirección del Grupo y la Federación Internacional de los sindicatos del metal (antes Fitim, hoy IndustriAll).
En un segundo momento, se reconoce desde los Grupos Intersoli la necesidad de profundizar
el trabajo sindical más allá de los dos comités, desde una perspectiva netamente sindical, con
la mirada puesta sí en la realidad empresarial, pero desde fuera y más allá de los centros de
trabajo.
A partir de este diagnóstico, los sindicatos han impulsado la creación de dos redes sindicales de base, que buscan conectar de manera estable los representantes de trabajadores a nivel local, definiendo estrategias comunes de actuación. Además del intercambio de informaciones, se establecen líneas de actuación solidaria que tienen como objetivo influenciar las discusiones y las prácticas de los Comités Europeo y Mundial, pero también las de los mismos sindicatos en cada país y de los respectivos representantes en cada uno de sus centros de trabajo.
Las redes sindicales no plantean su reconocimiento por parte de la empresa. Son concebidas como instancia sindical no burocrática, que actúa de manera autónoma para discutir, consensuar y llevar a cabo estrategias y líneas de común interés de los trabajadores en el ámbito internacional dentro del Grupo Volkswagen. Sus actividades tienen financiación exclusivamente sindical, sin ninguna forma de apoyo empresarial.
Entre los distintos mecanismos de influencia de estas redes sindicales sobre la actuación de los Comités Europeo y Mundial y los representantes locales hay uno que es, a la vez, importante y muy sencillo: muchos de los participantes en las redes son también miembros de estos Comités, con lo cual la actuación de las redes en los 2 comités se hace de forma directa y no burocrática.
Se pueden aquí relacionar algunos ejemplos de actuación efectiva de las redes sindicales cuyos resultados han sido positivos y mensurables. La lucha en defensa de la Ley Volkswagen y los derechos de participación de los trabajadores que esta norma reconoce, ha hecho posible evitar el recorte de los derechos de participación que en esta misma ley se aseguran a los representantes de los trabajadores.
El contenido de la Ley de Volkswagen se combina con los derechos de cogestión establecidos
en la Ley alemana de 1976 (Mitbestimmungsgesetz), aplicable a su vez a todas las empresas de más de dos mil trabajadores. La Ley de Volkswagen (1960) establece un complejo juego de mayorías para la toma de decisiones estratégicas por la empresa que puedan tener consecuencias para los intereses de la plantilla. Este mecanismo, combinado con la participación accionista del Estado federal de la Baja-Sajonia, que detiene el 20 por ciento del capital con derecho a voto, asegura prerrogativas de veto a los representantes de los trabajadores en el órgano encargado de ejercer la cogestión, es decir, en el Consejo de Vigilancia (Aufsichtsrat).
Es decir, para el tema que aquí nos interesa, el eventual interés de la empresa en construir una nueva planta, como ahora mismo en Turquía, o bien de cerrar una de las existentes, sólo se puede llevar a cabo con un quórum de aprobación en el Consejo de Vigilancia (Aufsichtsrat), que exige necesariamente también la aprobación de los representantes de los trabajadores que tienen asiento en este órgano. Se trata aquí de un auténtico derecho de veto reconocido legalmente a los trabajadores, que, en contra de los postulados neoliberales mediáticamente difundidos por doquier, no parece, tras 58 años de su aplicación, jamás haber dañado a los intereses económicos de la empresa.
La Carta Social del Grupo Volkswagen
La Carta Social del Grupo Volkswagen firmada en el año 2002 incorpora básicamente el contenido de los convenios fundamentales de la OIT, es decir, los principios de no discriminación, prohibición del trabajo infantil y de trabajos forzados, igualdad de oportunidades y la libertad sindical. Cinco años más tarde, se ha extendido su contenido a todos los contratos de suministro firmados por Volkswagen con sus provedores de autopartes y servicios («Carta de los Provedores», 2007).
Como suele ser en el caso de los Acuerdos Marco Internacionales, tampoco la Carta Social de Volkswagen ha previsto un sistema de sanción y control para el caso de su no aplicación. En la práctica, el Comité Mundial cumple el papel de vigilar la aplicación de la Carta Social y denunciar a la empresa posibles casos de su incumplimiento, sean internos o en la red de suministro externo.
La Carta de Relaciones Laborales del Grupo Volkswagen
La Carta de Relaciones Laborales del Grupo Volkswagen supone un desarrollo singular del proceso de internacionalización de los estándares de trabajo en la empresa. Firmada en 2009 por el Comité Mundial de trabajadores, IndustriALL y la dirección del Grupo, la Carta se erige como un auténtico Acuerdo Marco internacional, que establece derechos de participación de los trabajadores y de sus representantes respecto a distintas materias, como pueden ser la contratación de personal, organización del trabajo, sistemas de producción, jornada de trabajo, sistemas de remuneración, protección de datos, formación profesional y otras.
Este Acuerdo Marco internacional es también innovador en lo que se refiere a su implantación
en los distintos centros de trabajo. Para que sea aplicable, exige una negociación entre los representantes de los trabajadores y de la empresa, a nivel de planta. Sin embargo, no se trata de, mediante esa forma de negociación descentralizada, solamente ratificar los contenidos pactados en el Acuerdo Marco. Se trata, eso sí, de elegir entre los contenidos pactados cuáles son los temas que se quiere negociar con vistas a su implantación en el centro de trabajo respectivo. Y, una vez definidos estos temas, tienen las partes la tarea de elegir cuál es la forma de participación que se quiere atribuir a cada materia: si derecho de información, de consulta o de codeterminación.
Una vez se haya firmado el Acuerdo local de implantación, deben las partes prever el plazo para la revisión de su contenido, con el objetivo de ampliar las materias negociadas y reforzar el grado de participación respectivo. El proceso de implantación exige la cualificación de los representantes de los trabajadores en relación al contenido de la Carta y a la dinámica para su proceso de negociación descentralizado. Parte del Acuerdo consiste en atribuir a la empresa la responsabilidad de hacer frente a los costes de estos programas de cualificación.
En lo que a su contenido se refiere, se debe resaltar el derecho de asamblea de los trabajadores, que debe ser realizada durante la jornada de trabajo, sin compensación horaria. En cada planta deberán realizarse entre una y cuatro asambleas de trabajadores al año. Como mínimo una vez al año deberá la empresa participar en la asamblea a través de sus directivos nacionales para informar a la plantilla respecto a los objetivos y a la evolución económica y financiera de la empresa en el respectivo país.
La Carta de Relaciones Laborales configura un mecanismo para la ampliación de los derechos de participación de los trabajadores y de sus representantes, en el ámbito de cada planta, dentro y fuera de Alemania. La Carta tiene como punto de partida el reconocimiento de las tradiciones locales y de los sistemas nacionales de relaciones de trabajo.
El contexto empresarial que en Volkswagen ha generado la discusión en torno de la Carta, como forma de ampliar los derechos de participación de la plantilla, puede aquí ser aclarado de manera sencilla. La Carta es la contrapartida imprescindible y correspondiente a la implantación del programa llamado Camino Volkswagen (Volkswagenweg), cuyos objetivos se centran en optimizar la producción y los procesos dentro del grupo a escala global, con el objetivo de alcanzar más eficiencia y incrementar la productividad.
Al potencial incremento de la productividad y de la reducción de costes que se deben alcanzar con la implantación del Camino Volkswagen debe corresponder un efectivo incremento de los derechos de participación sindical, hace mucho, en buena medida, reconocidos legalmente y practicados en Alemania, pero no así en las demás unidades de producción situadas fuera del país.
Volkswagen es un grupo de empresas que, en la actualidad, controla a doce marcas de automóviles y camiones (Scania, MAN, Porsche, Bugatti, Bentley, Lamborghini, Audi, SEAT, Skoda, VW Vehículos Comerciales, Ducati y la misma marca Volkswagen). Cuenta con aproximadamente 644.000 trabajadores distribuidos en 122 unidades de producción, en más de 25 países.
También forma del Grupo VW un banco (“VW Financial Services”), otras empresas industriales orientadas a la producción de autopartes para el sector de la automoción y empresas de servicios. El grado de organización sindical en sus plantas es comparativamente muy elevado, alcanzando un promedio del 82 por ciento a nivel mundial. Su volumen de producción sobrepasa los 10 millones de automóviles y camiones al año.
Apuntes para una síntesis
La acción sindical en el ámbito del Grupo Volkswagen se lleva a cabo desde distintos espacios y mecanismos de actuación. Por una parte, a través de la representación de los trabajadores en los centros de trabajo. A nivel internacional, mediante la acción de los Comités Europeo y Mundial de los trabajadores, en las formas aquí descritas, con el importante complemento del papel que juegan los sindicatos desde su incidencia coordinada en las redes sindicales autónomas en relación a la dirección de la empresa.
La situación inicial, propia de las primeras etapas de internacionalización del Grupo VW (hasta finales de los años 80), en la que no había concurrencia entre las plantas de distintos países, ha dado lugar a un proceso de globalización productiva con base en la llamada plataforma de producción universal, lo cual puede perfectamente conducir a formas no solidarias de acción sindical.
Es decir, lo que en otros grupos de empresas internacionalizados ya desde un principio ha sido un hecho normal, se torna también posible en el seno de Volkswagen. En este sentido, la actuación solidaria y de carácter correctivo de parte de los sindicatos y de los Comités Europeo y Mundial viene cumpliendo un papel clave junto a los trabajadores de los distintos países, impidiendo con sus estrategias de acción pactada una concurrencia letal a la baja por adjudicarse nuevas inversiones, modelos y volumen de producción.
El esquema de actuación sindical en Volkswagen, coordinado por el IG Metall en su trabajo conjunto con los demás sindicatos nacionales en las redes sindicales y en los Comités Europeo y Mundial, ha permitido que, en Alemania, se lograran sucesivos convenios colectivos que aseguran la garantía de empleo, actualmente vigente hasta el 31 de diciembre del 2025.
La contrapartida es el balance que pone en pie de igualdad el derecho al trabajo y la viabilidad económica de la empresa. Para ello se han fomentado mediante distintos acuerdos colectivos mecanismos de flexibilidad interna (movilidad funcional y geográfica), controlados por la acción correctiva de los Comités de Empresa. La aplicación concreta de tales instrumentos supuso una sustancial reducción de la utilización de las llamadas formas de flexibilidad externa (despido, trabajo temporal, deslocalización y outsourcing).
El marco jurídico legal vigente en Alemania también ha favorecido, por una parte, la adopción de mecanismos estables de fomento de la ocupación, mediante el Kurzarbeit; que no viene a ser otra cosa que el Expediente de Regulación de Empleo, de carácter suspensivo, pero con una duración
de hasta 24 meses y condiciones de retribución bastante favorables. La utilización masiva de estos mecanismos legales y negociales de flexibilización interna es precisamente lo que ha permitido afrontar sucesivas crisis económicas, sin que sus consecuencias en el mercado de trabajo fuesen tan dramáticas como se pronosticaba desde muchos institutos de investigación.
Sin embargo, el mismo marco jurídico laboral estatal ha sido el responsable del incremento brutal de la flexibilidad externa, mediante el cambio legal que introdujo la descausalización de la contratación temporal (Ley Hartz I, 2003).
Actualmente el número de trabajadores temporales ocupados en Alemania supera, según datos oficiales, el 34% de la población activa. Un indicador sin dudas alarmante, sobre todo teniendo en cuenta su rápido proceso de implantación en un paisaje laboral que, hace un decenio, al trabajo temporal lo definía como un fenómeno periférico.
En Volkswagen se ha logrado, por medio de la acción sindical, contener al menos en parte la expansión de la contratación temporal en la empresa. Por la vía de la negociación colectiva, se ha fijado el límite máximo del 5 por ciento de la plantilla (de cada centro de trabajo) para el uso de mano de obra temporal (Acuerdo Marco Internacional del 2012, Carta del trabajo temporal).
La evolución, a estas alturas ya histórica, de la negociación colectiva en Volkswagen, hizo con que se fueran desarrollando convenios colectivos cada vez más específicos en relación a los temas objeto del pacto. Actualmente, son 18 los convenios colectivos vigentes. A ellos se añaden unos 50 acuerdos de empresa, que, según el derecho alemán, se firman entre la empresa y el Consejo de Empresa (Betriebsrat).
El Grupo Volkswagen ha suscrito el Global Compact (2000) y apoya explícitamente los principios contenidos en esta Declaración, haciéndolos suyos.
El tema relacionado con la Corporate Governance y los mecanismos propios del ejercicio de la Responsabilidad Social de la Empresa vienen asumiendo tras el Global Compact un papel cada vez más relevante en las relaciones políticas y económicas del consorcio, en ámbito global.
Aparte de lo que aquí se ha mencionado (papel de los Comités Europeo y Mundial de los trabajadores, la Carta Social y la Carta de Relaciones Laborales), el grupo VW ha definido el tema de la Corporate Compliance (cumplimiento legal y responsabilidad corporativa) como una de sus prioridades en materia de responsabilidad social. Para ello se ha creado una nueva función, que se asemeja en parte a la figura del Ombudsman y que informa directamente al presidente de la empresa.
Queda todavía por ver, en qué medida las estructuras de representación de los trabajadores
podrán beneficiarse de este nuevo instrumento en su actividad correctiva en ámbito internacional.
El análisis del caso Volkswagen puede, por un lado, ser considerado demasiado específico. Sin embargo, puede seguramente contribuir de manera significativa al debate sindical respecto a la democracia en la empresa.
Democracia económica ¿a la vuelta de la esquina de la próxima crisis?
18/11/2019
Ignacio Muro Benayas
Director Fundación Espacio Público
Es evidente que hablar hoy de democracia económica es adentrase en un terreno sobre el que se ha producido una pérdida casi absoluta de referencias comparada con los años 70 del siglo pasado. En el que términos como autogestión, cogestión o participación del trabajo en las empresas, que en aquellos años eran aspiraciones comunes entre sindicatos y fuerzas progresistas, hayan perdido vigor es una muestra de que las fuerzas democráticas interesadas en la democratización social están a la defensiva.
Y sin embargo, la realidad es que el neoliberalismo que ha marcado la gestión económica los últimos 30 años ha agotado su modelo seductor y navega hacia formas autoritarias de dominio.
La coyuntura económica está cargada de preocupación por el futuro: de un lado, los analistas asumen como inevitable que se acerca una recesión que se teme pueda ser superior a la del 2008; de otro, EEUU se siente impugnada por China como potencia emergente que gana influencia en áreas de Asía, Africa y Latinoamérica que hasta no hace mucho las sentía como “propias”.
Hay un factor más que añade una especial incertidumbre al momento: existe consenso en que no hay margen de maniobra en la política económica para combatir la próxima crisis. Hay que recordar que en las tres últimas recesiones, la Fed, el banco central de EEUU, pudo bajar los tipos de interés cerca de cinco puntos porcentuales, algo imposible en estos momentos en los que los tipos siguen en mínimos. Algo parecido pasa con la política fiscal y los ajustes sociales: los niveles de endeudamiento hacen difícil elevar el gasto público o rebajar impuestos que actuaran como estímulos para combatir una recesión. Por último, la cercanía y la dureza de las políticas de austeridad implantadas en la anterior crisis hacen casi imposible su reedición.
Crisis de la gobernanza capitalista
Desde los espacios de poder vuelven a aparecer propuestas que reclaman otro capitalismo en línea con las manifestaciones de Nicolas Sarkozy que, en 2008, introdujo la retórica de «refundar el capitalismo». La impresión es que esta vez estaremos obligados a afrontarlo en serio.
Los hechos son testarudos. El agotamiento de la gobernanza capitalista nos acerca a un momento en el que cualquier salida (pacífica) a la próxima crisis está obligada a poner en discusión el modo de producir y la lógica de la organización empresarial.
No es posible que las empresas obliguen a compartir los riesgos y los sacrificios entre los diversos actores económicos (trabajadores, instituciones, proveedores, clientes…) y no se socialicen y compartan las decisiones. De modo que, cuando vuelvan a ser imprescindibles los ajustes, los trabajadores tendrán derecho (estarán obligados, incluso) a reclamar que se cuantifiquen y se capitalicen sus sacrificios mediante participación en el capital de las empresas.
Paradójicamente la propia incapacidad del sistema para encontrar una solución podría abrir un futuro de diálogo y concertación cuando más débil y fragmentado parece el mundo del trabajo. Se abriría un camino que permitiría reequilibrar el poder interno y obtener como trabajador-accionista la información y los derechos que se le niega como mero trabajador. Esa vía sería el único modo de asegurarse que la crisis no se convierta en una estafa que desplace, una vez más, a dividendos los ajustes de salarios y empleo que conlleva el ajuste.
Un futuro marcado por la coexistencia y conflicto de modos de producción diferentes.
La gestión de ese escenario nos abriría a dos interpretaciones: de un lado, como una forma de “refundar el capitalismo” es decir como un modo de integrar al trabajador-accionista individualmente en el capital; de otro, como un paso hacia el postcapitalismo, como el reconocimiento de que el verdadero capital en la nueva economía reside en el conocimiento vivo que aportan los trabajadores como colectivo.
En el primero, la gestión del capital-dinero seguiría siendo el factor productivo esencial mientras el trabajo se mantendría como un factor subsidiario, una commodity, algo imprescindible pero indiferenciado; en el segundo, el trabajo en tanto que capital-conocimiento reclamaría un papel de liderazgo mientras la superabundancia del capital-dinero lo convertiría en un factor productivo devaluado, que no aportaría valor diferencial. Esas dos interpretaciones podrían competir y convivir durante mucho tiempo.
En cualquier caso estaríamos hablando de un paso objetivo, pequeño o grande, hacia planteamientos inclusivos asociados a la democracia económica. La pregunta es si las fuerzas progresistas están capacitadas para vislumbrar y gestionar ese escenario posible, si entienden qué significan esas transiciones, si vislumbra las tareas que deberían asumir. La realidad es que eso exige un cuerpo conceptual del que careceremos si no se ponen en marcha, de forma urgente, plataformas para debatir y desarrollar esa transición hacia un modo de producir y distribuir que camine hacia la democratización de la economía.
No parece que la prioridad del mundo sea hoy “acabar con la propiedad privada” sino superar los modelos caracterizados por el control autocrático centralizado que definen el último capitalismo. El impulso de empresas abiertas a la participación de sus trabajadores y otros grupos de interés es la forma de acotar la concentración de poder de los primeros ejecutivos como agentes destacados de las “minorías de control” en las grandes corporaciones. Una tarea que necesita complementarse con nuevas formas de gestionar el espacio público y revitalizar su misión en términos de eficacia asociada a interés general dando la vuelta a los programas de colaboración público-privada que han legitimado el saqueo de recursos públicos por élites extractivas. O con la extensión de nuevas formas cooperativas y de trabajo asociado en PYMES proveedoras de servicios de alto valor…
La historia demuestra que no hay revoluciones globales que se hagan de una sola vez. Que los cambios se consolidan mediante la coexistencia, por un largo periodo de tiempo, de modos de producción diferentes. Que lo que intuimos cómo postcapitalismo empieza a estar presente en determinadas formas económicas no capitalistas que actúan como moléculas que deben desarrollarse como símbolos de un nuevo poder, que cuidan el valor del trabajo como factor de innovación en oposición a los planteamientos rentistas y las lógicas extractivas.
No es posible asegurar que esos retos se nos presenten realmente. O puede que la realidad nos desborde obligando a gestionar situaciones que la sociedad lleva décadas sin debatir. En cualquier caso, la tarea hoy es prepararse y conseguir que los actores sociales invadan la agenda política y se preparen para imaginar soluciones colaborativas a la crisis que parece se avecina, opuestas a la lógica destructiva que nos anuncian los tambores de guerra.
Repensando la democracia económica desde el mundo del trabajo
La crisis de 2008, las transformaciones productivas y los cambios que traen consigo la economía digital han creado un escenario diferente que obliga a actualizar planteamientos y reconocer nuevas oportunidades y riesgos.
El mundo del trabajo se encuentra confuso respecto al camino a tomar. De un lado, se mantiene y acentúa una preocupación entre parte del mundo sindical europeo que perciben la participación en las empresas como un mecanismo que pretende debilitar la posición del trabajo al socavar la negociación colectiva y la representación sindical. Formaría parte de una estrategia cuyo objeto sería alinear más estrechamente la remuneración con el rendimiento de la empresa y debilitar el vínculo de los empleados con sus representantes: sería, por así decir, otro ardid para reducir al nivel de empresa las relaciones capital/trabajo, en línea a la descentralización de los acuerdos de negociación colectiva del nivel nacional o sectorial.
Sin duda es así. Es evidente que para las élites económicas la participación reglada de los trabajadores es una ocasión más para neutralizar las tensiones de la lucha de clases; pero por el mismo motivo, para las fuerzas sociales, debería ser una oportunidad para dar un salto a la vez defensivo y ofensivo en el que se definan las líneas de un nuevo horizonte de progreso social.
Si las fuerzas del trabajo quieren seguir aspirando a representar al conjunto de los trabajadores en una sociedad compleja es obvio que deben dar un salto en sus comportamientos: se necesita que desde las “posiciones de parte” que siempre caracterizaron al sindicalismo de clase se esfuercen por ofrecer al conjunto de los grupos interesados en el futuro de las empresas (clientes, proveedores, instituciones…) una idea diferenciada de gestión que la que emana de los accionistas.
Es evidente que la creciente complejidad y terciarización de la economía ha facilitado la extensión de lógicas participativas en ámbitos en los que la tradición sindical es más débil. Mientras los incrementos retributivos y las condiciones de trabajo siguen siendo la base de la negociación colectiva en sectores primarios como el transporte y la construcción, en nuevas actividades de servicios con una proporción relativamente alta de empleados de cuello blanco, más formados y que realizan tareas de trabajo complejas, así como en empresas grandes con empleados mejor remunerados, los comportamientos son más proclives a otras demandas muy centradas en la empresa y en su gestión.
La denuncia de que esos comportamientos como consecuencia del predominio ideológico del individualismo y el abandono de posiciones “de clase” asociados al auge de sindicatos corporativos no es suficiente. También es evidente que responden a un cambio de percepción que les hace ser sensibles a planteamientos más elaborados que tienen que ver con la participación en el gobierno de la empresa.
No es un camino fácil pero es el único posible. Un riesgo destaca entre todos: que la participación agudice el sistema de desigualdad imperante al aumentar las ventajas de los trabajadores que ocupen una posición central en la cadena de valor (una especie de “aristocracia obrera” reforzada por su participación) y los situados en posiciones externalizadas y subalternas. El riesgo es cierto. Pero cualquier otro camino que iniciemos no significa, en absoluto, que augure ventaja alguna para los precarizados ubicados en funciones periféricas.
Por ello, conviene felicitarse por algunas iniciativas novedosas surgidas desde el partido laborista del Reino Unido que recuperan y actualizan el discurso ideológico sobre nuevas formas de propiedad y nuevas formas de participación. Se trata de una propuesta del ministro de economía en la sombra, John McDonnell, que vincula las rentas de participación de los trabajadores en las empresas con la financiación de un fondo soberano destinado a complementar la políticas públicas que enlaza con las experiencias más avanzadas del modelo sueco de los Fondos de Asalariados en los años 80.
Enfrentarse a la lógica financiera, impulsar la economía productiva.
Más dividendos y más apalancamiento son la expresión más peligrosa de la financiarización de la economía típica del último capitalismo. La expresión gráfica de esa situación es el crecimiento del ratio que compara los pagos financieros, (suma de dividendos repartidos y los intereses pagados como retribución al capital propio y al ajeno) en relación a los beneficios de explotación generados en las grandes empresas. Esa ratio se mantuvo, según muestra Ozgur Orhangazi, alrededor del 40% entre 1950 y 1980 para elevarse al entorno del 100% a partir de los primeros noventa en las corporaciones estadounidenses.
Cuando se alcanza esa cota significa que todos los excedentes de explotación se escapan de la empresa, que no existe autofinanciación, que el stock de capital productivo no se renueva suficientemente y que cualquier decisión de crecimiento requiere nueva financiación externa (más capital, más créditos) que reactivan los mercados de capitales y vuelve a reforzar lo financiero sobre lo productivo.
Romper esa lógica es la tarea más importante para la sostenibilidad de la economía mundial. El impulso a la economía productiva es hoy imposible sin abordar la participación de los trabajadores en las empresas. Esa es la alternativa más completa y contundente a la “unilateralidad empresarial”, ese principio de funcionamiento que acompaña a la creciente desigualdad social y que se pone de manifiesto también en los límites crecientes a la “concertación social” en las relaciones laborales.
Impulsar la democratización económica significa mitigar la desigualdad primaria y favorecer el impulso de la economía productiva fortaleciendo sus lógicas. Los estudios realizados desde los años 80, en el Reino Unido, detectan efectos positivos para la productividad del trabajo cuando la participación en la propiedad viene acompañada de la participación en la toma de decisiones.
En particular: favorecer la calidad del empleo y el talento colectivo, apostar por un modelo de competitividad basado en la creación de valor en los productos y servicios, facilitar la innovación continua como resultado del capital colectivo e impulsar la transformación del tejido económico en un entorno de transiciones aceleradas. En una coyuntura marcada por un riesgo creciente de recesión, se debe aspirar también a mitigar la deslocalización de actividades y los ajustes de empleo como salida.
Recuperando el sentido de lo público
Transcurridos 30 años de la oleada de privatizaciones de los años 80 con resultados poco o nada satisfactorios, toca iniciar una revisión de lo público que recupere el sentido de interés general de los servicios públicos no solo en espacios municipales, como Berlín, sino también en los niveles estatales.
El nuevo laborismo que representa John McDonnell ha desarrollado un documento sobre modelos alternativos de propiedad[1] por el que se reinterpreta la gestión de las empresas públicas desvinculándolas del planteamiento burocrático y centralizado desarrollado en el siglo pasado: la propiedad pública se identifica ahora con una gestión democrática realizada por los stakeholders: trabajadores, proveedores, consumidores y otros representantes de la comunidad. El partido laborista plantea recuperar el control social y público sobre los ferrocarriles, la energía, el agua y el correo.
La idea es que las empresas públicas, (con participación de capital público de cualquier nivel municipal, regional, estatal) deben están obligadas a escalar en las máximas cotas participativas y, al tiempo, ser vanguardia en modelos de gestión eficientes y profesionales dando estabilidad y sostenibilidad a los proyectos públicos.
La gestión de lo público permite elevar el nivel de la democratización de la economía a su verdadera dimensión que, por supuesto, supera el ámbito empresarial. Requiere participar en la elección de las prioridades sociales al más alto nivel en el corto y largo plazo. Se manifiesta en la capacidad de influir en los grandes asuntos: en el “cómo producir” (gestión del cambio tecnológico, ajustes ante demandas estaciónales, externalización y deslocalización productiva…) y “cómo distribuir los excedentes” (salarios mínimos y máximos, control sobre los bonus de los directivos, bonificar o gravar los beneficios según su destino, superar brechas sociales y de género).
Pero no olvidemos que los equilibrios y las luchas surgen siempre en los ámbitos productivos, por muy fragmentados que se nos presenten. La tarea del momento es recuperar iniciativas dispersas y dotarlas de un cuerpo coherente que no se deje sorprender por la rapidez de los cambios mediante una propuesta coherente de cambio social.
Notas:
*Este articulo ha sido publicado en Le Monde Diplomatique en español, en el número de noviembre de 2019.
[1] “Modelos alternativos de propiedad” es un documento propiciado por McDonnell, ministro laborista del gobierno en la sombra. http://labour.org.uk/wp-content/uploads/2017/10/Alternative-Models-of-Ownership.pdf
La negociación colectiva clave para una sociedad más igualitaria
16/11/2019
Mari Cruz Vicente Peralta
Secretaria de Acción Sindical CS de CCOO
La utilización de las políticas de austeridad como método para la salida de la crisis nos ha llevado a una situación de gran divergencia social. Gran parte de quienes trabajan lo hacen con salarios más bajos, trabajadoras y trabajadores pobres, más precariedad, menor cobertura por desempleo, mayor tasa de riesgo de pobreza. En resumen, polarización, exclusión social y gran desigualdad.
Es precisamente esa desigualdad la que en buena parte, como venimos diciendo, está influyendo en el avance en Europa de los populismos, de las opciones políticas de extrema derecha, en la desafección política y en un malestar social en general del que nuestro país no es ajeno.
El trabajo es la principal fuente de renta de la población. La falta de acceso a un empleo estable y de calidad constituye una de las principales causas de desigualdad, por eso desde el sindicalismos de clase hemos contribuido a que el empleo se considere como algo más que el conjunto de condiciones de trabajo. Al contrario, el empleo es uno de los derechos fundamentales que conlleva derechos sociales, precisamente los que resaltan la idea de que el trabajo humano no es una mercancía más.
Por eso a lo largo de su historia, el sindicalismo de clase no se ha conformado con desarrollar solo un papel de mediación o regulación del conflicto entre capital y trabajo. La intervención sindical, además de procurar la mejora y transformación de las condiciones de trabajo y salario, trata de introducir derechos universales en las relaciones laborales concretas, asociando democracia y derechos sociales y poniendo en primer plano las ideas de justicia social y dignidad humana.
Nuestra contribución a la lucha por una sociedad más igualitaria pasa por el desarrollo de una acción sindical que echa sus raíces en los centros de trabajo, en el desarrollo de la negociación colectiva, en las instituciones laborales, pero también en la defensa del sistema de protección social; en la defensa de un sistema de pensiones y en la protección por desempleo; en la defensa de una educación pública que permita impulsar la igualdad de oportunidades; en la apuesta por una sanidad y un sistema de ayuda a la dependencia integral y público, para lo que hace falta un sistema fiscal progresivo, de modo que la redistribución de la renta sea más justa y se garanticen los ingresos públicos suficientes para mantener el estado de bienestar.
Estos son los elementos claves para avanzar hacia una sociedad más justa e igualitaria, pero todo ello debería asentarse en una economía desarrollada, en una ecuánime distribución primaria de la riqueza entre capital y trabajo allí donde se genera, mediante trabajo estable y con derechos y sueldos y retribuciones suficientes, y ahí entra de lleno la negociación colectiva.
El valor de la negociación colectiva
La negociación colectiva es un elemento central en la distribución y reducción de las desigualdades, dada su importancia en ese primer nivel de distribución de la renta. Si queremos preservar el crecimiento económico y la cohesión social, debemos fortalecer la negociación colectiva, y para ello, desde CCOO consideramos que es urgente recuperar el papel de las instituciones del mercado de trabajo y de fijación de salarios, y eso pasa por revertir las reformas laborales, que vinieron a cuestionar la importancia que para el legislador había tenido hasta entonces la negociación colectiva, como instrumento regulador de la relaciones laborales y las condiciones de trabajo, así como la confianza en la misma para cumplir su papel a través de las decisiones emanadas de la autonomía de las partes que la llevan a cabo. -Este papel regulador es un importante freno al fenómeno de la individualización de las relaciones laborales; fenómeno indeseable no sólo por los efectos regresivos que podría tener, sino porque precisamente es lo que, no sólo en el ámbito laboral, sino en general, se intenta evitar al establecer un Estado Social, en el que es consustancial la protección de las personas desde lo colectivo y la relevancia de los grupos y organizaciones sindicales y sociales como elemento equilibrador frente al poder económico.-( Carlos Alfonso Mellado)
También a través de la implantación de la prevalencia aplicativa de los convenios de empresa frente a los de ámbito sectorial, se rompe la tradición clásica de la negociación en la empresa, que venía siendo la de mejora de lo regulado en los ámbitos sectoriales, relacionada en gran parte con las grandes empresas, y cuestionando, por tanto, la lógica de mejora del convenio de empresa, que pervivía antes de las reformas. Esta medida ha profundizado en las desigualdades entre colectivos, al concebir el convenio de empresa como una forma de abaratar costos mediante la profundización en la precariedad laboral, llevando a la generalización de la pobreza laboral entre determinados colectivos con más dificultades para organizarse, de forma especial en empresas multiservicios y/o en los servicios externalizados.
El espacio sectorial de negociación colectiva como contexto necesario
A pesar de que el énfasis de la transformación de las relaciones laborales actuales se coloca a menudo en el nivel de las empresas, a veces incluso de forma exclusiva, no será posible en ningún caso progresar hacia paradigmas más igualitarios si se prescinde del nivel sectorial de negociación.
Hay razones que avalan este planteamiento, una de peso relevante, es la característica de nuestro modelo productivo, donde el 87,76% de las empresas son microempresas que ocupan a menos de 10 trabajadores, y que en 3 de cada cuatro empresas no se puedan realizar elecciones sindicales, lo que hace totalmente inviable cualquier pretensión de canalizar exclusiva o preferentemente el proceso de determinación de las condiciones laborales a través de la negociación directa en las empresas.
Otra importante razón es que es el ámbito sectorial el que mayor cobertura propicia, el que extiende derechos de forma más generalizada y solidaria. No debemos olvidar que la distribución primaria de la riqueza, mediante sueldos y retribuciones suficientes, se ha realizado históricamente sobre todo a través de los convenios sectoriales y que este nivel de negociación colectiva ha desempeñado, y tiene que seguir desempeñando, un papel muy relevante para la sostenibilidad del sistema, especialmente en términos de cohesión social.
La recomposición de un nivel sectorial de negociación sólido, a la par que flexible, donde se puedan combinar los convenios de carácter estatal con los autonómicos e incluso provinciales y territoriales, con el ámbito de la empresa, es una condición necesaria, para extender la cobertura de la negociación colectiva. El sindicato juega un papel determinante en esa articulación, y a la hora de establecer esa estructura se han de tener en cuenta no solo los factores jurídicos sino también otros adicionales de tipo económico, de estructura empresarial, de evolución de los sectores productivos etc., buscando espacios de convivencia entre los diferentes ámbitos territoriales-estatales, provinciales que están vigentes, y que tienen sus dinámicas propias de negociación y espacios de referencia directa en la regulación de derechos.
El reforzamiento de los espacios sectoriales de negociación en los diferente ámbitos, no excluye en ningún caso la necesidad de trasladar una parte significativa de la acción sindical al ámbito de las empresas, no tanto en lo que se refiere a la negociación propiamente dicha del convenio colectivo sino, sobre todo, al desarrollo, gestión y adaptación dinámica en el ámbito de la empresa de los acuerdos alcanzados en el ámbito supra empresarial y garantizar en ese ámbito el desarrollo de medidas tales como el establecimiento del registro de la jornada de trabajo, el registro salarial, la adaptación de la jornada como medida de conciliación y corresponsabilidad, la negociación de los planes de igualdad, la gestión de la flexibilidad tanto externa como interna las medidas de prevención de los riesgos laborales, todo ello acompañado de un incremento de la participación de las trabajadoras y trabajadores como eje fundamental para fortalecer los espacios de concertación.
Restablecer el equilibrio entre los sindicatos y las organizaciones empresariales para desarrollar una negociación colectiva más eficaz.
Las reformas laborales de 2010 y sobre todo la de 2012, tenían como objetivo la devaluación de los salarios mediante la desvertebración del sistema de Negociación Colectiva sobre el que habíamos construido nuestro modelo sindical; de la misma manera se pretendía cuestionar el papel de los sindicatos de clase en su faceta de agentes sociales, es decir, como interlocutores necesarios con los poderes públicos y las contrapartes empresariales a la hora de determinar políticas públicas que afectan a las personas a las que representamos. Este cuestionamiento se ha producido fundamentalmente por la vía de los hechos, al optar por la unilateralidad de los gobiernos diluyendo los ámbitos de participación que no estuvieran estrictamente normativizados.
Pese a todo, o precisamente por todo ello, hemos de poner en valor el trabajo sindical en el desarrollo de la negociación de los distintos convenios, frenando el objetivo de debilitar la negociación colectiva. Tal y como muestra estos datos la cobertura sigue siendo muy alta, y no se ha perdido la vigencia de los convenios sectoriales, pero tenemos que reconocer que negociar con la espada de Damocles de la ultra-actividad, nos ha debilitado las posiciones de negociación y a pesar de que estamos recuperando salarios, con subidas situadas en el 2,3% y extendiendo el salario mínimo de convenio a 14.000€, en línea con lo acordado en el IV AENC, la recuperación de los salarios en nuestro país, ha llegado con 4 años de retraso y la ultra-actividad sigue teniendo un impacto importante en el desarrollo de los procesos de negociación.
La pérdida de ultraactividad de los convenios, ha supuesto en muchos casos la puesta del contador a cero en lo que a derechos convencionales se refiere, más allá de la contra-actualización de los derechos que se ha producido para los supuestos de que el convenio pierda su vigencia sin existir convenio superior de referencia. Contribuyendo a fomentar la desigualdad y a la dualidad en las relaciones laborales, al debilitamiento de la negociación y al reforzamiento de la asimetría, a favor del empresario, en la relación bilateral.
Las mayores facilidades para la inaplicación de los convenios, producidas por la suma de las reformas laborales del Gobierno del PSOE (2010 y 2011) y del Gobierno del PP (2012), es uno de los elementos que han influido en la degradación salarial y de las condiciones de trabajo de varios centenares de miles de personas, mayoritariamente en empresas de escaso tamaño y que carecen de representación sindical, donde la voluntad empresarial en un contexto de crisis económica, y aún en periodo de recuperación, ha podido imponerse con procedimientos y condiciones que, a juicio de CCOO, exceden de los que prevé la propia normativa legal, produciendo perjuicios ilegítimos a las trabajadoras y trabajadores afectados y también a las arcas públicas de la Seguridad Social y Hacienda.
Solo revertir la reforma laboral no es suficiente
Es necesario recuperar el diálogo social para abordar estas reformas y también para fortalecer la negociación colectiva. Una negociación que tiene que seguir recuperando derechos tanto en el sector público como en el sector privado y mejorando los salarios, que permitan una vida digna a las trabajadoras y trabajadores, haciendo esta extensiva a las nuevas realidades de trabajo que pretenden huir de de la regulación/protección del derecho del trabajo y de la acción sindical.
Pero no puedo terminar esta aportación a este congreso sin hacer una referencia expresa a las brechas laborales de género, por afectar a la mitad de esta sociedad, y configuran un elemento de desigualdad y de discriminación. En CCOO somos consciente de que la división sexual del trabajo está en el origen de las desigualdades de género en el mercado de trabajo, cuya existencia parece fuera de duda. Gracias a la detección de esas desigualdades sabemos explicar mejor el cómo y el porqué las mujeres, aun a pesar del aumento de su actividad laboral, se ausentan o tienen una menor presencia que los hombres en ese mercado. La existencia de la segregación ocupacional horizontal y vertical afecta específicamente a las mujeres, y se hace evidente la presencia de las discriminaciones laborales indirectas, vehiculadas a través de la brecha salarial y al reconocimiento de las múltiples caras de la subordinación laboral femenina, expresada mediante la precariedad laboral. Y por encima de todo, contempla como algo ajeno las tareas necesarias para cuidar de las personas, y no procura que las mujeres tengan disponibilidad laboral.
Desde nuestra responsabilidad en las relaciones laborales concretas, sabemos que los convenios colectivos tienen una enorme capacidad de promover la igualdad y eliminar las discriminaciones, en razón de la cercanía y proximidad a la realidad concreta de los sectores económicos y las empresas, y por su capacidad de prestar atención a la diversidad de situaciones particulares que afectan a las personas trabajadoras. En especial, debería servir para cambiar la mentalidad que ampara esa visión hegemónica de una división sexual del trabajo que no parece tener sus días contados sino todo lo contrario. Los ámbitos de intervención son múltiples, como múltiples pueden ser las situaciones y los problemas que en materia de igualdad pueden plantearse: problemas de acceso al empleo, problemas de segmentación ocupacional, problemas de discriminación salarial, problemas de compatibilidad entre el trabajo y las responsabilidades familiares, problemas de acceso a los puestos de responsabilidad y mando, de acoso laboral por razón de sexo, etc.
Frente al reduccionismo del paradigma del homo economicus, que solo se detiene en la negociación salarial, y evidencia una enorme tolerancia ante las desigualdades de género, debemos insistir en el retorno de lo social para la defensa de los derechos adquiridos que amenazan con quedar prescritos, y rechazar la idea impuesta de que las relaciones de mercado son las únicas que cuentan a la hora de transformar la realidad. Del todo mercado podría pasarse al más sociedad, pues hoy en día, las desigualdades de género en el mercado de trabajo tienen carácter estructural y no solo no desaparecen sino que se transforman. Aunque para que ello suceda así, hará falta que intervengamos con actitud activas y comprometida.
La hora de los sindicatos
13/11/2019
Andreu Missé
Periodista y socio fundador de la revista Alternativas Económicas
La concentración de empresas, la digitalización, la creación de gigantes tecnológicos y financieros, con poderes superiores a los de los estados, han supuesto un aumento de la desigualdad y la eliminación de muchos derechos laborales.
La aparición de un nuevo tipo de empresas como las plataformas tecnológicas, especialmente en el reparto de comida, transporte y alojamiento, con empleados sin vinculación laboral, ha comportado un aumento de trabajadores sin derechos, como los falsos autónomos. Este proceso y el aumento de la robotización han conducido a una notable caída de la afiliación sindical. La consecuencia ha sido una debilitación de la capacidad de los sindicatos para seguir mejorando las condiciones laborales y de salud de los trabajadores.
Un reciente estudio de Bruegel apunta que estos cambios requieren un nuevo contrato social que elimine los riesgos en que se encuentran los trabajadores no tradicionales. Propone crear una tercera categoría de empleo que se encuentre en un punto intermedio entre los empleados y los autónomos.
Un reflejo de esta transformación de la economía ha sido la disminución del peso de los salarios en el PIB durante los últimos años, que continuará en el futuro de manera más acentuada en Estados Unidos que en Europa, según pronostica el Informe del Banco de España de 2018.
Junto a este cambio de escenario de la economía los sindicatos han sufrido además la descalificación del pensamiento neoliberal que ha dominado durante las últimas cuatro décadas. Para muchos ejecutivos los sindicatos no son más que un estorbo para que las empresas consigan su único objetivo que es maximizar los beneficios por encima de cualquier otra consideración.
En Francia se han analizado las discriminaciones que sufren los trabajadores por sus actividades sindicales. Un estudio de la Dares, dependiente del Ministerio de Trabajo, señala que sólo un 15% de los delegados sindicales se han beneficiado de promociones durante los últimos tres años, frente a un 26% del conjunto de asalariados.
En el ámbito de las instituciones europeas las exigencias de la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo, y Fondo Monetario Internacional) a los países que más padecieron la crisis han sido especialmente perjudiciales para los sindicatos y los trabajadores en general al desmantelar buena parte de los mecanismos de la negociación colectiva. Los resultados han sido desigualdad, trabajadores pobres e inseguridad en el trabajo.
En las últimas semanas se ha lanzado un movimiento Together at Work (Unidos en el Trabajo) que persigue impulsar la negociación colectiva para los trabajadores de toda Europa. La presidenta de la nueva Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el comisario de Empleo Nicolas Schmidt se comprometieron en el Parlamento Europeo a abordar esta materia.
De todas formas es en el Reino Unido y en Estados Unidos, en los que la desregulación de la economía ha provocado más estragos sociales, donde se están planteando las propuestas más firmes. El Partido Laborista británico propone “introducir la negociación colectiva sectorial porque la forma más efectiva de mantener buenos derechos en el trabajo es colectivamente a través de un sindicato”. Plantean también que los trabajadores participen hasta en un 10% de la propiedad y los beneficios de las empresas. También garantizarán que los sindicatos puedan acceder a los centros de trabajo para hablar con sus asociados y posibles afiliados.
En Estados Unidos la lucha por un salario mínimo de 15 dólares la hora, que empezó en Nueva York en 2012, ya ha sido probado por la Cámara de Representantes. La congresista demócrata Alexandria Ocasio–Cortez, propone elevar al 70% el tipo del impuesto sobre la renta a los que ganen más de 10 millones de dólares. La senadora demócrata Elizabeth Warren, candidata a la presidencia, defiende que el 40% de los puestos de los consejos de administración de las grandes empresas sean ocupados por representantes de los trabajadores y que estos tengan más facilidades para afiliarse a un sindicato. El senador Bernie Sanders en línea con los laboristas británicos propone la cesión de un 10% del capital de las grandes corporaciones a los trabajadores o entidades públicas.
Los sindicatos van a tener un papel muy relevante en los próximos años si los partidos de izquierda llegan al poder. Harán falta muchos sindicalistas como Ruben Warshosky y Norma Rae, como en la película de Martin Ritt, que puedan entrar en las empresas y explicar los derechos a los empleados. Pero seguramente harán falta otros métodos de lucha que tengan en cuenta la colaboración con partidos políticos, asociaciones, ayuntamientos y plataformas que defienden los mismos objetivos. Los tribunales europeos son un referente para lograr nuevos derechos. Pero dependen de las directivas existentes y del clima favorable a los derechos sociales para lo que es determinante la existencia de unos sindicatos fuertes e influyentes.
Los sindicatos, el trabajo asalariado y la existencia material garantizada
12/11/2019
Daniel Raventós
Editor de Sin Permiso, presidente de la Red Renta Básica y profesor de la Universidad de Barcelona. Es miembro del comité científico de ATTAC
Me invitan a participar en este “debate abierto” de Espacio Público sobre “Repensar la economía con los trabajadores y trabajadoras”. Voy a apuntar una parte de lo que me parece más interesante de un debate con este título.
Los tiempos cambian y algunos miran a otro lado. Es habitual el miedo a los cambios. Y los sindicatos, con los enormes méritos que tienen, no son precisamente la “vanguardia” del cambio intelectual. Quizás no les corresponda, pero sí sería deseable algo más de flexibilidad. Pertenezco a CCOO desde hace 40 años, he participado en estructuras de dirección en distintos momentos y creo que puedo decir que no hablo de oídas. Pondré y desarrollaré un ejemplo. La propuesta de la renta básica, una asignación monetaria pública a toda la población de forma incondicional, ha sido debatida por académicos, activistas sociales, políticos… y muy poco por los sindicatos en general, con evidentes y heroicas excepciones. Pero los sindicatos han tomado claramente posición contraria. ¿Por qué los sindicatos son tan reacios ante una propuesta que aborda directamente temas como la robotización, el papel del trabajo asalariado, la dignidad de la existencia material? Las objeciones del mundo sindical han estado basadas en argumentos que pueden resumirse de la siguiente manera.
1) Se argumenta contra la renta básica que los sindicatos perderían fuerza porque debilitaría su potencial de acción colectiva, ya que la renta básica aumenta el poder de negociación individual de los trabajadores. Al aumentar el poder de negociación individual, la capacidad colectiva de la clase trabajadora quedaría debilitada y podría convertirse en un “sálvese quien pueda” insolidario.
2) Como el grueso de la afiliación sindical está compuesta mayoritariamente por trabajadores con contratos de trabajo estables a tiempo completo y bien pagados en relación a la media (entiéndase, bien pagados “en relación a” quiere decir únicamente que los otros están peor pagados) algunos sindicalistas opinan que esta facción de la clase trabajadora podría salir perdiendo económicamente debido a las reformas fiscales que se requerirían para poder financiar una renta básica.
3) Un tercer argumento asegura que la renta básica podría servir de pretexto para desmantelar el Estado del bienestar: educación y sanidad públicas, principalmente. Materia sensible al mundo sindical porque se ha luchado mucho para tener unas buenas sanidad y educación públicas y también se ha luchado contra el ataque a las mismas. La renta básica sería “un cheque” a cambio de la privatización y degradación de las que fueron en su momento buenas sanidad y educación públicas.
4) Se ha aducido también que los empresarios harían presión para reducir los salarios ya que con la renta básica argumentarían que parte de los salarios estarían cubiertos. Argumento que a veces se acompaña con el de “los alquileres”. Si se ha dado en algún momento algún tipo de ayuda a jóvenes, por ejemplo, para conseguir menos difícilmente la vivienda, los propietarios han subido los alquileres.
5) La renta básica se opone a la cultura del empleo que ha sido hegemónica, como no podía ser de otra manera, en el mundo sindical. El hecho de ser una propuesta que desvincula la existencia material del empleo y de los derechos a él vinculados, resulta otra de las objeciones fundamentales, sea formulada en estos o, en parecidos términos, de gran parte de los sindicatos.
6) Una variante importante de esta objeción sindical es que lo importante es el pleno empleo. Dar trabajo remunerado a la gente es lo que da dignidad y lo demás son paliativos.
7) La renta básica podría adormecer o apaciguar la capacidad de lucha de la clase trabajadora al asegurarle una mínima existencia y ello comportaría que los empresarios puedan hacer y deshacer sus proyectos con mayor tranquilidad. Esta situación acabaría redundando en una mayor explotación de la clase trabajadora porque la pasividad que comportaría la renta básica acabaría perjudicando sus condiciones salariales y de bienestar social.
Las respuestas a estas 7 objeciones de los sindicatos pueden resumirse de la siguiente forma.
1) El poder de negociación individual de los trabajadores, con una renta básica, aumentaría sin ninguna duda, posibilitando la salida del llamado mercado de trabajo cuando las condiciones se consideran inaceptables. Pero que el poder de negociación individual aumente no significa que deba salir perjudicado el poder de negociación colectivo sindical. Como algunos pocos sindicatos y muchos más sindicalistas han visto, muy al contrario, en caso de huelga de larga duración una renta básica podría actuar como una caja de resistencia. Una huelga de larga duración es muy difícil de sostener por la pérdida grandiosa de salario en proporción a los días de la misma.
2) Cada vez es mayor el número de personas asalariadas que no tiene contratos estables a tiempo completo. Es más, el contrato estable, lo que hace pocas décadas se llamaba “contrato fijo”, es algo que no existe. Excepto los funcionarios públicos, nadie tiene el puesto de trabajo “fijo” como equivalente de “asegurado”. El posible conservadurismo de algunos trabajadores con contratos relativamente bien pagados contrarios a la renta básica (“es una vergüenza que haya gente que cobre ‘sin hacer nada’ mientras yo tengo que levantarme a las 6 de la mañana para ganarme el pan”), no debe hacer perder de vista el inmenso número de personas en situación contractual peor que saldrían ganando. Además, hay un error técnico con esta prevención sindical: la inmensa mayoría de afiliados a los sindicatos saldrían ganando con la financiación de una renta básica como la que hemos propuesto desde hace ya algún tiempo. Véase por ejemplo aquí.
3) Sobre la “destrucción” del Estado de bienestar. Se ha escrito y mostrado muchas veces, pero no importa repetirlo: los defensores de derechas pretenden desmantelar el Estado del bienestar “a cambio” de la renta básica. Cierto. Pero también lo es que los defensores de izquierdas de la renta básica pretenden una redistribución de la renta de los más ricos al resto de la población y el mantenimiento, e incluso el fortalecimiento, del Estado del bienestar. Una retorcida, pero quizás propagandísticamente efectiva forma de embrutecer la discusión o de confundirla es meterlos a todos en el mismo saco. Hay quien incluso niega que la renta básica sea de derechas o de izquierdas. Pero esto pertenece más al museo de las curiosidades estrambóticas que a cualquier campo de mínimo interés.
4) Que los empresarios pujarán para intentar reducir los salarios con una renta básica es el mismo argumento que se ha llegado a dar por parte de los sindicatos en Italia, por ejemplo, para impedir que se instaure un salario mínimo interprofesional. Opinión que los sindicatos de los Estados en donde existe un salario mínimo interprofesional no solamente no comparten sino de la que discrepan ferozmente. Parece como si el mismo argumento sirviese para justificar la situación “x” y su contraria. Ello no es lógicamente posible.
5) Sin entrar en este punto a las perspectivas del empleo por robotización que deben ser consideradas racionalmente en cualquier análisis que se haga sobre el futuro del trabajo remunerado, la renta básica, aunque efectivamente desvincula la existencia material del empleo y de los derechos a él vinculados, no es incompatible ni se opone al empleo. Proporciona una forma flexible de compartirlo. A quien trabaja remuneradamente muchas horas, tiene con la renta básica más fácil reducir su horario de trabajo. En palabras de Van Parijs: “Permite a quienes no tienen trabajo escoger el trabajo así liberado, tanto más fácilmente en la medida en que pueden hacerlo sobre la base de un tiempo parcial. Y el suelo firme que proporciona la renta básica permite un tránsito más fluido entre empleo, formación y familia, lo que debería reducir la aparición del agotamiento y la jubilación temprana, permitiendo que la gente extienda el empleo a una parte más prolongada de su vida”. El reparto del tiempo de trabajo se vería incentivado porque personas que en algún momento de su vida precisasen de mayor tiempo por distintas razones (cuidado de alguna persona, estudios, descanso…) tendrían mayores posibilidades de elegir con una renta básica que sin ella.
6) En esta variante de la objeción disponemos al menos de una respuesta fáctica y otra normativa. Empecemos por la primera. Desde 1978 hasta hoy, para Estados de la OCDE, el campeón mundial es el Reino de España, lugar donde la tasa de desempleo ha superado el 15% en 30 años distintos en un periodo de 39 años, de 1978 a 2019. El segundo Estado en tan triste competición está en el cómputo de años ¡a poco más de un tercio! Ser partidario del pleno empleo es admirable, casi heroico (en el caso del Reino de España, propio de mentes ciclópeas cargadas de buenos deseos), pero además hay que especificar si se habla de un pleno empleo en condiciones semiesclavas o en condiciones dignas. Los sindicatos seguro que apuestan por las segundas, la pregunta es: ¿no es la renta básica una medida interesante mientras no se llegase a esta situación de pleno empleo en condiciones dignas? Para algunos incluso entre los que me incluyo sería una buena medida con pleno empleo, pero para los supporters incondicionales del mismo sería al menos aconsejable el apoyo momentáneo. La respuesta normativa se dirige a las aseveraciones frecuentes más sentimentales que racionales del tipo “el trabajo dignifica”. Hay muchas más razones normativas para asegurar que lo que dignifica es tener la existencia material garantizada. Muchos autores, tan distintos en tiempo y formación como Aristóteles y Marx, no tenían la menor duda de que el trabajo asalariado es “esclavitud a tiempo parcial”. Y esclavitud es la palabra contraria a cualquier consideración interesante de libertad.
7) Sobre la pasividad de la clase trabajadora que comportaría una renta básica: lo que indudablemente puede constatarse es que la situación provocada por la crisis económica y las políticas económicas que se han puesto en funcionamiento a partir de entonces, ha provocado una situación de miedo a perder el puesto de trabajo y a aceptar cada vez condiciones de trabajo peores. Como los propios sindicatos constatan. Miedo que constatan y que a menudo sirve para justificar la no convocatoria de movilizaciones. El efecto disciplinador que supone una cantidad muy elevada de trabajadores en paro, que ya fue estudiado por economistas como Michal Kalecki, actúa de forma implacable. Efecto disciplinador que se traduce en aceptación casi acelerada de condiciones salariales y de trabajo más precarias ante el miedo a la “pérdida principal”: la del puesto de trabajo. Es una parte, pero una parte importante, de la historia de los años transcurridos después del estallido de la crisis y de las políticas económicas austeritarias. Una renta básica rompería este efecto disciplinador que dispone el capital contra la población trabajadora. Algo que los sindicatos deberían valorar muy seriamente.
Finalmente, otra confusión que en algún intercambio de opiniones con sindicalistas he observado. Se aduce que la renta básica no es suficiente para abordar algunos de los problemas importantes de tipo económico y social que hoy tenemos planteados. Cierto, pero la confusión es juzgar a la renta básica como una política económica completa. La renta básica sería una medida sin duda importantísima de política económica. Pero no toda una política económica. Otras medidas de política económica que deberían tomarse serían la imposición de una renta máxima, un control público de la política monetaria y una reducción de la jornada laboral. Por citar solamente tres. Toda política económica es una opción social: a quién se favorece y a quién se perjudica. No hay una política económica que favorezca a “toda la población”. Una renta básica es una opción de política económica que, junto con las apuntadas entre otras, apuesta por garantizar la existencia material de toda la población, condición republicana para ser libres.
El reto del sindicalismo en el contexto de la nueva empresa abierta
11/11/2019
Antonio Palacián
Economista y miembro de La Plataforma por la Democracia Económica
Hay que ser contundentes, no será posible recuperar la influencia necesaria de las organizaciones sindicales sin apostar por la participación del trabajador en el nuevo contexto donde se desenvuelve la empresa. Un entorno cada vez más abierto, más diverso, más líquido, que requiere organizarse de otra forma para participar en la creación de espacios más focalizados en la gestión empresarial. El germen de un nuevo sindicalismo puede pasar por impulsar “Lab” experimentales centrados en la micro, como por ejemplo han realizado los recientes premios nobel de economía, para luchar contra la pobreza huyendo de los grandes planes macro.
Hace varios meses me reencontré con el siempre, para mí, interesante e importante tema de la participación de los trabajadores en la empresa, lo hice a través de la Plataforma por la Democracia Económica y con la intención de participar e impulsar un grupo de trabajo en Valencia que pueda avanzar en esta dirección.
Leyendo el excelente artículo de Manel García, en el contexto del III Congreso del TES de la Fundación 1º de Mayo y bajo el lema de “Repensar la Economía con las Trabajadoras y los Trabajadores”, me he animado a dar mi particular visión. Es una visión alejada, “provocativa” y externa, del reto que tiene el sindicalismo para actualizarse que no es otro que, como siempre, aprender haciendo, en este caso apostando decididamente por impulsar la participación del trabajador en la empresa y sumergiéndose en ella.
Recordaba Manel, que Marcelino Camacho decía que “la democracia económica siempre se ha quedado en la puerta de las empresas”, quizá intuía lo importante que iba a ser en el futuro. Se ha avanzado muy poco desde la perspectiva sindical, lo cual ahora es más necesario que nunca pues, el sindicalismo ha ido perdiendo fuerza en las relaciones laborales como consecuencia de las sucesivas reformas que no se han podido parar, al optar casi siempre por posiciones reactivas y defensivas, en general, poco innovadoras. Y, como estábamos en eso, tampoco hemos avanzado casi nada en aprender a desarrollar la participación en la empresa.
En efecto, nombra Manel los casos de los Fondos de inversión puestos en marcha en 1983 en Suecia y derogados ocho años después o, la más conocida iniciativa alemana de la cogestión que también fue incorporada por otros países europeos y que ahora mismo también está en crisis, al no haber podido frenar los efectos negativos de la globalización (compra de empresas por fondos de inversión especulativos, subcontratación, descuelgue convenios, contratación atípica, deslocalización persiguiendo el máximo beneficio, etc.).
Bueno, en ese contexto está el sindicalismo y también la izquierda política. Por un lado, existe un peligro de seguir caminando hacia la irrelevancia al no conectar con el futuro, poniendo el énfasis en revertir la reforma laboral como única alternativa. Hay que hacerlo, pero no para seguir igual e ir a lo anterior pues el pasado no es la solución.
Por otro lado, existe la oportunidad de innovar en la práctica sindical, sumergiéndose en la gestión de una empresa abierta y colaborativa, que nada tiene que ver con la tradicional donde surgió el sindicalismo. La oportunidad, en estos momentos, puede pasar por poner en el centro del debate la “participación y la democracia económica” como el factor más importante del cambio de cultura empresarial que, ligada a las tecnologías digitales emergentes, conforman la transformación digital (Digitalización + Cambio de Cultura) y que sin duda va a marcar el presente y futuro de nuestra sociedad.
Se trata, como dice Manel, que “de forma más amplia debe plantearse el papel de la representación de los trabajadores en los campos de la organización y dirección de los procesos productivos en las empresas”. No se trata, por lo tanto, de seguir identificando la participación con los Fondos de Inversión suecos ni con el sistema de cogestión alemán, pues han pasado cerca de 40 años y ha llovido tanto que, incluso, entre medias ha surgido internet y, sobre todo, la revolución digital y su gran capacidad transformadora con el crecimiento exponencial de la conectividad y los intercambios.
El futuro del sindicalismo pasa por sumergirse en una empresa que necesita abrirse al exterior, hasta tal punto, que incluso la innovación, que es el centro de su supervivencia, ya no puede plantearse sólo en el interior. En esa empresa abierta, el sindicalismo tiene mucho que decir y aprender, pues cuando nace ya lo hace con esa visión como decía Ramiro Reig “…rápidamente comprendieron que debían superar los límites de su empresa y se fueron uniendo…”.
Ahora bien, han pasado muchos años con profundos cambios. El sindicalismo debe explorar, experimentar y comprender, que esa búsqueda de la unión ahora responde a otros criterios más líquidos, más complejos y diversos [1]. Los primeros “sindicatos” se formaban sobre la base de una homogeneidad más sencilla y amplia, ahora los trabajadores son diferentes (asalariados, fijos, eventuales, a tiempo parcial, autónomos, freelance, emprendedores, etc.) unidos por un interés común más individual. Como dice el último informe de afiliación de CCOO “…hay una afiliación “utilitarista” por llamarla de alguna manera. Que utiliza el sindicato a demanda cuando tiene una contingencia…” [2].
Es curioso que ahora que la empresa tiene que abrirse al exterior, las sucesivas reformas laborales hayan ido en dirección contraria. Por eso hay que derogar las reformas, porque no van con los tiempos, ni con lo que necesita el progreso de la empresa y de la sociedad. No hay que derogarlas para ir a la situación anterior, sino para avanzar por la participación y democracia económica. Y en ese camino no será difícil encontrar aliados, los primeros aquellos movimientos que tienen en su base la gestión empresarial participativa, especialmente el cooperativismo.
La empresa tradicional, entendida como propiedad de los accionistas o directivos o de las administraciones, está en crisis y ya no es suficiente para dar una respuesta eficiente y eficaz en la gestión. Hace poco lo decía hasta el Financial Times, “ha llegado el momento de resetear el capitalismo” entendido como el sistema cuyo centro es la empresa que responde sólo a los intereses del capital. El enfoque en maximizar las ganancias y el valor para los accionistas ya no son suficientes, nos está llevando al desastre y alerta sobre empresas mal gestionadas (Endesa ha anunciado una distribución de beneficios por encima de los generados en 2019). Sin embargo, los Fondos de Inversión Internacionales tienen más fuerza que nunca. Quizá son los últimos coletazos de esta financiarización de la economía, como está pasando con la barbaridad de la “obsolescencia programada” en el contexto de la sostenibilidad y de la necesidad de transitar de una economía lineal a una circular.
El sindicalismo tiene que apostar por la innovación y el cambio, tratando de traer el futuro a la agenda del presente y no entendida como aquella que parte del análisis del pasado para desde ahí asomarnos al futuro. En esa conexión con el futuro hay un tema organizativo interno que pasa por sumergirse en la gestión de una empresa abierta, apostando por una acción sindical experimental y micro centrada en la experimentación de la participación (gestión, beneficios, propiedad). Y dos temas transversales externos que están llamados a transformar la sociedad: la transición de una economía lineal a una economía circular (una reciente encuesta de la UE reflejaba que el 97% de los ciudadanos europeos querían que se hicieran más esfuerzos por la sostenibilidad) y la otra, sin duda, es pensar e interiorizar la transformación digital (Digitalización + cambio de cultura) como herramienta para afrontar los problemas y sus soluciones.
Notas:
[1] Bauman define esto como “identidad liquida” y según Castells, las redes hacen posible un tercer tipo de relación social caracterizada por el comportamiento colectivo antes que por una sensación colectiva de pertenencia
[2] http://unaisordo.com/los-indices-de-afiliacion-sindical-en-espana
Marxismo y cooperativismo
09/11/2019
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
¿Qué es el cooperativismo?
El cooperativismo nació en el mismo medio social, en la misma época, de la misma miseria proletaria y de la misma opresión, bajo el impulso del mismo espíritu que el sindicalismo y el socialismo. Expresa las mismas profundas aspiraciones y la misma concepción de la vida. Pero lo que distingue el cooperativismo de las demás formas de acción es su medio de acción, que se basa en la creación de empresas para sustituir la figura del empresario, y así escapar a la explotación de las empresas privadas con las que tenían relación como trabajadores, clientes o proveedores.
La empresa cooperativa fue inventada por obreros y no por intelectuales. Los obreros imprimieron a estas empresas autogestionadas una moral que es, de consuno, altivez por liberarse con el esfuerzo propio y solidaridad mutua: uno para todos y todos para uno [1].
A estas primeras cooperativas, que surgieron espontáneamente a finales del siglo XVIII y principios del XIX en Escocia e Inglaterra, le sucedieron luego otras ya claramente influenciadas por el pensamiento socialista, de mayores ambiciones y también con mayor éxito [2]. Así, en la década de 1830 y de 1840 empiezan a surgir cooperativas de consumo, de producción y de crédito, que luego se extienden a la promoción de viviendas, a la compra de utillaje agrícola y a otros fines bien diversos.
Las reglas fundamentales del cooperativismo han sido las siguientes:
1º. Adhesión libre, e igualmente la dimisión siempre es posible. La adhesión sólo es obligatoria, de hecho o de derecho, en caso de que la cooperativa administre un servicio público o un monopolio.
2º. Poder democrático: cada cooperativista tiene un solo voto, incluso si posee varias acciones. El consejo de administración, elegido por la asamblea general y responsable ante ella, es el órgano ejecutivo; pero las funciones de los administradores son muchas veces gratuitas, ya que estos actúan más por convicción y por adhesión que por interés económico.
3º. La ganancia: regla de la bonificación anual de los beneficios. Cuando hay beneficios -resultado que no es preceptivo- estos pertenecen a los socios y están afectados, por decisión de la asamblea general y en proporciones variables, a los tres usos siguientes: a) inversiones en la empresa, b) obras sociales, y c) repartidos entre los cooperativistas anualmente y en proporción a su actividad en la cooperativa.
4º. El capital y el riesgo económico. El capital social es suscrito en forma de acciones por los cooperativistas, que pueden adquirir una o varias de ellas, aunque no tienen que comprar una acción ya existente pues se crea una nueva para cada adherido. Estas acciones no dan derecho a un beneficio de la empresa, sino únicamente a un interés fijo que la ley decreta; además, éste sólo se reparte si hay beneficios. Las reservas acumuladas, cuando se disuelve la cooperativa, se reparten por ley a obras de interés general [3].
Siguiendo a José L. Monzón, podemos decir que son tres las notas distintivas del movimiento
cooperativo: a) aparece históricamente durante la Revolución industrial y la implantación del
capitalismo; b) si bien en una primera etapa el grupo social que lo impulsaba era la clase obrera, muy pronto la cooperativa será un instrumento utilizado por otros grupos sociales, capas medias urbanas y agricultores, también golpeados por el nuevo orden económico; c) en esencia, la cooperativa ha sido un instrumento utilizado por los grupos sociales menos favorecidos por el capitalismo [4].
En el origen del cooperativismo aparecen distintas motivaciones. Encontramos, en primer lugar,
empresas ‘paternalistas’, en donde la propiedad se transfiere de un propietario privado a los
trabajadores por motivos filantrópicos o idealistas. En segundo lugar, empresas ‘defensivas’, donde la propiedad de los trabajadores se utiliza como una estrategia para salvar los puestos de trabajo cuando una factoría se enfrenta con el cierre. Y, finalmente, empresas ‘ofensivas’, las creadas desde la base [5].
Marxismo y cooperativismo
Marx dedicó importantes comentarios acerca del cooperativismo, en especial a las cooperativas de
producción. Lo reconoció como «una de las fuerzas transformadoras de la sociedad actual», pero señalando al mismo tiempo que el movimiento cooperativo, por sí sólo, es impotente para transformar la sociedad capitalista.
En efecto, dice Marx sobre el valor intrínseco del cooperativismo:
«Nosotros reconocemos el movimiento cooperativo como una de las fuerzas transformadoras de la sociedad actual, fundada sobre el antagonismo de las clases. Su gran mérito consiste en mostrar en la práctica que el sistema actual de subordinación del trabajo al capital, despótico y pauperizante, puede ser suplantado por el sistema republicano de la asociación de productores libres e iguales».
También lo siguiente:
«Hablamos del movimiento cooperativo y, especialmente, de las fábricas cooperativas creadas por los esfuerzos espontáneos de unos pocos trabajadores intrépidos. El valor de estas grandes experiencias sociales no puede ser subestimado. No es con argumentos, sino con hechos, cómo los trabajadores han demostrado que la producción en gran escala, de acuerdo con las exigencias de la ciencia moderna, es posible sin la existencia de la clase patronal empleando a trabajadores; que los medios de trabajo, para dar su fruto, no necesitaban ser monopolizados ni ser convertidos en medios de dominación y de explotación contra el trabajador; y que el trabajo asalariado, como el de los esclavos y el de los siervos, no es más que una forma transitoria e inferior que está destinada a desaparecer ante el trabajo asociado».
Y finalmente:
«Si la producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un engaño; si ha de sustituir al sistema capitalista; si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional con arreglo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fina a la constante anarquía y a las convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción capitalista, ¿qué será eso entonces, caballeros, más que comunismo, comunismo ‘realizable’?».
Pero, por otro lado:
«…el movimiento cooperativo limitado a las formas minúsculas nacidas de los esfuerzos individuales de los esclavos asalariados es impotente para transformar por sí mismo la sociedad capitalista. Para convertir la producción social en un amplio y armonioso sistema de trabajo cooperativo son indispensables cambios generales. Estos cambios nunca se realizarán sin el empleo de las fuerzas organizadas de la sociedad. Por consiguiente, el poder gubernamental arrancado de las manos de los capitalistas y de los hacendados, debe ser tomado por las mismas clases obreras».
Y esta conclusión no es fruto de la especulación, pues:
«…la experiencia del período comprendido entre 1848-1864 ha demostrado, sin ningún género de dudas (lo que ya ha sido expresado por los más inteligentes dirigentes de la clase obrera en los años 1851 y 1852, respecto al movimiento cooperativo en Inglaterra), que, por excelente que sea en la práctica, el trabajo cooperativo, encerrado en el estrecho círculo de los esfuerzos parciales de obreros dispersos, no es capaz de contrarrestar el progreso geométrico del monopolio, no es capaz de emancipar a las masas, ni siquiera es capaz de aliviar sensiblemente la carga de su miseria… para salvar a las masas obreras, el trabajo cooperativo debe ser desarrollado a dimensiones nacionales y consecuentemente sostenido por medios nacionales» [6].
No han faltado autores contemporáneos que han interpretado estas afirmaciones de Marx como un
aval a cierto tipo de socialismo basado en la autonomía de empresas cooperativas, como el que se
puso en marcha en la antigua Yugoslavia. Pero como certeramente ha expuesto de nuevo José L.
Monzón, tal interpretación pasa por alto las siguientes consideraciones:
1º. Es una constante en la reflexión marxiana el planteamiento de una síntesis entre plan y
autonomía de las unidades productivas.
2º. Es obligado reconocer en Marx el papel que juega la teoría del valor y de la explotación y, en este sentido, la división del trabajo en el intercambio (por medio del mercado) que conduce, en el análisis marxiano, al desarrollo de relaciones de carácter explotador 7 (muy alejadas del
‘justo precio’ al que se referían los primeros cooperativistas).
Resulta interesante comprobar cómo llegó a admitir Lenin, en el periodo de la Nueva Política
Económica de la URSS, basada en concesiones a la iniciativa privada y al mercado, que la tarea de incentivar el cooperativismo se había convertido en un asunto fundamental para hacer progresar el socialismo. Y lo hizo sobre la base de dos premisas: 1) que ya se había conseguido lo que el cooperativismo, por sí solo, no podía lograr, es decir el control obrero del Estado y la propiedad estatal de los medios de producción básicos; 2) que desde el punto de vista de la transición al socialismo, el cooperativismo era el camino más «sencillo, fácil y accesible para el campesinado» [8].
Frente al doctrinarismo de los ‘izquierdistas’ de turno, vemos aquí todo un ejemplo de realismo y pragmatismo político.
Cooperativismo y burocracia
Según los investigadores J. Rothschild y J. A. Whitt, las cooperativas de producción son radicales en el aspecto organizativo, pues luchan por resistir a las prácticas jerárquicas y burocráticas que todos nosotros consideramos inevitables y por sustituirlas por prácticas democráticas participativas [9].
Ello se puede comprobar en los siguientes aspectos:
– Autoridad. Todos los socios tienen derecho a una participación plena e igual; en vez de complicados y formales sistemas de votación y de mayorías, funciona un ‘proceso de consenso’ en el que todos los miembros participan en la formulación colectiva de los problemas y en la negociación de las decisiones; sólo las decisiones que parecen contar con el consenso del grupo, se consideran vinculantes y legítimas. Lógicamente, a los individuos pueden atribuírsele zonas bien delimitadas de autoridad, pero esta autoridad es delegada, viene definida por la colectividad y está sujeta a revocación por parte de ésta, la búsqueda de un objetivo común, elemento inseparable del proceso de consenso, es la base para la coordinación y el control colectivos. El igualitarismo también tiene su reflejo sobre las remuneraciones de los partícipes: 1) las diferencias de ingresos son mínimas, cuando estas existen, y 2) en
ocasiones se aplica el viejo precepto de ‘a cada uno según sus necesidades’.
– División del trabajo. Los diferentes trabajos se mantienen tan generales y holísticos como sea posible; se busca la mínima especialización y la superación de la división del trabajo manual e intelectual mediante los siguientes tres medios: la rotación de trabajos, la coparticipación en las tareas y la difusión o ‘desmitificación’ del conocimiento especializado. Sin embargo la minimización de las diferencias es difícil y exige mucho tiempo.
– Reglas. Tratan de utilizar el menor número posible de reglas, y las decisiones se toman, en general, según van presentándose y se adaptan a las peculiaridades de cada caso individual. No obstante existen algunas reglas, si bien es cierto que al estar éstas siempre sujetas a una negociación de grupo y a cambios, no pueden grabarse en piedra o ritualizarse, y tampoco se imponen desde arriba.
Para estos investigadores, las innovaciones organizativas más importantes que se han producido en las cooperativas se refieren al dominio de la autoridad y la división del trabajo, aunque también se han producido innovaciones de menor calado no sólo en lo que se refiere a las reglas, sino también en las formas de control social, en las relaciones sociales, en el reclutamiento y acceso, en la estructura de incentivos y en la estratificación social [10].
Vale la pena leer este libro para darse cuenta de qué manera tan sorprendente el trabajo cooperativo ha sido capaz de alterar las relaciones sociales de producción.
Notas:
[1] Georges Laserre: El cooperativismo, Barcelona, ed. Oikos-Tau, 1972, pp. 11-4.
[2] José L. Monzón Campos: Las cooperativas de trabajo asociado en la literatura económica y en los hechos, Madrid, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1989, pp. 25 y s.
[3] Georges Laserre: op. cit., pp. 15-24.
[4] José L. Monzón Campos: op. cit., pp. 23 y s.
[5] Joyce Rothschild y J. Allen Whitt: El lugar de trabajo cooperativo, Madrid, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1991, pp. 246 y s.
[6] Cit. en José L. Monzón Campos: op. cit., pp. 90, 141-8.
[7] José L. Monzón Campos: op. cit., pp. 148 y s.
[8] Vladimir. I. Lenin: “Sobre la cooperación”, en Obras escogidas, Moscú, ed. Progreso, 1980, pp. 719-725.
[9] Joyce Rothschild y J. Allen Whitt: op. cit., p. 28.
[10] Joyce Rothschild y J. Allen Whitt: op. cit., pp. 79-97.
¿Cómo mejoramos la productividad?
07/11/2019
Mónica Melle Hernández
Profesora de Economía Financiera, miembro de Economistas Frente a la Crisis y Secretaria General de la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas
La transformación digital está alterando el mundo empresarial y laboral, con efectos en la calidad de los empleos, los costes de producción y la productividad de las empresas. Para conseguir un crecimiento económico sostenido y sostenible que permita avanzar hacia una sociedad más inclusiva e igualitaria, resulta clave mejorar la productividad de nuestra economía.
Uno de los argumentos que motivaron la reciente reforma laboral fue precisamente el de aumentar la baja productividad estructural de nuestra economía. Sin embargo, entre 1995 y 2018 la productividad creció en promedio un 0,8%, pero en 2017 ya se estancó, y en 2018 y 2019 ha caído entre dos y tres décimas anuales. Al mismo tiempo la reforma laboral ha motivado una devaluación salarial, con descensos en la remuneración de los asalariados de hasta tasas interanuales del 5,2% en el segundo trimestre de 2019, y aumentos en los beneficios empresariales.
Esos aumentos de las rentas empresariales no siempre se trasladan a inversión productiva y, con ello, a creación de empleo futuro. Con frecuencia se afirma que el incremento de los salarios es un buen síntoma de una economía en crecimiento y que, con ello, aumenta el consumo privado y la demanda. Pero no hay atajos ni menús gratis: esto sólo es cierto si a medio y largo plazo también lo hace la productividad. Cuanto más aumenten los salarios porque la productividad crece en la misma proporción, mejor para los trabajadores, y la sociedad en su conjunto.
La competitividad de nuestra economía y de nuestras empresas se consigue invirtiendo en activos intangibles específicos, entre los que destacan el desarrollo y capital tecnológico, la calidad de gestión y organización interna, y la formación y capacitación de los trabajadores. El gráfico 1 muestra la relación entre inversión en I+D y productividad por hora trabajada de los países de la UE.
Si verdaderamente queremos apostar por un crecimiento sostenido, prolongado y equilibrado, que permita avanzar hacia una sociedad más igualitaria, es necesario adoptar medidas eficaces con las que facilitar que aumenten la inversión de las empresas en investigación, desarrollo e innovación, y en mejorar la gestión y el capital humano. Y con ello crecerán la productividad y los salarios.
En demasiadas ocasiones, los directivos demuestran comportamientos cortoplacistas ineficientes que dan lugar a resultados insostenibles para las empresas y para la economía del país. La búsqueda descarnada de su propio interés va en detrimento de la necesaria reinversión de los beneficios empresariales en la propia empresa para mantener y mejorar su capital tecnológico, su capital humano (y la formación del mismo) y su investigación, desarrollo e innovación que permitan incrementar la productividad de tales empresas.
Para lograr esos aumentos de la productividad es preciso democratizar las empresas. Éstas han de gobernarse satisfaciendo las expectativas de todos los grupos de interés -trabajadores, clientes, proveedores, accionistas y sociedad en general-. El objetivo de maximizar beneficios está socialmente obsoleto.
La participación de trabajadores en el gobierno de las empresas se demuestra determinante para consolidar la sostenibilidad de las empresas, su apuesta por la industria, la investigación, desarrollo e innovación, la formación de su capital humano y el establecimiento de unas relaciones laborales cooperativas alejadas de la cultura del conflicto. Todo ello redunda en una mayor productividad de las empresas y también en una mejora de su competitividad.
El modelo “stakeholder” de empresa implica además de que éstas cedan beneficio financiero a beneficios sociales, llevar a cabo políticas sociales. Especialmente equilibrar el reparto de excedentes entre los “stakeholders” en función del valor que aporta y del riesgo que asume cada uno de ellos. Se trata de medidas redistributivas ex-ante que contribuyen a combatir la desigualdad creciente que favorece el “capitalismo de casino o especulativo”, en detrimento de la inversión productiva. Lo que a la vez resulta muy ineficiente para la productividad y el crecimiento económico.
Repensar la economía con las trabajadoras y trabajadores
06/11/2019
Unai Sordo
Secretario General de CCOO
La democratización de la empresa y la participación de los trabajadores en ella es una de las mayores aspiraciones desde una perspectiva del interés social de la economía. El movimiento sindical, y el conjunto de la sociedad, no pueden renunciar a que las decisiones de inversión privada se tomen teniendo en cuenta el interés general.
Por eso hoy en día el gran reto de la izquierda política y social comprometida con la transformación del mundo es repensar la economía y la empresa —que fundamentalmente es un espacio de poder— desde la democracia, ya que lo más relevante para generar sociedades más libres, equitativas y justas, para lograr una distribución de los bienes y servicios producidos más equitativa, es la propiedad de las empresas.
Es un tema que tiene varias dimensiones que conviene distinguir. En primer lugar, la democracia económica, aun siendo un concepto complejo que admite distintas interpretaciones, nos habla de la posibilidad de que seamos los ciudadanos en cuanto personas trabajadoras, quienes tomemos decisiones sobre las cuatro preguntas clásicas de la economía: ¿qué producir, para quién producir, cómo producirlo y cómo repartir la riqueza generada? El Estado, al introducir el criterio de necesidad en la asignación de recursos para cubrir algunos bienes y servicios (sanidad, educación, vivienda, dependencia, etc.), permite que no sean solo los criterios de mercado —es decir, aquellos que tienen mayor poder adquisitivo— los que determinen qué se produce y para quién se produce. Pero es la creación de “capital colectivo” la que permite que los trabajadores podamos participar en la toma de decisión de las otras dos preguntas clásicas de la economía: ¿cómo producir? y ¿cómo repartir la riqueza generada? En el cómo producir, la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas es determinante para que no se atiendan solo las razones de rentabilidad cortoplacista del capital, y se mejoren las condiciones de trabajo, la salud laboral, se negocie el ritmo de incorporación del cambio tecnológico, se gestione de forma inclusiva la fuerza laboral ante modificaciones coyunturales de la demanda.
Todo ello, en términos macro de todo un país, determina la capacidad de creación de empleo estable, decente y con derechos, enfrentándose a la lacra de la precariedad laboral. En él cómo repartir la riqueza generada, la distribución primaria de la renta entre trabajadores y accionistas-rentistas, resulta evidente que una mayor participación de los trabajadores en el capital de las empresas reduce la desigualdad social de un país. Los sindicatos somos el principal agente social que introduce la democracia en la empresa, pero los sindicatos operamos en diferentes marcos legales: algunos de ellos son más favorecedores de la democratización de la empresa, y otros no.
Si bien es cierto que la participación también es un concepto amplio, que va desde procedimientos de información-consulta hasta la intervención de los trabajadores en los órganos de la empresa, no se puede hablar de participación si los trabajadores no están en situación de ejercer cierta influencia en los asuntos de la empresa. La participación de los trabajadores en los Consejos de Administración es una cuestión muy relevante en la mayor parte de los países europeos, en 17 de los 28 miembros de la Unión Europea, además de Noruega, tienen sistemas que garantizan el derecho de los trabajadores a estar representados en el consejo de administración o de supervisión de sus empresas, con poder de decisión.
Repensar la economía desde la democracia debe impulsar, por tanto, la creación de sólidos espacios de “capital colectivo” en la empresa capaces de ofrecer marcos de intervención sindical que incrementen la participación de los trabajadores en su gestión y, en algunos casos, una distribución más igualitaria del capital en ellas: como planteó la ley de cogestión alemana de 1976; los fondos de inversión colectiva de los trabajadores instaurados en Suecia en 1984; o la reciente propuesta de participación de los trabajadores en los consejos de administración aprobada por el Partido Laborista británico en su reciente Congreso de Liverpool por iniciativa de su responsable de economía, John McDonnell.
En España ha resultado muy provechosa para los intereses de los trabajadores la participación de los representantes sindicales en las empresas públicas, fruto del acuerdo INI-Teneo con CCOO y UGT en 1995 a la hora de enfrentarse a expedientes de regulación de empleo, procesos de privatización, ventas de empresas y cierres de centros de trabajo. Dicha actividad en los consejos de administración fue complementada por la acción sindical habitual en estas situaciones, movilizaciones laborales incluidas.
También es un buen ejemplo, en este caso en la empresa privada, el acuerdo alcanzado en 1994 en Construcciones Auxiliares del Ferrocarril, empresa del sector de construcción de material ferroviario con más de siete mil trabajadores y con centros de producción en todo el mundo, por el que parte del capital de la empresa se vendió a los trabajadores, que actualmente detentan la propiedad de más de un 25% de la empresa, agrupado en Cartera Social, que es el primer accionista de la empresa. No obstante, la participación financiera de los trabajadores en la empresa también acarrea riesgos desde un punto de vista sindical que no podemos obviar.
Desde el momento en que una parte de la retribución del trabajador pueda estar vinculada a la evolución económica de la empresa o al valor de sus acciones, si tenemos en cuenta que el proceso productivo se ha desintegrado, la tentación de maximizar el resultado empresarial sobre la reducción de costes de las empresas subalternas de la principal, puede “contaminar” a una parte de los trabajadores que también son “propietarios” de la empresa. Es decir, hay que considerar que, sin una profunda intervención sindical, se puede agudizar la contradicción entre los trabajadores situados en el núcleo central de la cadena de valor y poseedores de parte del capital, con quienes están en los espacios externalizados. Ya que la reducción salarial o precarización del empleo de estos puede utilizarse para maximizar los beneficios de la empresa principal. Por ello, nuestra visión sobre la participación del trabajo en el capital colectivo no es algo que vinculemos solo a un modelo de apropiación de la productividad de la empresa y sus excedentes (algo legítimo), sino también y principalmente a una forma de fortalecer la posición de trabajadores y trabajadoras de forma colectiva -es decir, sindicalizada- en la toma de decisiones estratégicas empresariales.
Por lo tanto, la lógica de la participación financiera en la empresa no se puede disociar de la visión del mundo del trabajo organizado y sindicalizado, sobre toda la cadena de valor, desbordando el estricto perímetro de la gran empresa. Sin tener en cuenta este análisis estaríamos hablando de un mero sistema de retribución variable vinculado a objetivos o evolución del precio de acciones, que como sindicato nos genera serias dudas para determinar estrategias de actuación, ya que puede ser contraproducente.
Asimismo, hay que considerar que este planteamiento debe afrontarse de forma paralela a apurar los márgenes que el derecho laboral otorga en materia de procedimientos de información y consulta que disputan la capacidad del empresario de organizar unilateralmente la empresa. Este también es un tema de importancia, ya que el sindicalismo no debe utilizar solo el periscopio sino también el microscopio. Una importante mejora de la acción sindical tiene que venir del pulso por disputar el acceso a la información en el centro de trabajo.
En la medida que la segmentación de la clase trabajadora del futuro puede venir determinada en buena parte por el acceso democrático a la formación y al reconocimiento permanente de las cualificaciones los sistemas de participación, información y consulta requerirán cada vez un mayor poder sindical y un mayor grado de conocimientos de nuestros representantes en las empresas, tanto de los sindicalistas de referencia como de los “cuadros” sindicales.
Este ejercicio de prospección será muy difícil hacerlo desde una negociación colectiva dada ingente cantidad de pequeñas empresas que caracteriza nuestro tejido industrial. El sindicalismo en este terreno puede jugar un papel relevante, si contamos con un marco institucional reconocido y que nos permita utilizar nuestra penetración en miles de empresas para anticipar los cambios. Y aquí, la información que extraemos en el centro de trabajo, junto a la presencia en los distintos espacios bipartitos y tripartitos, nos puede permitir ser un agente dinamizador fundamental.
Hay que reconocer, no obstante, que estas dinámicas son complicadas porque las reformas introducidas en los últimos años han ido en sentido contrario, incrementando el poder de decisión discrecional del empresariado en una visión neoautoritaria de la relación laboral y la organización de la empresa. Pero sin utopías cercanas es imposible el avance del progreso social.
Notas:
* Este articulo ha sido publicado en Le monde Diplomatique en español, en el número de noviembre de 2019.
El papel de los sindicatos en la lucha contra la desigualdad de ingresos
06/11/2019
Alexander Guschanski
Profesor de Economía en el Centro de Investigación de Economía Política de la Universidad de Greenwich
* Coautora del artículo: Özlem Onaran, Catedrática de Economía, codirectora del Centro de Investigación de Economía Política/Instituto de Economía política, Gobernanza, Finanzas y Contabilidad, Universidad de Greenwich.
En los últimos 40 años hemos asistido a un notable incremento de la desigualdad en cuanto a ingresos personales y a un declive de la participación de los salarios en el PIB en las economías avanzadas y emergentes. ¿Se trata de consecuencias inevitables de la era de la automatización, o podemos diseñar políticas que inviertan estas tendencias? ¿Qué papel pueden desempeñar los sindicatos? ¿Y cuál sería el impacto del incremento de la igualdad sobre el empleo y el crecimiento económico?
1. La desigualdad de ingresos es elevada y va en aumento en la mayoría de los países
La renta nacional per cápita real (esto es, descontada la inflación) en España y en la UE15 es ahora más del doble que en la década de 1970. Por término medio tenemos más del doble de ingresos que nuestros padres. Esto suscita la pregunta siguiente: ¿por qué la percepción de los trabajadores es que no están mucho mejor y que, en algunos casos, están mucho peor que las generaciones anteriores? Para responder a esto tenemos que examinar las tendencias que, hasta hace poco, se han pasado por alto por muchos economistas y responsables políticos. En primer lugar, la proporción de la renta nacional del 1% más rico ha pasado de un 8,2% a un 9,8% en España (un incremento del 20%; Alvaredo, et al., 2019). En segundo lugar, mientras que en el año 1985 el 10% más rico de la población poseía tantos ingresos como el 50% de la población más pobre, la participación en los ingresos de ese 10% más rico ha venido aumentando continuamente (un 4,5% desde 1985), a la vez que los ingresos del 50% más pobre han ido disminuyendo (un 7% desde 1985). No es de extrañar que el coeficiente de Gini, la medida más extendida de la distribución de ingresos, se ha incrementado en un asombroso 42% entre 1987 y 2016 (UNU-WIDER, OCDE, 2019). La Gran recesión y la Crisis del Euro exacerbaron estas tendencias, de manera que el salario real medio es un 7% inferior al máximo alcanzado en 2009 en España, tras un largo y dramático período de descenso de los salarios reales.
Para comprender porque se ha producido esta fuerte tendencia a la desigualdad hay que examinar los cambios que se han producido en la participación de los salarios en la renta nacional. La mayoría de la gente depende de sus ingresos salariales, mientras que los ingresos del capital, provenientes de los beneficios empresariales, se concentran sobre todo en los más ricos. En otras palabras, los salarios se distribuyen de una manera más equitativa que los beneficios empresariales, que las rentas del capital. Por tanto, un descenso de la proporción de los salarios suele significar que los colectivos con menos ingresos salen perdiendo con respecto a los hogares más ricos. Las cuatro últimas décadas se han caracterizado por un brusco descenso de la participación de los salarios en la renta nacional tanto en las economías de la OCDE como en las emergentes. En España, la participación de los salarios en la renta nacional cayó desde el 72,9% en 1975 hasta el 60,6% en 2019 (AMECO, 2019). Cabe destacar que la bajada de la participación de los salarios ha recaído principalmente sobre quienes tenían salarios medios-bajos y bajos, mientras que los sueldos de los directivos con ingresos muy elevados han crecido mucho. Efectivamente, las personas con salarios medios y bajos han sufrido un doble golpe, tienen acceso a una porción cada vez más reducida de un pastel salarial que cada vez es más pequeño.
2. Las causas de la desigualdad de ingresos se encuentran en la reducción del poder de negociación de los trabajadores
Los cambios producidos en la capacidad de negociación entre el capital y el trabajador han sido el principal motivo que explica esta tendencia a la desigualdad. Se han producido cambios socioeconómicos radicales en las últimas décadas, en particular:
• El cambio tecnológico, específicamente el uso creciente de la robótica y de las tecnologías de la información y las comunicaciones;
• La creciente importancia de las cadenas de valor mundiales entre las economías avanzadas y las emergentes, con acontecimientos señalados como la entrada de China en la OMC y el aumento de las migraciones;
• Los directivos han orientado la gestión empresarial cada vez en mayor medida hacia el cortoplacismo y la creación de “valor para los accionistas”;
• En la mayoría de los países de la OCDE se han producido cambios en el marco institucional en él que se desarrolla la negociación colectiva, lo que incluye un importante descenso de la densidad sindical y de la cobertura de los convenios colectivos;
En nuestro estudio hemos analizado la repercusión de estos factores sobre la participación de los salarios en distintos sectores en 14 países de la OCDE, incluida España (Guschanski y Onaran, 2017). Nuestras conclusiones indican que los cambios producidos en el poder de negociación explican más de dos tercios del descenso de la participación de los salarios en la renta nacional. Ello tiene que ver principalmente con el fuerte deterioro de la densidad sindical y la reducción del estado del bienestar. En España, después de la transición de los años 70, la densidad sindical disminuyó menos que en el Reino Unido o EE. UU., pero sigue siendo cinco puntos porcentuales inferior al máximo alcanzado en 1993, y en un nivel muy bajo (14,8% en 2016) en comparación con otros miembros de la OCDE. Nuestros datos indican que, si no fuera por la relativa estabilidad el índice de densidad sindical que hay en España, la participación de los salarios en la renta nacional habría disminuido aún más. Según nuestras investigaciones, los sindicatos son particularmente eficaces a la hora de incrementar los salarios de los trabajadores poco cualificados, especialmente cuando se coordina la negociación colectiva y su grado de cobertura es alto. Sin embargo, en los países donde la cobertura de la negociación colectiva es baja, las medidas a escala nacional, como el gasto social gubernamental, son más importantes para determinar el poder de negociación de los trabajadores. Una reciente investigación del FMI confirma que hay un impacto positivo de la densidad sindical sobre la distribución de los salarios, ya que los sindicatos influyen en que se moderen los salarios muy elevados (Jaumotte y Osorio Buitrón, 2015).
A menudo se señala a las migraciones como el fenómeno ocasionado por la globalización que tiene más importancia en el incremento de la desigualdad. Sin embargo, según nuestras investigaciones es la deslocalización, es decir, el traslado de la producción a países con bajos salarios, la principal causa del impacto negativo de la globalización en las sociedades desarrolladas. El cambio tecnológico tiene un efecto negativo debido a la automatización de las tareas rutinarias; sin embargo, no es la única causa de la fuerte reducción de la participación de los salarios en la renta nacional, concretamente de los obreros poco cualificados. Por el contrario, nuestros datos apuntan a que ha sido la pérdida de poder de negociación de los trabajadores lo que ha impedido que estos se hayan beneficiado en igual medida que el capital de los avances tecnológicos. El incremento del empleo femenino en el marco de un sistema de negociación colectiva que ha tenido hasta ahora una escasa representación de las trabajadoras y de una débil legislación en materia de igualdad salarial ha sido también un elemento que ha contribuido a la caída de la participación de los salarios en la renta nacional. Por último, también hemos encontrado que en Gran Bretaña la reducción del peso de la remuneración de los trabajadores en la renta nacional ha sido ocasionada por la creciente orientación de la gestión empresarial a crear “valor para los accionistas” y por el aumento de la financiarización de la actividad empresarial (Guschanski y Onaran, 2018).
Entonces, ¿cómo invertir la desigualdad? La clave es el desarrollo de un marco institucional que establezca un equilibrio en el poder de negociación entre los trabajadores y los accionistas, entre el trabajo y el capital. Las relaciones laborales están determinadas por las instituciones y las políticas, y estas pueden ser modificadas para contrarrestar el impacto negativo que, hasta ahora, han tenido el cambio tecnológico y la globalización sobre la desigualdad. Los efectos negativos de la apertura comercial o de la integración mundial no son algo inevitable, son la consecuencia de las actuales políticas nacionales e internacionales que están basadas en la austeridad persistente y en las políticas de precarización del empleo en aras de la flexibilidad del mercado laboral. Para hacer frente a la creciente desigualdad de rentas es preciso reestructurar el marco institucional y político en el que se desarrollan la negociación colectiva y garantizar que la capacidad negociadora de los trabajadores esté más equilibrada con la del capital.
Concretamente, el impacto negativo de la globalización o del cambio tecnológico puede ser considerablemente moderado o contrarrestado mediante:
• El fortalecimiento del poder de negociación de los trabajadores a través de mejorar la legislación sobre los sindicatos, volviendo a regular el mercado laboral y ampliando la cobertura de la negociación colectiva;
• El incremento del salario mínimo legal y la puesta en marcha de procedimientos para lograr un aumento progresivo del salario mínimo hasta el nivel de un salario digno; aceleración de este proceso a través del uso de la contratación pública;
• Mejorar y fortalecer la legislación sobre igualdad salarial y representación de las mujeres en la negociación colectiva;
• Reorientación de las políticas macroeconómicas con el objetivo de garantizar el pleno empleo y reequilibrar tanto las relaciones de poder en la negociación colectiva como la estructura de la economía;
• Reducción sustancial de la jornada laboral en paralelo con el crecimiento histórico de la productividad con compensación salarial, al menos, para quienes tienen salarios por debajo de la media;
• Implantación de un sistema impositivo diseñado adecuadamente y de una gobernanza corporativa que genere incentivos para reducir los pagos de dividendos y las recompras de acciones que incremente los salarios en línea con el crecimiento de la productividad, incluyendo mayores gravámenes fiscales para los beneficios empresariales y las ganancias de capital, y prohibición de las recompras de acciones; desvinculación de la remuneración de los directivos del valor de las acciones; inclusión de los representantes de los trabajadores, y de la sociedad en general, en los consejos de administración de las empresas.
Es probable que el reciente auge del populismo político –desde el Brexit hasta Trump o el nacionalismo de la Europa continental– sea en parte una respuesta ante el incremento de la desigualdad. En lugar de los principales motores de creación desigualdad que hemos identificado en nuestro análisis, a menudo se culpa a los migrantes, ya que constituyen un blanco fácil: son visibles, mientras que los procesos socioeconómicos como la financiarización de la economía y la deslocalización son menos tangibles. Nuestra investigación indica que estas estrategias populistas no conducirán a ninguna mejora de la igualdad, sino que reducirán el poder de negociación de los trabajadores al desviar la atención de los factores institucionales reales que están detrás de la caída de la participación de los salarios en la renta nacional.
3. El aumento de la desigualdad de ingresos acarrea consecuencias económicas negativas.
Nuestra investigación muestra que este conjunto de políticas daría lugar a una situación en la que todos saldrían beneficiados, win-win en términos anglosajones, caracterizada por una sociedad radicalmente más justa y un mayor crecimiento económico (Onaran y Obst, 2015; Onaran y Galanis, 2014; Stockhammer y Onaran, 2004). El descenso de la participación de los salarios en el PIB a lo largo de las tres últimas décadas ha estado acompañado de un crecimiento más débil de la producción. Las tasas de crecimiento de España aparentemente más altas de los años 2000–07 parecen, si volvemos la vista atrás, un espejismo: en esos años lo que posibilitó el incremento del consumo, en el contexto estructural de una pérdida de peso de los salarios, fue el creciente endeudamiento de los hogares. Un modelo de crecimiento muy frágil que se derrumbó al llegar la Gran Recesión de 2007-2008.
La política económica neoliberal solo considera a los salarios como costes para las empresas. Cuando la proporción de salarios se reduce, aumentan los beneficios. Como consecuencia de ello, la visión neoliberal de la economía considera que cuando se reducen los salarios se incrementan los beneficios, se impulsa el crecimiento; las inversiones empresariales se recuperan y las exportaciones son más competitivas gracias a la reducción de los costes laborales. En este tipo de razonamiento es en el que se basan las políticas de la Unión Europea que apuestan por la moderación salarial, y que son responsables de la reducción de la protección del empleo con el objetivo de incrementar la flexibilidad del mercado laboral. Sin embargo, los economistas neoliberales no logran explicar las razones de la persistencia de la caída de la participación del trabajo en la renta y la reducción de las tasas de crecimiento en la UE y otras grandes economías.
La respuesta se encuentra en la otra cara de esta historia: los salarios no son un mero coste económico que se detrae de los beneficios de la empresa, sino la fuente de la demanda en la economía. Debido a que la mayoría de las personas que tienen ingresos medios y bajos dependen de sus sueldos, incrementar la participación de los salarios en el PIB implica, en la práctica, una redistribución de la renta desde los hogares de ingresos altos hacia los de ingresos medios y bajos, que dedican una mayor proporción de sus ingresos al consumo que los ricos. Así pues, un incremento de la participación de los salarios en el PIB aumentará el gasto de los hogares, lo que a su vez generará mayor demanda para las empresas y estimulará sus inversiones. De este modo, los salarios desempeñan un doble papel en la economía: los incrementos salariales son, al mismo tiempo, un coste para las empresas y la posibilidad de aumentar las ventas; reducen los beneficios, y, sin embargo, a la vez los pueden aumentar.
Tanto el efecto negativo en el consumo de un menor peso de los salarios en la economía como que haya un mayor efecto positivo sobre la inversión y las exportaciones netas dependerán de la estructura de la economía, como por ejemplo, la diferente propensión al consumo de los salarios y los beneficios, la sensibilidad de la inversión a las ventas frente a la rentabilidad, el impacto de los costes laborales sobre los precios, la intensidad de mano de obra que requiera la producción, la sensibilidad de las exportaciones e importaciones a la relación entre los precios nacionales y los exteriores, y la importancia de los mercados extranjeros con respecto al tamaño de la economía. Dado que, en teoría, es posible cualquiera de estas situaciones, el impacto es una cuestión empírica.
4. Puede existir una recuperación impulsada por los salarios en España y en Europa
Investigaciones recientes indican que en España, los efectos positivos de un incremento del peso de los salarios en la economía compensan cualquier consecuencia negativa sobre los beneficios empresariales o las exportaciones. España crece más deprisa con más igualdad en la distribución de la renta, no con menos, lo que técnicamente se denomina una economía «dirigida por los salarios» (Onaran y Obst, 2016).
Obst et al. (2017) consideran que un incremento del 1% de la participación de los salarios en la renta nacional incrementaría el PIB español en un 0,8%. Los efectos son considerablemente mayores si tenemos en cuenta el comportamiento de los socios comerciales de la economía española. Las repercusiones positivas de una reducción salarial que, en teoría, se producen al incrementar la competitividad-precio de las exportaciones desaparecen si todos los países realizan juntos los mismos recortes salariales, lo que se llama el modelo de «empobrecer al vecino» (beggar thy neighbour). Esto es lo que ha caracterizado la política económica de las cuatro últimas décadas en la UE-15, en las que hemos asistido a un descenso de la participación de los salarios en todos los países miembros. Poseemos sólidas pruebas empíricas para concluir que las economías de España y de la UE en su conjunto están “dirigidas por los salarios” y que, por tanto, obtendrían un gran beneficio de un incremento simultáneo en la participación de los salarios en la renta (Onaran y Obst, 2016; Obst, Onaran, Nikolaidi, 2017). Un incremento simultáneo del 1% en la participación de los salarios en el PIB de todos los miembros de la UE15 incrementaría el PIB en un 1,64%.
El positivo impacto de los incrementos salariales se amplifica si se combina una política económica que apueste por una fiscalidad progresiva de impuestos y un incremento de la inversión pública. Según unos modelos económicos realizados por Obst et al. (2017) si en todos los países miembros de la UE15 se produjera: un aumento del 1% en la participación de los salarios en la renta, combinado con un crecimiento del gasto público del 1% del PIB, un incremento del 1% en el tipo impositivo medio sobre el capital y un recorte del tipo impositivo medio sobre las rentas del trabajo del 1%, todo ello daría lugar a un incremento del PIB del 6,7% en la UE15 (Obst, Onaran, Nikolaidi, 2017). La inversión privada también crece, debido a que la inversión pública la complementa, y a que las expectativas de ventas futuras fomentan la inversión en lugar de que los accionistas solo busquen los beneficios cortoplacistas. Por tanto, los incrementos salariales y el impulso a la inversión estimulan el crecimiento de la productividad. El balance presupuestario público también mejora gracias al mayor crecimiento económico y a los mayores ingresos fiscales derivados de él.
Conclusión
La renta total ha venido creciendo pero los trabajadores no han recibido lo que les correspondería en justicia. Mientras los ingresos de las rentas bajas se han estancado en muchos países, los de los más ricos han seguido aumentando. Esta tendencia se refleja en un descenso de la participación de los salarios PIB. Nuestras investigaciones indican que detrás de esta tendencia se encuentran los cambios producidos en el poder de negociación entre el capital y los trabajadores, más que en las supuestas consecuencias inevitables del cambio tecnológico y la globalización. Por consiguiente, está en nuestras manos hacer que las instituciones establezcan unas reglas del juego más equilibradas que apuesten por la igualdad de oportunidades, de manera que se equilibre el poder de los trabajadores en la negociación colectiva en relación con el del capital, y se recupere la participación de los salarios de los trabajadores en la renta nacional que se ha perdido en las cuatro últimas décadas.
Tenemos sólidas pruebas empíricas para concluir que un incremento de la igualdad en la distribución de la renta conduciría a un mayor crecimiento. El motivo es que España es una economía dirigida por los salarios y, por consiguiente, los efectos positivos de una reducción de la desigualdad de ingresos compensan cualquier efecto negativo. Este efecto sería aún más potente si se viera respaldado por un paquete de políticas públicas progresistas y si se diera simultáneamente en todos los estados miembros de la UE o en todo el mundo. Aunque el impulso de un incremento global coordinado de los salarios pueda parecer una vana ilusión, en realidad en las cuatro últimas décadas ha estado sucediendo justo lo contrario: el peso de los salarios ha disminuido simultáneamente, tanto en las economías avanzadas como en las emergentes.
Notas:
* Este texto se basa en gran medida en el trabajo de Onaran, Ö. y Guschanski, A. (2018) “Win-Win: How Tackling Inequality Improves Growth and Distribution”. En Harrop, A. (ed.) Raising the bar, Londres, Fabian Society, págs. 45–54.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1.Alvaredo, F., Atkinson, A. B., Piketty, T., Sáez, E. y Zucman, G. The World Inequality Database. Disponible en: http://www.wid.world. [Consultado: octubre de 2019].
2.AMECO: base de datos macroeconómica anual de la Comisión Europea. Acceso en línea:
http://ec.europa.eu/economy_finance/ameco/user/serie/SelectSerie.cfm (Consultado: octubre de 2019).
3.Guschanski, Alexander y Onaran, Özlem (2018) The labour share and financialisation: Evidence from publicly listed firms. Greenwich Papers in Political Economy, Business School, Londres.
4.Guschanski, A. y Onaran, Ö. (2018), ‘Determinants of the wage share: a cross-country comparison using sectoral data’, CESifo Forum.
5.Guschanski, Alexander y Onaran, Özlem (2017) The political economy of income distribution: industry level evidence from 14 OECD countries. Greenwich Papers in Political Economy, University of Greenwich Business School, Londres.
6.Jaumotte, F. y Osorio Buitrón, C. (2015) Inequality and Labor Market Institutions, IMF Staff Discussion Notes, Washington D.C., FMI.
7.Kohler, K.; Guschanski, A.; Stockhammer, E. (2019), ‘The impact of financialisation on the wage share. A theoretical clarification and empirical test’, Cambridge Journal of Economics, 43(4). págs. 937–974.
8.Obst, Thomas, Onaran, Özlem y Nikolaidi, Maria (2017) The effect of income distribution and fiscal policy on growth, investment, and budget balance: the case of Europe. Greenwich Papers in Political Economy, University of Greenwich Business School, Londres.
9.OCDE (2019), Income inequality (indicator). doi: 10.1787/459aa7f1-en (Consultado: octubre de 2019).
10.Onaran, Özlem y Galanis, Giorgos (2014) Income distribution and growth: a global model. Environment and Planning A, 46:2489-2513.
11.Onaran, Özlem y Obst, Thomas (2016) Wage-led growth in the EU15 member states: the effects of income distribution on growth, investment, trade balance, and inflation. Cambridge Journal of Economics, 40(6):1517-1551.
12.Onaran, Ö. y Guschanski, A. (2018) ‘Win-Win: How Tackling Inequality Improves Growth and Distribution”. En Harrop, A. (ed.) Raising the bar, Londres, Fabian Society, págs. 45–54.
13.Stockhammer, Engelbert y Onaran, Özlem (2004). Accumulation, distribution and employment: a structural VAR approach to a Kaleckian macro model. Structural Change and Economic Dynamics, 15(4):421-447.
14.UNU-WIDER, ‘World Income Inequality Database (WIID3.4)’.
Democracia real en el trabajo como respuesta a la crisis democrática
05/11/2019
Sara Lafuente Hernández
Investigadora en el Instituto Sindical Europeo (ETUI)
La democracia está en crisis. Desde hace ya décadas, nos preocupa la pérdida de legitimidad y calidad democráticas, de confianza en las instituciones, el auge de la abstención electoral y de formaciones políticas de extrema derecha. Sin embargo, rara vez buscamos una explicación a esta deriva en la experiencia cotidiana del trabajo. Y es que el espacio-tiempo del trabajo -aquel que (aún) ocupa la mayor parte de su jornada a la ciudadanía- se rige por prácticas dignas de regímenes autocráticos, más que democráticos. Bobbio (1987) aludía a esta contradicción como una de las promesas incumplidas de la democracia. En vez de franquearlo, la democracia parece haberse alejado del umbral de fábricas y oficinas, pese al esfuerzo de movilizaciones obreras y sociales, del derecho colectivo del trabajo y de progresistas de toda condición, preocupados por desarrollar, desde hace casi dos siglos, una verdadera “democracia industrial”.
Sin embargo, argumentos no faltan para entender que la participación en el entorno laboral es sustrato ineludible de una sociedad democrática. El trabajo no es una mercancía. A pesar del régimen de subordinación al que se ven sometidas, las personas trabajadoras son ante todo titulares de derechos humanos y libertades fundamentales (autonomía, libertad de expresión, dignidad, igualdad) irrenunciables e inherentes a la condición humana. De ahí que Dahl (1985) defienda la existencia de un derecho moral de los trabajadores a participar en las decisiones económicas que les afectan. Por otro lado, si consideramos legítimos y eficaces los principios del estado democrático de derecho (separación de poderes, rendición de cuentas, voto universal) para gobernar nuestras sociedades plurales de manera justa y pacífica, ¿por qué no serían válidos para gobernar la comunidad política empresarial? Uno/a trabajador/a es ciudadano/a de un estado, y también de la comunidad de trabajo a la que contribuye con su esfuerzo. Pateman (1975) resalta el papel educativo de la participación en el trabajo como base de una cultura política democrática a nivel social.
Otra perspectiva que cobra cada vez más fuerza en el ámbito de la gobernanza corporativa (la de las partes interesadas) sostiene que implicar a las personas trabajadoras en las decisiones que les afectan no solo legitima y hace más justas estas decisiones, sino que las mejora en calidad. Como subraya Ferreras (2017), al fin y al cabo son los trabajadores quienes ‘invierten’ con mayor riesgo en la empresa, por lo que tienen gran interés en el buen curso de la misma y, además, aportan conocimientos esenciales al proceso deliberativo. Por otra parte, otorgar a los y las trabajadoras derechos de control no vulneraría el derecho de propiedad, pues éste no implica derechos exclusivos e ilimitados de disposición o control. Como bien ilustra el ejemplo de emisión de acciones sin derecho a voto, el sistema capitalista ya permite perfectamente desvincular el derecho de propiedad del derecho de control. Por último, una sociedad justa requiere de igualdad política y económica. Los derechos laborales colectivos, como la acción sindical, el derecho de huelga o de negociación colectiva, permiten reequilibrar estas desigualdades y redistribuir la riqueza. A estos argumentos se añaden innumerables estudios empíricos que demuestran el vínculo existente entre una mayor presencia de instituciones democráticas en el lugar de trabajo y mayores niveles de igualdad, satisfacción de las personas trabajadoras en su entorno laboral, y participación política generalizada.
Parecería lógico, entonces, que las personas trabajadoras disfrutaran de derechos de control al menos equivalentes a los de accionistas y directivos. ¿Cómo explicar que la realidad sea tan distinta? La razón es cultural y eminentemente política. En España, leyes como la de la Reforma Laboral de 2012 o la llamada “Ley Mordaza” han supuesto duros golpes para la democracia en el trabajo, y la cultura empresarial sigue siendo reticente la democratización del entorno laboral. Cuando las empresas abrazan la ‘participación de los trabajadores’, suelen verla como instrumento al servicio de la innovación, la competitividad, y la flexibilidad empresarial. La legitimación democrática de las decisiones, la paz social o la motivación, son relegadas a medio para obtener mayores rendimientos económicos, sin considerar la democracia o la justicia como fines en sí mismos. Por ejemplo, algunos sistemas de cogestión dicen implicar al trabajo en las decisiones estratégicas empresariales, pero en realidad restringen la participación a comisiones consultivas con poca o nula capacidad de influencia real en el gobierno corporativo. El desajuste entre discursos ensalzadores de la participación y mecanismos inadecuados para alcanzar los objetivos esperados puede suscitar la desconfianza, decepción y desinterés de las personas trabajadoras. Medidas para involucrar a éstas últimas sin redistribución real y creíble del poder en su beneficio, o prácticas empresariales bienintencionadas, pero sin garantías legales vinculantes para los y las trabajadoras tendrán probablemente efectos similares.
En definitiva, según el contexto histórico o nacional, y quién movilice el término, la democracia ‘en el trabajo’ (‘económica’, o ‘industrial’, etc.) conlleva determinadas nociones de democracia, de la economía y de la sociedad, y se encuentra al servicio de intereses y objetivos diferentes. Refleja distintas expectativas que predeterminan las vías posibles para alcanzar el fin buscado. Por otra parte, la democracia en el trabajo se declina en formas muy diversas en la práctica (afiliación sindical, comités de empresa, y de seguridad y salud, derechos de información y consulta, cogestión, asambleas, derecho de huelga, negociación colectiva, participación financiera, autogestión etc.). Por eso, el debate sobre cómo democratizar el lugar de trabajo, la empresa y la economía se presta a malentendidos que a menudo obstaculizan la deliberación constructiva y consenso en torno a un concepto de democracia en el trabajo, que sea útil para la acción política progresista.
En realidad, todo arreglo que se diga ‘democrático’ en el trabajo debería perseguir la mejora real de la capacidad de acción de las personas trabajadoras sobre decisiones que las afectan a diferentes niveles (proceso de trabajo, condiciones laborales, u orientación estratégica de la organización o la economía en general). Incrementar esa capacidad de acción implica necesariamente, en contrapartida, limitar la capacidad de acción de empresarios y accionistas. Así, sería útil olvidar por un momento las “etiquetas” atribuidas a esas diversas formas y mecanismos democráticos o participativos, y fijarnos en qué medida su contenido y función social sirven al propósito de redistribución real del poder.
La representación visual y marco analítico del ‘diamante de la democracia en el trabajo’ pretende facilitar esa reflexión, mapeo y evaluación comparada de los diferentes mecanismos de democracia en el trabajo. El diamante, en forma de gráfica de radar, identifica seis dimensiones principales, propias de todo mecanismo participativo: un grado y ámbito de participación, unas materias sobre las cuales incidir, un momento en el cual intervenir, una determinada cobertura (en número de trabajadores cubiertos), y, finalmente, una forma en que se manifiesta la participación (directa e individualizada, o a través de representantes, de manera más o menos formalizada). Cada institución democrática o mecanismo concreto se caracterizará, para cada una de estas dimensiones, por un determinado grado o nivel de intensidad. Cuanto mayor sea la superficie cubierta por el ‘diamante’ correspondiente al mecanismo analizado, cuantos más ‘diamantes’ se superpongan en un mismo contexto, mayores serán en principio las posibilidades de incidencia y control de los y las trabajadoras en ese entorno. Por supuesto, la articulación entre mecanismos refuerza sustancialmente su impacto, aunque los factores del contexto institucional, económico, político y social general siempre sean los más determinantes.
En resumen, la crisis democrática golpea fuerte, pero hay motivos suficientes para pensar que extender la democracia real al ámbito laboral sería una respuesta adecuada a la magnitud del problema. Por eso, perseguir una mayor y mejor democracia en el trabajo, que redistribuya realmente el poder en beneficio de las personas trabajadoras, tanto en la empresa como en la economía, debería ser prioridad fundamental para demócratas de toda condición.
Notas:
*Este articulo ha sido publicado en Le Monde Diplomatique en español, en el número de noviembre de 2019.
La dimensión democrática en la economía
04/11/2019
Ramón Górriz
Presidente Fundación 1 de Mayo
Los días 14 y 15 de Noviembre, la Fundación 1 de Mayo de CCOO ha convocado el III Congreso de «Trabajo, Economía y Sociedad», que tratará sobre «Repensar la economía con las trabajadoras y trabajadores».
Se debatirán las políticas contra la desigualdad, la democracia en la empresa, la brecha intergeneracional, la negociación colectiva.
También destacar las que se dedicarán a la experiencia portuguesa, a cargo de Francisco Louça de la Universidad Técnica de Lisboa, antiguo diputado y dirigente del Bloco de Esquerda, y la comunicación que presentará sobre Europa, Raymond Torres, Director de Coyuntura y Análisis Internacional de Funcas y anterior director de los Servicios de Estudios de la Organización Mundial del Trabajo (OIT).
Todos los paneles cuentan con la participación de dirigentes sindicales, tanto nacionales como internacionales; con personas estudiosas sobre las materias que se van a abordar y con el Director de la Oficina de la OIT en España.
Este Congreso implica repensar alternativas en un contexto donde las políticas neoliberales mantienen la hegemonía, debilitan el Estado del Bienestar y continúan atacando los derechos económicos, laborales y sociales, a la vez, que desde las élites económicas, políticas y financieras, intentan ningunear e invisibilizar al movimiento sindical.
En los últimos meses, han aparecido numerosos riesgos (la guerra comercial entre EE.UU. y China, la incertidumbre frente al brexit, el cambio climático, la crisis del modelo económico alemán y la crisis de la UE, las crisis de las economías emergentes como Argentina, Turquía,…) que apuntan hacia una desaceleración económica mundial, que sin ninguna duda afectará a España. La economía se ha ido desacelerando y amenaza con llegar a transformarse en una recesión, aunque posiblemente vaya a ser menor que la de 2008-2009. La economía española se enfría pero no entrará en recesión.
El reparto desigual de la riqueza generada, ha dado lugar al nacimiento de la desigualdad, principal causa de la debilidad del crecimiento, y de un modelo dominado por la precariedad (fuerte deterioro de los salarios del modelo de empleo estable y con derechos).
Por otro lado, no podemos obviar a la hora de construir una alternativa a las políticas neoliberales, la falta de atención y el rechazo de los partidos de izquierda a la «cuestión Trabajo», olvidando la relación entre los derechos de los trabajadores y los derechos de ciudadanía.
En este III Congreso queremos mirar hacia todos los puntos que contextualizan y condicionan la actividad sindical.
La brecha social se ensancha, los jóvenes son cada día más precarios, las desigualdades de género, las tendencias demográficas desiguales, la situación de los migrantes, no se van a resolver dejándolo a la espontaneidad de las cosas.
Hemos conocido estos días como se acentúa la desigualdad. Aumenta los ricos, crecen los grandes patrimonios y las grandes fortunas, mientras aumentan los pobres del mundo y son más pobres cada día.
Este panorama desolador trasciende al plano de las libertades democráticas. Valga aquí, la reflexión de Josep Fontana en su libro ‘Como empezó el engaño. Capitalismo y Democracia’, Editorial Critica 2019, cuando escribe en el Prefacio: «Vivimos en un mundo constituido mayoritariamente por estados cuyas formas de gobierno son democracias parlamentarias basadas en constituciones que garantizan los derechos y libertades de todos los ciudadanos, pero donde los gobiernos elegidos tratan de favorecer los intereses económicos de las grandes empresas y de los más ricos. La vida política se lleva a cabo públicamente atendiendo a los problemas que afectan al conjunto de los ciudadanos, mientras que la trama de la legislación en beneficio de los intereses del capital financiero y de los grandes empresarios se mantiene discretamente en la sombra«.
Escribe Francisco Louça y Michael Ash, en SOMBRAS. ‘El desorden financiero en la era de la globalización’. Editorial Sylone 2019, «El dominio de la economía y de las finanzas en la sombra forma parte de la lógica del capital«.
El título del Congreso, quiere servir para generar una dimensión democrática en la economía y poner a las clases trabajadoras en el lugar que les corresponde más allá del papel de la negociación colectiva, en la determinación de las condiciones de trabajo.
La negociación colectiva es un instrumento de democracia, de regulación de los derechos laborales y condiciones de trabajo, de participación de los trabajadores en el crecimiento y desarrollo económico y productivo en la empresa, de compromiso con el futuro del empleo estable. Tiene efectos en los derechos individuales y colectivos de los trabajadores, efectos en el sistema económico, es la pieza esencial por la que se redistribuye el excedente empresarial y por tanto una pieza clave a la hora de reducir la desigualdad. Pero el movimiento sindical va más allá del centro de trabajo.
Estamos convencidos de que la democracia no debe circunscribirse solo al ámbito político. El problema de acabar con la explotación, el de la organización del trabajo, no pueden ser un campo secundario de la acción política y social, parafraseando a Bruno Trentin, personalidad del sindicalismo italiano y europeo.
Repensar la economía con las clases trabajadoras, ensanchar la base de la democracia en los centros de trabajo, son las tareas mediante las que las clases trabajadoras pueden reconquistar la hegemonía cultural del trabajo perdida.
Analizar los cambios que se están produciendo en la estructura productiva y las consecuencias que tienen en la composición y caracterización de las clases trabajadoras son algunos de los objetivos del Congreso.
De estas reflexiones, no cabe duda que surgirán pistas para la actividad del sindicalismo confederal.
Trabajo y Democracia
01/11/2019
Antonio Baylos
Catedrático de la Universidad Castilla de la Mancha
La democracia exige que las cuestiones fundamentales para definir la existencia social de las personas que componen la comunidad estatal de referencia sean debatidas en el marco de un proceso de negociación entre partidos para obtener un apoyo parlamentario suficiente para formar gobierno y llevar adelante unas políticas adecuadas y conformes con ese proyecto sostenido por la mayoría. La reforma laboral forma parte de estas condiciones fundamentales sobre las que la democracia tiene que pronunciarse.
En efecto, no es un asunto que se pueda dejar en el olvido, dando por supuesto que son cambios irreversibles y definitivos que no pueden comprometerse en un pacto de gobierno. La reforma laboral, concebida como un proceso desplegado en el tiempo con una intensidad acelerada de 2010 al 2014, tiene su punto de inflexión en la Ley 3/2012, y ha impuesto una situación de excepcionalidad social que se quiere permanente, como una nueva fórmula que sustituya el paradigma constitucional sobre el que estaba fundado el pacto constituyente de 1978 que el Tribunal constitucional en sus sentencias de 2014 y 2015 ha reemplazado, de manera sectaria y complaciente, por otro en el que no se reconocen las mayorías sociales que legitimaron el modelo constitucional primigenio.
Las consecuencias económicas y sociales de la reforma laboral son sobradamente conocidas y no es el caso ahora de reiterarlas. Sabemos que el derecho al trabajo y el derecho a la negociación colectiva han sido severamente transformados por estas normas, y que la devaluación salarial, la incentivación casi indisimulada del trabajo no declarado y sobre explotado, el incremento exponencial de la precariedad y la proclamación de una tendencia a la extensión de la desigualdad económica y social, con la creación de amplias fracturas y exclusiones colectivas, son los elementos realmente perseguidos por la iniciativa legislativa y las políticas subsiguientes del gobierno, que además ha radicalizado el ciclo represivo contra la protesta social y el conflicto obrero. Pero ante todo las consecuencias más graves lo son en términos político-democráticos.
La reforma laboral se resume en un amplio proceso de pérdida y reducción de derechos individuales y colectivos. Pero se tiene que contemplar este proceso desde su opuesto. Es decir, que hay en efecto un recorrido normativo –con ciertos espacios de indeterminación logrados a partir del momento interpretativo judicial, como ha sucedido en el caso de los despidos colectivos o con la ultra actividad de los convenios– que establece una disciplina de pérdida y de reducción de derechos, pero a su vez eso implica la ampliación de los caracteres de violencia y de dominio que caracterizan el contrato de trabajo.
Desde este punto de vista, el trabajo que regula la norma laboral se aleja decididamente de lo que debería ser el paradigma de la acción sindical, un trabajo que garantiza la calidad de la producción y que autogobierna su flexibilidad. Por el contrario, la reforma laboral favorece la consolidación de un poder discrecional de la dirección de la empresa casi absoluto en la determinación del trabajo en concreto, lo que implica a su vez discrecionalidad –esta es una problemática en la que insistía siempre Bruno Trentin– en la cantidad y calidad de la información de la que disponen los trabajadores que diseñan y ejecutan el mismo. La construcción de una relación directa de autoridad sobre el trabajador individual que está inscrita en el ADN del contrato de trabajo, se radicaliza como poder de coerción sobre cada trabajador individualmente considerado, en un contexto en el que el sindicato y las representaciones unitarias en la empresa se convierten en intermediarios de las decisiones inmodificables de la dirección.
El problema de fondo es, por tanto, el de la “libertad diferente” del trabajador subordinado, la relación de violencia/dominio que constituye la peculiaridad del contrato de trabajo, que ha intentado ser “compensada”, en gran medida con un cierto éxito, a partir de la acción sindical, la legislación laboral y la propia interpretación jurisprudencial, especialmente mediante la creación y el desarrollo de los derechos colectivos y sindicales y su garantía legal y judicial.
Pero esta compensación no anula la contradicción clásica, material, que nutre el problema del trabajo y el capital en una sociedad liberal y democrática. La que ya señaló en los años veinte del pasado siglo Karl Korsch, y sobre la que el sindicalismo italiano y en concreto Bruno Trentin, han desarrollado una reflexión muy oportuna. Se trata de la “contradicción explosiva” del trabajador ciudadano en la polis, en el espacio público que le habilitaría para el gobierno de la ciudad, pero que se encuentra privado del derecho de perseguir, también en el trabajo, su independencia y su participación en las decisiones que se toman en el lugar del trabajo respecto de su propio trabajo.
Es una contradicción distinta a la que se utiliza oponiendo derechos formales y derechos realmente o materialmente realizables, es decir, los que pueden efectivamente llevarse a la práctica en función del sistema de propiedad y de la ordenación de los medios de producción. Se trata por el contrario de una contradicción entre derechos formales reconocidos al ciudadano en el gobierno de la ciudad y derechos formales negados al trabajador asalariado en el gobierno del propio trabajo, lo que reproduce la desigualdad, en términos de derechos entre la esfera pública y la esfera privada que se concentra en la empresa como espacio de poder.
Trentin, en La Ciudad del Trabajo, insiste en que los derechos colectivos y la intervención normativa y jurisprudencial –el par “público/individual y privado/colectivo”, que explicaba Romagnoli– no han modificado sustancialmente el poder discrecional del empleador en la determinación del “objeto” del contrato y de las reglas que prescriben la adecuación de la relación de ajenidad y dependencia a la prestación concreta de trabajo, de forma que el área en la que se desarrolla directamente la prestación de trabajo en la que, mediante la organización del trabajo, se determina el objeto concreto del trabajo –lo que llamaríamos el “programa” contractual– queda excluida de la negociación colectiva y de la formalización de derechos inherentes a la persona del trabajador. Pero si esto es así, y el desarrollo de las prácticas post-fordistas no han hecho sino acrecentar la tendencia a la radicalización del poder de coerción y la unilateralidad en las relaciones laborales, aceptando sólo la vertiente colectiva en cuanto intermediaria de unas decisiones inmodificables frente a las cuales solo cabe una lógica adhesiva en algún caso compensatoria en términos indemnizatorios, eso quiere decir que se promueve una tendencia a un estado permanente de “suspensión” de derechos de ciudadanía en la empresa, y que por consiguiente “la cuestión de la libertad en el trabajo se convierte en la cuestión de la libertad tout court”.
El problema de la reforma laboral en España, como en general la regulación de las relaciones de trabajo en un país determinado, tiene necesariamente que tener en cuenta este aspecto directamente político, el de las relaciones de gobernantes y gobernados en los lugares de producción y la alteración de los equilibrios del poder en este espacio, modificado en el sentido de fortalecer la discrecionalidad hasta el puro arbitrio sin modular ni reducir la violencia de la explotación mediante mecanismos que actúen en la esfera de la distribución, señaladamente la Seguridad social, la protección por desempleo, los servicios sociales.
No se trata sólo del hecho constatable de que las fronteras de la democracia se detengan en los umbrales de la empresa, sino que éste es el núcleo real de la separación y del conflicto entre gobernantes y gobernados. La afirmación de la explotación del trabajo como raíz del conflicto social y de la desigualdad política no es un elemento compartido, ni implícita ni explícitamente, por las fuerzas políticas del centro-izquierda europeo, que desde hace mucho tiempo se “liberaron” de la clase obrera y de su referente social originario, vaciando cultural y políticamente su análisis del cambio y el sentido de las reformas, que fundamentalmente se situaban en la esfera distributiva, eminentemente pública. Ello ha permitido que los gobiernos de centro izquierda no hayan considerado que el eje de su programa reformista tiene necesariamente que ser el cambio gradual de las relaciones de poder y la libertad en los lugares de trabajo, lo que supone “conciliar el gobierno de la empresa –como el gobierno de la sociedad– con las formas posibles de recomposición y reunificación de la prestación laboral en sus fases de conocimiento y ejecución, formulando esquemas de participación real de los gobernados en la formación de las decisiones por parte de los gobernantes”.
La tesis de Trentin –como exponente de un pensamiento fuerte europeo, de matriz preferentemente sindical– es la del olvido o la postergación en el programa reformista de la izquierda de la emancipación del trabajo concreto, que en todo caso es una cuestión que se sitúa después de acceder al poder político y como fase final de la reforma del Estado. “La reunificación gradual del trabajo y del saber, la superación de las barreras que aún dividen el trabajo de la obra o de la actividad, la liberación de la potencialidad creativa del trabajo subordinado, la cooperación conflictiva de los trabajadores en el gobierno de la empresa, partiendo de la conquista de nuevos espacios de autogobierno del propio trabajo, debe dejar de ser un tema periférico de la política o un terreno en el que a lo sumo se experimente la ampliación de algunos “derechos sociales” frente al Estado. Vuelve a ser una cuestión crucial de la democracia política porque repropone una nueva forma de pensar el modo de funcionamiento de los Estados modernos sobre una verdadera y real reforma institucional de la sociedad civil y una nueva definición de los derechos de ciudadanía”.
Todo este discurso crítico debe acompañar la narrativa sobre la reforma laboral, para que a través de la misma se pueda discernir la importancia de un movimiento de reforma gradual de los presupuestos de poder que separan a gobernantes y gobernados en el espacio de la producción y en los lugares de trabajo. Este enfoque permite resaltar dos elementos importantes de cambio. De un lado, el planteamiento de la democracia económica, que no sólo supone desarrollar elementos de participación y ganar espacios para la negociación colectiva, sino incidir en la organización y en las condiciones de trabajo como eje de actuación sindical a medio y largo plazo, sobre la base de un principio de enunciado sencillo, el derecho a ser informado, consultado, habilitado para expresarse en las formulaciones que se refieran a su trabajo, rompiendo la separación entre conocimiento y ejecución, impulsando los saberes del trabajo y su actividad creativa. De otro, el desarrollo de derechos colectivos e individuales que permitan avanzar en el territorio de la empresa disminuyendo su opacidad antidemocrática, mediante la generación de nuevos derechos y la vigorización de los antiguos. En esa estela actualmente se encuentra la Carta de Derechos que está impulsando la CGIL italiana, y, de alguna manera también en esa línea la Carta de Derechos que promueve CCOO como elemento característico de la fase posterior a la reforma laboral de la austeridad, puede ser una propuesta interesante.
Hablemos del trabajo y de la democracia porque de esta manera estaremos poniendo sobre el tapete las cuestiones verdaderamente relevantes de esta sociedad.
Nuevas grietas en el neoliberalismo
30/10/2019
Juan Manuel Vera
Economista, Consejo editorial de Trasversales
El neoliberalismo representa una poderosa fuente de creencias individualistas, que intentan trasladar a toda la sociedad los valores propios del empresario capitalista. Nació como una respuesta a las conquistas sociales y democráticas desarrolladas sobre todo en Europa después de 1945. Pero, también, fue una reacción al cuestionamiento del poder disciplinario que generaron mayo del 68 y los movimientos sociales de esa década.
Al inscribirse en una etapa de mundialización capitalista, coincidente con el derrumbe de la URSS y del resto de estados burocráticos europeos, el éxito del neoliberalismo apareció como un triunfo completo. Pero desde la gran crisis económica de 2008 sus debilidades afloran por todos los poros.
El crecimiento de la desigualdad social, que alcanza cotas nunca vista en más de un siglo, es el primero de sus efectos y constituye la demostración definitiva de que el crecimiento económico no supone por sí mismo la base de una sociedad con mejor distribución de rentas y patrimonios.
La crisis ecológica es la otra quiebra que afecta al modelo capitalista de crecimiento ilimitado en base a la expansión del capital. Si no entendemos que afecta a todos los conceptos productivistas y al propio modelo de sociedad es que aún no hemos comprendido nada.
Reflexión sobre la empresa capitalista
La empresa capitalista es parte de la realidad que debe transformarse. Frente a la mitología neoliberal de un libre mercado, estamos en un mundo de poderosos oligopolios, grandes conglomerados multinacionales, redes cuasi-monopolistas y gigantescos monstruos organizativos financieros y productivos con estrategias precarizadoras.
La reacción neoliberal buscó destruir todas las ideas de participación colectiva, desde las limitadas formas de cogestión ensayadas en algunos países europeos, hasta la aspiración autogestionaria presente en los años sesenta.
Nuestra forma de pensar la empresa capitalista nos lleva a imaginarla como una máquina que produce, un organismo vivo que lucha en un entorno de mercado o una red de relaciones que alimenta una inteligencia colectiva. Todas esas metáforas mecanicistas, organicistas y reticulares, aunque sean útiles, minusvaloran la relación entre poder y organización. La vida de las organizaciones es la historia de los diversos intereses presentes, de los conflictos internos, de los mecanismos de control y de la emergencia de contrapoderes.
La formación de la sociedad burguesa implicó dos proyectos simultáneos muy diferentes: el sueño de una sociedad disciplinaria y el proyecto de una sociedad democrática. Cuando se piensa en la organización como en un espacio de poder, entramos de lleno en el análisis político. Un orden social democrático se ve limitado por el carácter autoritario de las empresas, en cuyo interior muchos de los derechos reconocidos para el conjunto de la sociedad son negados o restringidos.
La supresión de la radical separación entre dirigentes y dirigidos es una tarea humana de largo alcance, cuyo primer paso es hacer explícitas las fuentes sociales de la autoridad y establecer límites a su ejercicio. Aplicar la idea democrática supone partir de varias premisas. En primer lugar, que los derechos personales de los trabajadores no pueden alienarse en el contrato de trabajo. En segundo lugar, que la empresa es una organización de distribución de poder, y la autoridad dentro de ella necesita una legitimación que no puede derivar directa ni únicamente del derecho de propiedad.
Esta reflexión no es más que recordar algunas cuestiones esenciales que la aceptación de las ideas neoliberales, del que también ha participado buena parte de la izquierda, ha silenciado.
La creciente protesta social
El desarrollo de formidables protestas sociales auto-organizadas y con un fuerte componente de espontaneidad es otro gran dato de la realidad que cuestiona el consenso neoliberal. Desde el proceso de las revoluciones árabes hasta el 15-M se percibe un nuevo aliento de la lucha social.
La creciente potencia de los movimientos feministas y ecológicos representa una señal decisiva de que el neoliberalismo se enfrenta a problemas muy serios para consolidar su dominio ideológico. En los últimos meses asistimos a importantes movimientos populares, con bases sociales y contenidos políticos diversos, como los de Hong Kong, Argelia, Sudán, Puerto Rico, Irak, Ecuador, Chile…
Todas esas luchas sociales son una gran fuente de enseñanzas si queremos comprender el mundo en el que estamos. Reflejan también que frente a la desigualdad, la precarización y el disciplinamiento autoritario, desde la sociedad se busca nuevos mecanismos de actuación.
Mientras tanto, las democracias electorales, incapaces de dar respuesta a las demandas sociales, sufren una crisis profunda de legitimidad en casi todos los países, que ha favorecido el desarrollo de la nueva extrema derecha.
La complejidad de la situación también deriva de que no es posible un retorno a una época de estatalismo progresista, basada en un keynesianismo social. La mundialización conlleva que parte de los cambios necesarios ya se encuentran fuera del ámbito de los Estados y eso conlleva que sin un nuevo movimiento internacional, dirigido a cambiar las instituciones globales, no se podrán afrontar los retos contra la desigualdad y la crisis ecológica.
La incomodidad de la izquierda es evidente ante un mundo en el que ya no sirven las viejas recetas y es preciso redefinir sustancialmente las formas y los proyectos, tanto en un plano macro-social como micro-social.
Sin disposición para aprender de la auto-organización y de las luchas sociales para generar una nueva inteligencia colectiva la izquierda seguirá girando en la noria, incapaz de avanzar. La única esperanza pasa, precisamente, por el desarrollo de la autonomía social y la lucha por la democratización de todos los ámbitos de la vida, la misma fuente que alimentó en el siglo XIX la construcción del movimiento obrero y las fuerzas políticas emancipatorias.
En definitiva, la lucha contra el neoliberalismo no exige un retorno a las creencias estatalistas sino a formas de democratización más profundas, algo que se percibe tanto en la forma horizontal de las luchas como en la aspiración a la defensa del común, presentes en los grandes movimientos sociales de esta época.
El sindicato: agente democratizador de la empresa
30/10/2019
Oskar Arenas
Secretario Institucional e Internacional CCOO Euskadi
A la hora de abordar cualquier debate conviene hacerse las preguntas oportunas. Hay una que nos sobrevuela desde el título de este que nos plantea Espacio Público, “Repensar la economía con las trabajadoras y trabajadores, conectar la democracia con la economía”: ¿quién debe conectar y/o empujar para hacer esa conexión?
En realidad la respuesta está en el propio título: las trabajadoras y los trabajadores. Parece una obviedad, pero tras una década larga de crisis y cuatro de capitalismo desatado dejémoslo claro desde el principio. Nadie va a regalar nada graciosamente. De eso hablaremos más tarde, porque la siguiente pregunta tiene que ver con ello: ¿cómo?
Vamos a formular la pregunta completa: ¿cómo pueden conseguir las trabajadoras y trabajadores esa democratización de la economía? Organizándose. Y aquí es donde aparece el sindicato.
Incluso con todos los vaivenes pasados, presentes y futuros, así lo reconoce el propio texto constitucional, que Pérez Rey conecta muy bien en cuatro artículos (1, 7, 14 y 28) en una especie de “tabla del siete”. El sindicato (de clase) como sujeto cualificado, esencial, para la defensa de los intereses que le son propios, los de las trabajadoras y los trabajadores. En sentido amplio, desde la acción en los centros de trabajo hasta el propio desarrollo del Estado social, que solo se explica por la aportación de las organizaciones sindicales.
Aquí encontramos una clave que ofrece ese armazón normativo. Si el sindicalismo de clase es un árbol, hunde sus raíces profundamente en los centros de trabajo. Ahí brilla su legitimidad, que no cae del cielo. En esas raíces la práctica sindical se reivindica cada día y cobra relevancia el papel destacado como agente democratizador del sindicato. Desde los propios procesos de elección de la representación en los centros de trabajo, con una participación que supera el 90% de las personas llamadas a votar y 95.000 actas electorales.
Matizado esto, debiéramos formularnos las siguientes preguntas, las mismas que Unai Sordo se hacía en el libro recientemente publicado [1]: ¿cómo producir? ¿cómo repartir la riqueza?
La riqueza que se genera en un país se distribuye en tres niveles relacionados entre sí: a través de los salarios (distribución primaria), de las transferencias económicas del estado (pensiones, prestaciones por desempleo…) y de los servicios públicos desplegados por las administraciones (sanidad, educación…), que generalmente no se incluyen especificados con una cifra en la renta de las personas pero que suponen un impacto enorme.
Como hemos visto, desde su legitimación democrática asentada en la concreta realidad de los centros de trabajo, el sindicato es un agente cualificado para intervenir en los tres espacios. Pero lo es además por la propia práctica, porque las y los trabajadores organizados están presentes en todo el proceso productivo, no son un agente externo. Así lo reconoce la norma. Pero es que así es en su realidad. El sindicato no es un observador de un escenario que no conoce.
Democratizar la empresa reforzando la participación de las y los trabajadores en la gestión y la participación sindical en los centros de trabajo supone combatir la tremenda dispersión, la atomización creciente que vemos en los procesos productivos. Es combatir las desigualdades de todo tipo que vemos en y entre las empresas y sus condiciones laborales. Es apostar por empleo estable, digno y con derechos.
Generaremos así un modelo productivo que no se base en la búsqueda cortoplacista e ilimitada de beneficios para el accionista. Con un sindicalismo de clase que extiende sus ramas para impulsar los cambios que necesitamos en las políticas públicas. Para alcanzar, en definitiva, aquello que llevamos tiempo reclamando: un nuevo contrato social.
A pesar de los hachazos de las dos reformas laborales que pretendían talar ese árbol, y que hay que derogar con urgencia, el sindicato sigue siendo el instrumento idóneo.
Notas:
[1] Unai Sordo, “¿Un futuro sin sindicatos? Ed. Catarata.
Tendencias de la desigualdad en España en un contexto comparado
28/10/2019
Olga Cantó Sánchez
Profesora de la Universidad de Alcalá e integrante de EQUALITAS
Los autores del último informe sobre desigualdad global publicado por el World Inequality Lab en 2018 (WIL, 2018) concluyen que la desigualdad de ingresos se ha incrementado en las últimas décadas, si bien a distintas velocidades, en prácticamente todas las regiones del planeta. Desde 1980 la desigualdad de ingresos ha crecido en Norteamérica, China, India y Rusia y también en los países europeos, pero con importantes diferencias en el nivel y en la tendencia. Es decir, se observa que países con un nivel similar de desarrollo tienen niveles de desigualdad muy distintos, lo que muestra la relevancia de las políticas y las instituciones nacionales para influir en ella. Prueba de ello es que Europa y Estados Unidos tenían niveles de desigualdad de ingresos similares hace tres décadas y hoy se sitúan en posiciones muy diferentes.
Centrando la discusión en los países más desarrollados, el informe concluye que en Estados Unidos la participación del uno por ciento más rico en la renta nacional se ha doblado en las últimas tres décadas mientras que en los países de la Europa Occidental esta participación aumentaba de forma mucho más moderada. Además, en Estados Unidos ha caído más de un tercio la participación de la mitad más pobre de la población en la renta nacional mientras que en Europa se ha mantenido casi estable y sólo se ha reducido ligeramente. Según los autores del informe, las claves para entender estas diferencias entre Estados Unidos y Europa son, en primer lugar, la enorme desigualdad educativa americana que no deja de crecer y que impulsa la desigualdad salarial y, en segundo lugar, el creciente aumento de la desigualdad de las rentas de capital y su cada vez menos progresivo sistema tributario.
Si nos situamos dentro del continente europeo, es importante subrayar que tanto en la dimensión de la desigualdad como en su tendencia también se observan importantes divergencias entre países a lo largo de las últimas décadas, lo que está íntimamente ligado a un distinto funcionamiento del mercado de trabajo en cada país y a la diferente intensidad protectora de cada sistema de Estado del bienestar. En esta línea, muchos trabajos recientes constatan que los 28 países europeos son distintos en cuanto a la dimensión de los efectos redistributivos de sus sistemas de prestaciones e impuestos y que su evolución temporal a lo largo de la última década ha sido también diversa dependiendo de la evolución de las rentas de mercado y de las reformas llevadas a cabo durante la recesión.
En general, la evidencia empírica reciente apunta a que las políticas de austeridad en muchos países de la Unión Europea han estado asociadas a aumentos en la desigualdad de renta disponible principalmente en la parte alta de la distribución. No es así en el caso de los países periféricos, como España, donde los aumentos en los ingresos públicos se consiguieron a través del aumento de impuestos personales y de consumo, más que aumentando impuestos sobre los beneficios o las ganancias de capital. Como consecuencia, en los países del sur de Europa la recesión económica junto con la consolidación fiscal ha impulsado el crecimiento de la desigualdad de la renta disponible y la reducción de la capacidad adquisitiva de muchos hogares modestos, colocados más bien en la cola baja de la distribución.
Así, como han revelado multitud de informes recientes, España es uno de los países de la OCDE en los que la desigualdad de ingresos ha crecido más durante la recesión y se coloca actualmente entre los cuatro países con mayor índice de Gini de la Unión Europea, solo por detrás de Bulgaria, Lituania y Letonia (European Comission, 2018; World Bank, 2018). En el Gráfico 1 mostramos el nivel de la desigualdad de renta disponible medido por el índice de Gini antes y después de la Gran Recesión en cinco países grandes de la Unión Europea. En 2007 nuestro país se colocaba en una posición intermedia, por debajo de Reino Unido e Italia y por encima de Francia y Alemania. Este resultado estaba claramente ligado a una mayor compresión de las rentas de mercado (salarios, ingresos del trabajo autónomo, rentas de capital y otros ingresos) que era aún más evidente si añadíamos los ingresos por pensiones contributivas como rentas primarias.
En este contexto, es importante tratar de dibujar un esquema de las tendencias de la desigualdad en nuestro país en un periodo largo de tiempo, lo que no es una tarea fácil porque, a diferencia de otros países, no disponemos de información homogénea y sistemática sobre los ingresos de las familias españolas a lo largo del tiempo. El reciente trabajo de Ayala y Cantó (2018) realizan importante esfuerzo de armonización de las diferentes fuentes y nos ofrecen una panorámica interesante. Como se constata en el Gráfico 2, España no habría sufrido niveles de desigualdad económica ni extremadamente altos ni muy alejados de los europeos en los años setenta. Desde entonces, eso sí, han tenido lugar profundos cambios sociales y económicos que, además de colocarnos entre los países de renta alta en el contexto comparado, nos han permitido desarrollar un Estado del bienestar que, aunque débil y con lagunas importantes, ha mejorado mucho su cobertura. De hecho, hoy tenemos un sistema que reduce las desigualdades de rentas de mercado más del doble de lo que lo hacía en 1973.
La mayor reducción de la desigualdad tuvo lugar durante los años ochenta, cuando se consiguió amortiguar el efecto del aumento del desempleo a través del desarrollo de las prestaciones y servicios de un incipiente Estado del bienestar, que permitió que, al llegar la recuperación, este incremento del gasto social comprimiese la distribución de rentas, principalmente a través de la mejora del sistema de pensiones y de prestaciones por desempleo. La capacidad redistributiva de nuestro sistema creció hasta aproximadamente mediados de los noventa, pero desde entonces ha experimentado un cierto estancamiento. De hecho, la desigualdad de renta disponible fue tremendamente estable durante toda la primera década de este siglo, periodo de fuerte crecimiento económico y drástica reducción del desempleo, lo que sólo se puede explicar si gran parte de los puestos de trabajo creados tenían remuneraciones bajas y, al mismo tiempo, se producía un estancamiento de la capacidad redistributiva de las políticas públicas.
Antes de que llegara la profunda recesión, la desigualdad salarial (y en general la desigualdad de rentas de mercado, que incluyen salarios y rentas del capital) en España era baja en el contexto europeo. Países como Alemania, Reino Unido o Irlanda exhibían unos niveles significativamente más altos que los nuestros y, a pesar de ello, conseguían reducir la inequidad en la renta disponible de las familias gracias a un potente y efectivo sistema de prestaciones e impuestos, que conseguía reducir su índice de Gini en, al menos, un 40 por ciento. En contraste, el sistema de prestaciones e impuestos español, después de mejorar notablemente su eficacia entre 1973 y 1990, no ha avanzado mucho más. Entre 1990 y 2010 su capacidad de reducir la desigualdad se mantuvo estable en un discreto 35 por ciento y sólo cuando la crisis arreció y afectó a la población con empleo más estable y mayores cotizaciones acumuladas, el sistema consiguió aumentar su eficacia.
Por tanto, lo que mantenía nuestra desigualdad de rentas cerca del nivel de otros países antes de la crisis era la compresión de las rentas de mercado y el peso del sistema de pensiones contributivo, lo que hacía poco visible que el resto de nuestro sistema de prestaciones e impuestos, ya en aquel momento, no conseguía reducir las desigualdades como lo hacían los de otros países de nuestro entorno (Cantó, 2013). En consecuencia, cuando llegó la recesión y crecieron tanto el desempleo como el subempleo, la creciente desigualdad de rentas de mercado dejó ver que nuestro Estado del bienestar era débil y que sin reformas progresivas estábamos abocados a colocarnos a la cabeza de la desigualdad de renta disponible en el conjunto de los países de la UE, como desgraciadamente comprobamos que ha sucedido con los datos de ingresos actualizados a 2018.
Esta falta de eficacia y dimensión de nuestras políticas públicas supone la ausencia de mecanismos de protección de rentas que sostengan unos niveles mínimos de ingresos cuando el desempleo se manifiesta de forma virulenta, como lo hizo en esta crisis. Para poder financiar esas políticas, nuestro tipo impositivo efectivo medio, que es bajo en el contexto europeo, debe acercarse al de otros países de la Unión. Un pilar fundamental, por tanto, de la explicación de por qué la desigualdad en España es tan alta es esta debilidad de las políticas redistributivas, cuyo volumen y eficacia, a diferencia de lo que sucede con la mayoría de los indicadores macroeconómicos, nos sitúan junto a los países del Este europeo, lejos de los de mayor renta de la UE.
La recuperación del crecimiento y la reducción de la tasa de desempleo desde 2015, por sí solas, no han conseguido todavía colocarnos en los niveles de desigualdad de ingresos previos a la recesión. Además, como apunta Cantó (2019) en los últimos años se ha ampliado la brecha generacional en el papel que desempeñan las políticas públicas en la lucha contra la vulnerabilidad y la pobreza, lo que se explica por un muy limitado papel compensador de la última red de ingresos garantizados, las Rentas Mínimas de Inserción (RMI), y una baja cuantía de las prestaciones por hijo a cargo que limitan la capacidad redistributiva del sistema para las cohortes más jóvenes.
En definitiva, como respuesta a las crecientes dificultades de los jóvenes para acceder a empleo de calidad que les permita tener historiales de cotización estables parece indudable que se deben introducir reformas en el sistema de prestaciones e impuestos que permitan empezar a transitar hacia un modelo de Estado de bienestar más centrado en las necesidades de ingresos de las personas y sus familias que en el historial laboral individual. Esto se debe abordar con sensatez y sin fracturar otros elementos clave del sistema como las pensiones y las prestaciones por desempleo contributivas que, hoy en día, siguen siendo las transferencias más importantes para reducir la desigualdad de ingresos y el riesgo de pobreza.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Ayala, L. y Cantó, O. (2018), The driving forces of rising inequality in Spain: Is there more to it than a deep worsening of low-income households living standards? en Nolan, B. (ed.) Inequality and Inclusive Growth in Rich Countries: Shared Challenges and Contrasting Fortunes, Oxford University Press, Chapter 10, Oxford.
2. Bargain, O., Callan, t., Doorley, K. y Keane, C. (2017), Changes in income distributions and the role of tax-benefit policy during the great recession: An international perspective, Fiscal Studies, Volume 38, Issue 4, 559-585.
3. Cantó, O. (2013), El efecto redistributivo del impuesto sobre la renta y las prestaciones monetarias ante el incremento de la desigualdad de rentas, Presupuesto y Gasto Público, 71/2013:153-170, ISSN: 0210-5977.
4. Cantó, O. (2019), Desigualdad, redistribución y políticas públicas: ¿Hay una brecha generacional?”, ICE, Revista De Economía, (908). https://doi.org/10.32796/ice.2019.908.6826.
5. Comisión Europea (2017) Report on Public Finances in EMU, Brussels.
6. De Agostini, P., Paulus, A. y Tasseva, I. (2016), The effect of tax-benefit changes on the income distribution in 2008-2015, EUROMOD Working Paper 6/16. Colchester: University of Essex.
7. European Commission (2018) The EU-wide income distribution: inequality levels and decompositions, Directorate-General for Employment, Social Affairs and Inclusion.
8. Paulus, A. y Tasseva, I. (2018), Europe through the crisis: Discretionary policy changes and Automatic Stabilisers, EUROMOD WP Series 16/18.
9. World Bank (2018) Understanding Changes in Inequality in the EU, Background paper for “Growing United: Upgrading Europe’s Convergence Machine”. Washington.
10.WIL (2018) World Inequality Report. WORLD INEQUALITY LAB.
Los riesgos de la democracia
28/10/2019
Javier Álvarez Dorronsoro
Ingeniero Industrial
A comienzos del presente siglo el eminente sociólogo Anthony Giddens en su libro Un mundo desbocado expresaba la paradoja de que mientras en el mundo la marea a favor de la democracia era incontenible, en la mayor parte de los países democráticos los niveles de confianza en los políticos habían caído en los últimos años. Señalaba cómo especialmente las generaciones más jóvenes estaban perdiendo interés en la política parlamentaria. Rechazaban el monopolio de la información, se incrementaba su sensibilidad ante la corrupción, percibían que la política parlamentaria se alejaba de los cambios que demandaba la gente y desconfiaban cada vez más de los políticos que se mostraban incapaces de controlar las fuerzas económicas que mueven el mundo. Giddens concluía que para mantener activos la democracia y los gobiernos lo que se necesitaba era una profundización de la democracia, una democratización de la democracia.
Los movimientos populares que tuvieron lugar en esa década parecían confirmar este pronóstico, pero tras la crisis económica y sus secuelas, entre ellas las políticas de austeridad, han aumentado los problemas para la democracia tanto en el ámbito de la política como de la economía.
La pérdida de confianza en las élites económicas y políticas se ha incrementado. Se está produciendo una identificación del establishment con los organismos multinacionales, empresas transnacionales y flujos financieros, incapaces hasta el momento de embridar la economía y responder a las necesidades sociales más urgentes. Este panorama se interpreta no pocas veces como una amenaza para la autonomía del Estado-nación. Pero el rechazo al establishment y la reclamación de mayor soberanía para las naciones no va necesariamente unido a demandas de democracia política y económica. De hecho, en algunas naciones europeas, la reclamación de una mayor soberanía va acompañada por el aumento de actitudes antipluralistas y xenófobas y, al mismo tiempo, tolerantes con gobiernos cada vez más autoritarios y con políticas neoliberales.
En otras versiones, se produce un repliegue nacional político y económico al tiempo que se socavan algunos pilares de la democracia liberal. Es el caso del Reino Unido. A raíz de los desacuerdos en torno al Brexit ha ido surgiendo una idea de democracia que había estado ausente de la tradición política británica: se rebaja el papel del Parlamento e incluso se extiende en algunos sectores la hostilidad hacia el mismo. El recurso a referéndums no tiene por qué ser sinónimo de una profundización de la democracia, más aún cuando estos van acompañados de escandalosas operaciones de desinformación y de un rechazo del parlamentarismo.
Fuera del escenario europeo se vislumbran tendencias hacia la derechización política, pero se producen también rebeliones contra políticas económicas injustas. Quizá hayamos entrado en un nuevo ciclo de movilizaciones como las que se produjeron a finales de la primera década de este siglo. Es el caso de los últimos acontecimientos de Chile. Sin embargo, algunos atinados analistas ponen de relieve cómo junto al movimiento de protesta, a raíz de una situación de flagrante de injusticia social, se observa una crisis de legitimidad de las instituciones. Probablemente el gobierno chileno dé respuestas económicas inmediatas para apaciguar el conflicto pero, sostienen estos observadores, uno de los problemas de fondo en este escenario, es la ausencia de mediaciones, de voces legitimadas ante la sociedad, porque cada vez se cree menos en las promesas de los políticos. Podemos estar ante un caso de democracia sin representación política. Las rebeliones per se no garantizan avances democráticos, en general abren puertas a muchas alternativas.
El panorama inquieta sin duda a las élites políticas y económicas y a la población en general. La complacencia de la coexistencia constructiva entre capitalismo y democracia que se prolongó durante décadas y se reforzó con el hundimiento de la Unión Soviética, se ha quebrado. Hoy se plantea la necesidad de reformar el capitalismo. Unos lo llaman capitalismo progresista, otros, socialismo participativo, y unos terceros, democracia económica. Se sabe lo que no funciona, pero no está tan claro lo que se demanda. La urgencia no proviene sólo de dar solución a los problemas de desigualdad, pobreza y crisis medio ambiental que está generando el sistema actual, sino también de resolver el problema de la recuperación de la confianza en las instituciones democráticas. Ante esta situación de incertidumbre se vislumbran algunos riesgos. Voy a limitarme a citar tres de ellos:
1) Que la voluntad democrática no vaya acompañada de un fortalecimiento de las Instituciones en las que se encarna. Una de ellas es el Estado de derecho, que recoge la existencia de principios y garantías, que tienen como principal referencia unos derechos fundamentales, que actúan a la vez como límite del poder y como restricción de la voluntad de la mayoría. Mantener la coexistencia entre la voluntad democrática y el Estado de derecho reviste la mayor importancia. Algo parecido sucede con el Parlamento. Es difícil concebir hoy un régimen democrático sin una institución parlamentaria creíble y representativa. Como ejercicio de arqueología política cabe recordar que uno de los factores que pusieron punto final a la República de Weimar fue la quiebra del parlamentarismo. El movimiento nazi no tomó como blanco la crítica a la Constitución -ésta sobrevivió a la toma de poder de Hitler- sino que centró sus críticas en la “inutilidad de la actividad parlamentaria”, incapaz de dar solución a las disputas políticas y a las acuciantes necesidades sociales. Los juristas nazis identificaban la dimensión plebiscitaria de los procesos electivos como la “verdadera democracia”, al tiempo que renegaban de las instituciones que daban cuerpo a la democracia republicana.
2) Que las medidas económicas se sustraigan a la voluntad democrática del país. La derecha neoliberal pone el acento en la desregulación de la economía, en supeditarla al poder financiero global, en definitiva, a las necesidades del mercado. En la medida en que esta perspectiva triunfe la pobreza de la gobernanza democrática está servida. Es el camino de la erosión de la política y la certificación de su impotencia. Frente a la omnipotencia de los mercados, se hace necesario -como propone Mariana Mazzucato- abandonar la falsa dicotomía de los gobiernos frente al mercado y pensar más claramente acerca del mercado que queremos y del papel que las inversiones públicas pueden jugar en este cometido.
3) Que la pérdida de confianza en las mediaciones políticas para incidir en las políticas económicas mueva a la gente al desánimo y a concentrarse como único recurso en pequeños ámbitos del tejido social donde es posible ejercitar la voluntad democrática y aplicar la democracia a la economía. Sería imposible afirmar la democracia económica sin la combinación de una mirada de gran angular que contemple los cambios de la relación entre la política y la economía a nivel nacional e internacional y el compromiso de ir habilitando parcelas de democracia política y económica a nivel local.
Como apunte final cabe señalar que el sistema democrático no es una conquista irreversible. Puede ganar calidad, pero también puede perderla e incluso puede derivar en la pérdida de la propia democracia. Algunas veces cunde la idea de que la democracia sigue un curso de perfeccionamiento ininterrumpido como si el paso de los años le comunicara de manera natural mayor madurez y corrección. No es esa su historia. Crowford Brough Macpherson examinaba en su obra La democracia liberal y su época, la secuencia de tipos de democracia que han tenido lugar en el mundo moderno: la democracia como protección frente a la opresión del gobierno; la democracia como desarrollo de los individuos, que aportaba una dimensión moral; la democracia como equilibrio, que abandonaba la dimensión moral y reconocía la competencia entre las élites; y el propio autor reivindicaba, por último, la democracia participativa, que a su entender no acababa de abrirse paso. En otras palabras, Macpherson revelaba con esta tipología el hecho de que la democracia experimenta avances y retrocesos, que no obedece a una evolución lineal, y que será en definitiva el resultado de lo que los ciudadanos y ciudadanas quieran y puedan hacer.
La izquierda y la democracia económica
23/10/2019
Manel García Biel
Sociólogo y economista. Jubilado, afiliado a CCOO y a ICV.
Marcelino Camacho siempre decía que “la democracia se ha quedado en la puerta de las empresas”. Y tenía toda la razón. En la transición, el acuerdo político permitió la construcción de una democracia política, pero se olvidó de la democracia económica.
Nuestra democracia se ha construido sobre una contradicción, hay una parte de la sociedad que vive bajo una dictadura, en las empresas el poder omnímodo es el del empresario o del capital, para decirlo de una forma más general. La democracia política convive con una realidad empresarial donde impera una falta de democracia total, donde todo el poder organizativo y productivo está jerarquizado y en manos del poder empresarial que actúa a su única conveniencia. En pocas palabras, la democracia política se construyó a cambio de la dictadura económica del capital.
El único contrapeso se situaba en el campo de las relaciones laborales, donde a través de la negociación colectiva se podían establecer unos ciertos contrapesos o contrapartidas con la representación de los trabajadores, es decir con la representación sindical y, especialmente, con los sindicatos.
Después de la última Contrarreforma laboral del PP, ese último contrapeso sale aún más debilitado y se incrementa aún más el poder empresarial. Y hasta el momento presente el conjunto de las izquierdas y las fuerzas progresistas han sido incapaces de eliminar este último abuso.
Porque nos hemos de hacer una pregunta: ¿Cuáles son los planteamientos de las izquierdas tanto las más moderadas como las más alternativas? En general, dicen que quieren revertir los efectos de la reforma laboral del PP. ¿Algo más? El PSOE dice querer elaborar un nuevo Estatuto de los Trabajadores adaptado a la actual realidad económica y social. Son propuestas sin más concreciones.
Los partidos de izquierda, tanto la reformista como la alternativa, parecen tener una cierta alergia hacia las organizaciones sindicales confederales. Querría establecer aquí, como un punto de partida, que sin el fortalecimiento de la función del sindicalismo de clase es dudoso que una propuesta realmente de izquierdas pueda abrirse camino. Hoy en día no caben unos sindicatos “correa de trasmisión” de los partidos de izquierda, pero sin el papel del sindicalismo de clase autónomo la izquierda no podrá plantearse jamás avanzar hacia una democracia económica en la sociedad. La función del sindicalismo confederal y la izquierda social debe ser una de las herramientas de base para que las políticas realmente de izquierda puedan darse en el campo de la economía, en su más amplio sentido de un desarrollo económico y social de progreso en la sociedad que pueda persistir incluso cuando la izquierda pueda, de forma circunstancial, perder el poder político.
Pero para conseguir esta función del sindicalismo confederal debe establecerse una nueva legislación que no sólo adapte la realidad del mundo del trabajo al momento actual en cuanto a las relaciones laborales, sino que de forma más amplia debe plantearse el papel de la representación de los trabajadores en los campos de la organización y dirección de los procesos productivos en las empresas. Esto quiere decir establecer de una vez la democratización de las empresas, o la entrada de la democracia en las empresas.
Una afirmación como esta puede parecer revolucionaria cuando no lo es y no lo ha sido nunca. Se trata de pura socialdemocracia tradicional. En diversos países como Alemania están “constitucionalizados” principios como el de la “cogestión”, y en algunos países nórdicos aún se fue más lejos con la participación en el capital de los fondos colectivos de los trabajadores en la época de Olof Palme.
No es por tanto nada nuevo, se trata simplemente de democratizar la empresa y avanzar en la democracia económica una de las pocas cosas que puede permitir avanzar hacia una sociedad menos desigual y más avanzada democráticamente.
Los partidos de izquierda, unos como el PSOE, porque creen haber superado su tradición obrera (olvidando que Pablo Iglesias fundó tanto el PSOE como la UGT), otros, como la nueva izquierda alternativa muy alérgica al sindicalismo de clase organizado, olvidan el papel que pueden y deben jugar los sindicatos, no sólo para afianzar los avances sociales de las políticas de progreso, sino como elementos de elaboración de “know how” para el conocimiento de la realidad social. Los sindicatos están muy integrados y tiene un conocimiento bastante exhaustivo de la realidad no sólo laboral sino social, especialmente en cuanto actúan también en un ámbito socio-político y pueden aportar a los partidos políticos de izquierda unos conocimientos de interés en múltiples áreas. Podrían ser en buena medida unos interesantes “think tank” de la izquierda política y social.
Pero, para ello, los partidos de izquierda deberían hacer sus deberes. Y eso no sólo en el campo de las relaciones sociales y de la democratización de la empresa sino empoderando a los sindicatos en los ámbitos de la concertación social. El papel de los sindicatos, y no obviamos el de los empresarios, deberían tener un papel mucho más importante en la determinación de aspectos fundamentales de nuestro desarrollo social como son los servicios públicos (educativos, sanitarios, sociales, etc.), en la determinación de rentas sociales y subsidios (y, en su caso, rentas básicas o universales), pensiones, en el planteamiento de una transición ecológica justa, en la definición y aplicación de una economía sostenible, así como en la planificación de la economía, etc.
No son utopías, son realidades por la que los sindicatos luchan y deben luchar pero a la que los partidos de izquierdas deben atender si realmente quieren tener futuro en el panorama político, tanto español como europeo y mundial.