Feminismo y cultura de la vida, la solidaridad y el bien común

  • Javier Segura

    Javier Segura

    Profesor de Historia

26.04.2018

Debate principal: ¿Una nueva ola feminista?

Las movilizaciones masivas y la huelga internacional de mujeres del pasado 8 de Marzo, Día Internacional de la Mujer, convocadas en más de 150 países, ha entrado a formar parte, por su éxito incuestionable, en la memoria colectiva del feminismo y del conjunto de los movimientos sociales en favor de la realización plena y efectiva de los derechos humanos. En efecto, en la medida en que el feminismo propugna, como idea base sobre la que se cimienta todo su desarrollo posterior, la igualdad entre mujeres y hombres en derechos y libertades y, por consiguiente, la erradicación de todas las formas de opresión, constituye un elemento consustancial de la cultura de la vida, la solidaridad y el bien común. En esta línea, la perspectiva feminista es fundamental para entender que no puede haber emancipación social sin la eliminación de todas las trabas impuestas por el orden social al desarrollo de la vida personal y colectiva de las mujeres, la mitad de la humanidad, en toda su plenitud.

Es lo que se puso claramente de manifiesto en el movimiento del pasado 8 de Marzo en el que la huelga, más allá del frente laboral, se hizo extensiva al consumo, los cuidados en el hogar y la educación, permitiendo visibilizar que “si las mujeres se paran, el mundo se para”. Fue éste un planteamiento innovador e inclusivo en el que confluyeron todas las sensibilidades feministas.

Frente a ello, hubo quienes, desde las tribunas del conservadurismo ibérico, intentaron desacreditar la convocatoria, acusando a la Comisión 8M, organizadora del evento, de “politización”, por vincular la defensa del feminismo a la denuncia del capitalismo y el neoliberalismo, o de grupo “elitista e insolidario” promotor del “choque entre hombres y mujeres». Una vez rendidos al éxito de la convocatoria, optaron por el ridículo postureo de lucir en público los lacitos morados. No querían quedar fatal. ¡Qué ilusos!

No se puede negar la evidencia. El capitalismo, como modo de producción y distribución de la riqueza y el poder en torno a las posiciones desiguales y antagónicas entre patronos capitalistas y trabajadores asalariados, y el neoliberalismo, que constituye la ideología y el modelo de gestión hegemónico del mismo desde finales de los años los años 70, conforman un sistema por naturaleza depredador y destructivo de los derechos de las personas y del planeta, con profundas desigualdades estructurales, entre las cuales las relaciones jerárquicas de género, construidas socialmente en torno a la división sexista del trabajo, ocupan un lugar central.

Veamos:

El capitalismo es consustancial a un sistema social asentado en el dominio del mercado, es decir, del espacio donde las empresas privadas compiten por la obtención de plusvalías, sobre todos los ámbitos que fundamentan la distribución de la riqueza en la sociedad: los recursos naturales, los bienes de uso, el trabajo y la propia moneda. En esta “sociedad de mercado”, la subordinación de la vida social a la lógica del máximo beneficio privado posible lleva implícita la quiebra del binomio libertad-igualdad, sobre el que se fundamentan, por su indisociable maridaje, todos los movimientos emancipatorios y, por tanto, el feminismo. Así, mientras que, desde las aspiraciones colectivas a la emancipación, la libertad no puede entenderse sin la igualdad en la distribución de las condiciones materiales necesarias para poderla ejercer, la libertad que pregona la razón capitalista, separada de la igualdad, supone, en la práctica, la restricción de la libre elección a las posibilidades derivadas del nivel de renta y poder disponibles. ¡Una perversa paradoja!

En esta lógica capitalista, en la que la libertad equivale al privilegio del poder para hacer y deshacer “libremente”, el patriarcado, sistema de dominación masculina construido sobre la opresión y subordinación de las mujeres, ha servido al capital para que éste refuerze su domino, no sólo en términos ideológicos, sino también en la propia organización de la explotación del trabajo, la división sexual del mismo y su reproducción. Esta asimilación del patriarcado en el capitalismo se ha producido gracias a una auténtica reconversión adaptativa del primero, en virtud de la cual, el secular modelo familiar como unidad de producción se ha visto relegado a la esfera de la privacidad, convirtiendo el trabajo de los cuidados necesarios para la reproducción de la vida y la fuerza de trabajo (cuidados de la infancia, las personas mayores, enfermas o dependientes) en la contribución gratuita de las mujeres al mantenimiento del statu quo.

En este proceso, el programa de gestión neoliberal del capitalismo, que aspira a la integración sin paliativos de la sociedad en el mercado y apuesta descaradamente por un modelo de acumulación de capital en pocas manos por desposesión de la ciudadanía, ha conducido inexorablemente a un reforzamiento de la alianza capital-patriarcado. Las políticas públicas derivadas de este “matrimonio de conveniencia”, dictadas desde núcleos de poder oligárquico absolutamente masculinizados, han supuesto un expolio social generalizado, en especial de los derechos de las mujeres. Es irrefutable. Por una parte, los recortes y las privatizaciones de los servicios públicos y las prestaciones sociales han incidido de manera especialmente grave en la esfera de los cuidados y, por tanto, en las mujeres, aumentando las trabas para que éstas puedan incorporarse al empleo remunerado. Por otra, las contrarreformas laborales han conducido a un progresivo empobrecimiento social, por la precarización de las condiciones de vida en general y las laborales en particular, en el que las mujeres, excluidas o menos integradas en las estructuras laborales y de poder, se han llevado la peor parte. Es la feminización de la pobreza, que se hace visible en la brecha salarial, los mayores niveles de desempleo en las mujeres, la diferencia en la cuantía de las pensiones, el reparto desigual de las tareas domésticas, la mayor vulnerabilidad de las mujeres en momentos de crisis económicas, catástrofes medio-ambientales o conflictos armados y, en definitiva, en todas las manifestaciones de la discriminación sexista. Sólo un dato: el 80% de las personas que sobreviven en el mundo en el umbral de la pobreza o por debajo del mismo, tres cuartas partes de la humanidad, son mujeres.

En este contexto, la insaciable mercantilización patriarcal se expresa de la forma más denigrante para la dignidad humana en la apropiación y explotación del cuerpo de la mujer como objeto de deseo y fuente de negocio filo-mafioso, donde se fundamenta la industria vinculada a la trata, la prostitución y los “vientres de alquiler”. Parece que hay quienes piensan que las mujeres están dispuestas por “solidaridad” a tener hijos para regalarlos.

Pero el neoliberalismo no es sólo el plan hegemónico para engordar fortunas privadas a costa de las instituciones públicas y las mayorías sociales, también es una cultura intrusiva cuyos valores refuerzan el androcentrismo, es decir, el ideario que atribuye al hombre la representación de la humanidad entera y define en masculino la autoridad y el liderazgo. Así, el énfasis ideológico que la razón neoliberal pone en el el individualismo, que ensalza la iniciativa privada como fuerza motriz de la sociedad, o la competitividad, convertida en factor regulador de las relaciones humanas donde los que triunfan son los mejores, conlleva, necesariamente, la exclusión de quienes están en peor disposición para emprender y compertir y, por tanto, de las mujeres.

Frente a todo ello, el concepto de género, constituye la categoría central que permite entender la raíz de la discriminación social de las mujeres (1)

Lo vemos:

La noción de género surge a partir de la idea de que lo «femenino» y lo «masculino» no son hechos naturales o biológicos, sino construcciones culturales. Así, mientras el sexo se circunscribe a las diferencias bio-fisiológicas entre los cuerpos de las mujeres y los hombres, el género se configura a partir de las normas y conductas asignadas a ambos en función de su sexo. Como señaló Simone de Beeauvoir, indiscutible referente de la cultura feminista, “la mujer no nace, se hace”. Esta distinción entre el sexo y el género resulta fundamental, ya que permite entender que el origen de la desigualdad entre hombres y mujeres no reside en un estricto determinismo biológico, sino en el conjunto de normas sociales creadas para uno y otro sexo por el sistema patriarcal, cuya supervivencia histórica no ha sido dictada por la “naturaleza”, como muchos pretenden hacer creer, sino por su capacidad de adaptación a las distintas realidades históricas sustentadas en el control masculino de los principales medios de producción (2).

Desde esta perspectiva, el patriarcado se define como el sistema en el que el monopolio masculino del poder, a través de la fuerza, la ley, la tradición, la educación, la cultura y la división del trabajo, se ha atribuido a lo largo de la historia la capacidad de definir el papel social reservado a la mujer, aprovechando la ductilidad de los seres humanos a los requerimientos de las pautas sociales entre las que transcurre nuestra vida.

De esta forma, es la desigualdad de género la que constituye la fuente real de todo el cúmulo de discriminaciones, injusticias y agresiones sufridas por las mujeres por el simple hecho de serlo: discriminación en el mercado laboral, sobrecarga en la distribución de tareas y responsabilidades en el hogar, indefensión ante el acoso y la violencia machistas…En esta desigualdad, la creación y reproducción de los estereotipos sexistas a través de los numerosos agentes de socialización de la vida humana, como la familia, la escuela, las agrupaciones sociales, los medios de comunicación o el lenguaje, entre otros, juegan un papel fundamental como elementos legitimadores de la subordinación de las mujeres. En efecto, dichos estereotipos atribuyen a los varones características más valoradas que a las mujeres, definiendo en masculino valores como la iniciativa, la autonomía, la independencia, la agresividad o la libertad, e identificando otros como propios de la feminidad, como la pasividad, el servicio, la sumisión o la sensibilidad. Son los prejuicios que sustentan el machismo, que se define por el conjunto de ideas, juicios, actitudes y comportamientos apoyados en la creencia de que los hombres son superiores a las mujeres.

Conviene señalar que, paradójicamente, la posición de predominio que la desigualdad de género otorga al hombre no le convierte, sin embargo, en un ser libre. La obligación de responder a las exigencias viriles del género, como la de tener que demostrar autoridad, coraje, valentía o agresividad, puede suponer, y de hecho supone, una pesada carga y un elemento castrante de la personalidad. El feminismo es también emancipación para los hombres.

Por todo ello, la igualdad de género constituye el elemento central de la lucha feminista. Es, además, condición indispensable para recuperar el vínculo sustancial del binomio libertad-igualdad y avanzar en la cultura de la vida, la solidaridad y el bien común. Hoy, la participación plena, igual y efectiva de las mujeres en la toma de decisiones, la socialización de los cuidados, la erradicación de toda discriminación laboral por razón de sexo, la ruptura del ciclo del empobrecimiento, la conciliación de la vida personal, familiar y laboral, la implementación del derecho de las mujeres al propio cuerpo, la erradicación de la violencia machista, la eliminación de la impunidad por violaciones de los derechos humanos, la extirpación social de los prejuicios sexistas y la promoción de la mujer constituyen objetivos irrenunciables de la lucha común, de hombres y mujeres, por un mundo mejor, que ponga en el centro la vida de todas las personas. Para lograrlo, la igualdad de género ha de impregnar tanto la organización social como la vida cotidiana y ello no será del todo posible hasta que no haya un compromiso generalizado de personas, colectivos e instituciones con una feminización-humanización de los valores, que permita el pleno desarrollo de las potencialidades propias, prescindiendo de que puedan ser consideradas como masculinas o femeninas, hasta que en la vida social se deje de adoptar como propia una visión androcéntrica del mundo.

Se trata, por tanto, de un auténtico cambio de paradigma, que exige un nuevo modelo cultural que, por una parte, reconstruya y reinvente el amplísimo espacio que el neoliberalismo ha saboteado o destrozado para construir un orden alternativo, fundado, no sobre la propiedad capitalista, sino sobre la propiedad social, entendida como el conjunto de servicios, prestaciones y garantías proporcionadas por el Estado social y, por otra, haga confluir la lucha por la transformación del mundo con la necesidad ineludible de cambiar la vida, de construir la sociedad desde la dignidad de la vida humana, la buena vida.

Es la gran aportación del feminismo a la humanidad: la vida de los cuerpos es la base de la sociedad y, por tanto, constituye el núcleo vertebrador necesario para el progreso hacia una sociedad solidaria y del bien común.

El futuro es mujer, sin duda.

(1) El presente artículo incluye la definición del patriarcado, el androcenrismo, la distinción sexo-género y el machismo. Son conceptos-clave del análisis feminista que completo en esta nota con la noción de sexismo.
El sexismo se define por los métodos que, objetivamente, son empleados en el sistema patriarcal para mantener a las mujeres en situaciones de discriminación.
Es muy importante la clarificación conceptual de cara a establecer en el análisis las oportunas relaciones y distinciones.

(2) El desarrollo de la idea sobre los orígenes y evolución histórica del patriarcado rebasa las posibilidades del presente artículo.

PD.- Un acertijo para concluir: “Pérez tenía un hermano. El hermano de Pérez murió. Sin embargo, el hombre que murió nunca tuvo un hermano”.

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