Somos mujeres migrantes, racializadas, sus hijas, las que vinimos pequeñas, las que nacimos aquí. Las refugiadas. Las que estamos aquí con y sin papeles. Las trabajadoras de la fresa, las porteadoras de la frontera Ceuta Melilla, las trabajadoras del hogar y los cuidados, las estudiantes, las madres, las camareras y limpiadoras de bares, hoteles y restaurantes. Somos todas, incluidas las asesinadas por la violencia machista que ya no están aquí. Las internas que no pueden salir, las expulsadas en vuelos de deportación y las que dejaron su vida en el mar intentando llegar a esta falsa promesa llamada Europa, que es la Europa fortaleza. Somos las otras.
Este virus nos ha tomado desprevenidas, imaginamos que como al resto del mundo. El trabajo, consecuencia de la crisis sanitaria y socioeconómica, nos ha desbordado y superado, exactamente igual, presuponemos, que a la mayoría de gobiernos. Gobiernos que no supieron responder a tiempo y que no tomaron las medidas necesarias hasta que la situación se volvió insostenible. Una vez más cometimos el error de creernos inmortales e invencibles y ha tenido que venir un virus para recordarnos la fragilidad humana y la fragilidad del sistema que nos rodea. Una nueva crisis nos coloca, de nuevo, en el último escalón en la escala de prioridades de los gobiernos para paliar las consecuencias de la crisis.
La mortalidad del virus es mayor en las personas en situación de pobreza y precariedad. El nivel socioeconómico juega un papel determinante que marca la diferencia entre la vida y la muerte. A esto debemos añadir las condiciones de salud: las personas con menos recursos tienen una salud más frágil y sufren más enfermedades crónicas como la hipertensión, diabetes, colesterol, obesidad. Este patrón es global; lo vemos tanto en España como en Estados Unidos, Reino Unido, América Latina, etc. La mortalidad por coronavirus es más del doble en las áreas pobres donde se concentra la mayoría de población migrante y racializada.
Un ejemplo de ello son los Estados Unidos; a pesar de que la comunidad negra representa tan solo el 13% de la población, esta comunidad ha sufrido el 27% de las muertes totales de las zonas de las que se dispone de datos. En Kansas y Wisconsin, los residentes negros tienen siete veces más probabilidades de morir que los blancos y en Washington D.C, la tasa entre las personas negras es seis veces mayor.
En España a día de hoy no se cuenta con estadísticas segregadas por raza o género, pero en las estadísticas más recientes de Madrid se evidencia un mayor número de contagios en los barrios de clase obrera sobre los barrios de las clases privilegiadas. La zona sur de la Comunidad de Madrid, con Leganés a la cabeza, más afectada que la zona norte, según un análisis de la Universidad Politécnica de Madrid el investigador Pedro Gullón ha observado correlación entre mayor nivel de hacinamiento y menor precio de alquiler con las zonas de más contagios de la capital.
Dichas estadísticas nos están mostrando cómo la pandemia golpea más fuerte a los que menos recursos tienen, son las personas de los barrios más empobrecidos, el personal sanitario y las personas que realizan los trabajos esenciales durante la cuarentena, las que se encuentran más expuestas al contagio.
Paradójicamente los que se han desvelado como trabajos esenciales, personal sanitario, limpieza, cuidadoras, cajeras, jornaleros, agricultores, esos que están sosteniendo y salvando vidas durante la pandemia, son precisamente los que se realizan en condiciones laborales precarias y con salarios indignos. En España, estos empleos son realizados en gran porcentaje por personas migrantes, mujeres en su mayoría, muchas en situación administrativa irregular, quienes a pesar de estar realizando trabajos esenciales, no son tomadas en cuenta y al gobierno parece que no le interesa legislar para que sus derechos y condiciones sean igual de esenciales.
Según el informe del Banco Mundial sobre la pobreza y el impacto distribucional del Covid-19; los gobiernos deberían mitigar los impactos negativos de esta crisis, sobre todo, entre la población más vulnerable. La urgencia empuja a buscar soluciones y los gobiernos deben dar respuesta. La vida debe ponerse en el centro.
Nosotras, las otras, somos parte de los márgenes y de las comunidades más empobrecidas, y de nuevo la carga está en nosotras. El virus no entiende de género, de raza, procedencia o estatus social, pero el sistema y las condiciones humanas para combatirlo, si.
La opción del confinamiento se descubrió no sólo como un privilegio de clases sino, también, de raza y de género. A pesar de esta realidad, las otras comenzamos a tejer redes de apoyo para dar respuesta a la urgencia humanitaria que no dejaba de agravarse día a día en nuestras comunidades. Esta manera de hacer frente a esta problemática se tradujo en dos vías: la primera vía era de ayuda directa, a través de las cajas de resistencia, las redes ciudadanas de apoyo mutuo y los bancos de alimentos. La segunda vía, era política. Así pues desde el 8M y los feminismos antirracistas nos sumamos a la campaña de Regularización Ya y comenzamos a reflexionar en colectivo sobre nuestra situación.
Constatamos que nada de esto es nuevo para nosotras como mujeres migrantes, racializadas, desde los márgenes, las otras. Que las crisis nos golpean con más fuerza es habitual, es parte de la realidad de este sistema patriarcal, machista, capitalista, extractivista, racista y colonial que opera impunemente en España y en la Unión Europea, cuando se trata de establecer políticas de extranjería y migratorias, negando su propio discurso de Derechos Humanos y dejando a mujeres, niñas y disidentes sexuales en situaciones de completa vulnerabilidad soportando múltiples violencias, las cuales se han agudizado durante el confinamiento.
Seguimos señalando pues la Ley de Extranjería como principal instrumento del racismo institucional que se materializa en la criminalización del derecho a migrar y buscar condiciones de vida digna de toda persona. Denunciamos la existencia de los CIES como cárceles para personas que no tienen documentación en regla, las cuáles han sido vaciados y cerrados actualmente como consecuencia del estado de alarma, siendo esto un pequeño respiro para la comunidad migrante, aunque desafortunadamente no es un cierre definitivo como lo venimos exigiendo durante años. Las posibilidades de migrar por vías legales y seguras, sigue siendo una utopía.
También señalamos el recrudecimiento de la explotación laboral de mujeres migrantes y racializadas, especialmente en los campos de cultivo, en los invernaderos, en el sector del empleo del hogar y los cuidados, en las residencias de mayores, todas ellas, industrias que enriquecen a unos pocos a costa de nuestro esfuerzo.
En el caso de las mujeres que trabajan en el hogar y los cuidados, sin derechos laborales básicos como el derecho al paro, derecho a un contrato con condiciones laborales dignas, con la aprobación de un subsidio por parte del ejecutivo que deja a muchas trabajadoras fuera de la cobertura, un subsidio de un mes, un subsidio insuficiente para poder afrontar la crisis económica que se nos viene encima. Las trabajadoras del hogar en régimen de internas se llevan la peor parte de esta crisis, muchas llevan toda la cuarentena encerradas en casa de sus empleadores, sobrecargadas, trabajando más por el mismo salario, algunas incluso sufriendo malos tratos, vejaciones y abusos sexuales, obligadas a mantener sus empleos por la incertidumbre de lo que pueda pasar, por superviviencia y por el peso de tener que proveer ingresos a su familia, hijos e hijas, ya que muchas son el único sustento de sus hogares actualmente. Expuestas al virus ya que no han dejado de trabajar durante el confinamiento, muchas se han contagiado, varias no han sobrevivido, víctimas del coronavirus y del sistema.
La pandemia ha puesto en evidencia la fragilidad del sistema de los cuidados, frecuentemente menospreciados, que recaen mayoritariamente sobre las espaldas de las mujeres, y en España en gran medida sobre las espaldas de las mujeres migrantes. Una crisis global de cuidados que ha revelado que tenemos una deuda histórica con las mujeres que han cuidado, un trabajo no reconocido ni valorado y nadie está cuidando de ellas. ¿Quién cuida a la cuidadoras? Desde luego el Estado Español y en general la sociedad, no lo está haciendo, pese a que este sistema capitalista depende de ellas para el sostenimiento de la vida.
En esta reflexión colectiva como mujeres migrantes reafirmamos una vez más que es necesario combatir este sistema en el que mujeres, niñas y disidentes sexuales se exponen a situaciones de alta vulnerabilidad frente al virus y a las múltiples violencias a las que nos enfrentamos debido a las barreras que impone la Ley de Extranjería, pero también las barreras de un sistema social que nos empuja a los trabajos con menos garantías y derechos, obligándonos a entrar en el circuito asistencialista y desempoderante de los servicios sociales que carece de un enfoque de derechos e intercultural con perspectiva antirracista en el Estado español.
Esto lo venimos denunciando hace tiempo, cuando señalamos realidades como la excesiva e injustificada retirada de custodia de sus hijas e hijos a mujeres migrantes por parte de los servicios sociales basándose en criterios de maternidad hegemónicos y parámetros eurocéntricos que niegan la agencia de sus madres y las estigmatizan como “malas madres” obviando el verdadero problema: que las mujeres migrantes tienen muy pocas posibilidades de conciliación laboral, menos aún en medio de un estado de alarma, donde el único espacio (centros escolares e institutos) del que dependían para el cuidado y educación de sus hijas e hijos, se encuentran cerrados y lo estarán durante mucho tiempo, dejando sobre todo a la madres solteras a su suerte, desprotegidas y sin posibilidad de conciliación alguna.
Las consecuencias de esta crisis abrirán una brecha mayor entre las clases privilegiadas y las clases trabajadoras ya empobrecidas tras la debacle de 2008 de la que nos nos habíamos recuperado del todo. Las comunidades migrantes, como siempre, nos encontramos en abajo, afuera, en la invisibilidad y exclusión social.
El coronavirus se irá algún día, pero la desigualdad sigue y se intensificará, esa es la verdadera epidemia.
La crisis sanitaria y socioeconómica no deja de agravarse y la situación nos empuja y repensar la manera en la que dentro del movimiento feminista antirracista debemos de actuar. Es necesario, resignificar, reflexionar, articular estrategias y tejidos comunitarios para reconstruir un mundo nuevo, porque este no da para más, este sistema nos ha demostrado en múltiples ocasiones que las vidas humanas son desechables y según nuestra procedencia, raza, sexo, etc, valen menos aun.
Las vidas del norte global sobre las del sur global, las vidas blancas sobre la vida de las personas racializadas, indígenas, negras, musulmanas, sobre la otredad. Tenemos el deber político y ético de romper con esa jerarquía colonial, romper este sistema patriarcal, neoliberal y racista, y poner de una vez por todas la vida en el centro, pero la vida de todas las personas, no solo de las que puedan pagarlo. Seguir el ejemplo y modelos de vida de las comunidades originarias, volver a los saberes comunitarios y abrazar nuestras raíces. La reacción de las comunidades, de autoabastecimiento y protección, el gran ejemplo de supervivencia y cuidados comunes deben ser guía y lucero para nuestras luchas también acá en este norte de privilegios. Tenemos la suerte de pertenecer a ambas orillas y tener esas otras referencias y ejemplos. En España también los tienen si dirigen la mirada a sus barrios populares y sus campos.
Debemos entonces construir una nueva sociedad antirracista, feminista y sostenible, donde todas las personas tengamos igualdad de derechos y condiciones para afrontar la “nueva normalidad”. Todas podemos contribuir a ello, en nuestros centros de trabajo, en los barrios, en las calles, con las vecinas, en los mercados y las plazas, en nuestras casas.
Es responsabilidad de todas, y no es un mero gesto simbólico para calmar conciencias. Otro modelo es posible y fundamental para la construcción de sociedades más humanas, justas y equitativas, es una responsabilidad política urgente e ineludible.