Independencia periodística, contrapoder mancomunado
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Víctor Sampedro
Catedrático de Comunicación Política
“Sueña el rey que es rey [..] y este aplauso, que recibe prestado, en el viento escribe [...]
La encuesta de la Plataforma de 16 Medios Independientes [PMI, en adelante], publicada el pasado 12 de octubre, ratifica con números a Calderón de la Barca. Al Reino de España pueden llegar a faltarle súbditos. La mitad de los encuestados aún cree que le debe la democracia a Juan Carlos I. Pero un tercio ya no le aplaude por ello. Y los aplausos a Felipe VI dependen ahora de un contrato hipotecario. Los plazos y condiciones se endurecen. De modo que la familia real podría ser desalojada de la Zarzuela. La mitad de la población, según la encuesta, considera la Monarquía “cosa de otros tiempos: no tiene sentido en una democracia”. La misma proporción sostiene que la valoración “depende de como sea el rey” y que “su coste es desproporcionado”. Es decir, Felipe VI está de prestado. Y soplan vientos de cambio. Si el advenimiento inmediato de la III República parece harto improbable, también lo es que la Corona perviva sin asumir ciertas reformas que la encuesta presenta como inevitables. El calado de estas reformas determinará, en gran medida, la estabilidad del edificio institucional instaurado en 1978.
Evidenciar el apoyo y el rechazo social a la Corona es ejercer de contrapoder frente al vergonzante y vergonzoso silencio de 5 años del CIS. La PMI siguió un esquema clásico: actuó de forma mancomunada, aliándose con sus públicos y entre varias redacciones. El periodismo independiente y de investigación hace hablar a su público y evita la censura reverberando su voz. Practicarlo es una exhibición de profesionalidad periodística en tiempos de pseudocracia: el gobierno de la mentira que, repetida mil veces y sin posibilidad de contrastarla, se convierte en verdad única. Desafiarla conlleva represalias y exige coraje. Vean si no los debates de Espacio Público sobre Wikileaks– Assange y sobre el periodismo de datos y filtraciones, con la presencia de Hervé Falciani.
Los índices de audiencia y los clics generan pseudoinformación: relaciones públicas y propaganda disfrazadas de noticias. Sin embargo, los públicos (ciudadanía no mercantilizada como audiencia) costean determinados medios para dictarles la agenda informativa. Mecenas plebeyos aportan micro-aportaciones y suscripciones: adelantan un dinero que expresa máxima confianza (el activo que el periodismo convencional ha perdido). Así se mantiene un espacio para hacerse oír, que rehúye el sectarismo, escucha y dialoga con otros sectores del público. Por eso la PMI es la antítesis de Hazte Oír: el megáfono reaccionario del conglomerado de partidos y pánzers de pensamiento de la ultra(derecha) – FAES-PP+Disenso-Vox – que se disfraza de altavoz popular.
El periodismo independiente “escucha al público antes de dirigirle la palabra y pretender representarle. Una cuestión de mero respeto, vamos.” Esto distingue al periodismo que construye democracia del que “inventa mayorías para hablar en su nombre. Si pueden, ignoran la que se les enfrenta. Si no, la criminalizan.” El contrapoder mediático se manifiesta facilitando una deliberación pública, plural y sin tabúes; sin ocultar el posicionamiento propio. La encuesta fue radicalmente democrática: la estadística inferencial dio a todos los censados (a partir de los 16 años) la misma oportunidad de responder a idénticas preguntas.
En comparación, la réplica monárquica resultó antitética y antiestética: un video en el que 183 cortesanos vitoreaban al Rey desde sus ordenadores. ¿Los consideran púlpitos o tribunas suficientes para sostener la Corona? Pero aquel iluso (¿interesado?) gesto de vasallaje no carecía de intenciones inquisitoriales. Los últimos 4 minutos del video (casi un tercio del metraje) reproducen las contestaciones de quienes declinaron participar. Les presentan como cobardes, desleales, cínicos y/o hipócritas. Y así señalan (sin nombres) a políticos, empresarios, sindicalistas y representantes de la cultura que no se adhirieron. Ajustes de cuentas, en fin, entre celebrities. Puro astroturfing, que dicen los anglosajones, que suplanta a la ciudadanía y que aquí desprende tufo a Torquemada.
La monarquía ha sido y es la espina dorsal del conservadurismo español. Este, sea de derechas o izquierdas, entiende las adhesiones públicas como un pronunciamiento (también militar) de lealtad a la Corona. El “¡Viva el Rey!” es también un señalamiento de los disidentes. Ese gesto mecánico, estigmatizador y criminalizador (siamés del constitucionalismo del 78), que equipara disidencia y terrorismo. Y que cuestiona el carácter democrático del video mencionado y de la institución que ensalza.
La PMI, en cambio, cocinó la encuesta con las recetas del Cuarto Poder en Red del s. XXI. Reconozcamos, pues, el banquete que nos ofreció.
- Se sirvió información considerándola un bien público. Ni privatizado ni monetizado con muros de pago, inscripciones o suscripciones obligatorias. Así, por lo menos, se habría paliado la auto-explotación activista que mantiene las redacciones de estos 16 medios abiertas.
- Se aportaron datos incontestables, sorteando diques institucionales (CIS) y corporativos (los grandes medios cortesanos). Eran resultado de un protocolo científico objetivo y neutral. Materializaba la equivalencia que The Economist establecía entre el “We the People”, que escribió la constitución de EE.UU., y el “We the Data” que rige la economía y la política contemporáneas.
- Los datos servidos eran “libres e iguales”, adjetivos que se arrogaban los protagonistas del spot monárquico. La expresión de ciudadanos que, sin coacciones y con idéntica posibilidad de participar, contestaron a un mismo cuestionario en una muestra estadística representativa. Y eras datos de libre uso (también para la corte de Felipe VI), abiertos al tratamiento que quiera dárseles.
- El festín contó con el concurso de expertos (la ex-directora del CIS dirigía el estudio) y recursos mancomunados: poniendo manos en común. Se abrió así un debate independiente del mercadeo (más bien, trapicheo) de “exclusivas” oficiales (en realidad, notas de prensa de la Casa Real). La encuesta, por tanto, es una respuesta anticipada a las filtraciones, globos sonda, puestas en escena o postureos vergonzantes con los que han respondido los medios de la Corte.
La colaboración (con públicos y entre medios) y no la competencia (dopada desde el poder) aporta valor, pone en valor el periodismo. Es una práctica asumida y explícita desde hace tiempo por alguna cabecera de la PMI. Periodismo de código libre y abierto; frente a reverencias zarzuelescas. Y no es la primera vez que se pone en práctica. En la estela de Wikileaks y en abril de 2014, varios medios involucrados ahora en la encuesta crearon Fíltrala. Fue el primer buzón de filtraciones no oficiales de este país. La primera de ellas, los Papeles de la Castellana, revelaba (hace cuatro años) los paraísos fiscales de varios miembros de la Casa real. Aquel periodismo, de inspiración quincemayista, también cuajó en el 15M para Rato: la filtración de las Black Cards de Bankia que ajustó cuentas con un ex-ministro de Economía y ex-presidente del FMI.
Aquellos medios indigentes han vuelto a mostrarse independientes. La PMI es algo más que un gesto o una semilla. Baliza el camino para seguir tejiendo en red una esfera pública más democrática. Juan Carlos I no “salió” ni “se marchó” de España. Mucho menos se “exilió”. Según la evidencia demoscópica (la visión estadística del Pueblo) el ex-monarca no es un “rey emérito”: sino un prófugo de los tribunales de justicia y del de la opinión pública. Necesitamos cartografiar el debate que abrió y las futuras sendas del periodismo independiente. Por de pronto, para hacerlo posible participen de él: suscríbanse a alguno o, mejor, varios de estos medios. Y tomen voz en el debate que desplegaremos a partir de ahora en este Espacio Público.
Una llamada al comparatismo: Qué pueden decir los británicos sobre su monarquía
Sara Martín Alegre
Profesora titular de la Universitat Autònoma de Barcelona
Para comprender mejor cuáles deberían ser los límites de la crítica al poder, del tipo que sea, desde un entorno ciudadano y mediático nacional habría que tener en cuenta cómo funcionan otros entornos parecidos. Me referiré aquí al llamativo caso de la monarquía británica desde ángulos diferentes: por un lado la legalidad, por el otro la representación en los medios. Defino su caso como llamativo porque, como comentaré, esta longeva monarquía sobrevive sin miedo a la crítica pese a que ésta es constante.
Como trasfondo histórico, hay que mencionar que los británicos ejecutaron al Rey Charles I en 1649, tras una cruenta guerra civil que llevó al poder al líder parlamentario militar Oliver Cromwell. Una vez el Lord Protector falleció en 1658, tras cinco años comandando un régimen republicano, los británicos se apresuraron a restaurar la monarquía en 1660. La Revolución Gloriosa de 1688, un siglo antes de la Revolución Francesa, derrocó al conservador Rey James II e impuso la monarquía parlamentaria que persiste aún hoy con Elizabeth II (reinante desde 1952).
El republicanismo existe en el Reino Unido pero tiene un apoyo ínfimo. Las revelaciones este mes por parte de The Guardian –medio que hizo campaña a favor de la República en 2001– de que la Reina ha vetado más de 1000 leyes contrarias a sus intereses económicos, ha despertado un modesto debate sobre si debería ser la última monarca británica. Es improbable que este debate avance, aunque cabe la opción de que Elizabeth Windsor sea de hecho la última Reina del Reino Unido si la independencia de Escocia avanza hacia una nueva república.
La legislación británica no contempla el delito de lesa majestad. Curiosamente sigue vigente la Treason Felony Act de 1848, según la cual se puede condenar a una persona de por vida por pedir la abolición de la monarquía, si bien no se ha aplicado esta ley desde 1849. La legislación escocesa abolió en 2010 la sección 51 de la Criminal Justice and Licensing (Scotland) Act, referida a los delitos de sedición y difamación del monarca o miembros de su familia. Según parece no se aplicaba desde 1715.
En suma, los británicos son libres de criticar a su Reina y a la familia real dentro de un pacto implícito que varía según las circunstancias. No hay tolerancia hacia el insulto directo, ni parece que los británicos sean dados a este estilo de crítica, pero la Reina y su círculo deben aceptar la sátira y la representación en ficción por muy falsa que sea. En este sentido cabe señalar que aunque la popular serie de Netflix The Crown (2016-) ha sido objeto de duras críticas por no ajustarse a la realidad factual, no es una excepción entre los muchas obras audiovisuales sobre la actual Royal Family. Sorprende mucho más la virulencia satírica de series como The Windsors (2016-) o Spitting Image (1984-1996, 2020). En un episodio reciente de esta última se veía a la Reina reuniendo a su familia para organizar sus actividades, imitando una escena con los mafiosos de la serie Succession (HBO, 2018-).
Esta doble estrategia consistente en permitir que la crítica anti-monárquica se canalice hacia la ficción y hacia la sátira le funciona bien a la familia Windsor. Son personas extremadamente privilegiadas, con un nivel de riqueza impensable en otras monarquías, y con vidas tocadas por el escándalo con frecuencia (sexual más que relacionado con la corrupción). Pese a ello, pocos ciudadanos piensan en una República británica (o inglesa), quizás porque ya tienen suficiente con la sucesión de Primeros Ministros que han ocupado el número 10 de Downing Street. Entre una República encabezada por Boris Johnson y una monarquía con Elizabeth II, e incluso el menos popular Charles III, la opción está clara. Al menos, medios progresistas como The Guardian airean de tanto en tanto en debate sin que nadie acabe en la cárcel –y hasta ahora el Parlamento británico no ha sido ocupado por una turba furiosa-.
La monarquía británica mantiene, así pues, una relación notablemente estable con la ciudadanía. En cuanto a los medios, no le afecta la postura de diarios pro-República como The Guardian pero sí el escrutinio carroñero de la prensa amarilla, los poderosos tabloids. Estos han expuesto sin remordimientos los escándalos que más han afectado a los Windsor –desde las conversaciones eróticas entre Charles y Camilla a las conexiones entre el Príncipe Andrew y el pedófilo Jeffrey Epstein– y han contribuido con su constante persecución al Megxit, la salida de la familia real del Príncipe Harry y su esposa americana Meghan Markle. Mientras la pareja batalla por defender su intimidad, medios como el Daily Mail los atacan sin piedad, fijando así una visión conservadora más mercenaria que crítica, y sin jamás rozar el republicanismo.
Los medios sobre la monarquía española: Hacia la independencia
Miren Gutiérrez Almazor
Investigadora de la Universidad de Deusto
Los miembros de las familias reales están entre las personas que más atención mediática despiertan en todo el mundo. Los paparazzi compiten por ilustrar los hechos más triviales sobre la monarquía, símbolo de glamour y poder. A pesar de eso, y de depender el erario, las familias reales están también entre los grupos de personas más protegidas del escrutinio público incluso en países con monarquías constitucionales que ofrecen limitados poderes discrecionales a sus monarcas, como Reino Unido, Holanda o España.
Por ejemplo, poco sabemos de la fortuna de la reina Isabel de Inglaterra, excepto que está entre las mujeres más ricas del mundo. Además, la reina presionó con éxito al gobierno para que cambiara un proyecto de ley con el fin de ocultar su riqueza privada al público, según documentos descubiertos por The Guardian. Y apenas se ha hablado del caso Machangulo entorno a la decisión en 2007 del príncipe heredero holandés Willem-Alexander y su esposa, la princesa Máxima, de invertir en un proyecto de desarrollo en Mozambique.
En España, donde reinó un pacto de silencio en los medios informativos desde que ésta se restableció en 1975, la información sobre la familia real se ha censurado sistemáticamente. Un ejemplo es la decisión de 2007 del juez de la Audiencia Nacional Juan del Olmo de secuestrar la revista humorística El Jueves por injurias a la Corona para evitar que se difundiera una portada en la que aparecía una caricatura del rey Felipe VI y la reina Letizia teniendo relaciones sexuales. En 2011, La Zarzuela decidía que sólo cámaras sin micrófonos podrían acercarse a la familia real.
Sin embargo, varios escándalos, filtraciones y el surgimiento de nuevos medios erosionaron ese silencio a partir de los 2010s.
Por un lado, el llamado “caso Urdangarin” y la imputación de la Infanta Cristina (2010-2013), el accidente con un rifle de caza del entonces menor Froilán Marichalar (2012), y el safari del rey Juan Carlos con su amante en Botsuana, en uno de los peores momentos de la crisis económica española (2012), fueron dando lugar a cambios importantes en una cobertura que hasta entonces había sido respetuosa, positiva y amable.
Por otro lado, los cables de WikiLeaks que Público difundió en España también aportaron datos sobre el ahora rey emérito y sus relaciones con las estructuras de poder de Estados Unidos. Se supo que un documento secreto del Departamento de Estado de EEUU de 1975 indicaba que el gobierno estadounidense apostaba por Juan Carlos como sucesor de Franco pese a que la monarquía no contaba con apoyo popular en España. Las informaciones difundidas por Público remarcaron además que tanto el entonces secretario de Estado de EEUU, Henry Kissinger, como Juan Carlos callaron ante los últimos fusilamientos decretados por Franco.
Y finalmente, además de Público (2007), medios como eldiario.es (2012) y Vozpopuli.com (2011) comenzaron a publicar noticias y comentarios sobre el caso Urdangarín, la posibilidad de una república, y la censura de los medios, la mayor parte en un tono neutral o negativo. Estos diarios abrieron la puerta a coberturas más críticas.
Las cosas han cambiado, pero algo tienen en común monarquía y medios periodísticos: generan falta de confianza, envueltos en una sospecha generalizada hacia las instituciones.
Para recuperar la credibilidad de los medios, viene bien recordar cuáles son los principios del periodismo. No hay mejor compendio que el libro Los elementos del Periodismo de Bill Kovach y Tom Rosenstiel. Dice así: La primera obligación del periodismo es la verdad de los hechos; su primera lealtad es para la ciudadanía; su método es la disciplina de la verificación; quienes lo practican deben mantener independencia respecto a quienes son objeto de su escrutinio, y debe servir como monitor independiente del poder.
¿Por qué hay que aplicar estos principios escrupulosamente a la cobertura de la familia real? Porque, mientras no haya una república, el rey desempeña las tareas de jefe del Estado y su familia depende de fondos públicos y de patrimonio nacional que deben ser sometidos al escrutinio con transparencia y seriedad. Esperamos comportamientos ejemplares por parte de unos y vigilancia por parte de otros.
El ejercicio efectivo del derecho a la información exige una mirada a la periferia y la concurrencia de voluntades diversas
Marià de Delàs
Periodista
Hubo un tiempo en el que se generalizó la idea según la cual Internet vino para democratizar la comunicación de masas. Supuestamente, los medios tradicionales entraban en crisis porque perdían la capacidad de decidir lo que se conocía y lo que no. “Quien no publica es porque no quiere”, dijeron algunos ingenuos “descubridores” de la red, porque en ella cabía todo. Es verdad. Hace ya mucho tiempo que cualquiera que disponga de un dispositivo con acceso a internet puede publicar. Otro problema es que lo publicado no quede automáticamente apagado en el fondo de la red y solo resulte visible para el propio autor y para un recortado círculo de “amigos” o “fans”.
Lo que se presentó como un proceso de liberalización de la información, a favor de millones de personas potencialmente interesadas en dar a conocer fragmentos significativos de la realidad, que los grandes medios silencian, trajo consigo, en la práctica, una concentración mucho mayor de poder mediático, que quedaba en manos de los ‘buscadores’ y de unas pocas redes sociales, condicionadas por el mundo de las finanzas, y absolutamente ajenas a cualquier mecanismo de control democrático.
Víctor Sampedro nos invita a reflexionar colectivamente sobre las oportunidades que tiene hoy en día el periodismo independiente para conseguir información útil, seleccionarla, procesarla profesionalmente y difundirla. Es una invitación al debate sobre la posibilidad de construir algo parecido a un “contrapoder mediático”, alternativo al mundo de la “pseudoinformación”.
Tarea nada fácil propone Sampedro, si se tiene en cuenta que el cultivo del periodismo se realiza en gran parte en régimen de minifundismo. Equipos pequeños trabajan sometidos a condiciones impuestas por un puñado de redes sociales y bajo los designios de un ente omnipotente, omnipresente y pretendidamente omnisciente, que no es el Dios del catecismo, sino una empresa privada que, tal como denunció Julian Assange(1) y evidenció Edward Snowden, trabaja en colaboración con el Departamento de Estado norteamericano, y nos vigila a todos, salvo a los ciudadanos chinos, aparentemente.
Julian Assange, Ignacio Ramonet (2) y otros intelectuales advierten desde hace tiempo sobre el poder de cuatro compañías tecnológicas, que cuentan con mayor influencia económica y política que potentes estados nación. “Somos ciudadanos del final de una sociedad industrial y del inicio de una sociedad digital”, en la cual se libran y se librarán batallas “para ver quién controla la información y de quién serán los datos”, explica Genís Roca en una entrevista publicada recientemente en el diario Públic. Topamos también aquí, como nunca hemos dejado de topar, con el “derecho a la propiedad”, que con tanta frecuencia esgrimen los enemigos de la democracia.
En el ámbito privado, siempre cuesta entrever de qué manera se puede exigir a los medios que sostiene el poder financiero que se comporten con respeto a los valores democráticos. Se diría que todo depende de las convicciones éticas que puedan tener sus propietarios o sus representantes y del nivel de autonomía que consigan los profesionales que trabajan en ellos, siempre y cuando se sientan comprometidos colectiva e individualmente con la obligación de proporcionar información fiable y contenidos respetuosos con toda la población.
La propiedad pública de los medios, por otra parte, no garantiza su independencia del poder económico ni su compromiso con la defensa de los intereses de la población frente a estructuras corruptas del Estado, pero su existencia permite eventualmente que algunas cadenas difundan contenidos de calidad, alejados de la basura que tan a menudo se suministra desde el sector privado. Alimentan además la esperanza de que un día u otro pueden empezar a tener que escuchar sistemáticamente a la población antes de “pretender representarla”.
Actualmente las radios, televisiones y webs de titularidad pública, si atendieran a criterios periodísticos y de servicio público, deberían, por ejemplo, dejar constancia de los “vientos de cambio” que soplan en contra de la institución monárquica a los que alude Sampedro en el arranque de este debate. Lejos de hacer tal cosa, RTVE no se cortaba ni se corta en la difusión de imágenes y palabras edulcoradas sobre la actividad del rey. Pocos indicios hay de que la renovación de su Consejo de Administración vaya a corregir esa enfermiza tendencia a deformar la realidad.
Habrá que poner más voluntad política de impugnación y, sobre todo, persistencia, porque la resignación no es una buena receta para soportar el progresivo deterioro del panorama mediático. Convendría que quienes aspiran a un cambio social favorable a la mayoría trabajaran sobre un escenario de garantías de ejercicio efectivo del derecho a difundir y obtener información útil y fiable.
La encuesta publicada por 16 medios independientes, agrupados en una plataforma, la PMI, el pasado 12 de octubre, reveló que gran parte de la población entiende que la monarquía no tiene sentido en una democracia. Fueron muchos los que intentaron ocultar la información que aportaba esa encuesta. Si significativo fue su silencio mucho más lo fue la vergonzosa campaña de exaltación de la corona que organizaron para contrarrestar la difusión de los datos que no pudieron impedir.
Ya más recientemente, el pasado 25 de febrero, los partidos nacionalistas españoles, unos ultras y otros liberal conservadores, impidieron que prosperara una iniciativa republicana destinada a poner punto final a la inviolabilidad de la figura del rey.
Dos días antes, solo partidos republicanos e independentistas, prácticamente todos ellos de la periferia, declinaron la invitación a acompañar al rey en el acto de conmemoración del 40 aniversario del golpe militar de 1981. Exigieron “luz y taquígrafos” sobre lo que ocurrió aquel 23 de febrero y sobre la operación de Estado organizada para reforzar y blindar los pilares del régimen del 78. No quisieron ser cómplices del maquillaje de una institución monárquica corrupta, dedicada a proteger a los privilegiados y que pasa sin pudor por encima de los derechos de la ciudadanía.
La defensa de uno de esos derechos elementales, el de la información, exigirá en el futuro la concurrencia de muchas voluntades y un esfuerzo descomunal, porque el problema al que hay que hacer frente es mucho mayor que el que representa la jefatura de un Estado. La crisis de los medios es internacional.
En el Estado español, la Plataforma de Medios Independientes (PMI) insinuó tan solo el inicio de uno de los posibles recorridos, que necesariamente serán largos. Con la publicación de la mencionada encuesta esos medios consiguieron dar un paso que asustó a los desinformadores. Luego se propusieron compartir más iniciativas. Para que la difusión de aquel estudio no quede tan solo como el recuerdo de una experiencia puntual ejemplar convendría que esas y otras cabeceras, de raíz y audiencia diversas, estabilizaran el trabajo en plataforma y miraran hacia la periferia, para crecer fuera de Madrid. Podrían además ponerse de nuevo en campaña para exigir conjuntamente algo que necesita la ciudadanía y que nos ahorraría el gesto hipócrita de los defensores de la corona cada vez que se publica una noticia escandalosa: la desclasificación de los secretos que guarda el Estado relacionados con las actividades de la casa real. Esa información, esos datos, nos pertenecen a todos.
Notas:
(1) Julian Assange. Cuando Google encontró a Wikileaks. Clave intelectual, 2014
(2) Ignacio Ramonet. El imperio de la vigilancia. Clave intelectual, 2015
Inmovilismo constitucional, o de cómo los monárquicos traerán la III república
Carolina Bescansa
socióloga y profesora de la Universidad Complutense de Madrid
En España el rey es jurídicamente inviolable. Así lo impuso la dictadura, primero, y el artículo 56.3 de la Constitución, después. Sin embargo, a lo largo de muchas décadas, el rey Juan Carlos y su familia han demostrado ser inviolables no sólo desde el punto de vista jurídico, también política y mediáticamente. No cabe otra conclusión revisando los ominosos silencios de los medios de comunicación y el Congreso ante las muchas actividades empresariales del rey y su familia, dudosamente compatibles con la Constitución y con el ordenamiento fiscal y tributario.
Desde el Ferrari recibido de las manos de Javier de la Rosa en representación del grupo KIO o las batidas en Rusia organizadas por grandes oligarcas del petróleo para matar osos borrachos, hasta el marquesado otorgado a su amigo Villar Mir apenas dos años después de recibir 4.2M € en una fundación próxima, el tráfico de influencias, la cuenta Soleado, Arturo Fasana, el caso Noos, el pobre elefante, las tarjetas black de las peluquerías de la infanta y la reina Sofía, el AVE a la Meca, la máquina de contar billetes o Corina, mediáticamente presentada como bellísima amante del rey, en tanto que única descripción disponible para opacar su papel de principal comisionista en los negocios en los que el monarca hendía su mordida. Del machismo implícito a la fabulación hablaré otro día.
La inviolabilidad jurídica del rey y su familia bien podría denominarse impunidad, esa condición de la que han gozado y siguen gozando tantos corruptos en nuestro país. Pero a diferencia de los políticos corruptos, los miembros de la familia real corruptos gozan, también, de impunidad política y mediática. Quizá no esté demás recordar la condena en 1981 a un año de cárcel por injurias contra la corona al director de Punto y Hora en Euskal Herria, un año de cárcel para A. Otegui en 2005 por el mismo delito, el secuestro de la revista El Jueves en 2007 y posterior multa por su viñeta humorística sobre los actuales reyes, las condenas a un año de prisión a los raperos Valtonyc y Hasél y, con menos recorrido mediático pero no menos cierta, la condena de la Audiencia Nacional en 2018 a una multa de 900€ a un ciudadano anónimo por llamar al rey “corrupto malparido” en su muro de Facebook.
Hace unos meses, la Plataforma de Medios Independientes puso fin al apagón de información sociológica sobre la monarquía que el CIS impuso hace cinco años de forma total y hace décadas de manera parcial. En 2013 tuve la oportunidad de dirigir una encuesta en la que abordamos la cuestión monárquica también de forma abierta y metodológicamente rigurosa. Los datos que cosechamos entonces y los ofrecidos por la encuesta de 2020 son consistentes: la imagen y el prestigio de la monarquía están gravemente dañados, aunque esos daños no se transformen linealmente en apoyos republicanos. La monarquía no cuenta con el respaldo ni específico ni genérico de las generaciones más jóvenes y cada vez lo tiene más difícil entre los mayores. A pesar de que ningún partido político ni ningún medio de comunicación generalista está promoviendo explícitamente la forma republicana del Estado, en una eventual consulta, ambas mayorías estarían hoy empatadas. La monarquía no está hundida, pero sí tocada; muy tocada.
En las últimas semanas hemos presenciado un debate declarativo entre los principales líderes políticos y los principales periodistas del país sobre la naturaleza plena -o no- de la democracia española. Escuchando las declaraciones de unos y otras no he podido evitar recordar el texto de J. Pérez Royo, La reforma constitucional inviable. En él, esta cabeza privilegiada del constitucionalismo español, afirma: “Un Estado no puede vivir indefinidamente de la legitimidad constituyente originaria, por muy fuerte que esta sea. El paso del tiempo inevitablemente debilita dicha legitimidad y puede llegar a hacerla desaparecer. Esta es la razón por la que las constituciones tienen cláusulas de reforma. (…). En España no se ha hecho uso de la reforma constitucional prácticamente nunca a lo largo de toda su historia constitucional. Es la asignatura de la historia constitucional de la que la sociedad española no se ha examinado todavía. Y se resiste a hacerlo. Y cuanto más se resista, mayor es el riesgo de descomposición de su sistema político y de su ordenamiento constitucional. No porque los problemas con los que tiene que enfrentarse la sociedad española sean inmanejables, sino porque acabarán siéndolo si no se les hace frente”.
Y concluyo citando ahora a Manuel Azaña. En 1939, el presidente de la república escribía en su ensayo Las causas de la Guerra de España: “La instalación de la República en abril de 1931 sorprendió no solamente a la corona y los valedores del régimen monárquico, sino a un buen número de republicanos. El régimen monárquico se hundió por sus propias faltas, más que por el empuje de sus enemigos.” Quién sabe. Quizá a las y los republicanos de la III nos pasará lo mismo que a los republicanos de la II y la instauración de la república nos pille a todas por sorpresa. Ojalá.
Donde se refocila el minotauro
Alfons Cervera
Escritor y periodista
¿Por dónde empezar? Miras afuera, por la ventana o por donde sea, y si no apartas enseguida la nariz se te mete el virus como un suspiro. No es el Covid, para nada es el Covid. Es otro. Intentas cerrar la ventana, como hacía la gente en Los pájaros, la película de Alfred Hitchcock que nos sigue llenando, después de tantos años, de una inquietud insoportable. Así y todo, hay que revisar los posibles agujeros de la casa. Quien la tenga. El techo antiguo. La puerta que da a la terraza, donde la lavadora y la caldera. El hueco insignificante entre el suelo y la puerta de entrada. La rendija del calefactor que una vez sirvió de refugio a un ratolín que acabó huyendo para no arder en llama viva cuando llega el invierno.
Afuera todo se ha convertido en una pesadilla. Lo que pasa no es lo que pasa sino lo que nos dicen que pasa. Así desde hace mucho tiempo. Todo es como si anduviera vestido de uniforme. “A la voz de firmes se produce devastación”, escribe Wislawa Szymborska. Pues es lo que hay, lo que habita en un sitio sometido, lo que esconde esa bárbara vocación de inventar lo que nos pasa y convertirlo en un cuento chino. No se les pone cara de fake news, ni se les arruga un centímetro de piel cuando esconden en sus pliegues la risa terrorista del cinismo, ni notan ninguna sequedad en la lengua con la que golosamente paladean la mentira.
Lees lo que escriben. Escuchas lo que dicen. Ves los ojos que se miran entre ellos, como en una nada disimulada complicidad aterradora. Asistes a su bacanal de complicidades a destajo. Dan miedo. Se juntan para firmar acuerdos que serán como aquellos juicios sumarios de la victoria fascista en que se condenaba con absoluta indefensión por unos delitos que nunca fueron cometidos. Les darán la vuelta a las palabras para que, cuando nos lleguen, no percibamos que las han pervertido como abruptos depredadores de la inocencia. Chuparán el gaznate de la verdad y lo que quede será un revoltijo de trapos, como si la verdad fuera una prenda de ropa metida violentamente a dar vueltas en la centrifugadora.
Tienen nombre y apellidos. Inda, Bustos, Claver, Marhuenda, Quintana, Herrera, Ramírez, Losantos y sus etcéteras, amarrados a la violencia de la tergiversación con el empuje de quien les paga y bien sus alborozos paranoides. Sus cabeceras también los tienen, nombres y apellidos digo. No se esconden para lanzar la bomba. Salen en las tertulias de la televisión y de la radio. Disponen de amplias columnas en los diarios y revistas en papel, en los diarios y revistas digitales, hasta se nota su influencia en los boletines oficiales de algunos enclaves autonómicos. Nunca perdieron el poder.
“Hoy, un ejército de historiadores no cualificados trabaja para borrar la historia antifascista y legalizar otras versiones. Vivimos en el vertedero de la basura histórica”: no habla de nuestro país, sino del suyo, la escritora yugoslava Dubravka Ugresic. Pero podría servir lo que dice para el nuestro. Y aparte de esos falsos historiadores, podemos añadir, entre otros que no salen pero están, los de esos periodistas que aparecen al comienzo de este párrafo. El vertedero del periodismo decente. No sé si el periodismo indecente es periodismo. Pero ahí está, cobrada a tanto la pieza cazada en sus redes de un despotismo nada ilustrado -aunque tanto da, si es despotismo- porque la ilustración es abrirnos a la luz y no a la oscuridad de piedra donde se refocila el minotauro.
Hay otro periodismo. Bueno, si es que finalmente el otro también lo es, por más que sea turbio. Un pacto democrático por la lectura crítica, por un acercamiento de conciencias, igualmente críticas, a un lado y otro de lo escrito, de lo dicho, de lo que se ve a ratos confuso porque no siempre se consigue la claridad del foco. La lealtad a lo que nunca debería olvidar la democracia: si hay algún consenso que valga la pena es el que se asienta en la divergencia. El respeto a lo otro, a lo diferente. También diferente el pacto que antes les decía.
El lector y la lectora que descubren un espacio donde el cinismo no cotiza, ni la doblez, ni el pago bajo mano: el medio es de quien lo apoya para que no entren a saco los del dinero bruto, los que están acostumbrados a que las voces sean suyas, los que entre la verdad y la mentira construyen un andamiaje periodístico en que la una y la otra son lo mismo. No resulta fácil construir otro andamiaje: el de la independencia. No depender más que de lo común, de algo que se parezca mucho a lo público porque es de interés público y común lo que se cuenta, la mano que teclea, los ojos que miran, la voz que no tiembla porque la razón está de su parte.
Aunque a ratos haya gente que la ahogaría con la mordaza de una ley que no hay manera de que desaparezca de nuestras pesadillas. Desnudar de una puñetera vez la monarquía y dejar al aire su desfachatez insultantemente heredada, desatascar los desagües de las cloacas policiales y las de esa justicia que cada vez se parece más a un fortín de las derechas que confunden aposta la justicia con la desvergüenza. Poner cifras a las cuentas trucadas de esa política que no es servicio público sino un cruelísimo festín de intereses particulares. Entrar a saco en una Constitución que es la del miedo acumulado durante cuarenta años de franquismo, andar sin remilgos y a cara descubierta con quienes son expulsados de sus casas porque las mafias disfrutan impunemente de una ley que las protege. Exigir en cada línea que escribamos la urgencia a vida o muerte de que el trabajo sea un derecho no atufado por la precariedad. Sacar de las cuentas de la vieja esa cuadratura del círculo que son las vergonzantes y anacrónicas inmatriculaciones de la iglesia. Escarbar sin descanso en el cenagal donde políticas gubernamentales de paripé están hundiendo a quienes llegan a nuestras costas pensando que aquí habrá algo distinto y mejor que en sus países de origen (qué vergüenza lo de Canarias, ¿no?). Seguir haciendo senda por el derecho que tienen las mujeres a tener un mundo que a ellas y sólo a ellas pertenece. Condenar a esos que desde las derechas (me da igual que se llamen derechas a secas que con otros apellidos) señalan a las mujeres como culpables de que las asesinen. Ser decentes, joder, sólo eso: ser decentes en la vida y, como es el caso ahora, en esta sección de Espacio Público, también cuando hacemos periodismo.
El periodismo decente, digo. Lo otro será, en todo caso y como dice Wislawa Szymborska, todo el mundo firmes y abocarnos a la devastación. Pues eso.
Una plataforma contra el minifundismo y la irrelevancia
Víctor Sampedro
Catedrático de Comunicación Política
COMENTARIOS DE LA MODERACIÓN I.
16 medios publicaron el pasado 12 de octubre una encuesta sobre la Corona ante el silencio de cinco años del CIS. El micro-mecenazgo que la hizo posible y su publicación conjunta suponen un hito del periodismo español. Hace hablar a la sociedad, antes de dirigirse a ella en su nombre. Y desborda el bloqueo oficial del debate público sobre un tema tan crucial para el futuro de la democracia española, su modelo constitucional y territorial.
Ya sea por el frenético ritmo de trabajo, la auto-explotación y la precariedad, frutos del “minifundismo” que señalaba Marià de Delàs, la PMI no parece apreciar la transcendencia de su labor. Tampoco la colaboración en red que podría desplegar en el futuro. En conversaciones privadas, me comentaban que la encuesta apenas había sido recogida por otros medios y que había recibido más trolleos que elogios en las redes. ¿Qué esperaban?
Los medios españoles no comparten principios ni protocolos profesionales. Y cifrar el impacto de una noticia en la visibilidad que recaba en redes supone guiarse por una vorágine de métricas que resultan ajenas y casi siempre opuestas al valor periodístico.
El debate que hemos organizado en Público es un foro para poner en valor la PMI, proyectando nuevas dinámicas de trabajo que garanticen la independencia periodística y su sostenibilidad económica. Llamarse “plataforma” supone adoptar una arquitectura comunicativa que facilita la escalabilidad.
Señalaba Javier de Rivera que “alcanzado cierto umbral, las posibilidades de facturación crecen exponencialmente mientras los costes lo hacen aritméticamente, generando oportunidades de rentabilidad nunca vistas”. Y añade Javier: “la clave está en lograr una ventaja competitiva que te permita ser el primero en capitalizar una base de usuarios suficiente como para que el efecto red –el valor agregado de una red con muchos nodos– deje fuera de juego a cualquier competidor”.
Charlando con mi icono (del punk, el periodismo y viceversa), Xosé Manuel Pereiro – codirector con Manuel Rivas de la prodigiosa Luzes de Galiza – concluíamos que estamos en un periodo semejante al que vivimos tras la Constitución de 1978 y el 23F de 1981. No porque encaremos un proceso constituyente (va a ser que no) o una involución democrática (está por ver).
Como entonces, ahora puede producirse un cierre institucional y un angostamiento del espacio público que aboque a los medios de la PMI a la marginalidad y la irrelevancia. Por tanto, a la desaparición de muchos de ellos. Toda monarquía, señalaba Miren Gutiérrez, busca la opacidad. Y la actual, según Carolina Bescansa, es impune porque es invulnerable política y mediáticamente. Antes, aún teníamos energía para montar una banda punk (en el caso de Pereiro, Radio Océano: sin esto, vuestra discoteca está tullida). Ahora, Josito, meu, como moito tocaríamos la flauta dulce, en plan “perrofla” que dicen nuestros hijos.
La Corona, lógicamente, es gatopardista: que todo cambie para seguir igual, al menos en cuanto a la sucesión (el leitmotiv de la monarquía). Para ello despliega una doble estrategia. Desagua las corruptelas del pasado con filtraciones controladas por la Casa Real. Y se las brinda a ciertos medios de ambos lados del espectro ideológico (es evidente cuáles son). Y, simultáneamente, se adoptan medidas pactadas previamente para “purgar” los delitos fiscales del ex-monarca.
La primera línea de defensa monárquica busca la insensibilización progresiva y la consiguiente impunidad institucional que generan los escándalos enmarcados como cuestiones privadas. Sara Martín nos lo recordaba, en referencia la inocua, a pesar de salvaje, cobertura de la Casa Real Británica que hace la prensa sensacionalista de allí.
Por otra parte, la expiación de culpas se restringe al ex-monarca (como, antes se intentó con Urdangarín). Felipe VI no tiene nada que declarar (ni a Hacienda ni a los medios), porque renunció a la herencia paterna Y así lo afirma, siendo la corona que luce el más importante legado. ¿Y Juan Carlos I? Se “exilia” con el epíteto de “emérito”, cuando, en vez de huir de la represión o la indigencia, escapa de los tribunales de justicia y, sobre todo, del de la opinión público.
Tras la encuesta y siendo consciente de su entidad, la PMI podría haberse planteado iniciativas que serían factibles con una articulación mínima; por ejemplo, publicar un editorial conjunto en el aniversario del 23F exigiendo la desclasificación de los secretos oficiales. Estos y la “ley mordaza” son el bozal de las investigaciones de calado sobre la monarquía y las cloacas del Estado que están en curso. Y, en la misma línea, se echa en falta un posicionamiento semejante ante las vulneraciones a la libertad de expresión y de manifestación que se están normalizando. En algún caso, no solo no ha avanzado un frente común, sino que se han reproducido descalificaciones para arrogarse la excelencia profesional en exclusiva. Nada beneficia más a los pseudoperiodistas, que sigamos consumiendo en trifulcas internas nuestras energías; en vez de sumarlas en aras del bien común.
El ex-monarca, como señalaba A. Cervera, teme: “un espacio [público] donde el cinismo no cotiza, ni la doblez, ni el pago bajo mano: el medio es de quien lo apoya para que no entren a saco los del dinero bruto, los que están acostumbrados a que las voces sean suyas, los que entre la verdad y la mentira construyen un andamiaje periodístico en que la una y la otra son lo mismo.” A estas alturas resulta evidente que la colaboración en el seno de la PMI debe sustituir a la competencia, porque los públicos y sus múltiples militancias se complementan con agendas que se solapan. Por tanto, hay líneas de investigación y contenidos periodísticos de sobra para trabajar en común, federando competencias y compartiendo carteras de publicidad.
Este apresurado resumen de lo hasta ahora debatido aquí, recuerda a los sectores monárquicos la necesidad de acometer reformas estructurales. No hay maquillaje indeleble, que aguante para siempre. Y sugiere a la PMI la imperiosa necesidad de tejer una plataforma colaborativa e independiente (también del sectarismo y doctrinarismo). Al servicio de la exigua, pero contundente, mayoría republicana que desveló la encuesta. En caso contrario, seguiremos los pasos de quienes nos precedieron: hacer avanzar una democracia que acaba siendo “Patrimonio Nacional”. Sí, propiedad y usufructo de “los de siempre”.
Las encuestas en la crisis de la mediación
Ignacio Sánchez-Cuenca
Profesor de Ciencias Políticas de la Carlos III y consejero editorial de CTXT
Esta colaboración me pilla intentando reflexionar y escribir sobre lo que entiendo que es el signo característico de nuestro tiempo, la crisis generalizada de las estructuras de mediación que, durante décadas, organizaron y articularon la vida política y cultural de los países. Fenómenos tan distintos como la polarización y fragmentación política, la pérdida de credibilidad de los medios de comunicación, el auge de las tesis conspirativas y el cuestionamiento de los expertos son, a mi juicio, resultado de esta crisis de la mediación.
Las estructuras de mediación sirven (o servían) para introducir algo de orden en las opiniones y preferencias de la ciudadanía. Los partidos políticos tienen encomendada la función de procesar, filtrar y seleccionar las preferencias de los electores, mientras que los medios de comunicación se encargan de encauzar el debate público, contribuyendo así a la formación de la opinión sobre los asuntos comunes. Cuando la gente no confía en los políticos y recela de los medios, la mediación se quiebra y la sociedad se vuelve más imprevisible y caótica. Asimismo, el papel de los mediadores expertos queda en suspenso. La intervención de economistas, politólogos, sociólogos, filósofos o escritores se percibe con sospecha, como una pieza más dentro de un engranaje político-mediático. El impacto de las nuevas tecnologías de comunicación, por lo demás, abre posibilidades alternativas de control de los políticos y de construcción de consensos.
Este problema de cuestionamiento generalizado de la tarea de los mediadores ha acabado afectando también a las encuestas de opinión. Son muchas las personas que consideran que las encuestas, lejos de contribuir al conocimiento sobre la sociedad y el estado de la opinión pública, no son más que recursos retóricos que utilizan partidos y medios para perseguir sus intereses. En el caso más extremo, puede haber dudas sobre si la propia encuesta es inventada, o si la muestra no es representativa del conjunto de la sociedad. Un peldaño por debajo se encuentran los recelos por la posible tendenciosidad del estudio; así ocurre, por ejemplo, cuando la formulación de las preguntas induce un cierto tipo de respuesta.
A mi juicio, el mayor problema de las encuestas no es ninguno de los anteriores. Casi nunca se inventan o fabrican las encuestas en el despacho de políticos o periodistas; por su parte, cuando se manipulan las preguntas, es relativamente fácil descubrirlo y denunciarlo. En realidad, el mayor peligro de las encuestas de opinión estriba en el mal uso del poder de definir las preguntas y los temas objeto de estudio. El mediador, en este caso, es un organismo público (el Centro de Investigaciones Sociológicas, CIS) o un medio de comunicación. Y en España hemos sido testigos de cómo se ha producido una clara colusión de los mediadores para evitar que se pregunte en las encuestas por ciertos asuntos. De todas las omisiones, la más llamativa es, sin duda, la de la monarquía. A pesar de los escándalos que han sacudido a la institución, y de algunas tomas de partido impropias de un monarca parlamentario (como el discurso del 3 de octubre de 2017), ni el CIS ni los grandes medios de comunicación han querido descubrir lo que piensa la sociedad española al respecto. La actitud parece ser la de que cuanto menos sepamos sobre lo que piensa la gente, mejor.
El valor principal de la encuesta realizada por la Plataforma de Medios Independientes (PMI) gracias al crowfunding ha sido romper esa colusión de los grandes medios de comunicación, que se resistían a saber sobre una cuestión fundamental de la política española. De esta manera, la PMI ha mostrado que se puede saltar por encima de los mediadores tradicionales con el apoyo de la gente. Han sido los propios ciudadanos quienes, mediante contribución económica personal, han tenido que paliar la desidia y el miedo de las élites hacia la opinión pública de su propio país.
Curiosamente, los resultados de la encuesta no eran “explosivos” ni mucho menos. Hemos aprendido que la monarquía ha sufrido un desgaste importante, que la sociedad está muy dividida sobre la conveniencia de mantener esta institución, que el apoyo al rey se ha hundido completamente en País Vasco y Cataluña, que la opinión pública atribuye a Felipe VI posiciones derechistas, pero que su valoración popular no es mala, desde luego muy superior a la de su padre, un personaje amortizado. También hemos descubierto que hay un acuerdo muy amplio en cuanto a las propuestas de mayor transparencia y control de la Casa Real. De la encuesta, de hecho, resulta bastante fácil extraer propuestas de reforma para salvar la institución.
Tras este precedente, será difícil que en el futuro los grandes medios y el CIS puedan seguir controlando los temas por los que se pregunta a la gente. Ya no podrán imponer el silencio sobre los temas que les incomodan.
El cuento del rey desnudo y el rapero
Cristina Flesher Fominaya
Reader in Social Politics and Media en la Universidad de Loughborough
Las manifestaciones provocadas por la condena de cárcel de Pablo Hasél por injurias a la corona (y enaltecimiento del terrorismo) ponen de relieve la brecha creciente en España entre ciudadanía y monarquía reflejada por la encuesta Plataforma de 16 Medios Independientes (PMI). Y es otro ejemplo de una iniciativa mancomunada al debate sobre la monarquía. Como suele suceder con tantos buenos relatos mediáticos, la complejidad del asunto se reduce con gran claridad narrativa a una contienda entre dos personajes: por un lado, el Rey Emérito millonario, de quien sus mejores amigos no pueden justificar muy bien su repentina desaparición del territorio nacional, y a quienes no le tienen tanto aprecio acusan de huir de España cercado por la justicia. Por el otro lado, un rapero que canta canciones incómodas cuya temática incluye insultos dirigidos a la institución de la monarquía en general y a la familia real en particular.
La yuxtaposición entre las dos figuras centrales de este relato deja claro de manera incontrovertible la brecha que existe entre casa real y ciudadanía y su problemática relación con la democracia española. No es por falta de afecto al Rey Emérito, aunque queda claro que la estima ha caído en los últimos años, ni de gratitud por su papel en la transición a la democracia. Ni siquiera responde a un sentimiento necesariamente republicano. No. El problema surge del evidente doble estándar ante la justicia de las dos figuras: la impunidad del Rey Emérito que huye con aquella “fortuna opaca” (Goliat), y nueve meses de cárcel para el rapero (David) cuyo delito consiste en expresar sus opiniones sobre el primero en una canción. La patente y absurda injusticia de la situación queda tan visible como la desnudez del emperador en el cuento de Hans Christian Andersen. Y revela también la tensión latente en el corazón de las monarquías democráticas.
Mientras en la calle una parte de la ciudadanía expresa su rabia ante una injusticia evidente, en los medios de comunicación algunos apartan la vista de la injusticia de la condena y la ira ciudadana para centrarse en condenar los disturbios y los destrozos de mobiliario urbano. Mientras en la calle algunos ciudadanos se movilizan para expresar su desacuerdo con la condena de Hasél, en las redes circulan videos de policías a porrazos con manifestantes indefensos. No es un buen “look” para una democracia. Entretanto, los medios críticos independientes seguirán sacando a la luz los escándalos del Émerito y los relacionados con la familia real.
En realidad, el “crimen” de Hasél va mucho más allá de simplemente insultar al Rey (entre otras cosas, llamándole “basura mafiosa” a quien “tomará su palacio la revolución”). La canción Juan Carlos el Bobón no solo arremete contra la monarquía y la familia real, pero también contra la pobreza, la desigualdad, la corrupción, y el gobierno del PSOE/Podemos. Y deja en evidencia la hipocresía del doble estándar de la justicia española y de nuestro afán por hablar de derechos humanos mientras mantenemos relaciones con países que decapitan a los ciudadanos por hechos como ser homosexuales o por criticar… a sus reyes. Pero más allá de la letra, en cierta medida irrelevante, la situación de Hasél nos deja con una sensación incómoda y nos hace pensar. Aunque nos pueda parecer un espanto de canción (o no) no deja de suscitar una pregunta incómoda, ¿realmente te pueden caer 9 meses de cárcel por cantar una canción? Pues sí, fíjate. ¿Por injurias a la corona? Pues sí. No sé tú, pero yo de pequeña aprendí la canción de Franco, Franco que tiene el culo blanco, y lo cantaba a voces. También incluye una mención a la Reina Sofía, pero como esta se limita a lavar con lejía, igual no cuenta como injurias a la corona. O será que no cuenta porque lo dejamos de cantar antes de llegar a la edad penal.
El problema de querer proteger a la corona mediante el artículo 491 o la Ley Mordaza es que el remedio es peor que la enfermedad. Usar a la justicia para sancionar a alguien por insultar al Rey o las instituciones del Estado –como en el caso de Hasél o Valtònyc– lejos de fortalecer a estas instituciones, demuestra su debilidad, ya que no parecen poder resistir canciones ni insultos. Además, la condena ha asegurado que la canción llegue a una audiencia infinitamente mayor a la que hubiese llegado. Yo no conocía la obra de Hasél antes de su condena. Ahora sí la conozco, y he escuchado la canción de Juan Carlos el Bobón, cosa que no hubiese sucedido si no lo hubieran condenado. Como yo, unos cuantos más (unos 800 mil en You Tube). Es un auto-gol por excelencia.
Los verdaderos culpables de la actual situación son aquellos partidos que, a pesar de comprometerse con su derogación, no han acabado con la Ley Mordaza , ni con la ley de injurias a la corona (PP, PSOE, Ciudadanos, I’m talking to you). Ahí realmente está la clave de todo. Solo asegurando la auténtica libertad de expresión, que incluye la libertad de expresar precisamente aquellas opiniones que preferiríamos no oír, se puede hablar de democracia. Chomsky lo dijo muy bien en el documental Manufacturing Consent: “Goebbels estaba a favor de la libertad de expresión para aquellas opiniones que le gustaban. Stalin también. Si realmente estás a favor de la libertad de expresión, entonces estás a favor de la libertad de expresión para precisamente aquellas opiniones que detestas. Si no, no estás a favor de la libertad de expresión”. La verdad es que el caso Hasél es solo un ejemplo particularmente flagrante y reciente de unas restricciones intolerables a la libertad de expresión encarnadas en la Ley Mordaza desde su aprobación y que ha dejado a cientos de españoles con juicios, multas, y penas por expresar su opinión públicamente. El caso Hasél ofrece al gobierno de Pedro Sánchez otra oportunidad para acabar con esta ley tan criticada por los defensores de los derechos humanos. La pelota está en su tejado.
Irónicamente, aquellos que quieren salvar “el oxímoron de la monarquía democrática” harían bien en apoyar la derogación de la Ley Mordaza y despenalizar los delitos de opinión, que no tienen cabida en una democracia. Apostar por la democracia le salió muy bien al Rey Emérito, otorgándole muchos años de aquiescencia. Harían bien los que apoyan la monarquía en repetir la jugada. Por lo que se ve en la calle, soplan vientos de fervor democrático. En el clima actual, solo retirando la inmunidad de los reyes a las “injurias a la corona” y asegurando la libertad de expresión de todos podrá quizás la monarquía sobrevivir en una relación incómoda, pero viable, con la ciudadanía y la democracia. Al menos por un tiempo.
Imágenes en el cine y la televisión española sobre Juan Carlos
Manuel Palacio
Catedrático en la Universidad Carlos III
El cine, la televisión están al margen de la disyuntiva entre la realidad y los discursos falsos o verdaderos que pretenden dar razón de esa realidad. Un film o una serie son artefactos compleja y artificialmente construidos, en los que interviene un actor que da una impronta, una puesta en escena que remarca aspectos del relato, una música que refuerza las emociones del espectador… Y además, cuando se trata de personas del siglo XX, los públicos contrastan esas imágenes de las ficciones con otras que han ido adquiriendo de la ‘realidad’ las tomas documentales. En suma, el audiovisual crea imágenes y representaciones que circulan en el espacio público. Y con ellas los ciudadanos, en ocasiones, se socializan. Está fuera de la ecuación si las imágenes de las ficciones fílmicas o televisivas son reales o falsas. Muestran imágenes que se utilizan por los distintos públicos, según unos antecedentes o posturas que guían o incluso determinan su lectura. Por ejemplo, con frecuencia las ficciones que han mostrado al rey emérito le enseñan como fumador, en ocasiones compulsivo como en ‘Sofía’ (Antonio Hernández, Antena 3, 2011), aspecto éste de su carácter inencontrable en las imágenes documentales.
En suma, como se suele decir en el pacto comunicativo que establece la obra audiovisual con el espectador: “Esta película es una ficción. Basada en personajes y hechos reales” (‘El Rey’, Alberto San Juan y Valentín Álvarez, 2018). Cada uno rellena esa frase como considera.
Resulta interesante observar las imágenes de los reyes españoles. Pensemos un instante en ‘El Halcón del mar’, una película de Hollywood de 1940 dirigida por Michael Curtiz e interpretada por Errol Flynn. El film narra las aventuras marítimas de un sosias del capitán Francis Drake, nombrado Sir por la monarquía inglesa y considerado pirata innoble por los libros de texto de muchas generaciones de españoles. Se puede creer que la visión que allí nos dan de Felipe II, el rey español por excelencia, está más cercano por su fecha de producción a un retrato de Hitler en su obcecación de combatir a los ingleses que al rey español de la Casa de Austria. Al menos eso se puede creer desde la península ibérica en donde el film ni se presentó a censura.
Soy de los que cree que si algo va a cambiar en TVE podría empezar por proyectar el film, con o sin debate de expertos. Pero claro, si pensamos en reyes españoles con buena prensa, es decir con buenos comentarios en los procesos de socialización que se arman en las aulas, en el top está el Borbón Carlos III. ¿Y dónde sale Carlos III?, más allá de la canción escrita por Sabina y Serrat sobre la Puerta de Alcalá: ¿Cómo esposible que el rey ilustrado no haya merecido ni un simple biopic de segundo rango?. Bueno, algo hay como en ‘Esquilache’ de Josefina Molina (1989) donde, por cierto, no se da un retrato muy amable del rey. La ausencia fílmica de Carlos III habla mucho de cómo circula la idea de la monarquía en España.
Fijémonos en cómo se ha ido plasmando la figura del actual rey emérito. Se tardaron unos veinte años desde el comienzo de su reinado para para que aparezcan las primeras imágenes de Juan Carlos en ficciones. Son apariciones episódicas parcialmente al margen de su actividad política central como ocurre en ‘El amor perjudica seriamente la salud’ (Manuel Gómez Pereira, 1996). Después de esa fecha inicial la industria del cine no va a ser muy pródiga en representaciones del rey; lo hace en ’23 F: La película’ (Chema de la Calle, 2010). Y desde luego en la adaptación de la obra teatral ‘El Rey’ de Alberto San Juan y Valentín Álvarez (2018) producida en un tiempo en que Juan Carlos ha abdicado y ya se perciben nítidamente los puntos oscuros de su biografía y los hilos que conectan al emérito con el franquismo.
Resulta llamativo que Fernando Cayo, el actor que interpreta la figura de Juan Carlos en ’23 F: La película’ también lo había hecho en ‘Los últimos días de Franco’ (Roberto Bodegas, Antena 3, 2008) y en el biopic televisivo de Suarez (‘Adolfo Suárez, El presidente’, Sergio Cabrera, Antena 3, 2009).
Por su parte, Fernando Gil lo ha encarnado en ‘El rey’ (Norberto López Amado, Tele 5, 2014) o ‘Alfonso, el príncipe maldito’ (Álvaro Fernández Armero, Tele 5, 2010), y hasta hizo de Felipe de Borbón en ‘Felipe y Letizia’ (Joaquín Oristrell, Tele 5, 2010).
Dan que pensar esos monocordes interpretativos. En televisión destacan hasta tres representaciones mayores del emérito.
Producida por la emisora pública, ’23 F. El día más difícil del rey’ (Silvia Quer, 2009, TVE) puede ser considerado el relato oficial por excelencia. Habrá que recordar que el telefilm ganó el premio Ondas, el premio Gaudí, el Premio Nacional de Televisión y hasta alguno internacional, a pesar de que su calidad técnica es difícilmente aguantable diez años después de su estreno.
Las emisoras privadas han producido ‘Sofía’ y sobretodo ‘El Rey’ (Norberto López Amado, Tele 5, 2014,) que a día de hoy es el relato que ha conseguido mayor audiencia sobre la vida del anterior jefe de Estado (unos 2.5 millones de espectadores). Rodada con anterioridad a la abdicación de Juan Carlos se guardó en los cajones y no se emitió hasta que ésta se produjo: transmite imágenes muy duras contra Franco y no excesivamente benignas de quien luego decidió abandonar España.
Tres momentos de la memoria en el cine español
Vicente J. Benet
Director del Instituto de Desarrollo Social y Paz-UJI
Si el cine revela algo del funcionamiento profundo de las ideas y las mentalidades que definen a una sociedad, podemos plantearnos tres fases de la gestión de la memoria de la guerra civil y la dictadura franquista en España. Fases que llegan hasta la actualidad y que implican una reflexión que parte de las producciones de la cultura de masas y se pueden proyectar hacia la legitimación simbólica y el devenir de nuestras instituciones políticas. El primer momento correspondería a la Transición. A pesar de lo que se afirma en ocasiones, se habló mucho de la guerra y de la dictadura en aquellos años, de manera directa o indirecta. En El desencanto (1976), Jaime Chávarri invitaba al espectador a penetrar hasta los rincones oscuros de los traumas familiares como condensación de un sistema represivo y totalitario. Por su parte, en Informe general (1977), Pere Portabella ofrecía un panorama vibrante de las contradicciones de una sociedad en mutación para construir un intenso documento fílmico. Pero quizá la más destacada de todas fue La vieja memoria (1979), de Jaime Camino. Su propio título recogía ya una declaración de intenciones ante el valor de esa memoria del pasado. Las voces superpuestas de personajes como Pasionaria, Líster o Gil Robles entre otros, narraban, en algunos casos todavía desde el exilio, la secuencia implacable de los acontecimientos vividos en los años treinta. La presencia y testimonio de estos protagonistas de la historia definía una premisa del momento: era necesario hablar libremente del “viejo” pasado, investigarlo y difundirlo.
Sin embargo, el presente y el futuro requerían de nuevas dinámicas que permitieran un enorme proyecto de transformación social sin sentirse condicionados por él. Además, en los años 70, la memoria, vinculada al testimonio y la preminencia de la voz de las víctimas, todavía no estaba considerada como una fuente decisiva de conocimiento histórico. De hecho, la propia historiografía marxista, hegemónica en aquellos años, supeditaba el sufrimiento individual a la visión general del enfrentamiento de clases e ideologías.
La centralidad de la memoria de las víctimas se comenzaría a asentar a partir de los años 80, bajo la enorme influencia de la película Shoah de Claude Lanzmann, que supondría, en gran parte, un giro epistemológico en el pensamiento de la historia en el cine. Los años situados en torno a la ley de memoria histórica del 2007 ya revelaron el carácter central de esa visión traumática y, en gran medida, emocional de la construcción del pasado vinculada a la experiencia de las víctimas y su testimonio. Sin embargo, el abundante número de películas de esos años incluyó de manera recurrente el recurso a un filtro literario que, en cierto modo, sirviera para dotar de entidad a ese peso memorístico.
El punto de partida fue Land and Freedom (Ken Loach, 1995) y a ella le siguieron películas como La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999), Los girasoles ciegos (José Luis Cuerda, 2008) Libertarias (Vicente Aranda, 1996), Las 13 rosas (Emilio Martínez Lázaro, 2007) o incluso El laberinto del fauno (Guillermo de Toro, 2006) o Soldados de Salamina (David Trueba, 2003), entre muchas otras. Salvo algunas excepciones, como la película de Trueba basada en Javier Cercas, la manera de plantear el pasado de una manera acorde al sufrimiento individual se tradujo en una simplificación melodramática de los hechos de acuerdo con la tradición cinematográfica más elemental.
En la mayoría de los casos, se trataba de trazar un perfil nítido de unas víctimas plenamente humanizadas y heroicas enfrentadas a perpetradores concebidos casi siempre desde la caricatura y la representación del mal absoluto. En cierto modo, este planteamiento ofrecía una reparación simbólica en el plano emocional a los espectadores que acudían a verlas, sobre todo hijos y nietos de represaliados que intentaban comprender los silencios entre los que habían crecido. Pero su esquematismo las hacía insuficientes como medio de conocimiento. En cualquier caso, reflejaban la impresión de una sociedad en la que se sentían consolidadas las instituciones y que se celebraba a sí misma como superadora de un pasado violento.
En esa estela podemos situar el gran proyecto sobre el que se pretendió construir un relato heroico del proceso de democratización del país, poniendo en el centro del mismo de su pilotaje a la Monarquía en la serie La Transición (Elías Andrés y Victoria Prego, primera difusión en 1995)
De la “memoria histórica” de hace más de una década hemos pasado a la “memoria democrática”, sobre la que el gobierno actual pretende legislar. No podemos detenernos en el salto conceptual que implica el cambio de términos, pero observamos en algunas películas recientes una concepción más madura a la hora de aproximarse al pasado. Desde luego, no eluden apelar a la dimensión emocional, aunque rebajando convenientemente la vertiente melodramática y caricaturesca del modelo anterior.
El éxito de la amalgamada y algo derivativa de El silencio de otros (Almudena Carracedo y Robert Bahar) devuelve el testimonio de las víctimas a la centralidad del conocimiento de los acontecimientos históricos, en gran medida como hacen algunos programas televisivos y también algunos documentales de los últimos años.
Esta posición no está exenta de problemas importantes, que afectan sobre todo al uso de la voz testimonial en muchos discursos audiovisuales, empleándola como verdad incuestionable y sentimentalizada sobre la que no se opera una auténtica reflexión.
En cualquier caso, también observamos en películas mainstream como Mientras dure la guerra (A. Amenábar, 2019) o productos televisivos totalmente comerciales como Lo que escondían sus ojos (Telecinco) una necesidad de eludir la caricatura de trazo grueso para entrar en matices que abren al espectador a la complejidad de los acontecimientos relatados.
También el relato heroico de la transición y la modernización del país en los fastos del 92 se va demoliendo en películas de indudable interés como El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020). La necesidad de hacer útil el conocimiento del pasado a nuestra sociedad presente debe partir precisamente de esa complejidad.
En cierto modo, se trata de eludir el desasosegante final que nos muestra (no haré spoiler) La trinchera infinita (Jon Garaño, J. M. Goneaga y A. Arregi, 2019). Una auténtica memoria democrática debe tener, en resumidas cuentas, un carácter fundacional que permita construir el presente asumiendo la carga, plural y llena de contradicciones, del pasado.
La democracia, casa común de monarquía y periodismo
Felipe Gómez-Pallete
Fundadores de la Asociación por la Calidad y Cultura Democráticas
Paz Torres
Fundadores de la Asociación por la Calidad y Cultura Democráticas
La confianza que sienten los ciudadanos y la credibilidad que ofrecen las instituciones son las dos caras de una misma moneda que viene devaluándose de manera progresiva. La gran recesión de 2008 y la pandemia de COVID-19 han actuado de catalizadores de un fenómeno que, por sus dimensiones y consecuencias, se ha convertido en uno de los principales rasgos distintivos del primer cuarto del siglo XXI. Tal proceso de desconfianza y deterioro institucional daña gravemente la arquitectura y el funcionamiento de los regímenes democráticos y, por consiguiente, dificulta la consecución del fin último de la acción política: el cuidado de lo común y el de los miembros de la comunidad.
No puede darse una sociedad sin confianza ni un universo sin gravedad. La confianza es la interacción fundamental que conforma todo proyecto de vida en común. Su quiebra menoscaba la convivencia, genera desconcierto y multiplica los conflictos. ¿Cómo enderezar el rumbo de esta tendencia? Y, en particular, ¿cómo pueden la monarquía y los medios de comunicación españoles recuperar la reputación que han perdido? Para responder a esta cuestión, partimos del siguiente postulado: los recursos tradicionalmente utilizados para ganarse la confianza de los diferentes grupos de interés se han agotado; es necesario imaginar nuevas fuentes de credibilidad.
No es lo mismo justificar que cumplimos que demostrar que mejoramos
La transparencia, en muy poco tiempo, se ha convertido en un viejo constructo que actúa como guardián del statu quo, en lugar de erigirse en principio vertebrador de una acción organizada que inspire confianza. Y la obligación de informar se ha circunscrito a la rendición de cuentas, lejos de la idea de accountability; tan lejos, que nuestro idioma aún no dispone de un término equivalente. Limitarse a esta forma de actuar (publicitar información del pasado en los acartonados portales de transparencia) ya no inspira confianza. Es menester ampliar la mirada hacia el futuro para —sin dejar de publicar los datos con los que justificamos que cumplimos las leyes en vigor— mostrar de qué modo, con qué medidas concretas, nos comprometemos a: 1) mejorar permanentemente nuestros procesos y 2) revitalizar periódicamente tanto los valores como las presunciones básicas que inspiran la visión y la misión que nos animan.
Se trata de incorporar el futuro en las ecuaciones que rigen el funcionamiento de las organizaciones humanas. Pues esta idea es aplicable tanto a las instituciones como a las organizaciones formales que las sustentan. Y tienen su fundamento en un principio que Javier Gomá formula así: «La realidad se halla regida por el principio fundamental de la imperfección». Se trata de un postulado que, además, emana de (y es coherente con) la idea de que la democracia «es ante todo el régimen que no se cansa de preguntarse por él mismo»1. Mejorar permanentemente procesos y someter a revisión valores y estrategias es, en fin, una necesidad que se deriva del «carácter estructural de la indeterminación democrática y [del] hecho de que la democracia es por consiguiente un régimen inestable, en continua exploración de sus aporías»2.
La cultura del cumplimiento legislativo ha sido, es y será esencial para el progreso de las sociedades, pero olvidar la necesidad de mejorar permanentemente pone en peligro el futuro. Esta es la amenaza de las propuestas que —al eludir la complejidad enriquecedora y adulta que entraña la superación permanente— apuestan por empezar desde cero una y otra vez, es decir, por el simplismo infantil de la demolición y vuelta a empezar. Esta estrategia populista e ignorante del valor de las instituciones ha merecido recientemente el acertado título de La tentación nihilista.
En la vida de las organizaciones humanas de todo tipo se dan innumerables motivos de mejora permanente, muy concretos o locales, asociados a la parte más visible del quehacer cotidiano, esto es, los sistemas y procesos. Y existen también otros que, por su envergadura estratégica —valores, principios y presunciones básicas—, no requieren ser mejorados asiduamente pero sí debatidos de forma periódica, cada equis años, lustros o décadas, porque —no hace falta ser sabio para saberlo— todo lo que no se mantiene se deteriora, sea un concepto, un coche o una Constitución.
No es este el lugar para detallar los métodos y protocolos de actuación aplicables a cada uno de estos dos ámbitos. Pero sí es el momento de recordar las buenas prácticas que, a este respecto, se realizan en otras latitudes. Elegimos el caso de Nueva Zelanda, país que ocupa los primeros puestos en los rankings internacionales sobre calidad democrática o IDH. Su gobierno, presidido hoy por Jacinda Arden, ha adoptado desde hace tiempo el pensamiento sistémico y la mejora continua como ejes vertebradores de su actuación. Ni el pensamiento sistémico significa pensar en tal o cual sistema, ni la mejora continua equivale a la transparencia y la rendición de cuentas tal como todavía hoy se practican en nuestro país. No, no es lo mismo justificar que cumplimos que demostrar que mejoramos.
Zarzuela: pasado, presente y futuro
Diversos expertos consultados por el autor de Zarzuela, un búnker en el momento más difícil para el Rey hablan de «las medidas que tomó Felipe VI, como la normativa sobre regalos a favor de los miembros de la Familia Real o un código de conducta del personal que trabaja en La Zarzuela». Estas medidas «se celebraron mucho, pero la sociedad demanda algo más. Hay un déficit de transparencia y comunicación. La sociedad ha evolucionado y no se tolera una desconexión con la realidad y la ciudadanía (…). La estrategia [de La Zarzuela] — concluye el autor— es lanzar un mensaje de futuro, hacia delante y no hacia el pasado, al que prefieren dar carpetazo».
Ahora bien, si la puesta en funcionamiento de esta estrategia se limitara a «mostrar de manera pública el compromiso de la heredera [la princesa Leonor] y, por ende, de la institución», entonces, en nuestra opinión, la monarquía parlamentaria española como forma de Estado se encaminaría de forma irreversible hacia su final. Porque la ciudadanía ya no vincula el futuro de la institución monárquica al connatural mecanismo hereditario sino al funcionamiento moderno de la organización que la sustenta. Por ello, si se aspira a que la percepción que la ciudadanía tenga de la institución sea de modernidad y de futuro, la solución pasa, no por la heredera, sino por cómo la organización, es decir, la Casa del Rey, haga público su compromiso con los modernos mecanismos de mejora institucional permanente. Tal es la práctica institucional que recomendamos, no porque la creamos la mejor y la primera a adoptar, sino porque la sabemos condición sine qua non.
Desconocemos si una Ley de la Corona regularía o no sobre la transparencia de la institución. Si así fuera, los máximos responsables de la organización —el círculo de colaboradores más cercanos que rodea a Felipe VI— deberían influir para que la Casa del Rey quedara vinculada a la interpretación moderna de transparencia y accountability. La monarquía daría ejemplo, saldría fortalecida y, como elemento clave de la arquitectura institucional de España, fortalecería a su vez la democracia, su mejor contribución posible al servicio de lo común, el fin último de todo.
Medios de comunicación: arquitectura institucional y estructura de mediación
España se encuentra entre los países en los que más se desconfía de los medios de comunicación de masas, según el reconocido Edelman Trust Barometer (Edición 2021, pág. 45). Para mejorar esta situación, proponemos las siguientes medidas inspiradas en lo expuesto hasta aquí.
Los medios de comunicación, entendidos como institución en un sistema democrático, desempeñan el papel de vigilantes independientes del poder. Desde esta óptica, creemos que los medios no deberían limitarse a denunciar el comportamiento del así llamado rey emérito, que también; deberían ampliar su denuncia a la forma anacrónica con que la institución interpreta y practica la transparencia y la rendición de cuentas. Y por la misma razón, deberían los medios aplicarse a sí mismos igual recomendación, cosa que está muy lejos de suceder como resulta de dominio público.
Considerados como parte de las estructuras de mediación, los medios «se encargan de encauzar el debate público, contribuyendo así a la formación de la opinión sobre los asuntos comunes». En este segundo plano, creemos que los medios deberían hacer pedagogía del populismo, no como un problema sino «como una forma de respuesta a los conflictos contemporáneos»3. Y no con el afán de derrotarlo a golpe de sentimientos (no hay peor cuña que la de la misma madera), sino para confrontarlo a la razón.
Y es que hoy, en España, son los populismos la mayor amenaza para la monarquía:
o Los de izquierdas, por su estrategia de borrón y cuenta nueva con la que quieren ampliar el tablero de la acción política, sustituyendo cunas por urnas
o Los de derechas, por el proverbial inmovilismo suicida con que creen asegurarse agendas y prebendas
o Los mediopensionistas (nacionalistas), por la deslealtad con que persiguen el poder que otorga la soberanía a la que legítimamente aspiran
Urnas, prebendas e independencia, ¿qué tiene que ver todo esto con la consecución del fin último de la acción política? Sin gravedad no hay universo y sin confianza no hay sociedad. Y, hoy, la credibilidad está por los suelos. Fortalecer las instituciones y, con ello, la democracia es el verdadero reto que comparten la monarquía y el periodismo con la vista puesta en el bien común y el bienestar de todos los ciudadanos.
Felipe Gómez-Pallete y Paz de Torres son fundadores de la Asociación por la Calidad y Cultura Democráticas nacida al amparo del Máster en Comunicación, Cultura y Ciudadanía Digital.
1 Pierre Rosanvallon, El siglo del populismo (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2020), 239.
2 Ibidem, nota 1, pág. 26.
3 Ibidem, pág. 26.
Radicalismo cool y republicanismo antisistema
Josep Lluís Fecé
Periodista y profesor titular en la Universidad de Girona
Las corporaciones digitales no solventarán el sistema de desinformación que han creado. Y la solución no vendrá de manos de la tecnología. Las promesas democratizadoras de Internet dependen de la existencia de un periodismo mancomunado que, en el debate que nos concierne, sea capaz de desmontar el relato oficial que identifica la Corona con el sistema democrático y la República con el desorden.
No hace mucho, durante uno de los confinamientos, asistí a un webinar sobre desinformación. Lo organizaba una universidad española en el marco de su oferta formativa oficial, en este caso, periodismo. Resultó ser un taller sobre una herramienta que permitía detectar fakes… Herramienta y profesor cedidos “gratuitamente” por Google. Para Alphabet los fake y la desinformación son simples cuestiones técnicas que podemos solucionar gracias a su herramienta y a su impresionante archivo de imágenes. En la demostración los asistentes al taller, perdón webinar, podíamos observar cómo mediante un simple click una fotografía periodística en la que veíamos un avión comercial, según el pie de foto, estacionado en un aeropuerto de una importante ciudad europea era falsa: ese aeropuerto no era el citado, sino otro y por si fuera poco, de otro país. ¡Salvados, gracias Google!
Ignoro si los seminaristas del webinar habían asistido, con anterioridad o en paralelo, a otros seminarios o cursos sobre otros aspectos relacionados con la desinformación o sobre las influencias que ejercen las grandes corporaciones mediáticas, incluidas las GAFAM, en las agendas mediáticas. En caso afirmativo, la demostración del vendedor (disculpen, del profesor) de Google les habrá sido de gran utilidad, pues deja muy clara cuál es la visión de Alphabet sobre las cuestiones relacionadas con la desinformación: se trata de una cuestión técnica. En caso contrario, una buena parte de los asistentes podrían terminar un curso sobre periodismo digital asumiendo acríticamente lo que Eugeny Morozov denomina solucionismo tecnológico, en este caso aplicado a la desinformación.
La anécdota me lleva a la idea expresada por Marià de Delàs en este foro: Internet nació para democratizar la comunicación de masas; podríamos decir que sus inicios fueron contemporáneos de los movimientos contraculturales de finales de los 60. Pero de esa Internet democratizadora, horizontal e igualitarista ya sólo queda un radicalismo contracultural perfumado, perfectamente compatible, que encaja con los lifestyles más integrados en el sistema. Internet se ha convertido en el mejor escaparate de los fenómenos descritos por Thomas Frank en La conquista de lo cool.
Más allá de los debates a propósito de las informaciones que sobre los asuntos relacionados con la monarquía española ofrecen los medios de comunicación llamados de referencia, me parece importante situarlos en los términos propuestos en este foro por Víctor Sampedro: sin unos medios de comunicación independientes y, muy importante, mancomunados – que no significa libres de opiniones u opciones políticas, en ocasiones, opuestas – no habrá una verdadera discusión pública sobre ése o sobre cualquier otro tema.
La existencia de unos medios independientes que actúen como un efectivo contrapoder, por supuesto también en la red, depende en primera instancia de los periodistas. Aunque también los centros que se dedican a la enseñanza de la profesión podrían echar una mano. Podríamos empezar, por ejemplo, dejando de fomentar las diversas formas de solucionismo tecnológico. También podríamos continuar analizando los numerosos casos de periodismo cool (por ejemplo esa fragancia radical que emanan programas como Au rouge vif nº 5) a través de los cuales se configuran frames o relatos – como prefieran – que sitúan a la monarquía española no ya en oposición a una república, sino en relación al Orden y a la estabilidad del sistema.
En lugar de los webinars de Google, propongo un Master o seminarios centrados exclusivamente en el cuadrado que aparece en la parte inferior derecha (a veces lo hace en la superior) de la pantalla durante las emisiones de La Sexta. En él, se suceden en bucle, en vivo y en directo imágenes de una furgoneta de la Guardia Urbana en llamas que dan paso a otras de Puigdemont en Bruselas. Mientras, en el plató, los tertulianos debaten sobre unas declaraciones de Pablo Hasél… ¡de hace seis años! o sobre la (pen)última ocurrencia del patriarca de los Borbones. Lo que sea con tal de blanquear al hijo. Al fin, y al cabo, se trata de construir un relato, merci Monsieur Greimas, que funcione a partir de la oposición “orden (o sistema) y desorden (o antisistema)» en el que cabe todo, desde un rapero mediocre hasta un indepe con flequillo. Vamos a necesitar, además de medios independientes, algo más que un móvil 5G o abrir una cuenta en alguna red social para informar sobre el próximo 15 M que se avecina.
Esa monarquía y ese periodismo de los que usted me habla
Gabriel Flores
Economista
¿Tiene el periodismo una misión especial para consolidar la institución monárquica? No debería. ¿Y para erosionar su credibilidad? En mi opinión, tampoco. El compromiso del periodismo es en primer lugar con los lectores, pero se extiende inmediatamente al conjunto de la ciudadanía y a la democracia, porque el periodismo ofrece bienes públicos esenciales, al permitir que fluyan la libertad de expresión y el derecho a una información veraz. Incluso constitucionalmente (art. 20 CE), la faena esencial del periodismo es elaborar y proporcionar información veraz, contrastada y contextualizada para que sea interpretable y sirva a la ciudadanía para dotarse de criterios y opiniones lo más fundamentados posible sobre los asuntos públicos que se dirimen y sustancian en el debate político. Veraz también, por supuesto, en todo lo que se refiere a la institución monárquica y, por tanto, a las actuaciones irregulares del rey y la familia real. ¿Son esas las funciones que desarrolla el periodismo realmente existente en nuestro país? No o, si se prefiere una respuesta menos rotunda, no en todos los casos ni en muchos temas.
La monarquía fue restaurada por la dictadura franquista en sucesivos pasos que culminaron con la proclamación en 1975 de Juan Carlos I como Rey por unas Cortes franquistas que respetaron escrupulosamente la legalidad franquista y la voluntad del dictador. En 1978, el rey Juan Carlos añadió una nueva apoyatura legal y democrática a su currículum, tras la ratificación de la Constitución en referéndum por la mayoría de la ciudadanía. Y en 1981 se graduó como rey constitucional al ayudar a desbaratar un chapucero golpe de estado, después de haber contribuido por activa y por pasiva a la desestabilización del gobierno Suárez y dejar hacer a tramas militares golpistas. Tales episodios proporcionaron a la monarquía y a su titular una protección extendida que supera con mucho el lógico amparo legal que les otorga el articulado constitucional, tanto por parte del poder judicial como de los sucesivos gobiernos democráticos y los medios de comunicación. Que tal protección extra tuviera algún tipo de justificación en su momento no significa que su persistencia hasta el día de hoy pueda considerarse un rasgo democrático o que ayuda a la consolidación del sistema democrático; más bien, lo contrario.
Ese fenómeno de rara continuidad entre el régimen dictatorial y el nuevo orden democrático convirtió a nuestro país en una excepción entre los países del sur de Europa (Portugal, Grecia y España) que siguieron diferentes trayectorias en sus transiciones de la dictadura a la democracia en los años setenta del pasado siglo. Y permite vislumbrar parte de las insuficiencias o zonas oscuras (no sometidas a suficientes controles por parte de las instituciones democráticas ni de la opinión pública) que han acompañado el discurrir de nuestro sistema democrático durante las últimas cuatro décadas. Insuficiencias que han vuelto a mostrarse con especial crudeza a lo largo del último año, con el tratamiento informativo tan peculiar recibido por el rey Juan Carlos en la huida de sus responsabilidades con Hacienda y la ciudadanía, en sus cuitas con el rey Felipe VI y el resto de la familia real o en las sucesivas operaciones de salvamento mediático de la figura y trayectoria del rey Juan Carlos.
Identificar las insuficiencias democráticas es un paso imprescindible para definir qué medidas permitirían superarlas y contribuirían a que la democracia eche raíces nuevas en la sociedad actual y sea considerada por las generaciones que no tuvieron la oportunidad de pronunciarse en 1978 como una herramienta útil para resolver los nuevos problemas y atender las nuevas necesidades de la ciudadanía. Pero, en lugar de esa acción regeneracionista y democrática, se sigue presentando a la monarquía y la Constitución de 1978 como antiguallas intocables o productos facturados por una transición modélica que no pueden cuestionarse sin debilitar el propio sistema democrático. La mayoría de los medios de comunicación sigue instalada en la propaganda y el blindaje de la institución monárquica frente a toda crítica. El periodismo no ha ejercido su imprescindible función de control externo y transparencia a través de la información. O no siempre ni en todos los casos.
Insuficiencias democráticas y periodísticas forman un matrimonio bien avenido que facilita la pervivencia de zonas de impunidad y el blindaje de temas y personajes frente a la información. Así, se ha logrado evitar durante años que el periodismo diera cuenta de las andanzas del rey o de las muy diferentes opiniones que muestra la ciudadanía sobre la monarquía, como si la Corona pudiera perdurar al margen del debate democrático, convertida en una institución incuestionable e indiscutible. Dicho matrimonio explica también parte de las grandes dificultades para reconocer las deficiencias de nuestro sistema democrático. Y parte de los obstáculos para afrontarlas. Tal situación obliga a prestar atención no sólo a los déficits particulares que presenta la monarquía en términos de transparencia, funcionamiento o reputación, sino también a las carencias del periodismo: desde la revisión de los saberes y valores que se adquieren en las facultades y escuelas universitarias de Periodismo a las estructuras empresariales que sustentan y producen la información, pasando por los tertulianos que, aunque se identifican como periodistas, son profesionales de la intoxicación o la profusión en las redacciones de la temporalidad, la precariedad o el uso irregular de becarios, trabajadores en prácticas y autónomos. Carencias que suponen obstáculos añadidos a la autonomía de la labor periodística y facilitan la subordinación de las tareas informativas a intereses privados empresariales o de otro tipo.
Hay periodistas que realizan muy bien su trabajo en casi todos los medios y hay periodistas y periódicos infames que se diferencian poco de mafias dispuestas a hacer caja con su capacidad de presionar, propagar bulos y mentiras o crear sospechas infundadas. El buen periodismo no se reduce a los componentes de la Plataforma de Medios Independientes (PMI), su composición e incidencia son mucho más amplios y diversos. Tampoco me parece una buena idea apuntalar la creencia de que el desarrollo de iniciativas por parte de la PMI es la vía principal para desarrollar el periodismo que pugna por ofrecer una información veraz. Por mucho que sea obligado reconocer que la iniciativa de la encuesta sobre la monarquía emprendida por los 16 medios que comparten dicha Plataforma haya tenido una incidencia notable y sea un buen ejemplo de experiencias de cooperación que merecen continuidad.
Mi impresión es que para impulsar el periodismo veraz y de calidad y pueda cumplir sus funciones esenciales (proporcionar una información veraz y servir de control externo sobre las instituciones y la acción política) y contribuir a superar las insuficiencias de nuestro sistema democrático, sería necesario ampliar los focos de atención inicialmente planteados (República y PMI) en este debate de Espacio Público e incorporar la reflexión sobre las reformas que atañen a los múltiples aspectos que relacionan información, derechos democráticos y libertades: las estructuras empresariales del sector periodístico, para introducir la democracia en su gestión y preservar la autonomía de la profesión periodística; los planes de estudio de los grados de Periodismo, para reforzar los valores éticos en el tratamiento de la información; las funciones de los colegios profesionales de periodistas, para evitar las malas prácticas; los derechos laborales en un sector en el que la concentración de la oferta informativa se combina con la proliferación del minifundismo empresarial, la informalidad y las nuevas ofertas informativas sin ningún tipo de control que permiten las nuevas tecnologías. En todos estos aspectos, la regulación pública puede establecer incentivos y restricciones que contribuyan a preservar el derecho de la opinión pública a una información veraz.
Numerosas encuestas revelan la mucha desconfianza que generan en la ciudadanía pilares democráticos tan esenciales como el Parlamento, los partidos políticos o los medios de comunicación, que son peor valorados que la propia institución monárquica. Sería conveniente, por ello, no tener una mirada excesivamente sesgada hacia la monarquía cuando intentemos identificar las limitaciones de nuestro sistema democrático. Ni creer que todo avance en la superación de las insuficiencias democráticas pasa por la sustitución de la monarquía por un régimen republicano.
La memoria, madre de todas las tormentas
Fernando Ruiz-Goseascoechea
Periodista
El día que muere Franco, ante el vacío de medios comprometidos con la democracia, -salvo pocas revistas como Triunfo, Cambio 16, Cuadernos para el Diálogo, y las humorísticas Hermano Lobo y Por Favor-, la única fuente de información que tuvo la población fue la prensa extranjera. En 1975 todavía faltaba un año para que saliese El País y Diario 16, 19 años para la llegada de El Mundo, y 15 años para que emitiesen los primeros canales privados, Tele Cinco y Canal +.
Lo que hoy es el universo de los tertulianos, columnistas y activistas digitales con dedicación plena al fake, el alarmismo y la desestabilización, en aquellos tiempos se llamaba el “bunker”; eran activistas ligados al esquema de valores impuesto por los vencedores en la guerra civil.
El diario El Alcázar fue el portavoz de los principales bastiones del búnker franquista. En 1977 sale a la calle El Imparcial, un diario que se convierte en uno de los principales órganos de expresión de la extrema derecha. El semanario Heraldo Español nace en 1980 “porque España está en peligro. Porque estamos al borde del abismo y en una decisiva situación límite”. Faltaban unas semanas para que tuviera lugar el intento de golpe de Estado del 23-F.
Entre los articulistas figuraban Ignacio Merino “Hamlet”, Fernando Latorre “Merlín”, Vizcaíno Casas, Ángel Palomino, Antonio Izquierdo, Miguel Ors, Ismael Medina, el dibujante Manuel Summers, y Ángel López Montero, quien sería defensor de Tejero en el proceso por el 23-F.
Algunos militares, normalmente en situación de reserva, escribieron en los diarios utilizando un seudónimo. Uno de los que tenía más seguidores era “Sertorio”, primero en El Alcázar, luego en Pueblo, en El Imparcial y finalmente en Heraldo Español. Otros seudónimos fueron “Hispanicus”, “G. Campanal”. “Jerjes” y “Sparos” fueros seudónimos utilizado por Luis Cano Portal, quien fuera general jefe de Estado Mayor de la I Región Militar. También destacaron las firmas del teniente general en la reserva Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil y la del colectivo “Almendros”, en el que hubo algunos integrantes que luego participaron en el 23- F.
Y es que, como señala el historiador José Luís Rodríguez, la extrema derecha había elaborado una imagen catastrofista del cambio político. En el terreno de los discursos, las imágenes e inventarios catastrofistas acabaron derivando en una serie de declaraciones apocalípticas, amenazantes, y llamadas a la violencia, al igual que en los años treinta. Una vez fracasada la vía electoral, el único recurso para triunfar era la estrategia de la tensión.
Hoy, en la sociedad del espectáculo, el exhibicionismo y la posverdad, no se estilan los seudónimos, se considera una necedad. Muchas cadenas de televisión compiten entre sí para plantear la mayor barbaridad y captar así la atención del espectador. Injurias al presidente del Gobierno, soflamas xenófobas, enaltecimiento del golpismo, reivindicación del franquismo…
Guillermo Fernández y Iago Moreno resumen el panorama digital de la extrema derecha en el artículo Así funcionan las Redes de la ultraderecha en tiempos de pandemia, en el que distinguen cuatro segmentos de actividad: las estructuras partidarias que distribuyen consignas a través de Telegram; el de los tabloides, que fabrican bulos o filtraciones. Y un tercero formado por creadores de opinión, a través de Twitter e influencers.
De la misma manera que revisar el pasado sirve para entender el presente, imaginar el futuro es calificar el presente y detectar como tenemos que cambiarlo para mejorar. Por eso el recuerdo de nuestro pasado es una herramienta valiosa y puede desatar grandes tormentas. Pero, ¿quién dijo que las tormentas son malas?
Ahora es tiempo de reorganizar el futuro y, para hacerlo con eficacia, se podría partirde una autocrítica a los contenidos, las estrategias, los tiempos y las formas que nos han llevado a dónde estamos.
Aquí van algunas dudas, reflexiones y sugerencias, -sueltas y desordenadas-, que junto a otras muchas invito a que les demos vueltas de cara a tener los deberes hechos antes de encarar propuestas organizativas mancomunadas como las que, con mucho acierto, nos propone el catedrático Víctor Sampedro encaminadas a la construcción de una suerte de contrapoder mediático, alternativo al mundo de la “pseudoinformación”.
• A veces nos olvidamos de que la mayor parte de los medios de comunicación del estado español, no son ya faros que iluminan el camino político para sus suscriptores, lectores y masa social. Con el fin del bipartidismo pasaron los tiempos en que un editorial electoral de La Vanguardia, El País o La Voz de Galicia, añadía una caudalosa intención de voto en sus territorios o en el país en general.
• A veces nos olvidamos de que hemos llegado tarde a la comprensión del carácter sistémico de la crisis en los medios de comunicación. No nos imaginamos a tiempo el escenario digital, ni detectamos el hecho de que Internet está destruyendo el modelo de negocio que siempre sostuvo al periodismo.
• A veces nos olvidamos de que muchos mensajes y silencios informativos se cocinan fuera de los medios de comunicación. Desde el silencio a la deforestación en el Amazonas al silencio sepulcral que rodea el caso de Julian Assange, el canal suministrador, al margen del sistema de obtención, de información veraz y alternativa más importante del siglo XXI. En España, ¿dónde se decide el trato informativo hacia la Casa Real? ¿Dónde se decide que los medios silencien las intromisiones e irregularidades de una parte de la judicatura?
• A veces nos olvidamos de que nos centramos demasiado en los cambios tecnológicos en detrimento de los contenidos informativos. Priorizamos las “demandas” informativas del mercado y descuidamos los productos que demanda la sociedad.
• A veces nos olvidamos de que las mensajerías (Twitter, Facebook, Instagram, Telegram, Signal, Snapchat, WhatsApp, Zoom, Tik Tok…) han ampliado el espacio de nuestra libertad de expresión, pero han multiplicado las capacidades de manipulación de las mentes y de vigilancia de los ciudadanos
• A veces nos olvidamos de que las redes sociales no cambian los devenires históricos, sólo son herramientas. Los llamamientos en las redes para provocar los levantamientos en los países árabes, no sirvieron para debilitar las autocracias, sino todo lo contrario. O que aplicaciones de mensajería como Discord o Gab, fuesen copadas por las organizaciones más siniestras de Estados Unidos. En España no fuimos capaces de imaginar que Twitter, Youtube, Instagram o Tik Tok llegasen a ser herramientas lideradas con destreza por los reorganizadores políticos del rancio neofranquismo.
¿Por dónde empezamos?
• Es vital marcar una agenda informativa que frene la inercia de fomentar un ambiente que facilita oxígeno a la extrema derecha, al insistir en un clima político incierto, inseguro en el que se enfatiza la impotencia y el desapego de la política.
• Las mujeres comunicadoras son muchas, pero no mandan. En un estudio presentado recientemente en el Col·legi de Periodistes de Catalunya se explica que las mujeres solamente representan un 13,4 por ciento de los puestos de dirección en los medios de comunicación de Cataluña. Estos datos deben corregirse con urgencia, especialmente por el momento de cuestionamiento demagógico del papel del feminismo, y el acoso que algunos medios y la extrema derecha acometen hacia la lucha de las mujeres por sus derechos.
• Los comunicadores tenemos la oportunidad y los medios para intentar impulsar una regeneración del comportamiento parlamentario e informativo. Que la política sea el marco para que los conflictos sociales, territoriales o de libertades no sean resueltos en otras esferas.
• Es necesario frenar la degradación del tono político y periodístico. Huir de las faltas de respeto, alusiones sarcásticas, comentarios vejatorios y los “zascas en toda la boca”. Lo que empezó siendo una buena idea está siendo ya una herramienta de destrucción social usada por todos y contra todos, todo el tiempo.
• Recordemos, finalmente, que lo más importante ahora es la capacidad que podamos tener y mostrar de colaborar con otros.
Información y desinformación. Independencia y contrapoder
Manuel Garí
Economista
La desaparición de Cuartopoder, uno de los 16 componentes de la Plataforma de Medios Independientes que preguntó a la ciudadanía sobre la monarquía española, es una cruda metáfora de la realidad política y económica, y también de los medios de comunicación. El cierre resalta la pertinencia del debate en torno al binomio independencia periodística – contrapoder mancomunado. Debate en el que, dado que no soy experto en comunicación, mi opinión es la de un usuario que pretende discernir en los mensajes que circulan entre episteme y doxa. O sea, diferenciar la verdad asociada a los hechos de los que se informa de la interpretación y opiniones que suscitan.
Parece que resulta difícil lograrlo con unos medios que durante décadas han silenciado las fechorías del monarca, convierten en noticia de portada una foto de Díaz Ayuso en su paseo dominical, exhiben el espantapájaros del bolivarianismo, insultan a los discrepantes, incurren en calumnias, callan ante el atropello antidemocrático del parlamento andaluz para poner sordina a las voces díscolas de 11 parlamentarios de izquierda, azuzan los odios nacionalistas españolistas contra la ciudadanía catalana, transforman en expertos universales a tertulianos y “famosos” o confunden al telespectador con el ruido multicolor de mil imágenes, voceríos y “última hora” del espectáculo permanente. Es una muestra de cinismo que la mayor parte de medios afirmen que en el Reino de España se puede ser republicano respetando las leyes, pero ocultan que cambiar esa Constitución de 1978 exige unos requisitos antidemocráticos prácticamente insalvables si no media un proceso destituyente de ruptura democrática.
La mayoría de los medios en simbiosis con las redes sociales y el juego político oligárquico hegemónico se retroalimentan en bucle vicioso. A una sociedad cuya ciudadanía ha quedado reducida al papel de espectadora pasiva ante una representación política autonomizada que acapara la escena, se corresponden unos medios que alimentan sentimientos frente a las razones y que hablan más de los protagonistas políticos que de los intereses reales de sus representados. Todo ello se completa con un eurocentrismo exacerbado que ignora los cambios que se han producido en un mundo globalizado que ha situado el centro de gravedad mundial a miles de kilómetros.
Desiderátum
¿Qué me gustaría encontrar en un medio de comunicación? Que sea útil para discernir el qué, cómo y dónde ocurrió a la vez que criba con honestidad y veracidad la relevancia de los hechos objeto de información. Ello puede posibilitar la creación de vínculos entre los individuos mediante el desarrollo de los hilos de la razón, el sentido y la memoria, tres ingredientes necesarios, aunque no suficientes, para la emancipación humana. En la sociedad de clases, patriarcal, ecocida y desigual bajo el dictado del mercado y la ley de la ganancia privada, los medios de comunicación si quieren estar al servicio de la mayoría social no pueden perder la capacidad de indagación, asombro e indignación para poner en evidencia las lógicas del poder. Lo que exige de una profesionalidad basada en la independencia, la constancia y la suficiencia ajenas a la superficialidad, la irresponsabilidad y la venta al mejor postor.
Los medios no pueden ser cautivos de sus propietarios ni en la actual sociedad ni en una futura de mujeres y hombres libres e iguales. Desde hace décadas en diversos ámbitos han surgido propuestas muy interesantes como la que en 2008 Mediapart y Reporteros sin fronteras formularon en el “Llamamiento desde la colina” por una prensa libre e independiente. La lógica de todas ellas es diseminar el poder en los medios de comunicación, evitar la concentración, mancomunar esfuerzos, dar voz y voto a profesionales y usuarios, favorecer el pluralismo, conjurar el miedo al Leviatán estatal y su burocracia, pero también al del auténtico poder, el del capital.
Precisamente ahora que se cumple el 150 aniversario de la Comuna de Paris, cabe señalar la importancia de la existencia de una prensa pluralista y libre de ataduras. Durante los 72 días que duró el primer gobierno en manos de la mayoría popular, las medidas sociales y democráticas fueron acompañadas, como no podía ser de otra manera, de lo que se denominó la política de “información instantánea”. Surgieron 70 periódicos y revistas, proliferaron los murailles y affiches escritos por quien tuviera algo que decir, aún con faltas de ortografía, experiencia que Rimbaud celebró y que en opinión de Kristin Ross permitió el surgimiento de un nuevo espacio social(1). Efectivamente, entonces y hoy, los medios de comunicación juegan un papel esencial en nuestra comprensión de la realidad y en la configuración de la esfera pública.
Para Alexis de Tocqueville la prensa era un garante de la protección de la libertad; aún más, era el sostén de la civilización. Si la prensa libre es un indicador y una condición para la existencia de una sociedad democrática ¿de quién debe protegernos? El jurista francés afirmó que de la centralización y la burocracia gubernamental y por ello debía estar en manos de la sociedad. Sí, pero la cosa era y es algo más complicada ya que la sociedad civil no es un todo homogéneo y una minoría determina la voluntad estatal. No es Marx ni Bakunin, sino Adam Smith quien escribió “el estado civil, en cuanto instituido para asegurar la propiedad, se estableció realmente para defender al rico del pobre”(2).
Al servicio de su majestad
Ello nos remite a una pregunta central: ¿a quién sirven los medios de comunicación? Tanto sean de propiedad privada como pública en las actuales condiciones, están al albur de intereses minoritarios. No es que los medios de comunicación en nuestro país sean monárquicos, es que la monarquía asegura mejor que otras fórmulas los intereses que defienden. Cabe señalar que José María Aznar (ayudado por sus secuaces) fue un estratega muy útil para los intereses del capital inmobiliario, financiero y eclesiástico usando dinero público y el BOE a favor de medios de comunicación afines al frente de los cuales se situaron “periodistas” de dudosa catadura ética.
Pero el alcance de la pregunta va más allá de los confines de la derecha neoliberal posfranquista pues mayoritariamente los medios de comunicación, salvando ejemplares excepciones, juegan un papel en la difusión de los mitos ideológicos del neoliberalismo. Prueba de ello en nuestro país fue la acrítica aceptación de los postulados del Pacto de Estabilidad y Crecimiento o la filosofía, poquedad y tipo de reparto previsto de los Fondos Europeos “Next Generation”. Además, esos mismos medios se encargan de seleccionar y reclutar el personal político afín y funcional a esos mitos. Construyen y destruyen portavocías políticas o sociales frente a la voluntad de los restos de liquidación de las organizaciones populares o de los partidos políticos. Díaz Ayuso es un caso emblemático por más que cueste creerlo.
Con ello los medios de comunicación de masas más importantes contribuyen a la banalización de la cosa pública y a hacer realidad el temor de Hannah Arendt en su ¿Was ist Politik? respecto a la desaparición de la política por la vía de su falta de significado. El trumpismo periodístico, muy presente en nuestro país, es un activo agente de ese movimiento. Y, lo que es más grave, esos medios acaban jugando el papel de Herr Vogt señalado por Marx en la Contribución a la crítica de la economía política, el de pseudo demócratas al servicio de intereses espurios, ocultados e inconfesables.
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(1). Ross, Kristin. El surgimiento del espacio social. Rimbaud y la Comuna de Paris. Akal, 2018.
(2). Smith, Adam. La riqueza de las naciones. (Libro 5, Cap. 1, parte2). Fondo de Cultura Económica, México 1982.
¿Qué tipo de periodistas se preparan en las aulas? Equilibrios entre formación, intereses e independencia
Paula Pof
Periodista
La figura de la periodista va construyéndose a lo largo de la historia hasta que se percibe su notable responsabilidad social. En ese momento se concretan las obligaciones y responsabilidades de esta profesión, pasando de las aulas informales de la redacción y las tertulias a las enseñanzas regladas y la expedición de títulos. Siguiendo su desarrollo es interesante cuestionar si esta formalización se supedita a intereses que escapan, incluso colisionan, con la labor social del periodismo.
La profesionalización comienza con los primeros centros de enseñanza y la Ley de Prensa de 1938, que pusieron la información al servicio del Estado franquista. Un momento en el que nacen la radio y la televisión, los periódicos alcanzan tiradas de miles de ejemplares diarios y el periodismo se convierte en una actividad nuclear de las sociedades modernas. El debate entre oficio o profesión terminó inclinándose hacia el lado de una profesionalización que exigía una formulación académica específica y una titulación que definen qué es un periodista, cómo debe formarse y a qué objetivos debe atender. Esta formación ha ido mutando al compás de los momentos sociopolíticos y económicos de cada Estado y sociedad.
Con la Ley de Prensa de 1938 el franquismo hace de este periodismo reglado una institución al servicio de la propaganda del nuevo régimen, adecuándolo perfectamente a la teoría y la práctica de los sistemas totalitarios: censura previa, sistemas de consignas, designaciones de directores o asignación de cupos de papel. También en su formación, ya que el artículo 16 de la ley establecía la organización académica de los estudios.
Treinta años después, la ley fue actualizada en 1966 por Manuel Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, implementando mecanismos arbitrarios a disposición del Estado para prohibir y cerrar publicaciones contra la línea oficial. Fue aún en el franquismo cuando los estudios de Periodismo alcanzaron rango de carrera universitaria. Una fórmula defendida, en no pocos espacios, para evitar el férreo control político del régimen en la formación de estos profesionales. En 1972 nace la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense y desde ese momento, las facultades tratarán de crear un espacio científico y profesional, que muta del férreo control ideológico totalitario al control “blando” de los mercados, con una entrada paulatina y constante de la empresa privada.
El análisis de la cuestión plantea al menos la duda respecto de si la formación tiene realmente como único objetivo el bien general y la capacitación técnica. O si, además, se dirige de modo consciente hacia el desarrollo de un sector periodístico eficaz para el mantenimiento y reproducción del orden social y político existente. Y que, además, resulte más productivo en términos económicos. La labor de la periodista, históricamente y en la actualidad, se ha enfrentado a una serie de factores externos como su uso político, el avance tecnológico, la competencia, las nuevas fórmulas de negocio y los cambios sociales, políticos, económicos, etc. ¿Cómo se refleja esto en su enseñanza?
El funcionamiento del cuarto poder es parte imprescindible de nuestra salud democrática. El manoseado “derecho a la información” sirve como control y contrapeso de nuestros representantes políticos. Es garantía y posibilidad de participación política, planteando nuevas ideas y debates. Pero la historia ha reflejado más bien un uso de la academia para su control, por una parte, y para formatear al profesional perfecto que demanda el sector privado. Graduadas/os más flexibles, más adaptables, más polivalentes, y más competitivos. Un sujeto que en su puesto de trabajo debe maquetar o introducir las fotos, trabajar tanto en radio como en prensa o televisión, editar cortes de voz o imagen, escribir sobre casi cualquier campo en tiempo récord y sin pisar ninguna rana editorial.
La reformulación de los estudios de periodismo han pasado por atender estas demandas adaptándose a los intereses del mercado. Desplazando las asignaturas teóricas en favor de las más prácticas y dando un mayor protagonismo en la orientación, evaluación y contenidos a la empresa privada. Todo ello en paralelo a la aceptación y normalización de un mercado laboral cuanto menos precario.
La pauperización de las condiciones laborales de los periodistas, producto de la aplicación de políticas neoliberales vinculadas a la concentración económica, mediática y tecnológica, no sólo han mermado el prestigio y la fortaleza de la profesión sino que han normalizado la mala remuneración. A ella se suman, mermas en las condiciones de trabajo, más inseguridad y flexibilidad, presiones de distintas naturalezas, falta de autonomía en el trabajo y un ambiente laboral tensionante. Condiciones que ya no sólo afectan a periodistas recién salidas de la facultad.
Existe un ‘problema social’ en la empresa informativa: prioriza el aspecto comercial. Obliga a convertir las informaciones en anuncios; haciéndolas inservibles para ahondar en la actualidad. Muchos medios apenas pueden mantenerse solventes con las actuales dificultades económicas. Operan como empresas comerciales competitivas. Sus directores venden noticias y, tras la máxima ganancia, dejan que su criterio informativo se torne en financiero. Así, el periodista se convierte en un mercenario informativo a la caza de números positivos. En el primer año de carrera nos convencieron de que el periodismo se debe a la sociedad y evoluciona con ella pero, ¿cuán cercano se encuentran realmente el periodismo y su formación de la sociedad?
La profesionalización-formación tiene argumentos irrefutables. Pero no puede derivar en la creencia de que por sí sola conjura el peligro de la parcialidad. Pensadores como Michel Foucault argumentan que las disciplinas académico-científicas surgieron en el siglo XIX, en el marco de la sociedad burguesa y de los estados liberales. Así estos dispusieron de instituciones y dispositivos de supervisión y control –disciplinarización– de la producción del conocimiento y de las competencias de cada campo del saber y de la actividad humana.
La participación social en democracia depende de la información derivada de un profesional formado en las instituciones del propio sistema. Desde ahí ejerce como mediador principal entre la ciudadanía y la esfera política. Que el profesional monopolice esta función y los canales para ejercerla puede suponer un problema. Especialmente, si actúa supeditado a los parámetros que mantienen ese sistema y que acotan su actividad a aquellos que pueden permitirse ser partícipes del mismo.
La apuesta por la profesionalización y formación conlleva un criterio de verificación válido, pero la noción de ciencia, de disciplina y los valores a ella asociados son un producto histórico. Sabemos que la instrumentalización, incluso adiestramiento, de la periodista obedece a fines políticos y de mercado. No solo en regímenes autoritarios, también en democracias capitalistas. Las demandas del sistema y la lógica del beneficio determinan la actividad, el perfil y la formación de una profesional cuya labor social es imprescindible en el ejercicio de nuestros derechos. Es necesario entonces cuestionar todo: la academia, la forma en que el periodismo se mimetiza con el entorno, su relación, las estructuras sociales que lo validan y su influencia.
Dejar de lado la obediencia y manos a la obra: una experiencia sobre la PMI
Sato Díaz
Periodista
En Alcoi (Alacant), donde las fiestas de Moros y Cristianos animan buena parte de la vida social de la ciudad, no solo se celebran estas en abril, por Sant Jordi, sino que también se festeja el Mig Any (Medio Año) en octubre, cuando han pasado seis meses y faltan otros tantos para que la música y las bandas se vuelvan a adueñar de las calles. La pandemia ha parado todo esto, claro, pero quizás de mis raíces alcoyanas extraiga esta extraña superstición de que seis meses significan algo. No tengo yo muy claro el qué, pero allá voy.
Me alegra escribir este artículo en estas fechas, cuando se cumplen (el 12 de abril) seis meses desde que la Plataforma de Medios Independientes (PMI) publicamos la encuesta más completa sobre la monarquía de las últimas décadas. Cuando faltan otros seis meses (para el 12 de octubre) para que quizás buena parte de la corte se grabe en vídeo repitiendo hasta la saciedad eso de: “¡Viva el rey!”. Y para que alguien, con buen oído, dé la vuelta al audio y toreros, folklóricas y adalides de las derechas vuelvan a hacerse virales proclamando eso de “yer le aviv”.
La felicidad es doble por volver a escribir y publicar, ando huérfano de páginas, todavía resuena el réquiem en mi cabeza por cuartopoder, el medio de comunicación en el que me he curtido como periodista, en el que he aprendido casi todo lo que sé, el cual ponía punto y final a sus 11 años y algún día de historia el pasado 31 de marzo. Por ello, tener la oportunidad de aportar mi granito de arena a este debate generado en Espacio Público es, para mí, emotivo.
Y más cuando para participar solo tengo que cerrar los ojos y recordar cómo fueron algunos de los pasajes sobre los que se forjó esta PMI y ese proyecto conjunto tan concreto: consultar a la ciudadanía lo que el CIS se negaba a hacer sobre un tema que está en el debate público y ofrecer a nuestras audiencias algo tan importante como son los datos (la prestigiosa socióloga Belén Barreiro se pondría al frente de la encuesta) y las interpretaciones plurales que cada medio, cada periodista, quiso dar de los mismos en torno a diferentes perspectivas o puntos de vistas geográficos logrando un análisis tan plural que, a mi juicio, deberá ser estudiado en las facultades de Periodismo.
No es momento de repetir todo lo que se escribió y se dijo sobre la encuesta en aquel momento, todavía está reciente y basta, para encontrarlo, un simple vistazo a través del buscador en Internet. Recordamos, no obstante, las claves (frente a la amnesia colectiva): había una mayoría que en un supuesto referéndum se decantaría por la república frente a la monarquía (40,9%-34,9%); y, por otro lado, la institución monárquica tiene tres problemas principales en cuanto a su aceptación social. En primer lugar, es una institución vinculada claramente a las derechas, su popularidad se escalabra entre votantes de izquierdas. En segundo lugar, es una institución cada vez menos reconocida entre las generaciones más jóvenes. En tercer lugar, hay una gran diferencia geográfica en cuanto al sentimiento monárquico (Madrid, Castillas, Andalucía…) y republicano (Catalunya y Euskadi, principalmente).
La encuesta supuso un proyecto necesario para unos medios de comunicación que han explicado lo que acontece hoy, que asumieron con valentía, pero más allá de lo que en términos sociológicos, históricos o políticos tuvo de valor, también aportó algo que considero que hay que resaltar: una colaboración necesaria, una forma de hacer en común y un ejemplo para el propio periodismo. Quiero decir, cuando desde los poderes se nos dijo que un tema no interesaba, que sobre un tema no iba a preguntar el CIS (las instituciones) y que la ciudadanía no iba a tener acceso a los datos sobre ello, nos pusimos en marcha para romper con esta inercia, nos dejamos la obediencia de lado y manos a la obra.
Además, desde la PMI pensamos que la mejor forma de saber si interesaba un tema así (frente a la predicción de Tezanos) era que fuera la propia ciudadanía la que diera soporte al proyecto. Organizamos un grupo en el que estaban representados todos los medios participantes para coordinar una campaña de crowdfunding que duraría varias semanas. Nuestro objetivo, sin embargo, se consiguió en horas, algo más de un día. Estaba claro, el asunto interesaba. La sociedad quería, al menos, debatir y ser escuchada sobre la Jefatura del Estado y el modelo de Estado. ¿Qué locura era esta?
Siempre he pensado que una buena forma de garantizar el derecho a la información de una sociedad es garantizar el pluralismo. Hay teorías que, para conseguir esto, hablan de los tres tercios: que una parte de los medios de comunicación sean públicos; otra parte, privados; otra, comunitarios, es decir, que la sociedad civil, el tejido asociativo, tenga también sus canales para difundir su información y que su visión del mundo y la sociedad tenga cabida en la misma. Quizás, en ese momento, hicimos, en cierto modo, esa labor, ya que planteamos un tema a la ciudadanía, corroboramos que interesaba y nos pusimos a trabajar para satisfacer esa inquietud. Hicimos, por decirlo de alguna manera, un trabajo comunitario. En común desde distintos medios de comunicación y en común con la propia sociedad.
Como conclusión para aportar a este debate me quedo con esa voluntad que expresamos a través de este trabajo conjunto: cuando el poder político (la institución pública, el Gobierno) nos decía que sobre la monarquía mejor no preguntar, que no interesaba a la gente, demostramos lo evidente: es un tema que sí interesa, un debate abierto. Y, además, ofrecimos datos e interpretaciones sobre el mismo desde distintas perspectivas. Y subrayo: en estos tiempos convulsos de discursos únicos o dominantes, qué importantes son la cooperación y la colaboración que multiplican la pluralidad de voces, el debate y, en definitiva, la democracia. Frente al ruido, respeto. Eso hicimos y eso es, desde mi experiencia, la PMI.
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