¿Llegará un momento en el cual lo que tenga peso en la vida política y ocupe el primer plano de los debates sean propuestas de cambio económicas, sociales y culturales para hacer frente a los descomunales problemas que padece la humanidad?

Esperemos que sí, porque resultan decepcionantes y frustrantes las batallas vacías de contenido entre personas y grupos sin otro objeto que no sea el de dañar al competidor, con la única ambición de disputarle espacio dentro de las instituciones. Son rifirrafes particularmente lamentables cuando se producen entre representantes de formaciones hipotéticamente comprometidas en la defensa de los Derechos Humanos y de la igualdad. Parecen incapacitadas para generar esperanzas en un futuro de buena vida y de apoyo mutuo entre personas.

Las lideran individuos a menudo autoritarios, acompañados por grupos que buscan la hegemonía, pero que no contraponen ideas sino agravios, descalificaciones, reproches, acusaciones de deslealtad, desacuerdos puntuales sobre tal o cual cargo o lugar en una lista y, en el mejor de los casos, discusiones sobre la oportunidad de cualquier gesto o decisión burocrática, a menudo acompañadas de insultos. En este contexto los protagonistas se sienten autorizados para intercambiar favores con adversarios o para llevar a cabo cualquier tipo de maniobra por sorpresa en contra de anteriores aliados. Y actúan de esa manera como si fuera lo más natural del mundo. Actos que consideran consustanciales con la vida política y que a menudo justifican en base a no se sabe qué supuestas «discrepancias estratégicas».

¿Estrategias?

¿A qué líneas estratégicas se refieren? ¿Estrategias para llegar a qué estado de cosas?

Los diferentes bandos de la izquierda que se reivindica «transformadora» repiten desde hace tiempo que lo que pretenden es «mejorar la vida de la gente». No se puede restar importancia a la subida del salario mínimo, ni a la nueva promesa de mejora de estos sueldos, ni al incremento temporal del subsidio por desocupación, ni la anunciada reducción de la semana laboral a 37’5 horas, que habrá que considerar como una conquista histórica cuando se apruebe.

Y hay que reivindicar como victoria indiscutible la ley del «solo sí es sí», a pesar de que partidos diferentes han hecho todo lo posible para desacreditar a las autoras de la iniciativa, a propósito de algunos detalles sobre la aplicación de la norma, y han dejado en segundo término el comportamiento que exige la misma.

Hay que celebrar también y sin dudar la toma en consideración de la anunciada ley de Amnistía por parte de la mayoría en el Congreso de los Diputados. Ahora hemos de esperar a que se apruebe y se aplique, y entonces se podrá medir hasta qué punto se avanza en el respeto de libertades y derechos elementales, entre ellos el de expresión, el de manifestación y el de autodeterminación de los pueblos.

La vida de la gente también mejorará si los permisos de paternidad y maternidad tienen más duración. ¿Qué duda cabe?

No entraremos en este artículo en temas tales como la eficacia de la reforma de la reforma laboral, que los ‘progresistas’ habían asegurado que derogarían, ni en lo que supone la sustitución de contratos temporales por fijos discontinuos. No insistiremos tampoco en otras promesas olvidadas como la eliminación de la ley mordaza, que para vergüenza de cualquier demócrata bautizaron como ‘Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana’.

Convendría reflexionar a fondo sobre el poder de seducción de las instituciones, que empuja a “defensores de valores republicanos” a acoger con aplausos a la familia real, a la vez que ningunean o criminalizan a quienes se pronunciaron o pronuncian en favor del fin de la monarquía y de la proclamación de una República.

Instituciones que obligan a mirar hacia otro lado cuando se produce una matanza como la de Melilla, o a votar a favor del incremento de los presupuestos de Defensa, o a hacerse corresponsables de un Gobierno que mantiene relaciones diplomáticas con un Estado genocida como el israelí.

Brutalidad sin límites

Cualquier formación política o gobierno que se diga de izquierdas, o progresista, o como le quieran llamar, en el ámbito internacional, tiene que romper relaciones con el Estado sionista, responsable del asesinato masivo de palestinos, de la destrucción de sus poblaciones y de la expulsión de su tierra.

Seguro que habrá que esforzarse en levantar el nivel de conciencia sobre estas y otras muchas expresiones de brutalidad, pero en estas notas intentaremos escribir en positivo, con todo el respeto hacia los ‘progresistas’ defensores de las reformas del régimen actual y que prometen más del mismo. No podemos dejar de recordar las multitudes que en la década pasada y en otras más lejanas vivieron animadas con la posibilidad de conseguir un cambio social, para hacer realidad la democracia, económica y política. No nos conformábamos con las migas. Queríamos el pan entero, decíamos.

Ahora se ha extendido una nueva ola de escepticismo y desafección en relación a la vida política, pero aun así podemos atrevernos a recordar, en negro sobre blanco, una sintética lista de posibles ámbitos de actuación en las raíces del sistema, porque sobran los motivos para pensar en una manera alternativa de vivir y convivir.

Conviene que se explique la nueva legislación y la acción del Ejecutivo pero quien aprueba y aplica la normativa tiene que evitar la autocomplacencia, porque resulta insultante para todo aquel que padece el castigo ‘de la mano invisible del mercado’ en cualquier ámbito de la vida propia y ajena.

Tendría que parecer necesaria, conveniente, sensata y realista, por ejemplo, la renuncia al comercio de material bélico y la sustitución de las fábricas de armamento por centros civiles de investigación, ¿verdad?

Resulta perfectamente imaginable también que los estados del norte global garantizaran el derecho de cualquier persona de cualquier país a migrar sin tener que arriesgar la vida, y el derecho a tener derechos en el lugar donde quiera residir. Los gobernantes europeos celebran ahora, mira por dónde, la firma de un nuevo acuerdo en sentido contrario. La historia de la humanidad está repleta de movimientos migratorios. En el siglo XXI no podemos mantener por más tiempo la negación del derecho a tener derechos a personas migrantes, particularmente mujeres, que desde las sociedades del norte se les reclama para ofrecerles trabajos en precario en domicilios, en empresas de servicios y en explotaciones agrarias.

El trabajo no remunerado de las mujeres, además, ha sido y sigue siendo fundamental por el funcionamiento de la sociedad. Las feministas evidencian la necesidad urgente de poner punto final a este sistema extremo de explotación. Más allá de la exigencia, sin embargo, hace falta que nos arremanguemos para concretar formas efectivas de hacerlo, ¿no?

Nuestra salud tendría que dejar de representar una oportunidad de negocio para los inversores. Solo de este modo se puede garantizar que toda la ciudadanía pueda recibir asistencia sanitaria de calidad en igualdad de condiciones. Es perfectamente posible y tendría que formar parte del programa político de cualquier fuerza que se reivindique transformadora. ¿No es evidente?

La seguridad social está inventada desde hace mucho tiempo, sin embargo, muchas personas reciben una atención y una protección del todo insuficientes, y otros, si pueden, pagan cuotas a compañías privadas para sentirse “seguras” ante necesidades de atención sanitaria, accidentes, problemas en la vivienda u otras eventualidades adversas en la vida cotidiana. Este sistema de previsión, en manos del sector público, sin excepciones, tendría que garantizar igualdad de derechos y muchísima más tranquilidad al conjunto de la ciudadanía. ¿Qué tiene que pasar para que la “izquierda transformadora” reclame en algún momento la asunción por parte del Estado de todo el sistema de seguros?

¿Qué sentido tiene el mantenimiento de intereses privados en una parte más que significativa de las escuelas y universidades? La educación, en todos sus ciclos, tiene que ser considerada como un servicio público y laico, libre de la influencia de intereses económicos o religiosos.

Y en relación a las entidades de crédito, está más que dicho y repetido que lo que interesa a los banqueros no se corresponde en forma alguna con lo que necesitan las personas que viven de su trabajo o de su pensión. Hay que democratizar el sistema financiero y hacerlo significa desprivatizar la actividad bancaria.

Miles de personas se encuentran sin hogar. El mercado inmobiliario convierte en papel mojado la legislación que reconoce el derecho a la vivienda digna y adecuada. La construcción de vivienda social y las normas que ponen límites al alquiler son positivas. ¿Qué duda cabe? Resultan, no obstante, medidas del todo insuficientes ante la voracidad de las inmobiliarias. La necesidad de atacar el problema desde la raíz es una asignatura pendiente para todas las entidades sociales y políticas.

El calentamiento global, el agotamiento de los recursos, la pérdida acelerada de diversidad biológica, las sequías, la contaminación, los fenómenos meteorológicos extremos… comprometen el futuro de la vida sobre nuestro planeta. La responsabilidad de las empresas del oligopolio energético en la degradación del medio ambiente ya es más que evidente, pero los responsables políticos de los países más industrializados confían en qué quién evitará el colapso ecológico serán las mismas compañías que nos conducen hacia la catástrofe, ahora interesadas en el negocio que pueden encontrar en la explotación de fuentes de energía renovable. Ya han dejado claro que no abandonarán los combustibles fósiles y que explotarán a su manera las reservas minerales necesarias para las nuevas tecnologías.

Sería deseable que las administraciones, en vez de favorecer la actividad de estos consorcios, tomaran en sus manos el control de las principales empresas del sector, facilitaran y promovieran la creación de comunidades energéticas, hicieran posible la existencia de redes descentralizadas de generadores de energía limpia y racionalizaran el consumo.

Y así podríamos seguir y seguir… sobre la democratización necesaria de tantos y tantos otros ámbitos de la producción, de los servicios, de la vida cultural, de la seguridad ciudadana… Y de la Justicia. El cambio en la estructura y comportamiento de un poder judicial como el español, ideológicamente sesgado hacia la derecha extrema y decidido a intervenir en la vida política, representa en la actualidad una de las tareas más complicadas en la agenda de cualquier mayoría democrática.

Hay que pensar en una fiscalidad que deje de favorecer a quién más tiene, en potenciar decididamente la economía social y solidaria y el comercio de proximidad, en unos transportes públicos libres de intromisiones del capital privado, en un sistema de telecomunicaciones totalmente público, en propiciar la creación de redes sociales de comunicación cooperativas, que marquen caminos para quitarnos de encima lo más pronto posible la dictadura de Google, Amazon y otros gigantes de la industria digital.

Se trata de poner la actividad económica e institucional al servicio de las personas y no a la inversa. Se trata, obviamente, de ideas revolucionarias y ambiciosas, que nadie puede presentar como algo fácil, pero si no se formulan propuestas concretas en este sentido, si no empezamos a dibujar de nuevo un orden de cosas justo, democrático y racional, gobernado por leyes alternativas a las del mercado, será imposible detener el avance hacia la distopía.

Hay entidades, como las que se encuentran asociadas a ECAS, o Òmnium Cultural, o Coop57, que impulsan el Projecte Lliures, o tantas otras que trabajan “por un futuro libre de desigualdades”, día a día, sobre realidades sociales y personales concretas, que no pueden dejar de señalar que la pobreza se cronifica. La precariedad laboral persiste.

Cómo salir de la pobreza

Los datos asustan. Los informes y estudios que difunden las mencionadas entidades constatan que, en Catalunya, una de cada tres personas se encuentra en riesgo de exclusión social y la mitad de la población tiene dificultades para llegar a final de mes. El sesenta por ciento de los hogares en situación de pobreza severa no reciben ningún tipo de prestación social. En la ciudad de Barcelona, 4.800 personas se encuentran sin hogar y 1.384 duermen en la calle, según los datos recogidos por la Fundació Arrels.

En el Estado español, 12,3 millones de personas viven en situación de riesgo de exclusión social, y entre ellas 1,4 millones cuentan con educación superior.

Las medidas aplicadas y anunciadas por el “progresismo” para “mejorar la vida de la gente” no se pueden menospreciar en modo alguno, pero llegan donde llegan, que es muy poco en relación a la magnitud de la fractura social existente.

La realidad, ciertamente, es la que es. El triunfalismo que caracteriza el discurso de gobernantes «progresistas» no ayuda a cambiarla. Tal como señala el informe FOESSA, «vivimos en una sociedad en la cual la integración se asienta sobre bases más débiles y la exclusión se enquista en la estructura social».

Las interpretaciones según las cuales las posibilidades de reducción de la pobreza se encuentran directamente vinculadas al crecimiento de la actividad económica y a los niveles de ocupación son excesivamente simplistas. Las recetas de la izquierda que gobierna no consiguen ni pueden conseguir cambiar la percepción que tiene una parte más que importando de la población. Un sector enorme de nuestra sociedad no ve posibilidades de salir de la pobreza, ve el riesgo de caer en ella y sufre el deterioro constante de los sistemas de educación pública, de salud, de acceso a la vivienda, del transporte, del medio ambiente…

Una parte de la izquierda consiguió suficiente apoyo para parar a la derecha extremadamente neoliberal en su pretensión de hacerse de nuevo con el aparato del gobierno central, y esto es importante, pero del todo insuficiente.

Tal como dijo el ex-diputado del la CUP David Fernàndez en un entrevista concedida a este diario, «si el programa político para que no gobierne la extrema derecha se reduce simplemente a que no gobierne la extrema derecha, únicamente como proclama, esta es la vía más corta para que gane».
Los que en otro tiempo habían escrito y hablado sobre vías de transición hacia el socialismo hace muchos años que renunciaron a las ideas de democracia económica, Dimitieron de su compromiso más o menos radical con proyectos de cambio de las estructuras sociales.

Y la mayor parte de lo que hoy se considera izquierda de la izquierda parece más interesada en ganar batallas administrativas que en la formulación y explicación de propuestas que permitan imaginar un futuro de igualdad, solidaridad y vida armónica con la naturaleza.

«Sé que las películas y series distópicas se han puesto de moda. Habrá que decir a los guionistas que no elucubren tanto, que la mayor fantasía se encuentra en el capitalismo», escribe Gustavo Duch en sus Cuentos del progreso (1). Se diría que cada vez hay más gente que entiende que la mayor parte de los problemas que sufrimos son consecuencia del capitalismo. El que falta es demasiada crítica para trabajar en favor de un cambio de sistema. Nos encontramos en un buen momento para pensar en ello, pero hay que hacerlo con urgencia.

Notas:

Gustavo Duch. Cuentos del progreso. Pol·len edicions, 2021.

 

Ante un panorama político y social incierto que padecemos en la actualidad, el próximo 2 de abril, supongo que por fin se pondrá en marcha el Proyecto Sumar, con Yolanda Díaz al frente de este ambicioso proyecto progresista de participación ciudadana integrado por distintas formaciones políticas.

Esta iniciativa es, no sólo largamente esperada, sino que, posiblemente, el proyecto de futuro más ambicioso, desde un punto de vista democrático y humanista, planteado en este país como forma de recuperar y ensalzar el concepto de Soberanía Popular; por medio de una idea de democracia popular en contraposición a la fracasada democracia liberal procedimental, que ha encadenado, durante estas últimas décadas, un sin fin de crisis financieras, políticas y sociales, incrementando la desigualdad, eliminando servicios y derechos sociales hacia la supresión de la Justicia Social alterando el principio de convivencia.

El deseado éxito del Proyecto Sumar requiere una verdadera unidad de las distintas fuerzas progresistas, dejando de lado egos personales y con el firme propósito de avanzar en un plan común con la mayor celeridad posible, debido al actual panorama político incierto con el riesgo de padecer un gobierno futuro entre PP y Vox como ya ocurre en Andalucía, Castilla León y Madrid.

En absoluto se trata de apelar al voto del miedo, más bien todo lo contrario, recuperar el voto de la esperanza de la revolución social permanente en busca de la recuperación de los derechos y servicios públicos básicos para la ciudadanía con la consiguiente mejora de la Seguridad Jurídica para un mejor desarrollo social y económico.

Para la consecución del éxito de este Proyecto y sus propósitos, se requiere destacar una serie de puntos que considero fundamentales y que se deben profundizar con la mayor rapidez y seriedad posible para la credibilidad de un programa social para todas y todos:

– Impulso y Desarrollo del Sistema de Educación Pública bajo el principio de «educar en derechos humanos, igualdad y respeto de género, interculturalidad y en la lucha contra la pobreza». Para esto debemos reforzar la figura de las educadoras y educadores social y económicamente. Además, es imprescindible planificar de forma eficiente la educación pública en el mundo rural muy desfavorecido en la actualidad.

La educación pública es la piedra angular para una verdadera cohesión social y la forma más eficiente de luchar contra la desigualdad social, por consiguiente el modo de conseguir una sociedad más empática y humanista basada en el respeto común a través del conocimiento y el pensamiento crítico.

– Leyes que refuercen la Sanidad Pública Universal con una financiación adecuada para su desarrollo y sostenibilidad, así como su implantación dentro de todo el territorio incidiendo, de nuevo, especialmente en las zonas rurales para que a nadie se le niegue la asistencia médica pública.

– Nueva Ley sobre la Función Pública que dote de eficiencia y prestigio a los funcionarios públicos como ejecutores del desarrollo de las políticas sociales más importantes en la lucha contra la desigualdad social. Para impulsar este punto abogo por la creación de una carrera universitaria, media y superior, de Gestión de los Servicios y Recursos Públicos para una mayor profesionalización en la gestión administrativa en sectores públicos estratégicos (hospitales, centros educativos,…etc).

– Potenciar un verdadero parque de vivienda pública.

– Desarrollo legislativo que bloquee e impida la privatización de los servicios y derechos públicos esenciales.

Lo expuesto hasta el momento es una humilde y sencilla pincelada básica como base por la lucha de igualdad de género, lucha contra el bullying escolar o cualquier otra discriminación, por el cuidado y protección de nuestros mayores, por el desarrollo y prevención de la ley de garantía integral de la libertad sexual, por la protección a la salud mental… En definitiva, devolver la soberanía y condición de ciudadanos a las personas en contraposición al concepto de súbdito como principio de sociedad gregaria que hemos padecido durante estas últimas décadas y que, en la actualidad, buscan mantener las élites y privilegiados sociales, económicos y eclesiásticos.

Recuperar la condición de ciudadanos significa, a mi modo de ver, promover la participación dentro del espacio público; centros educativos, centros de salud, asociaciones vecinales…como definición de DEMOCRACIA de John Rawls «el ejercicio de la Razón Pública» para ser partícipes de una sociedad más participativa, solidaria y humanista, siempre en busca de una mayor Igualdad, Respeto y Justicia Social.

Necesitamos que en la formación de este nuevo proyecto Sumar se ejerzan los principios de diálogo, debate y consenso con la mayor participación ciudadana posible, desde una perspectiva positiva, para la consecución de nuevos avances sociales con prosperidad, con un desarrollo económico justo y sostenible.

Considero que nos queda poco tiempo, pero que no es tarde para unificar nuestras fuerzas e ideas, que el mensaje debe de llegar hasta el último rincón de la ciudadanía para contrarrestar bulos y sofismas vertidos por la derecha y sus élites privilegiadas, así como evitar el grave problema de la abstención; pero no sólo movilizar el voto, sino concienciar e incentivar a la ciudadanía en la participación pública… en el espacio de todas y todos.

moderado por:

  • Pedro González de Molina Soler

    Profesor de Geografía e Historia

Hay que esforzarse por debatir más de políticas que de meritocracia en público

  • Carlos Gil

    Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por el Instituto Universitario Europeo (Italia), con la tesis Cracking Meritocracy from the Starting Gate (2020), premiada por el European Consortium for Sociologial Research (ECSR)

Uno de los principales problemas en la acalorada discusión pública sobre la meritocracia es la confusión generalizada sobre su significado y el papel del esfuerzo. Hay dos interpretaciones que hay que aclarar antes de tener un debate serio sobre las políticas y acuerdos necesarios para mejorar la igualdad de oportunidades: (1) la meritocracia como mecanismo de selección y (2) la meritocracia como ideología cargada de (pre)juicios morales. Una vez aclaradas, veremos que la meritocracia es una concepción muy pobre de la igualdad y que hablar de ella en público agita el avispero ideológico, desviando así la atención de las políticas indispensables para construir sociedades más justas.

La meritocracia como mecanismo de selección

Por un lado, la meritocracia puede entenderse como un mecanismo de selección o asignación de las posiciones y recompensas valoradas en una sociedad basado en el mérito del individuo, sea lo que sea el mérito, quién lo define y si es posible medirlo — un debate clave que abordaré más abajo.

Nadie dijo que no haya que esforzarse. Ya desde las revoluciones liberales del siglo XIX se hacía énfasis en la carrera abierta al talento en las burocracias estatales para derribar las sociedades aristocráticas donde la posición social era directamente heredada por linaje familiar, tradición o propiedad. En las democracias actuales, la mayoría de los ciudadanos prefiere que el sistema educativo, el mercado de trabajo o las instituciones públicas se rijan por los criterios más transparentes y objetivos posibles en los procesos de selección, evaluación y promoción — como la capacidad y el trabajo duro. Pocas personas consideran que esforzarse no sirva para nada y que no haya que hacerlo para salir adelante. Que se recompense —eso sí, de forma igualitaria— el esfuerzo es necesario para motivar e incentivar a la gente para, por ejemplo, cursar estudios más difíciles o trabajar en ocupaciones con mayor responsabilidad. Esto es lo mínimo que se espera del capitalismo: una competición justa en la que se recompense a cada uno según sus méritos individuales y lo que el mercado valore en ese momento histórico, independientemente de si vienes de abajo o de arriba, de tu género, orientación sexual u origen étnico.

Últimamente se ha desviado interesadamente el debate sobre la meritocracia hacia el peligro de cuestionar la sacrosanta trinidad de levantarse temprano, trabajar duro y ser resilientes y difundir así la cínica idea de que esforzarse no vale para nada a nuestros ingenuos jóvenes. ¡A ver si van a quedarse en casa de brazos cruzados a esperar la “paguita”! Así, se desvía la atención de una segunda interpretación de la meritocracia menos idílica: la meritocracia como caballo de troya del liberalismo extremo, el statu quo y la legitimación de desigualdades injustas para aquellos desafortunados en la lotería social y genética. Nadie elige ni merece las (des)ventajas de nacer en una familia con menos o más recursos o heredar unos u otros genes que influencian el desarrollo de las habilidades productivas que valora el mercado.

Para que quede negro sobre blanco: esforzarse es importante para conseguir los objetivos que uno se proponga y sobre todo si vienes de abajo. Por algo se llama clase trabajadora. Dicho esto, si vienes de clase obrera, tener talento y trabajar duro no te garantiza los mismos resultados que a alguien que venga de la elite y también se esfuerce, o incluso no dé palo al agua — que se lo digan a Froilán. Que el mismo esfuerzo no tenga la misma recompensa según la clase social en la que has tenido la fortuna de nacer no quiere decir que el esfuerzo no tenga valor, sino que la meritocracia es un timo. El esfuerzo solo podría justificar desigualdades entre personas que han nacido en las mismas circunstancias de clase y, como no podemos cuantificar todas estas circunstancias, quizá podríamos centrar nuestros esfuerzos en ofrecer más oportunidades en lugar de juzgar quién merece qué antes de ofrecerlas. Podemos aspirar a más como sociedades democráticas que competir en una carrera amañada desde el pitido de salida para repartir los trabajos y bienes que valoramos.

La meritocracia como sistema ideológico

En su segunda interpretación, la meritocracia es un sistema ideológico de legitimación de la desigualdad que da por hecho el hollywoodiense sueño americano de que hay igualdad de oportunidades. El sueño de que, si te levantas muy temprano, te esfuerzas mucho y te buscas un buen coaching, no habrá obstáculo que te impida conseguir aquello que te propongas: ya sea ser astronauta, millonario, influencer, jugador de fútbol, CEO de una multinacional o estrella del trap, tú lo vales. Si no lo consigues, podrás culparte solo a ti mismo por tus malas decisiones y por tu falta de habilidad, empeño o carácter. Tuviste poco autocontrol y te comiste la golosina de la mesa en lugar de esperar media horita más para tener dos. Cada uno recibe lo que se merece, ni más ni menos ¡Espera, la meritocracia no siempre fue así, me la han cambiado!

El origen distópico de la meritocracia y su metamorfosis liberal. La palabra meritocracia es joven y nació como una sátira distópica del sociólogo Michael Young para denunciar los peligros de una sociedad que aplicara a rajatabla la fórmula mérito = habilidad + esfuerzo para elegir a sus elites gobernantes. En esta sátira ambientada en Gran Bretaña, las posiciones en la estructura de clase se deciden desde la escuela primaria sin tener en cuenta las desigualdades socioeconómicas de partida entre las familias para puntuar más alto o bajo en esta fórmula meritocrática. No en vano, el término meritocracia se acuñó como una crítica a la reforma del segregador sistema educativo inglés de 1944, que introdujo la diferenciación temprana de itinerarios curriculares —el equivalente español del bachillerato o formación profesional— basada en una prueba de cociente intelectual a los 10 años. El cuento de la meritocracia acabó como el rosario de la aurora, con una rebelión de las clases sociales perdedoras en 2033, despreciadas por el desdén de la oligarquía ganadora. En lugar de una sociedad eficiente y justa, la meritocracia derivó en una tiranía cruel y despiadada con los menos afortunados.

Poco a poco, pero sobre todo desde los años 80, la meritocracia sufrió una dulce metamorfosis hasta derivar en un sistema ideológico que justifica las desigualdades y pone el foco en la responsabilidad del individuo. Se moraliza la desigualdad y no se reconoce ni las circunstancias materiales ni los factores estructurales que la explican. Como consecuencia de este martillo pilón ideológico y en paralelo al incremento de la desigualdad de ingresos y riqueza, ha crecido también la creencia en que nuestras sociedades son meritocráticas. Ya se sabe, “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”.

Así, casi sin darnos cuenta, la meritocracia se convirtió en un slogan vacío de políticas que promete el sueño americano para todos. Un ebrio brindis al sol tal y como ya lo expresara Tony Blair, ex primer ministro británico y máximo exponente de la tercera vía socialdemócrata tras la caída del bloque comunista. De estar a años luz de ser una meritocracia en 1995, Blair se regocijaba de que, solo dos años después, mientras se desmantelaban los estados de bienestar y se privatizaba la economía, ya lo habían conseguido:

“Estamos a años luz de ser una verdadera meritocracia” (Julio de 1995). “Quiero una sociedad basada en la meritocracia” (Abril de 1997). “La Gran Bretaña de las elites se ha acabado”. “La nueva Gran Bretaña es una meritocracia” (Octubre de 1997). “El antiguo establishment está siendo reemplazado por una nueva, más grande y más meritocrática clase media” (Enero de 1999). T. Blair

Aunque Michael Young se tirara de los pelos, apelar a la meritocracia se convirtió en un comodín aspiracional, una cortina de humo tanto liberal como socialdemócrata (de tercera vía), para vender la moto del ascensor social y no abrir el melón del frigorífico: ¿qué políticas públicas y grandes acuerdos entre fuerzas políticas hacen falta para reducir las desigualdades de clase y conseguir mayores niveles de igualdad de oportunidades? ¿A qué privilegios tendrían que renunciar las elites para tal envite?

No hay lugar ni momento justo para evaluar el mérito. La carrera es una metáfora recurrente para ilustrar cómo se reparten las posiciones sociales y recompensas económicas valoradas en una sociedad bajo la meritocracia. Imaginemos una carrera de velocidad en la que se dibuja la línea de salida en la misma posición para todos los participantes y así compitan en igualdad de partida. A partir del pistoletazo de salida, las posiciones finales y los trofeos serían solo una función de la habilidad (velocidad) y el esfuerzo (entrenamiento previo) de los corredores.

Si aplicamos esta metáfora a nuestro sistema educativo o mercado de trabajo, ¿cuándo sería justo dibujar la línea para que empiece la carrera por el estatus socioeconómico en igualdad de condiciones y evaluar el mérito? ¿Al nacimiento, en la educación primaria o en el mercado de trabajo? ¿Cómo diferenciamos el mérito individual de las circunstancias familiares que escapan a nuestro control y que ayudan o dificultan desarrollar este mérito? ¿Cómo separamos nuestras decisiones responsables de las circunstancias materiales que las preceden y posibilitan?

Desde el nacimiento, e incluso antes, ya empiezan a gestarse desigualdades de clase, a través de los recursos culturales y económicos familiares, en el desarrollo de aquellas habilidades productivas —cognitivas y socioemocionales— que luego serán recompensadas con calificaciones y sueldo por los evaluadores del mérito en el sistema educativo y mercado de trabajo: los profesores y los empleadores. La educación es el principal canal para la movilidad social de los hijos de la clase trabajadora, al no contar con un capital y patrimonio considerable que heredar. En la meritocracia liberal, se da por sentado que los sistemas educativos públicos son suficientes para compensar las desigualdades de partida e igualar las oportunidades de acumular las competencias que más recompensa el mercado. A pesar del meritorio esfuerzo de la comunidad educativa en hacer que estas desigualdades no fueran aún más grandes, si no existiera la escuela pública, estás desigualdades de clase en el desarrollo del mérito académico se mantienen casi intactas a lo largo del sistema educativo y no se han reducido significativamente en las últimas décadas.

Así, se pone todo el peso y la culpa de la política social en el sistema educativo público y la (falta de) habilidad individual. El papel de la escuela pública como igualador social es crucial, pero es solo condición necesaria, ya que, por cada acción política para igualar el terreno de juego, habrá una reacción de las clases privilegiadas para ir varios pasos por delante. Por ejemplo, a través de la educación privada, que no para de crecer. ¿De verdad somos tan ingenuos de creer que solo por facilitar el acceso a la universidad pública a las clases trabajadoras vamos a erradicar la desigualdad de oportunidades? Hay una infinidad de canales por los que los hijos de clases altas seguirán aún en ventaja para conseguir una mejor posición en el mercado de trabajo: la formación privada y en el extranjero, la transmisión de capital y patrimonio, los contactos, la información privilegiada o el know-how de cómo funcionan las bambalinas de las instituciones.

Volviendo al ejemplo de la carrera, imaginemos que el ganador tiene la línea de salida adelantada con respecto al resto de corredores partiendo así con varios metros de ventaja, empieza a correr cinco segundos antes del pitido de salida, calza las mejores zapatillas del mercado y ha entrenado en el mejor club de atletismo con Usain Bolt como instructor personal. El resto de los corredores, además, afronta una calle llena de obstáculos en la pista. Obviamente, aunque genéticamente nuestro hipotético personaje no goce de ventajas considerables, gana la carrera y se le recompensa con un premio en metálico 50 veces superior al segundo clasificado. Además, nuestro aventajado corredor recoge el trofeo henchido de orgullo mientras los espectadores y medios de comunicación ensalzan su gran habilidad y esfuerzo para ganar la carrera, llevándose todo el prestigio y reconocimiento social.

¿A quién le puede parecer esto justo? Probablemente solo a quien parta de una situación de privilegio y quiera conservarla para él mismo y los suyos. Es racional mirar por el interés propio, sí, pero no es justo bajo ninguna óptica moral. La investigación psicológica ha mostrado que hasta los niños de 3 años saben reconocer la injusticia y tienen una preferencia universal por la equidad. Quizá esto nos diga algo sobre el rol evolutivo que ha tenido la cooperación para que el ser humano progrese como especie y sociedad, en lugar de resignarnos a que el hombre sea un lobo para el hombre. Si más gente que nace o llega a situaciones de privilegio lo reconociera también y estuviera dispuesta a cambiar el statu quo no sería del todo hipócrita, sino solidario con quienes no tuvieron la misma suerte. Ahí queda la llamada de multimillonarios como Warren Buffet a tasar más a los ricos al pagar un porcentaje ridículo de impuestos en términos relativos con respecto a un trabajador medio de su empresa.

Incluso cuando es un hecho científico que gran parte de nuestros logros está condicionada por las (des)ventajas de nacer en una familia con más o menos recursos, así como por las instituciones, inversiones e infraestructuras públicas, muchos atribuyen su éxito única y exclusivamente a su esfuerzo y valía personal. Investigaciones experimentales indican que, al jugar al Monopoly, si se lanza una moneda al aire para determinar al azar qué jugador empezará la partida con más dinero que el resto y tirará con dos dados, el jugador que por pura suerte y sin ningún mérito ha empezado la partida con ventaja suele racionalizar las causas de su victoria a través de sus brillantes dotes estrategas ¡Oye, que a mí nadie me ha regalado nada!

Dos mitos fundacionales de la meritocracia desmontados por la evidencia

La igualdad de oportunidades no existe, son los padres. La ideología liberal meritocrática da por hecho que ya hemos llegado a la igualdad de oportunidades y todos navegamos en el mismo barco, el de la clase media, sea lo que sea. La acumulación de riqueza de las elites goteará hasta que suba la marea y eleve todos los barcos. El sueño americano se parece más a la utopía socialista sin clases sociales que a las sociedades capitalistas de alta desigualdad de ingresos y riqueza heredada en las que vivimos. Es una visión tremendamente distorsionada que no refleja los altos niveles de desigualdad realmente existentes.

En España no hay meritocracia. Si la entendemos como una sociedad en la que haya igualdad de oportunidades y la clase social de nuestros padres no influya en nuestro nivel educativo, ocupación, ingresos y riqueza, y sean solo nuestro esfuerzo y habilidad los responsables. ¿Y la europea? Es un hecho empírico que la igualdad de oportunidades no se cumple ni en las sociedades contemporáneas que han hecho mayores esfuerzos por reducir las desigualdades durante décadas a través de amplios acuerdos políticos, estados de bienestar universalistas, redistribución y dinamismo económico, como los países nórdicos. La igualdad de oportunidades solo existe sobre papel mojado, basta abrir cualquier constitución o declaración de derechos. Ni en la España de hoy, ni en ninguna sociedad industrial o posindustrial de la historia moderna ha existido la igualdad de oportunidades plena hasta la fecha. Ni siquiera en las sociedades comunistas.

Los monopolios privados, los beneficios empresariales desorbitados, el fraude fiscal, la corrupción pública y la transmisión de (des)ventajas de padres a hijos implican que no haya una competición justa. Si no queda más remedio que competir, si no hay otra alternativa, que al menos la competición no sea una pantomima.

No hay igualdad de oportunidades, ni se la espera. La igualdad de oportunidades es una utopía. El punto clave del debate es que sin igualdad de partida nunca puede haber una “verdadera” meritocracia en la que las circunstancias de la cuna sean irrelevantes, solo legitimación de la desigualdad. Aun más importante, la igualdad de oportunidades es imposible de conseguir por cuatro razones: (1) falta de consenso político y del votante en las políticas para combatir la desigualdad de resultados por los juicios morales que la consideran como justa o injusta; (2) la fractura de la meritocracia por parte de las clases altas con la transmisión intergeneracional de sus privilegios; (3) los límites de intervención del estado; (4) la imposibilidad de igualar los resultados en la generación de los padres dentro de sociedades capitalistas avanzadas tecnológicamente con una gran división técnica del trabajo.

Esto no quiere decir que haya que tirar la toalla y abandonar la política social, sino todo lo contrario: políticas universalistas, redistributivas y compensatorias que no beneficien solo a las clases medias-altas son esenciales para acercarnos a la utopía de la igualdad de oportunidades en su segunda acepción: “una representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano”.

Consenso político. Dado el grado de polarización política en materia fiscal y educativa, es muy difícil remar en la misma dirección y construir un estado de bienestar fuerte con mayor recaudación, redistribución y generosas políticas sociales durante décadas. La búsqueda de la igualdad de oportunidades no es cuestión de una legislatura y esta es precisamente una de las principales líneas rojas entre la derecha y la izquierda, entre el liberalismo y la socialdemocracia.

Los límites de intervención del estado y las familias. El estado no puede inmiscuirse en que los padres inculquen a sus hijos habilidades, aspiraciones y preferencias específicas para sus estudios o carrera profesional. Las familias más aventajadas, como todas, siempre querrán lo mejor para sus hijos, cosa legítima y natural, pero romperán así con la meritocracia y la carrera comenzará ya desvirtuada desde la cuna. La familia es incompatible con la igualdad de oportunidades y aquí el estado poco puede hacer, pero hay canales de transmisión de la desigualdad entre padres e hijos que pueden considerarse más injustos, como la transmisión directa de riqueza y los enchufes.

Además, hay un punto fundamental del que no se habla. Dependiendo del punto de vista ideológico, se centra el relato en la falta de oportunidades de los que vienen de abajo para subir o en su falta de habilidad, esfuerzo o motivación para conseguirlo. Sin embargo, ¿qué pasa con los de arriba? Para que existiera una meritocracia o la movilidad social fuera “perfecta”, los hijos de familias aventajadas deberían caer en ocupaciones no cualificadas o renta baja si no se esfuerzan lo suficiente o muestran talento.

En la realidad, las clases altas tienen recursos económicos, culturales y sociales para garantizar que sus hijos no se despeñen en la escalera social: gozan de un suelo de cristal, red de seguridad o paracaídas. Son solo ellos quienes pueden permitirse el lujo de equivocarse, no esforzarse o tener bajas habilidades productivas. Tienen más segundas oportunidades y por ello las clases altas rompen la meritocracia con sus privilegios. Un ilustrativo ejemplo reciente es el escándalo Varsity Blues por los sobornos de familias de alto estatus para que sus hijos, que no eran muy brillantes, fueran admitidos a universidades americanas de élite.

Si de verdad tanto quieren una meritocracia, las clases sociales más aventajadas deberían estar dispuestas a renunciar a parte de sus privilegios para igualar el terreno de juego y que haya una competición sin trampas. Solo si esto sucediera, que no lo hará, tendría sentido hablar de meritocracia.

La pescadilla que se muerde la cola. La meritocracia sufre una contradicción intrínseca que la convierte en una falacia circular: no cuestiona el nivel de desigualdad de ingresos o de riqueza en la sociedad, lo que se conoce como desigualdad de resultados o premios en la carrera. Esta desigualdad incentivaría en cambio el trabajo duro, la creatividad y la innovación. En una meritocracia perfecta, habría movilidad social hacia abajo y hacia arriba: los hijos de las elites bajarían en el ascensor social con la misma probabilidad que los hijos de clases trabajadoras subirían. Habría un cambio de cromos en la estructura de clases sociales, pero la pobreza, la precariedad y las desigualdades económicas y de riqueza seguirían intactas.

Ya sabemos que es imposible en la práctica, pero incluso si hubiera igualdad de oportunidades en la generación de los padres, estos conseguirían resultados muy diferentes en términos de recursos culturales y económicos que después transmitirían a sus hijos. Esta desigualdad de resultados sin límite, que consiente la meritocracia, imposibilita la igualdad de oportunidades en la generación de los hijos. Combinar mucha movilidad social o igualdad de oportunidades y mucha desigualdad de resultados es incompatible en la práctica. Las sociedades modernas más igualitarias del planeta, las nórdicas, dan buena cuenta de ello. Aunque el expresidente demócrata de Estados Unidos, B. Obama, no prometía la igualdad de resultados, sí que sabía que la combinación de desigualdad y baja movilidad social deja desvelado al sueño americano:

 “La premisa de que todos hemos sido creados iguales es la razón de ser de la historia americana. Y dado que nosotros no prometemos igualdad de resultados, nos hemos esforzado por dar igualdad de oportunidad a todos – esta es la idea de que el éxito no depende de haber nacido en la riqueza o el privilegio, sino que depende del esfuerzo y el mérito”. […] “Las tendencias combinadas del aumento de la desigualdad y la disminución de movilidad amenazan fundamentalmente el Sueño Americano, a nuestra forma de vida, y lo que representamos alrededor del mundo”. B. Obama (2013).

La meritocracia como una pobre concepción de la igualdad

Lo podemos pensar como una pregunta que nos tenemos que hacer como sociedad: ¿queremos vivir en un rascacielos sin ascensores ni escaleras donde una subclase malvive en el sótano sin luz ni agua mientras la elite del ático bebe champagne en el jacuzzi? Los del ático y los del sótano serían siempre hijos de las mismas dinastías familiares ¿O preferimos vivir en un edificio más bajo, horizontal y abierto en el que las plantas estén conectadas por escaleras mecánicas de subida y de bajada?

Bajo las lentes de la meritocracia liberal, la sociedad se entiende como una competición por la distribución de los recursos, por los trabajos más prestigiosos y mejor pagados. La otra pregunta que debemos hacernos como sociedad es si lo que valora el mercado, los premios que se dan a los ganadores de la carrera, son los mejores criterios para determinar nuestro bienestar colectivo. Que el mercado recompense un trabajo con un salario 500 veces más alto que otro no implica que este trabajo sea 500 veces más útil o beneficioso para la sociedad, que esta persona se haya esforzado 500 veces más, que su esfuerzo valga 500 veces más, que su trabajo tenga 500 veces más responsabilidad o que sea 500 veces más difícil de desempeñar. Repítelo 500 veces conmigo. Quizá sería hora de dignificar el trabajo y su valor también por debajo y mejorar las condiciones económicas y laborales de la mayoría, la de los trabajadores. La igualdad no está reñida con el crecimiento económico, hasta el Fondo Monetario Internacional lo ha reconocido.

Al César lo que es del César: tampoco sería justo que hubiera igualdad total de resultados o recompensas, ya que no habría ningún incentivo para esforzarse o asumir responsabilidad. Cómo dijo M. Rajoy allá por 1984, no es cuestión de “equiparar a quien por capacidad, trabajo y méritos son claramente desiguales”, pero tampoco es que se pretenda, cómo también temía Rajoy, “explotar la envidia y el resentimiento para asentar sobre tan negativas pulsiones la dictadura igualitaria”. Se trata de otra cosa, de la última pregunta que tenemos que responder: ¿cuánto queremos (re)compensar y tasar a los “ganadores” y a los “perdedores” de la carrera si no podemos separar sus circunstancias de sus méritos? Aunque hasta hace poco la respuesta del liberalismo y la socialdemocracia era relativamente unánime, esta pregunta es un dilema moral que hoy representa una gruesa línea roja entre la izquierda y la derecha. De cómo resolvamos este dilema dependerá nuestra capacidad para construir sociedades con mayor igualdad de oportunidades y despertar del sueño americano porque, cómo decía el cómico George Carlin, que en paz descanse: “se llama sueño americano porque hay que estar dormido para creérselo”.

La meritocracia es una meta e ideal político muy pobre, vacío de contenido, un canto de sirena que nos distrae de las políticas públicas realmente necesarias para construir sociedades más justas y que exploten el potencial personal y productivo de todos sus ciudadanos, independientemente del accidente de nacimiento ¡Despertemos y manos a la obra!

Notas:

Carlos Gil es doctor en Ciencias Políticas y Sociales por el Instituto Universitario Europeo (Italia), gracias a la beca Salvador de Madariaga del Ministerio de Educación, con la tesis Cracking Meritocracy from the Starting Gate (2020), premiada por el European Consortium for Sociologial Research (ECSR). El artículo está basado en esta tesis y un capítulo del libro La movilidad social en España (2015), coescrito con Ildefonso Marqués y publicado por Catarata.